Primero el cielo se llenó de secas tormentas: luces y tambores en su bóveda color de turbia perla, relámpagos que cruzaban el firmamento con la velocidad de las manadas de aves, truenos que contagiaban un rumor cada vez más hondo, lejano y silente, hasta perecer en las cumbres de las apartadas montañas, bajo una caperuza de nubes.
Y un día, el sol volvió a brillar como antes; y todo parecía fresco y nítido. La selva se cuajó de salvajes flores y olorosas enramadas y por primera vez, muy a lo lejos, vi la blanca cima del volcán. Aire de cristal, transparentes regiones.
Los buitres regresaron antes que los demás pájaros. Muchos viejos habían muerto tosiendo y algunos jóvenes murieron de fiebres, temblando más que el anciano siempre guardado en el cesto lleno de perlas. Vi morir a varias mujeres después de ser picadas por las niguas; los pies les fueron abiertos con las filosas conchas y luego una negra sangre ascendió por sus piernas, hasta matarlas. Muchos niños desaparecieron repentinamente. Todos los cadáveres, tarde o temprano, desaparecieron.
Y el sol fue de nuevo el gran señor de estas comarcas. Pero su retorno no significó visible alegría, como yo me lo esperaba. Antes un nerviosismo silencioso se apoderó de todos y yo me pregunté qué nuevas tribulaciones anunciaba esta temporada.
Vi una mañana gran movimiento en el cerro. Las esteras eran recogidas de vuelta, las almadías levantadas en alto; el pueblo regresaba a la orilla del río. Sin embargo, una compañía de hombres permaneció en el monte, cuidando del anciano y sus tesoros. Digo que bastante entendía ya de esta lengua de pájaros, corta y aguda. Y así comprendí que me pedían permanecer con ellos.
Levantaron en ancas el cesto con el anciano adentro; posaron sobre sus cabezas las demás canastas y se internaron, llevándome con ellos, en la selva, lejos del río y del mar. Al principio temí que el frondoso bosque, aumentado por las lluvias de tantos meses, nos devoraría y que en él perderíamos toda orientación. Pronto me di cuenta, sin embargo, de que entre el follaje de verdes y sensitivas plantas, que se apartaban al contacto con nuestros dedos, un repetido paso había trazado un camino, apenas una vereda, pero más tenaz que la palpitante floración del liquen, la orquídea y todas las hojas que aquí brillaban, reteniendo entre su finísimo vello plateado las más encendidas gotas del pasado diluvio.
Corrupta selva, Señor, húmeda y oscura, cuyos tallos nunca vieron o verán la luz del sol: tan altas y cerradas son sus copas, tan hondas sus raíces, tan entreveradas sus hiedras, tan intoxicantes los perfumes de sus flores, tan confundidos en el fango los dispersos cadáveres de hombres y serpientes. Tan abundante, en fin, el canto de los grillos.
Caminamos dos días, durmiendo en esas redes de algodón que se cuelgan entre tronco y tronco, deteniéndonos cerca de extraños y profundos pozos de agua, casi pequeños lagos perdidos al fondo de precipicios calcáreos, o en algún claro de la selva donde crece el agrio naranjo. Pero pronto la enmarañada espesura nos reclamaba, y mientras más penetrábamos en ella, más putrefacto era el olor y más intenso el graznar de los buitres que volaban allá arriba.
Olía a muerte, Señor, y cuando por fin nos detuvimos, fue porque ante nosotros se levantaba el más extraordinario edificio. Nunca pude verlo de lejos, dada la extensión enmascarada de la floresta que parecía haberlo capturado aquí, en el centro mismo de su cuerpo húmedo y oscuro. Como un corazón de piedra latía esta construcción de ancho basamento y lamosos escaños y liberada cima.
Pues sólo la cúspide daba la cara al sol; el cuerpo de este gran templo hundíase en la negra, corrupta selva. Mis mares, mis ríos: recordé el curso azul que revive las aguas del desierto y nos conduce a los mausoleos de antiguos reyes; ésta, como aquéllas, pirámide era, Señor, aunque a cementerio olía. Observé entonces que aquí se saciaban las auras, recogiendo sus alas en la cima de la pirámide y devorando a picotazos las carnes dañadas por la lluvia y el sol y la muerte. Me ensordeció el barullo de la cima, el festín de los buitres, y supe a dónde habían sido llevados los cadáveres desaparecidos del pueblo durante el largo verano del diluvio. Sordo, pude ver: las lianas de la selva trepaban y enredábanse por los cuatro costados del templo, y el musgo cubría los peldaños, pero esta invasión del bosque no alcanzaba a ocultar los esculpidos aleros: lujosa escultura de serpientes, pues eran víboras de piedra que se enredaban, con más vigor que Jas raíces trepadoras, en torno a las ventanas del templo.
Los pies desnudos de los hombres de nuestra compañía ascendieron sin dificultad las gradas, con las canastas a cuestas; yo les seguí, aunque resbalando sobre el musgo, hasta una de esas ventanas labradas. Vi luego que eran cuevas suntuarias, de humana hechura, y en una de ellas fue colocado el anciano, junto con los cestos de perlas y oro. Los hombres salieron y me dijeron que entrase.
La gruta del templo había capturado la luz. En la honda cavidad de baja techumbre brillaban el oro y las perlas, y en uno de los cestos de palma, inmerso en perlas, yacía siempre el viejo, con mis tijeras entre sus manos: manos semejantes a las raíces del bosque. Levantó una de ellas. Pidió que me acercase, que me sentara a su vera. Coloquéme en cuclillas. Y el anciano habló. Y su voz resonó opaca y muerta en las húmedas paredes de esta cámara, a la vez, lúgubre y resplandeciente.