Fui embarcado en uno de los troncos, que eran verdaderas almadías hechas cada una del pie de un árbol, como un barco luengo y todo de un pedazo. Y al alejarme nuevamente de la costa, la bauticé en secreto con el nombre de Tierra de San Pedro, pues como un mártir murió el pobre viejo, y ahora las últimas llamas se alimentaban de su cadáver.
Un círculo de negras auras volaba ya sobre la playa. Díjeme que Pedro había regresado a la destrucción y a la muerte de las cuales huyó. Preguntéme si yo regresaba a mi propio origen, y si éste era el cautiverio. Pues si el fin de Pedro fue como su principio, ¿sería yo la anormal excepción a estos destinos que encontraban, al cumplirse, la semblanza de su génesis? Y habiendo aprendido a querer al viejo Pedro, rogaba ahora que no me heredase su destino, sino que su muerte me liberase para hallar el mío, así fuese peor que el suyo. Común fue nuestra suerte desde que nos embarcamos juntos. Ahora nuestros destinos se separaban para siempre.
La escuadra de toscas almadías no se adentró en el mar. Dobló el cabo y al poco tiempo de bogar en silencio avizoramos la desembocadura de un gran río. Sus turbias aguas se adentraban varias leguas en el océano, y a una voz chillante del jefe la armada se internó en este ancho curso de separadas y oscuras riberas. Macizos y altos eran los negros bosques de sus orillas; tupidos e invisibles los rumores que esa espesura ocultaba; intensos y mezclados sus perfumes, pues confundían aromas de flor silvestre y de podrido follaje; y repentinos relámpagos en el lechoso cielo los eternos pájaros del mundo nuevo, aves ruidosas, de gruesos picos, color de grana, verdes, coloradas, negras y encarnadas, y parecidas a gigantescos pericos. Ellas, dueñas del cielo; y de los cenagosos bordes del río, dueños los lagartos que miraban con ojos soñolientos nuestro paso.
Y yo, Señor, un cautivo con una bolsa de oro entre las manos.
Navegamos río arriba. Yo no recordaba; sabía; y agradecía la ignorancia del porvenir que nos permite seguir viviendo a sabiendas de lo que nos espera: la segura extinción de la libertad o de la vida. Sólo ignoramos el tiempo y las circunstancias, aunque no la naturaleza, de los hechos venideros; gloria al Dios que así alivia nuestro pesaroso sino.
Desembarcamos junto a un claro paraje habitado. Las almadías fueron encalladas en el lodo y un centenar de viejos, mujeres y niños nos rodeó. Nuestro retorno era celebrado con las chirreantes voces que digo y la excitación era grande, no sólo a causa de mi extraña presencia, sino por un obvio sentimiento de alivio. Los ancianos temblorosos, las mujeres con los niños pegados a los pechos, las inquietas muchachas de este pueblo mostraban en sus semblantes un terror reciente que tardaba en desaparecer. Los guerreros habían regresado. Los peligros fueron vencidos. Regresaban con su presa: yo. Noté que entre quienes nos recibían no había un solo hombre joven, aunque sí muchos niños, algunos hasta de doce años y mamando aún la leche de sus madres.
Empecé a darme cuenta de mi situación cuando el jefe de las plumas negras mostró a todos las tijeras y me instó a mostrar mi paño lleno de pepitas áureas. Entonces todos asintieron con gusto y las mujeres más cercanas a mí me sonrieron y los viejos tocaron con sus manos trémulas mi hombro.
Miré a mi alrededor, y todas las casas de esta aldea salvaje eran esteras sobre cuatro arcos, todas iguales entre sí, sin signos visibles de superior riqueza o superior poder. El propio jefe despojóse de su cinturón de plumas negras y con grande deferencia se dirigió a una enramada y allí lo puso en manos de un anciano arrugado y tiritante, metido dentro de un canasto fabricado de hojas de palma y relleno de ovillos de algodón. Y así, el jefe ya no se distinguió de los demás hombres color canario, pues para mí que todos eran idénticos entre sí. Algo murmuró ese anciano que, a pesar del calor, temblaba de frío, y algo le explicó el joven a quien yo había tomado por jefe de esta banda. Luego, el joven dejó caer, a manera de cortinas, los secos cueros atados al techo de la enramada, y el viejo desapareció de nuestra vista.
Me fue ofrecida una extraña cama hecha de redes de algodón y colgada entre dos palmas, y de comer una amarga raíz. Reanudóse en el acto la vida diaria de esta comarca, y yo decidí que mi salud era unirme a ella con discreción; y así ocúpeme durante varios meses en hacer lo que todos hacían: atizar hornos, cavar en la tierra, reunir la almagra, fabricar engrudo, tallar cañas y varas, pulir piedras, y también recoger pedazos de caracoles para cortar fruta, pues ésta crecía salvajemente en dispersos rincones de la selva, y eran frutas nunca vistas por mis ojos, frutas de caparazón rugoso y suaves entrañas, perfumadas y de un encendido granate, o de un pálido rubor, o de una negra jugosidad. Asimismo, recogíase leña, aunque noté que pronto desaparecía, a pesar de que era poco usada.
No tardé en saber que aquí todo era de todos, los hombres cazaban venado y capturaban tortuga, las mujeres reunían huevos de hormigas, gusanos, lagartijas y salamanquesas para las comidas; y los viejos eran hábiles en capturar culebras, cuyas carnes no son malas; y luego estas cosas repartíanse naturalmente entre todos.
Largo y sin fechas me pareció este tiempo, mal me recuerdo y mal me veo, como si lo hubiese vivido a ciegas. A un solo hecho inteligible me aferraba. Mis tijeras fueron encomendadas al cuidado del viejo escondido en el cesto de algodones, poseedor también de la cintura de plumas negras que sólo transmitía a un joven en momentos de activo peligro, como cuando se descubrió nuestra presencia por el humo en la playa; o cuando, como en otra ocasión, los hombres cargaron sus almadías hasta el río, lo remontaron y regresaron con pepitas de oro; o como cuando, otra vez, lo descendieron y regresaron con un cargamento de perlas de aquella playa de encantos; y todo lo guardaban en cestos parecidos al que siempre ocupaba el anciano, y los cubrían cuidadosamente con cueros de venado pintados con almagra, y todo lo guardaban en la enramada donde vivía el viejo, al cual luego le devolvían el cinturón de plumas.
Aparente dueño de los tesoros, el anciano era, también, el dueño de mis tijeras; y a fuerza de imaginarlas entre sus manos nudosas y manchadas, acabé por hacerme a la idea fija de que ese regalo bastaría para asegurar mi tranquila pertenencia a esta comunidad primitiva. Pues digo que sólo a una certeza me aferraba:
—Salvóme el regalo que les hice. Y también haber aceptado el que ellos me hicieron.
Pero cuando más me confortaba pensando esto, una pequeña y terrible duda venía a turbar mi tranquilidad. ¿Me exigirían, en cierto momento, algo más? ¿Qué podría, entonces, darles? Al pensarlo, se redoblaba mi voluntad de confundirme con estos naturales en su diario afán, de no distinguirme de ellos, de ser un extranjero invisible que con ellos capturaba culebras, las entregaba a las mujeres y comía la ración parejamente repartida entre todos. Algo aprendí, a fuerza de oiría, de esta lengua de pájaros que aquí se hablaba. Mas como mi intención era ser poco notado, y hasta olvidado, no me atreví a probar mis conocimientos de ella. Así, aprendí a entenderla más que a hablarla, aunque no me faltaban ganas de acercarme de noche al anciano y preguntarle lo que deseaba saber. Escasa consolación, Señor, era ofrecerme a mí mismo las pobres razones que digo, abundando las preguntas para las cuales no tenía respuesta. ¿Por qué fuimos atacados en la playa y por qué pareció enfurecerles tanto la presencia del fuego en ella? ¿Por qué tanta saña contra el viejo y tanta obsecuencia conmigo a cambio de unas pobres tijeras? ¿Quién era el viejo guardián de los tesoros, y para qué servían el oro y las perlas en esta miserable comarca?
Esta curiosidad mal se avenía con mi propósito de asumir, como los lagartos, el color de la piedra o del árbol. No era difícil hacerlo: los rayos del furioso sol austral, al colarse entre las enramadas y las tupidas copas de los árboles, cubrían de una ondulante retacería de luces y sombras nuestros cuerpos, las casas, los objetos todos del espacio habitado que así se confundían, espectralmente, con la abundante dispersión de las formas de la selva.
Necio de mí: acabé por imaginar que ese fantasmal movimiento de luces y sombras me disfrazaría, en efecto, como a los lagartos y que así podría saciar de un golpe mis dos deseos: curiosidad e invisibilidad. Me acerqué una tarde a la enramada que ocupaba el anciano friolento y me atreví a separar una de esas cortinas de cuero que digo, y mirar adentro. Tuve poco tiempo, aunque el suficiente para ver que allí eran guardadas ciertas cosas, como la mayor parte de la leña recogida durante estos meses, y también unos frutos como majorcas de granos rojos. Y que el viejo vivía rodeado de canastas semejantes a la que le servía de eterno lecho, y que dentro de ellas brillaban las pepitas de oro. Y que el canasto del anciano, ahora, estaba lleno de perlas.
Entonces el viejo chilló espantosamente, igual que esos enormes pericos multicolores, y yo cerré la lona e imaginé el peor de los destinos. Sobre todo porque en ese instante me di cuenta de que el juego ocultador de luces y sombras había cesado y que yo mismo, mi cuerpo, mis manos, y todo en torno mío, se recortaba súbitamente con una nueva luz, brillante y gris como las de esas perlas con las que el decrépito anciano parecía darse un baño. Todo era luz metálica, Señor; el sol ocultóse y con él su compañera la sombra. Se escuchó un trueno en el cielo y comenzó a llover como si se iniciase el diluvio universal, no la lluvia que aquí conocemos, ni siquiera una tempestad: no, sino un diluvio parejo, incesante, como si el cielo vaciase de un golpe todos sus cántaros. Y fue tal la conmoción y actividad provocada por el torrencial aguacero, que nadie se fijó en mí y yo me calmé diciéndome que el anciano había chillado porque sus huesos sintieron la cercanía de las aguas, que no la mía.
Con gran algarabía fueron desmontadas las esteras y llevadas a cuestas por algunos naturales, mientras otros rescataban las almadías de la ribera y otra compañía se dedicaba a trasladar al anciano dentro de su cesto y también las canastas llenas de oro y perlas y los montones de leña y las majorcas coloradas, ahora todo cubierto de cueros para protegerlo del diluvio. Caminamos así todos a otro lugar más alto y llegamos, azotados por estas aguas implacables, a una pequeña loma de altos árboles desde donde podía verse la espantosa crecida del río que rápidamente anegaba el espacio que hasta entonces había sido el nuestro.
Cambió entonces la naturaleza de nuestra vida. Toda la tarde y toda la noche llovía sin interrupción, llenábase el cielo de terribles truenos y sordos relámpagos, pero durante la mañana el sol brillaba y entonces los leños guardados junto al anciano eran usados con grande cuidado, y las mujeres sentábanse junto a los modestos fuegos y recibían esas majorcas rojas, separaban el grano del grueso espigón, lo molían y mezclaban con agua hasta formar una blanca masa que ellas acariciaban y palmeaban hasta darle forma de galletas, y éstas las acercaban al fuego y el humo sabía a ese desconocido pan de un rojo trigo tan celosamente guardado por el inmóvil viejo para esta época de miedo y fuga. Miedo al hambre, Señor, pues podridas e inservibles estaban las frutas, arrasada la selva por la inmensidad del río, y hubo meses en que era difícil hacerse de alimentos y yo en todo participaba, cazando y hurgando entre las piedras, entre la lluvia constante de esta temporada que todo suelo convertía en lodazal, y aceptando, cuando era necesario, comer el estiércol de venado que las mujeres a veces sazonaban. Entendí entonces por qué eran tan preciosos los escasos espigones de grano y por qué los niños mamaban hasta los doce años.
Y entendí también por qué los leños secos eran tan apreciados como el oro y las perlas, pues ahora no había cosa enjugada en esta pantanosa selva, sólo las doradas horas de la mañana servían para que nos calentáramos a medias, y luego el diluvio vespertino lo anegaba todo de vuelta y con él traía la tortura que antes yo había conocido en el riachuelo de la playa: los mosquitos, las nubes de jejenes que chupan la sangre humana hasta reventar, hartados, de ella; las sutiles e invisibles niguas que forman bolsillas en los pies humanos, grandes como un garbanzo e hinchadas de liendres que se pueden ver cuando el pie es cortado por un pedazo de filoso caracol, como antes las frutas de su tallo. Y noches sin sueño, Señor, un continuo rascarse, y cubrirse el cuerpo de barro, y los cuerpos hinchados, negros y hechos una carnicería, y revolcarse, y ahorrar la leña seca para la comida y cortar la leña mojada para hacer mucho humo y espantar a estos feroces enemigos que acaparaban toda nuestra atención, pues por luchar contra ellos todo lo demás olvidábase, aunque estos naturales trataban de sobrevivir doblando su tiempo, armados de tizones con los que quemaban los campos y montes contra los mosquitos y también para sacar debajo de la tierra las lagartijas y también para cercar con fuego a los escasos venados de pequeños cuernos y pieles pardas.
Leños secos y mojados, hogueras ardientes y húmedas humaredas: no hubiésemos sobrevivido sin el fuego y el humo. Preciosos leños, más útiles entonces que todas las perlas y todo el oro del mundo. Sí, Pedro y yo pensábamos haber inventado, con ígneas piedras y secas ramas, el primer fuego del nuevo mundo. Ahora, rodeados todos los mediodías y todas las medianoches por las ardientes hogueras de la selva, me expliqué al fin la razón del ataque de estos naturales. Pero también me pregunté: si ahorrar el fuego sagrado vale una mortal batalla contra quienes lo malgastan, ¿qué valor tienen las perlas y el oro, que de nada defienden aquí a nadie, ni sustento alguno procuran? No tardé, Señor, en averiguarlo.