Quien en el rumor vive, espántase del silencio. Más que la oscuridad, es el silencio el terror de la noche. Y más que la falta de libertad, es la fuga de su sonoro ritmo lo que amedrenta al cautivo. Suaves y regulares eran los murmullos que nos envolvían; el mar y sus tibias olas, el crepitar del fuego en la playa, el abanicado murmullo de las palmas.
¿Por qué cesaban súbitamente estos ruidos que eran ya, después de más de una semana en este paraje, nuestra costumbre? Escuché, con la cabeza apoyada contra su pecho, el latir del corazón de Pedro. Luego, como un ave alerta y de separados ojos, moví nerviosamente la cabeza para mirar de la selva al mar y del mar a la selva. Nada nuevo vi al principio: nada que acompañase o justificase la repentina muerte de los rumores.
Afilé mis sentidos. Me imaginé penetrando en el bosque a nuestras espaldas: los árboles dejaban de ser verdes y se tornaban negros de tanta verdura. Volví a mirar hacia el mar: el verde alimonado de sus aguas se ennegrecía y cobraba tono semejante al del bosque: el mar, Señor, poblábase de árboles.
Me separé del abrazo de mi viejo padre y me detuve de pie, sin poder avanzar hacia la orilla del mar; permanecí como encantado, viendo al fin que el mar estaba lleno de troncos de árbol, como otro día lo estuvo de techos de hicotea, y que esos troncos flotantes avanzaban hacia nuestra playa. Giré espantado sobre mis talones; al traquear del fuego en la playa se unía el de arbustos pisoteados y ramas apartadas, a nuestras espaldas, en la selva.
Pude jadear estúpidamente:
—Pedro, ¿no trajiste armas?
El viejo negó, sonriendo:
—No nos harán falta en ésta, nuestra tierra feliz.
Feliz o malhadada, ¿era sólo nuestra?, ¿era realmente nuestra? ¿O era de los seres que ahora asomaban las cabezas desde dentro de los troncos flotantes? No digo hombres, Señor, porque lo primero que vi fueron unas crines negras y largas, que confundí con colas de caballos y por un momento tuve la visión extraña de árboles flotantes tripulados por oscuros centauros. Sólo al acercarse más esa armada de troncos vi los rostros, del color de las maderas mismas, y del interior de los troncos vi levantarse cabezas, rodelas y otro bosque, pero esta vez erguido, de fieras lanzas.
Pedro se levantó tranquilamente, caminó hasta la puerta de su casa y allí, apoyóse contra la rueda del timón. Yo giré de nuevo para mirar hacia el bosque: crecía el bullicio de la espesura; marchaban hacia su encuentro la invisible fuerza de la selva y el visible ejército del mar.
Entonces, saltaron de los troncos al agua treinta o más hombres que se confundieron con el verdor recobrado de las aguas; y sus cuerpos eran color de canario; rojas sus lanzas; verdes sus escudos. Y otros hombres semejantes, igualmente armados y desnudos con la salvedad de la tela que disimulaba sus vergüenzas, irrumpieron de la selva.
Nos miraron.
Los miramos.
Nuestros asombros eran idénticos, nuestra inmovilidad también. Sólo pude pensar que lo que en ellos parecíame fantástico —el color de la piel leonada y la lacia negrura de las cabelleras y la escasez de vello en los cuerpos— a ellos, por disímil, debía parecerles irreal en nosotros —mi luenga melena rubia, la cabeza enrizada y la barba cana de Pedro, la hirsutez de su rostro y la palidez del mío. Nos miraron. Los miramos. Lo primero que cambiamos fueron miradas. Y de ese trueque nació mi veloz, silente pregunta:
—¿Nos descubren ellos… o les descubrimos nosotros?
Antes terminó el asombro de estos naturales. Varios de ellos, como concertados de antemano, corrieron hacia nuestra pequeña pira y con las lanzas y los pies desnudos apagaron nuestro fuego y sólo salvaron una rama ardiente. Luego uno de ellos, que traía una banda de plumas de pájaro negro atada a la cintura, nos dirigió la palabra con cólera y energía, señalando hacia el cielo, luego hacia, el fuego apagado, luego hacia la extensión de la playa de las perlas. Al cabo, levantó tres dedos de una mano y con el índice de la otra contó tres veces sus tres dedos erguidos. Miré a Pedro, como si confiase tanto en su sabiduría que le creyese capaz de entender la lengua y los signos extraños. Extraña lengua, en verdad, y de chirriante sonido, pues ahora la multitud de hombres oscuros se dio a hablar al mismo tiempo, y sus voces más parecían de aves que de hombres, y noté que no había en ellas erres y sí muchas tes y eles.
Y pues que nada pudimos contestar a sus razones, la cólera del hombre de las plumas aumentó, y caminó hacia Pedro y volvió a hablar, indicando hacia la casa y la cerca de ramas que limitaba el espacio reclamado por el viejo a este mundo nuevo. Y el grupo de naturales surgido de la espesura comenzó a levantar las picas de esa cerca y a arrojarlas de regreso al bosque. Pedro no se movía, pero la sangre enrojeció su rostro y las venas palpitaron en su cuello y en su frente. La banda de naturales tumbaba la cerca, arrancaba los techos, arremetía a coces contra todo lo fabricado por el viejo. Yo buscaba desesperadamente una salida, un argumento, una vía de razonamiento con los salvajes, y de un instinto hondísimo, milagrosamente recobrado en ese instante, desenterrado por el simple caso de que primero habíamos cambiado miradas y luego no habíamos podido cambiar palabras, y de las miradas trocadas nació un asombro original y gemelo, pero de las palabras sin respuesta sólo nacía la violencia, de ese simple trueque de miradas nacieron las palabras que entonces le grité a Pedro, sin pensarlas, como si otro hablase por mí y de mi voz se sirviese.
—¡Viejo, ofréceles tu casa! ¡Ofréceles algo pronto!
La sangre brilló en los ojos de Pedro, como la espuma en su boca:
—¡Nunca! ¡Nada! ¡Ni un clavo! ¡Todo lo que hay aquí es mío!
—¡Algo, Pedro, algo!
—¡Nada! ¡Me costó veinte años ganarle al Señor! ¡Nunca!
—¡Pronto, Pedro, regálales tu tierra!
—¡Nunca!, volvió a gritar con tal fuerza, como fiera acorralada, abrazado a la rueda del timón que antes nos había salvado: —¡Nada! ¡Éste es mi pedazo de tierra, éste es mi nuevo hogar, nunca!
El jefe de las plumas negras gritó, los naturales se arrojaron contra Pedro, pero el viejo resistió, era un cano león, golpeaba los rostros y los vientres de los asaltantes con furia y me gritaba a mí:
—¡Cabrón, no me dejes solo! ¡Lucha, hijo, putillo!
Arranqué las tijeras fajadas en mis calzas y las levanté: brillaron oscuramente bajo el sol y los naturales se detuvieron repentinamente, apartándose de Pedro mientras el de las plumas negras gritaba a los hombres llegados del mar, y que aguardaban en la playa con las varas en alto; y todas las lanzas volaron con un solo movimiento hacia un blanco único: el corazón de Pedro.
El terror me paralizó con el brazo en alto y las tijeras en el puño: como las bandadas de aves, las varas oscurecieron el firmamento; claváronse en el cuerpo del viejo y la rama ardiente fue arrojada contra los restos de la choza, prendiendo fuego a las ramas secas de la techumbre.
El viejo no gritó. Y su vida extinguióse con los brazos abiertos, rodeado del humo de su choza incendiada, abrazado a la rueda del timón, con los ojos y la boca abiertos y la piel atravesada por las lanzas rojas, muerto al pie de su pequeño solar en la playa. Obtuvo lo que quiso; poco tardó en perderlo. Díjeme que tanto empeño merecía esta pobre gloria: primer pie en tocar la tierra nueva, primera sangre derramada en ella. Cerré los ojos porque un rumor de burla resonaba en mis oídos, riéndose de mi retenido llanto; y al cerrarlos, vi sobre un fondo negro el cadáver y la sangre de una anciana tortuga que yo maté con las mismas tijeras que ahora empuñaba.
Dejé de escuchar rumor alguno, salvo el del fuego que consumía los pobres restos de la choza y el cuerpo de mi amigo y abuelo. Regresaron los mansos murmullos de la ola y la palma. Abrí los ojos. Los naturales me rodeaban en silencio. Mantenían los escudos contra los pechos. El jefe de las plumas negras avanzó hacia mí. Nada había en su parda mirada sino una espera que podía convertirse en sonrisa o mueca.
Alargué mi mano. Abrí mi puño. Ofrecí las tijeras. El jefe sonrió. Las tomó. Las hizo brillar contra el sol. No sabía manejarlas. Las manipuló con torpeza. Cortóse la carne de un dedo. Arrojó las tijeras a la arena. Miró con azoro su sangre. Me miró con azoro a mí. Recogió con gran cuidado las tijeras, como temiendo que tuviesen vida propia. Gritó unas palabras. Varios hombres corrieron a uno de los troncos encallados en la arena y de él extrajeron algo. Corrieron de regreso hacia el jefe y le entregaron una burda tela, semejante a la de los taparrabos. La tela envolvía algo. El jefe apretó las tijeras con una mano. Con la otra pasóme el bultillo. Lo sopesé entre mis palmas abiertas. La rugosa y tiesa tela abrióse sola. Mis manos sostenían un brillante tesoro de pepitas doradas. El regalo de mis tijeras había sido correspondido.
Miré hacia el cadáver de Pedro, con mis manos llenas de oro.
Los guerreros recuperaron sus lanzas, arrancándolas del cuerpo de mi viejo amigo.
Los hombres de la selva apagaron a pisotones y ramalazos los fuegos encendidos. Juré que había tristeza en sus miradas.