Dormí largo tiempo en lecho de perlas. Al despertar, me dije que el tiempo era inmóvil: la misma luz, el mismo oleaje tibio, las eternas tortugas mirándome desde esa frontera entre la playa y el bosque. Todo era idéntico, pero yo sentí que en mi sueño había penetrado hondamente en los mantos de una imaginaria noche. Si éste era el Paraíso, en él no cabían los contrastes y las medidas de la vida, noche o día, frío o calor. Y sin embargo, tenía sed y tenía hambre. Decidí investigar la ribera del Edén recobrado; sin duda, mi sed y mi hambre eran de un nuevo orden, no físico, y yo confundía las carencias de mi alma errante con las exigencias de mi cuerpo inexistente. ¿Quién me guiaría hacia las aguas y los frutos de la muerte? Mi instinto, más que enseñanza alguna, me recordaba que al llegar a la otra orilla, alguien nos esperaba para conducirnos a la morada eterna. Alguien o algo; bestia o ángel, perro o diablo. ¿Serían las adormiladas hicoteas los guardianes de la muerte? Me acerqué a ellas y otro instinto, más fuerte que el recuerdo, pues llámase sobrevivencia, me hizo llevarme la mano a la cintura. Toqué las tijeras de sastre bien fajadas a mis calzas. Las tortugas abrieron y cerraron lentamente sus legañosos párpados; eran la imagen de la pasividad; pero al acercarme vi en qué acto se ocupaban.
Desovaban, Señor; la doble docena de hicoteas aplastadas bajo sus conchas verdigrises, teñidas de escorias como el lomo de la ballena, vaciaban en la playa sus babosas nidadas de huevos y ahora, al sentirme cerca, se alarmaron y comenzaron a enterrarlos en la arena, agitando sus cortas aletas rugosas, inciertas entre esconder sus cabezas de reptil dentro de los inmensos techos o alargar hacia mí sus inmensos cuellos de piel reseca y manchada. El hambre mandaba en mis entrañas; aventuréme; intenté levantar con el pie a una de las tortugas, pero su peso era excesivo, permaneció inmóvil, como una roca. Miré entonces hacia el cercano río y decidí calmar allí mi sed mientras ideaba la manera de alejar a las tortugas de sus nidadas.
Caminé hasta la desembocadura. El río era un estrecho tajo en la espesura y por él se desangraba la selva. Pues su caudal dormilón había acumulado, al encontrar el mar, una ponzoñosa barra de herbaje podrido, cañas y limos y odres semejantes al del monstruo que vi arrastrado hacia el mar en agonía. Los restos aquí atascados eran pardas carnes en plena descomposición; y las cegadas aguas cubríanse de una espesa capa de limo verdoso. Las removí con una mano y fue como si removiese un avispero, pues una sutil nube de moscos pareció despertar de su letargo, nacer de las aguas o caer del aire sobre mi cabeza y mis manos, buscando las ligeras heridas que la tormenta y mi salvación, desesperadamente asido a la rueda del gobernalle, habían dejado entre mis uñas y a ras de mis brazos y hondamente en mis rodillas. Rápidamente se hartaron de mi sangre mientras yo los combatía y los moscos reventaban saciados; y al aplastarlos contra mi cuerpo noté que eran amarillos como la gualda.
Corrí lejos de la tormenta de mosquitos, bañéme velozmente en el mar y ya no dudé. Me acerqué a una de las tortugas al tiempo que buscaba un recipiente en la playa. Recogí la concha más honda y con la otra mano empuñé las tijeras. Llegué cerca de la tortuga más alejada de las demás, la cual hicotea alargaba el cuello fuera del caparazón mientras enterraba los huevecillos en la arena. Monté con rapidez sobre el caparazón, abracéme con fuerza al escoriado cuello y enterré en él las tijeras, sabedor de que estas bestias guardan allí una bolsa llena de agua pura que les permite vivir largo tiempo sin sed, como los camellos en el desierto; y dejé que el agua corriese hacia la concavidad de la concha. Pero al llenarse ésta, arranquéme mi ropilla para recoger aún más líquido y luego chupar la tela para saciarme. Hacia mi camisa ya sólo se escurrió la sangre de la tortuga, manchándola y manchando la arena y las perlas vecinas. Pero no me quejé, pues sé que la sangre de tortuga es tan buena como agua. Apagué de este modo mi sed, bebiendo el agua de la concha y exprimiendo hacia mis labios la sangre que empapaba mi jubón; e imaginaba ya el sabor de las carnes de la bestia sin edad, que dícese es tan vieja como el océano y, como él, inmortal, cuando vi el terror de las demás tortugas, terror aún más terrible por ser totalmente silencioso, que abandonaban sus fecundos nidos de arena y comenzaban a desplazarse sobre los nacarones hacia el océano protector, donde recobrarían su velocidad y su fuerza.
Servíme entonces un gran banquete de huevos de tortuga, que son semejantes a los que ponen las gallinas, aunque estos de hicotea no tienen cáscara, sino una tela delgada. Y comiendo vi el espectáculo de la potente escuadra de tortugas entrando de nuevo al mar; y era tan vasta su compañía, que de haber encontrado en su camino un navio, hubiesen entorpecido su marcha. Dejaban atrás, para mi solaz, la carne de su compañera y las yemas de sus hijos. Y una playa manchada de sangre.
Satisfecho, me arrojé de espaldas sobre la arena de perlas y ordené mis impresiones. La sed y el hambre me habían cegado; sólo ahora, lleno y contento, me dije que habían sido sed y hambre reales, de cuerpo viviente. Y esas nidadas de huevos no podían engañarme. Eran como el otro rostro de las perlas, pues en éstas podía yo ver una imagen más de la muerte; las perlas sin el contacto de piel viva, envejecen y declinan, son moribunda promesa; los huevos de las tortugas eran perlas de naciente vida.
Incorporóme agitado; mi mortal razonamiento se venía abajo; no era concebible que ningún ser vivo naciese en el territorio de la muerte, o que las bestias de la muerte pariesen vida en las puertas del más allá, fuese éste Paraíso o Averno; semejante despropósito era por igual ajeno a ciencia y leyenda.
—Hay vida, hay vida, me repetí en voz muy baja; hay vida y hay muerte aquí; y decir esto era cambiar otra vez de camino, perder el norte, caer en nueva vorágine. Hay sangre derramada, luego hay vida. Hay vida, luego yo debo sobrevivir. Debo sobrevivir, luego necesito compañía.
La brillante playa de las perlas proseguía su curso hasta un lejano cabo del horizonte. El mar era verde como jóvenes limones; de un blanco nacarado la playa; rojas las altas palmas, cuajadas de dátiles enormes, mucho más grandes que los del desierto. Tortugas y dátiles: no moriría de hambre. Perlas; no moriría pobre. Reí. Pasaron volando de nuevo las ruidosas manadas de aves de colores, y al cabo de la playa, vi levantarse una débil espiral de humo.
Entonces corrí, corrí, insensible a las posibles amenazas, ajeno al peligro extraño, hacia ese signo de vida humana, temiendo un engañoso incendio de la selva, un fuego fatuo en la cumbre del mar, todo menos lo que más ansiaba: fraternal compañía, Pedro, Pedro. Las conchas hirieron mis plantas; corrí a orillas del mar, temeroso ya de que todo olor de mi sangre atrajese de nuevo a los temibles mosquitos; alivié mi calor zambulléndome en el manso oleaje; sentí al fin que el sol de estos afiebrados paisajes era un brasero mucho más hirviente que el de cualquier otra tierra conocida; mezclábanse en mi cuerpo el sudor y el agua salada, la arena me coronaba; larga era la distancia hacia ese humo esperanzado.
Llegué sin fuerzas, una hora después —el reloj de mis vísceras volvía a sonar— a la punta de la playa, guiado por la perseverante columnilla de humo.
Caí rendido, de rodillas, derrotado, más que por la fatiga, por la serenidad que negaba mi exaltada atracción hacia algo que podía significar, ahora sí, mi vida o mi muerte. Vi primero la rueda de nuestro timón, levantada y clavada en la arena. Luego vi un cuerpo de hombre, casi desnudo, basto, curtido, de alambrada cabeza, que desbrozaba la maleza de la selva, dando la espalda a la pedrería de perlas.
—¡Pedro!, grité de rodillas, ¡Pedro, Pedro, soy yo!
El viejo miró sobre su hombro; me miró sin sorpresa y me dijo:
—Ocúpate del fuego. Las piedras son buenas y sueltan chispas al frotarlas. Y abunda la rama seca. Muchas horas me costó animar este fuego. No lo dejes morir. Es el primer fuego del mundo nuevo.