Más allá

¿Habéis visto alguna vez la muerte de cara, Señor? ¿Sabéis qué geografía presenta a los pasivos ojos y a las inmóviles manos del muerto? Sin más pruebas que las de mi propia muerte, imagino que el universo de la extinción ha de ser distinto para cada ser. ¿O es que también la singularidad de nuestra muerte nos ha de ser arrebatada por las inmortales fuerzas sin nombre: el mar y el fango, la piedra y el aire? Adiós a la edad del orgullo; bienvenida la certeza de que, muertos los sentidos que nos sirvieron en vida, en todos nosotros nace, al morir, un nuevo sentido que esperaba esa hora para guiarnos, con sus párpados de polvo y sus dedos de cera, hacia las blancas playas y los negros bosques.

Digo blanco y digo negro para ser comprendido; mas esa blancura no es la que conocemos en vida, la de hueso o sábana, ni esa negrura la de cuervo o noche. Pensad, más bien, su pareja existencia. Lado a lado, iluminándose y oscureciéndose al mismo tiempo, blanco el blanco porque el contraste del negro se lo permite, y negro el negro porque alumbra su negrura el blanco. La vida divorcia estos colores; al abrir mis nuevos ojos de arena en la hora de la muerte, los vi para siempre unidos, el uno el color del otro, incomprensibles en la separación: blancas playas, negras selvas. Y el cielo de la muerte cubrióse de veloces alas: una manada de aves multicolores pasó volando y chillando; y eran tantas, que el sol se oscureció.

Os cuento mis primeras impresiones al morir, vagas, inciertas como mi amodorrada fatiga, pero precisas como la certeza de que cuanto veía no debía extrañarme, pues moría por vez primera y así, por primera vez, veía lo que veía en el litoral ele la muerte. A tan sencilla prueba me aferré: la muerte se encontraba en el mar, y a su entraña habíamos descendido, a lo largo de un hondo túnel de agua; y la veloz vorágine nos conducía a la isla del exterminio, extraño lugar sin contorno exacto, incierta impresión de playa blanca, negra selva y chillantes aves que arrojaban el velo de sus alas sobre el sol espectral. Isla fantásmica, puerto final de fantasmas viajeros. Todo debía aceptarlo como verídico; a nada podía oponerse mi voluntad; tal debe ser el contrato de la muerte: ya nada podemos alegar, mejorar, transformar. Puerto final, realidad inapelable.

¿Llegaba a esta bahía solo o acompañado? Extrañas direcciones busca la mirada del viajero difunto, Señor, pues ha perdido la brújula de sus días terrenales, y no sabe si lo lejano está cerca y lo inmediato muy lejos. Con las orejas de la muerte escuché un resoplar entrecortado; con los ojos de la muerte vi que me acercaba a una playa y que me acompañaban flotantes nácares y un suave rocío que los bañaba a ellos y a mí. Fresco era el rocío, calientes las aguas del mar, de una calidez verdosa, tibias como el agua de un baño, ajenas a los helados mares grises, a las frías aguas azules que yo había conocido en vida. Llegaba a la ribera de otro mundo acompañado por una armada de conchas marinas que así parecían guiarme hacia la playa; me bañaba el rostro el tibio oleaje; sentí la arena granulada bajo mis manos, rodillas y pies; vime rodeado de un agua de verdor cristalino, calma y silente como la de una laguna.

Creí que regresaba a la vida; quise gritar; quise gritar una sola palabra:

—¡Tierra!

Escuché en lugar de mi voz imposible un bramido de dolor; vi un odre flotante que era arrastrado por la corriente de un río dormilón que aquí desembocaba; vi un monstruo enorme con el cuerpo de un cerdo pelado o chamuscado por el fuego; el monstruo gemía, teñía de rojo las límpidas aguas; era gordo y pardo, y tenía dos tetas en los pechos; se desangraba, era llevado por la lenta corriente al mar. Lo miré, traté de asirme a las flotantes conchas que me rodeaban, dije éste es el terrible Dios, dije miro al mismísimo Diablo y creo que me desmayé de terror.

Quizás pasé del desmayo al sueño. Cuando vine en mí, me sentí reposado. Mi cabeza descansaba en la arena de la playa; mi cuerpo era acariciado por el tibio oleaje. Pude incorporarme, cegado aún por el miedo y la aceptación de la muerte. Miré hacia el mar; el odre del monstruo era impulsado hacia el confín, inánime y sangrante, Pisé la playa y me bañó la luz. Le otorgué los atributos del ocaso: una luz horizontal como la playa la iluminaba con tersos brillos grisáceos. Díjeme que ésa era la luz que en vida llamábamos perlada.

Dejé de ver la luz para ver qué cosas revelaba. Señor: la playa del más allá, la playa que por primera vez tocaron mis pies desnudos, era la más hermosa orilla del mundo; la playa del sueño, pues sólo si la muerte era el sueño más bello, el más deseado y ahora, el más cumplido, ésta debería ser la costa del Paraíso que Dios reserva a los bienaventurados. Blanca playa de arenas brillantes, negro bosque de altos tallos: reconocí los árboles del desierto, las palmeras rumorosas. Y el cielo más limpio, sin nubes, pura luz ardiente nacida de sí misma, sin alados mensajeros entre su mirada y la mía.

Hundí mis plantas mojadas en las arenas del Edén. Aspiré olores novedosos, a nada parecidos, pero dulces y jugosos y espesos. Creí en las promesas de los dioses, pues aquí eran realidades. La inmensa, ondulante, blanca, perfumada, luminosa playa del Paraíso era un vasto cofre de arenas cuajadas con la maravillosa pedrería de las perlas: hasta donde mi recobrada y atónita visión alcanzaba a mirar, los nacarones y aljófares cubrían la extensión de esta playa providencial. Negras como azabache, leonadas, muy amarillas y resplandecientes como oro, cuajadas y espesas, casi azules, azogadas, otras tirando sobre color verde, otras declinando hacia diversos tonos de palidez, otras aumentando hacia incendiados matices, inmensas perlas de unión, margaritas menores, menudos aljófares; los brillos de todos los espejos del mundo, reunidos aquí y aquí quebrados, mezclados con la blanca brillantez de las arenas, no alcanzarían a ensombrecer el resplandor de esta playa de las perlas a donde la muerte me arrojó. Sumergí primero los pies en la fabulosa riqueza allí acumulada, en seguida me hinqué a bañar mis brazos hasta los codos en el tesoro de esta feliz orilla.

Bañéme en perlas, Señor, perlas de pedrería, netas y entrenetas, cadenilla y media cadenilla, rostrillo y medio rostrillo; nadé entre perlas y sentí hambre y sed de beber perlas y comer perlas, arrobas de perlas, Señor, algunas del tamaño de una gruesa avellana con su cáscara y todo, y redondas de toda perfección, y de color claro y resplandeciente, dignas de la corona del más poderoso monarca, y dignas las menudas y no por menores menos brillantes aljófares rostrillo, de ser ensartadas en el más divino collar para luego mantener su palpitante vida cerca de los palpitantes pechos de una reina.

El mar había sembrado de perlas esta playa. Y el mar seguía arrojando sus perladas conchas a la costa, y allí esperaban el rocío, como si esperasen al marido, pues del rocío conciben y el rocío las empreña, y si el rocío es puro las perlas son blancas, y si es turbio, son pardas y oscuras: perlas hijas del mar y del cielo, de su cuna salí y a sus cofres llegué, Señor, y preguntéme acaloradamente si sólo gracias a mis sentidos muertos, o al sentimiento de la muerte, veía y tocaba estas maravillas; y si, de resucitar, las perdería en el acto y sólo vería, donde ahora miraba tesoros, arenas y mierdas de gaviota. Me llevé una gran perla a la boca; la apreté entre mis dientes; casi los quiebra. Era bien real. ¿O sólo era real en este territorio de la extinción y el sueño? De todos modos me dije que si éste era el premio o el precio de la muerte, los aceptaba, galardón o coto.

Levanté las perlas a puños llenos y sólo entonces sentí la tristeza de mi muerte. Sentí la ausencia de la vida. Me lamenté con un gemido. Sólo merecía esta riqueza quien nada recordaba, ni de su vida, ni de su muerte. Deseé volver a ser hombre vivo, Señor, hombre de pasiones y ambiciones, de orgullos y recelos, pues había aquí con qué cumplir la más fervorosa y exacta de las venganzas contra los enemigos que dañaron nuestra vida, o con qué colmar la belleza de la mujer más inalcanzable y fría, o de la más entrañable y cercana. Ni la fortaleza del guerrero, ni el alcázar del rey, ni los portones de la iglesia, ni el honor de una dama, díjeme entonces, sabrían resistir las seducciones del dueño de esta opulencia.

Ofrecí las perlas, extendiendo los brazos con mis puños llenos de ellas, a la tierra de la muerte. Me devolvieron la mirada —brillante la mía, veladas, inhóspitas las suyas— las verdaderas dueñas de la playa. Sólo entonces las vi, pues sus inmensos caparazones se confundían con el color de la selva. Las vi: las gigantescas tortugas, echadas en la frontera donde terminaba la arena y comenzaba la espesura. Y esos ojos tristes, envelados, me recordaron a mi viejo amigo Pedro; y al recordarlo, sentí que las perlas, en mis manos, hacíanse blandas, envejecían y, al cabo, morían.

—Viejo, murmuré, he sido el primero en pisar el mundo nuevo, como tú lo querías.

Y arrojé las perlas de regreso a las perlas. Las tortugas me miraron con receloso torpor. Yo, en ese instante, hubiese cambiado los tesoros de esta playa por la vida del viejo.