Los hábitos normales de la vida deben restablecerse cuanto antes; el fastidio rutinario parece noble perseverancia cuando las maravillas, por abundantes, adquieren cariz de costumbre. Así, el viejo y yo, al tocarnos las nucas, nos percatamos de que navaja o tijera no se había acercado a nuestras intonsas cabezas en mucho tiempo; y que nada habíamos consultado ante un espejo en más de dos meses.
Nos alejamos de la popa y su roja estela; ¿quién se atrevería a buscar su rostro en un espejo de sangre? Mejor, yo busqué en un saco de lona el espejuelo que robé de una casa dormida y me expuse a ver mi cara en él. Vi que la sal y el sol habían dejado sus huellas, blancas donde el gesto de una pregunta, una alegría o un temor solían arrugar la piel, pero color de madera bruñida allí donde la doble agencia de los rayos y la espuma habían acariciado mi cara. Poco vello la cubría; una pelusa fina y dorada, no la lana gris, alambrada y abundante que coronaba a Pedro. Un leonzuelo y un oso haciéndose compañía a mitad del océano. Pero la melena me descendía hasta los hombros. Vime; y al verme le pregunté a mi rostro:
—¿De dónde vienes? ¿Dónde has estado y qué has aprendido, que todo rasgo de malicia ha huido de ti? ¿Puede la inocencia ser el fruto de la experiencia? Un día, cuando me recuerdes, háblame.
Mostréle su faz a mi viejo acompañante; reímos, olvidamos al peje y a la ballena; me senté sobre una barrica mientras el viejo, con unas bruñidas tijeras de sastre (otro de mis robos en la ribera de donde zarpamos) me cortaba la larga cabellera y yo me guardaba el espejillo en la bolsa del jubón.
Atardecía cuando cambiamos de posición y yo hice oficio de barbero, emparejando la salvaje nuca de Pedro; y ninguno de los dos hablaba de lo que en verdad ocupaba nuestros pensamientos. Más de dos meses navegando de levante a poniente, en línea recta, y ningún signo de tierra próxima, ni ave ni hierba ni tronco ni brisa olorosa a horno o carne, a pan o excremento, a agua dormida —como Pedro esperaba— ni precipitadas aguas y muerte atroz —como yo temía—. El cielo comenzó a cargarse de nubes.
—Date prisa, que ya cae la noche y amenaza tormenta, dijo el viejo.
—Está bien, le contesté. Ojalá que el agua de lluvia llene las barricas vacías.
Recuerdo nuestras palabras, y las hermano con el rumor familiar de las tijeras con que trasquilaba la cabeza de mi amigo, porque fueron las últimas palabras y el último acto de cotidiana costumbre que dijimos o efectuamos. Señor: debajo de mis pies sentí una succión creciente que como un rayo nacido, no de cielo atormentado, sino de atormentadas aguas, me partía de los pies a la cabeza; un rayo invertido, tal lo sentí, que nos fulminaba sin el previo anuncio del relámpago que el bondadoso firmamento nos reserva, seguramente porque el cielo y la tierra pueden verse cara a cara, y otro es el reino del mar, que ha tomado el velo, y es a cielo y tierra como monja a mujer y hombre.
Un rayo, digo, nacido de una profunda irritación del suelo mismo del océano: un fuego líquido. Crujió espantosamente la nave; doblóse la noche natural de otra oscuridad huracanada; estalló la tormenta y yo agradecí que el cielo tronase como nuestra barca; que las nubes descendiesen hasta abrigar las puntas de los mástiles; que los relámpagos reales anunciaran verdaderos rayos. Corrimos Pedro y yo, cada uno a un mástil, arriamos de prisa las velas, intentamos enrollarlas bien y atarlas con el cordaje, pero el movimiento repentino de la nave nos lo impidió; rodamos y fuimos a estrellarnos contra las bordas. Asíme a una argolla empotrada en la banda de estribor; habíamos navegado, bogando, barloventeando, asentándonos en el Sargazo, impulsados luego por el suave alisio, agitados por el tumulto de la ballena: lo que ahora ocurría era otra cosa, ajena a toda previsión natural. La rueda del timón a la que Pedro logró acercarse no era gobernable, giraba velozmente y a su antojo, dos puños no podían posarse sobre las veloces clavijas, astas enloquecidas que golpeaban sin piedad los nudillos y las palmas impotentes del viejo. El barco no navegaba; el barco giraba, era chupado siempre más hacia abajo, era un juguete del diablo, era el prisionero de una succión originada en las más hondas fauces del ponto:
—Henos aquí a la merced de la catarata universal, me dije, he aquí lo que tanto he temido: llegó la hora…
Pues nuestra barca hundíase en un remolino siniestro, invisible; lo supe, con espanto, cuando dejé de mirar un mar debajo de nosotros.
Y lo vi encima de nosotros: las crestas fosforescentes de las olas eran la única luz de la negra tormenta, y si antes se alzaban para ahogarnos, ahora amenazaban derrumbarse para aplastarnos: las olas se alejaban de nosotros, pero no en el horizonte, sino verticalmente, no se alejaban de nuestras manos extendidas, sino de nuestras cabezas levantadas: el oleaje iba perdiéndose en lo alto, arriba, muy arriba de nuestras cabezas, cada vez más alto que nuestros mástiles despojados va de la vecindad de nubes. Nosotros descendíamos los muros de agua de una vorágine sin fondo, éramos barca de papel luchando contra la corriente de un riachuelo callejero, mosca, nadando en miel, nada éramos, allí.
Y preparado para esto, pues no otra cosa había previsto y temido siempre, observaba sin embargo, Señor, la vigorosa deuda de la vida para con sí misma, pues obré como si la esperanza fuese posible, pensé con rapidez, corrí hacia Pedro que inútilmente intentaba dominar el volantín del gobernalle, pues el timón habíase aliado con la vorágine y era enemigo nuestro. Le empujé, atarantado y vencido, hacia el mástil más cercano y allí le até como pude, con cuerdas, al palo, mientras el viejo gemía devolviéndole a la tormenta el eco apagado de sus rumores. Y cuanto os diga de nada serviría para remedar el rugir de esa tempestad que era algo más que tempestad, era el fin de todas las tempestades, frontera de huracanes, sepulcro de tormentas: un combate centenario de lobos y chacales, de leones y cocodrilos, de águilas y cuervos no engendraría un alarido más hondo, más vasto y afilado, que este crepuscular lamento de todas las agitadas mareas agónicas del mundo, reunidas aquí, sobre nosotros, alrededor y debajo de nosotros: grande, espantable, insalvable era la raya y panteón de las aguas, Señor.
Gemía el viejo capturado, pues sus ojos centelleantes me decían que él se miraba prisionero y a mí alcaide de la nave; y en esos destellos de su mirada quizás se disfrazaba el temor de una derrota. No habíamos llegado a la tierra nueva de sus anhelos, sino al tonel sin fondo de mis temores. No me detuve a reflexionar; actué diciéndome que si salvación había, sólo la había asidos a las argollas o los mástiles, y yo mismo me abracé un instante al palo, mirando los ojos resentidos de Pedro, vacilantes entre la cólera y la tristeza, cuando ambos vimos, frente a nosotros, quebrarse el segundo mástil como una caña endeble que en seguida fue chupada, dócil ruina de astillas, hacia el remolino circundante.
Perdí toda esperanza; la velocidad con que girábamos hacia el vientre de la vorágine zafó las cuerdas de los barriles y éstos comenzaron a rodar con amenazante fuerza y sin concierto por la cubierta, aniquilando todo resto de equilibrio en nuestra nave. Imaginé que en breves instantes zozobraríamos dentro del remolino, barridos de cubierta, y ya ni siquiera veríamos el lejano cielo y las lejanas crestas del mar que dejábamos, a la vez, atrás y arriba de nosotros; volteados, puestos de cabeza, veríamos nuestro destino, que era el ojo ciego de la muerte en las entrañas del piélago. Corrí como pude, entre las barricas rodantes, pensando febrilmente en la mejor manera de atarlas de nuevo o de arrojarlas al remolino; muy a tiempo llegué de vuelta a mi argolla y a ella me prendí, en el momento mismo en que el más terrible de los temblores que hasta entonces habíamos sentido estremeció la nave. Todo cuanto en ella no estaba amarrado a brabante, barriles y jarcias, anzuelos y lonas, cadenas y arpones, arcas y costales, salió desparramado por las bordas; asido a mi argolla de fierro, temí volar con los objetos al verlos así succionados fuera de la nave con la rapidez del movimiento circular, de latigazo, que cumplía la silbante trayectoria de nuestra barca alrededor de los líquidos muros del túnel marino.
Miré hacia arriba: era como mirar hacia la más alta torre jamás edificada o hacia la montaña absuelta del diluvio; estábamos capturados dentro de un cilindro de agua compacta, sin fisuras, un cubo ininterrumpido hasta las lejanas, recortadas cimas de la espumosa fosforescencia. Y más arriba estaba el cielo, la tormenta; pero nosotros pertenecíamos a otro espacio, sin cielo ni tormentas; nosotros vivíamos dentro de la negra y veloz cueva de la vorágine, en la tumba de las aguas, imaginé lo que había debajo de nosotros: un hoyo liso, estrecho, agitado; un pozo infinito. Pedí auxilio a mis menguados poderes de observación y volví a mirar arriba; no sé si nuestra estrella, Venus, brillaba de nuevo en lo alto o si ciertas formas del luminoso oleaje se repetían regularmente; lo cierto es que existía un punto de referencia allá a lo lejos, una providencial, fugaz, diminuta luminosidad que me permitía contar con exactitud la curva de nuestra trayectoria dentro del remolino: conté con los dedos, conté cuarenta segundos para cada vuelta —los conté, y aún me duelen los dedos de contarlos— y supe que al contar entre treinta y treinta y seis la velocidad de la vuelta disminuía notablemente, entraba nuestra nave en una dócil curva que cruelmente nos ofrecía una esperanza de remisión antes de redoblar su furia y estallar, entre el treinta y siete y el cuarenta de mi suma, con un latigazo que, a cada vuelta, parecía a punto de quebrar para siempre la cáscara de la nuez que nos contenía. Miré las paredes líquidas de nuestra prisión, y lo que vi era increíble. Entre los objetos arrojados por la fuerza del remolino fuera de la nave, algunos —los costales y las cadenas y el ancla— descendían a la entraña de la vorágine con más velocidad que la nave misma, en tanto que otros, con igual velocidad, cumplían el movimiento opuesto: vi ascender una parvada amarilla de limones ya arrugados, vi ascender las lonas y los barriles vacíos y el velamen que no habíamos logrado enrollar; vi, maravilla mayor, que los restos del palo destruido también ascendían regularmente hacia la superficie del mar que nos enterraba, hacia el encuentro con el cielo que nos olvidaba.
Jamás debatió consigo mismo tanto y tan febrilmente una cabeza como la mía en aquel instante: tenía seis segundos exactos en cada vuelta completa de nuestra barca alrededor de las circulares murallas de agua para poder moverme sin temor de ser succionado fuera de la nave; miré velozmente los objetos que aún permanecían, por estar enjarciados, dentro de ella: restos del tiburón, algunas cuerdas atadas a las argollas; en vano busqué el hacha con cuyo cotillo habíamos matado al escualo; sentí el espejo que habíamos usado para la barbería en la bolsa de mi jubón empapado; y encajadas en mis calzas junto a la cintura, las negras tijeras de sastre. Y Pedro amarrado al mástil. Y el azotado gobernalle del timón, girando enloquecido, quizás, quizás, endeble ya en su preciso y precioso equilibrio como fiel y guía de la nave toda.
Corrí hacia la rueda del timón en los seis segundos que me acordaba la providencia en cada vuelta. Los tremores habían dañado su fijeza. Regresé a mi seguro asidero de la argolla. Soporté el coletazo trémulo de la nave al completar el giro. Regresé al timón, valíme de las tijeras como de palanca, asíme ahora a la cimbrante base del gobernalle y laboré como forzado para desprender esa rueda de timonel en la que cifraba toda mi esperanza.
Imaginad mis multiplicados esfuerzos durante esa noche eterna cuyos únicos horarios eran los de mi cuenta particular: seis segundos de enfebrecido afán, treinta y cuatro de obligado y doliente reposo, vigilante, sumando mi sudor al del remolino que me bañaba y a veces me cegaba, limpiando cuando podía mi frente y mis ojos de la espesa sal que los cubría: corrí hasta el mástil, esperé, comencé a desatar a Pedro, esperé, seguí desatándole, esperé, díjele que corriese conmigo hasta el timón, esperamos, corrimos, conté, díjele que se asiera primero a la base del gobernalle, que contara hasta treinta y seis y sólo actuase al actuar yo, ahora, abrazado a la rueda, espera, viejo, ahora, le até de pecho y espaldas a la rueda, esperé, ahora me abracé yo, espera viejo, ahora toma los bramantes, átame tú, déjame libres los brazos como yo a ti, átame el tronco mientras yo me mantengo prendido a la inmóvil base, ahora suelta, viejo, suelta los brazos como yo los suelto, vamos a volar viejo, o vamos a ahogarnos, no sé, viejo, tú me dijiste, verdad, que la novedad de esta barca eran sus ligeras maderas; invoca ahora esa ligereza, Pedro, por vida tuya y mía, ruega por nosotros, no sé qué encontradas fuerzas de este remolino hacen que ciertos pesos bajen y otros suban, ruega que tu timón sea de éstos y no de aquéllos, suéltate, viejo, allí viene el coletazo de esta temible curva, ahora…
La velocidad combinada del remolino y la barca nos arrojó fuera de ella, nos estrelló contra la lisa turbulencia de la vorágine, ya no era posible saber si estábamos de pie o de cabeza, perdimos toda orientación, gemimos asidos a la rueda del timón que, a su vez, había caído en garras del remolino. Cerré los ojos, mareado, ahogado, cegado por las cataratas de negra espuma de este túnel del océano, sabiendo que mi mirada era ya inservible como inservible, acaso, sería mi muerte. Primero los cerré para no perder el conocimiento, tal era la rapidez de las vueltas: nadie ha conocido vértigo tal, Señor, nadie, y en ese vértigo se confundían la luz y la oscuridad, el silencio y el clamor, mi ser de hombre y el ser de la mujer que me parió algún día; la vigilia y el sueño, la vida y la muerte, confundidos. Perdí al cabo toda conciencia, cálculo o esperanza; volvía a nacer, volvía a morir y sólo una razón me acompañaba en el vértigo total:
—Esto ya lo viviste… antes… lo viviste… antes… lo sabías… ya… murmuraron en mi oído muerto las aguas.
Abrí por última vez los ojos, atados el viejo y yo a la rueda del timón. Vi la quilla volteada de nuestra barca en el corazón del remolino, no escuché nada, pues el tambor del mar todo lo sofocaba: Sólo vi que ese cascarón de maderas se perdía para siempre consumando sus bodas con el océano.