Y así, Señor, medimos con agua el tiempo. Crecía la salada del mar, consumíase la dulce de las barricas; pero todo era agua, salvo Pedro y yo y nuestra barca. Devorarnos buena parte de nuestras provisiones, pero reservamos la carne salada y con ella cebamos los anzuelos de cadena y los arrojamos al mar. Pues en todo piélago abundan los tiburones, y no tardan en caer, siendo rápidos y voraces así para atacar al marino indefenso como para confiar en las trampas del astuto.
Con grande alegría capturamos al primer escualo, y le guindamos y metimos a la nave; y con grandes golpes de cotillo de hacha contra la cabeza matóle Pedro y con un cuchillo cortéle yo en lonjas delgadas que colgamos por las jarcias del navio. Allí las dejarnos a enjuagar por tres días, ya sin prisa, seguros de nuestro alimento y nada preocupados de aplazar nuestro banquete. Pocas cosas reúnen más a dos hombres, y con más facilidad íes obligan a olvidar riñas pasadas, que estas fraternales tareas, ayudándose para enfrentar un peligro, y vencerlo. Entonces vemos que estúpida es la rija de voluntades humanas, pues nada se compara a la amenaza de la naturaleza, que de voluntad carece, aunque le sobra feroz instinto de exterminio. Natura y mujer se asemejan. Y éste es su mayor peligro; su belleza suele desarmarnos.
Treinta días de travesía contamos el día que comimos las sápidas lonjas del tiburón y mucho nos reímos descubriendo que nuestro fiero escualo tenía el miembro generativo doblado, o sea que navegaba con dos armas viriles, cada una larga como del codo de un hombre a la punta del dedo mayor de la mano; y más nos regocijamos al discutir si al acoplarse a la hembra el tiburón ejercitaba ambos miembros a un tiempo, o cada uno por sí, o en diversos tiempos. Y por esto, quizás, es sabido que las hembras del tiburón sólo paren una vez en su existencia.
Agua inmóvil, digo, nos rodeaba: díjeme que habíamos entrado al temible Mar de los Sargazos, donde todos los marinos se arredraban y retrocedían. Nosotros no. Yo, porque más temía la turbulenta catástrofe del futuro que esta presente tranquilidad, que la aplazaba. El viejo, porque ni calma ni tormenta hacían flaquear su confianza en nuestro seguro destino: el mundo nuevo de sus sueños. Y del embarazo de este indolente océano nos salvaron las conversaciones sabrosas que entonces tuvimos el viejo y yo. Del mar hablamos, y yo pude recordar, aunque siempre sin fechas que viniesen en mi auxilio, los contornos del mar de mi memoria, nuestro Mar Mediterráneo, al mostrarme Pedro los veraces portulanos que lo ceñían a conocimiento de hombres: mas las cartas que extendían al oeste el espacio marino terminaban por borrarse en una incógnita de vagos contornos.
—Así es, muchacho. Nada sabe la rosa de los vientos de lo que se halla más lejos de esta que aquí ves dibujada y nombrada la última Tule, que así llaman los cartógrafos a la isla de Islandia…
—… donde el mundo termina, añadí.
Amigos en el peligro, padre e hijo o, más bien, abuelo y nieto en apariencia, no habíamos dejado por ello de sostener nuestras disímiles creencias.
—¿Sigues temiendo?, me preguntó el viejo.
—No. No temo. Pero tampoco creo. ¿Y tú?
—Temo tu nombre. ¿Juras no llamarte Felipe?
—No. ¿Por qué temes a ese nombre?
—Porque sería capaz de llevarme a algo peor que el fin del mundo.
—¿A dónde, Pedro?
—A su alcázar. Allí vive, con él, la muerte.
Cosas así decía el viejo cuando su ánimo se ensombrecía; yo procuraba entonces volver a hablar de mar y de embarcaciones y el viejo Pedro, hombre de manos y recuerdos, como yo lo era de sueños y olvidos, me explicaba las observaciones que le permitieron idear esta nao envergada de antenas, con dos palos de velas triangulares: y este velamen, dijo, era mejor que el de los antiguos varineles, pues nos permitía acercarnos más al viento y aprovecharlo mejor. Y la ausencia de un castillo de proa, así como la ligereza de las maderas, aseguraba mayor agilidad de marcha y de maniobra. Ya lo veía yo: dos hombres solitarios podíamos manejar esta pequeña y dócil nave, y con ella habíamos venido barloventeando con viento escaso por sus puntas y cabos, y aun en el Sargazo avanzábamos, aunque sobre aceite. Candoroso mostrábase el viejo Pedro, y lleno de ilusiones.
—No he de desmayar ahora.
Me contó que veintitrés años antes quiso embarcarse por vez primera en busca de la nueva tierra.
—Tres hombres y una mujer dieron al traste con mi proyecto: me derrotaron sus deseos, pues ellos sólo deseaban lo que nuestra vieja tierra, engañosamente, promete. Me derrotaron, hijo, pero se salvaron. No creo que aquella imperfecta barcaza nos hubiese llevado muy lejos. Abandoné el surco y fuime a las playas; cambié la compañía de labriegos por la de marinos. Mucho tardé en aprender cuanto debía. Esta nave es casi perfecta.
Dijo que cuando una escuadra de navios como éste, así de ligeros, aunque de mayor tamaño y mejor tripulados, se construyese, el océano sería domado por todos.
—Cuidémonos de decir nuestro secreto, pues entonces todos se trasladarían sobre esta ruta que hoy es sólo tuya y mía, muchacho, y así, hermana soledad y libertades.
Lo dijo sin bajar la voz: vastas eran las bóvedas de esta catedral marina, y si yo era su confesor, jamás saldrían de mis labios palabras que escuchase otro que él.
Entramos al cuarto día del segundo mes a ruta de alisios; hincháronse las velas y vimos el seguro signo de viento favorable en la volatería de peces. Admiramos estos peces voladores a los que, de cabe las agallas, les salen dos alas tan largas como un jeme, tan anchas como una pulgada y con tela parecida a la del ala del murciélago. Gracias a unas finas redecillas, pude capturar algunos que pasaron muy cerca de la banda de estribor. Los comimos. Sabían a humo.
Os diré que comer los peces voladores fue nuestro último placer. Al día siguiente, hacia el mediodía, el mar era azul y el viento suave; la sal de las olas mansas, regulares, era rocío del sol ferviente: todo, digo, se armonizaba en belleza clara y cálida. El mar era el mar, el cielo el cielo y nosotros parte viva y sosegada de ellos. Entonces, levantóse un tumulto al norte de nuestra nao y el azuloso confín estalló en altas llamaradas blancas; el mar era batido por una cólera tanto más impresionante por ser tan súbita y contrastada con la paz que celebrábamos, hace un instante y en silencio, el viejo y yo. Y el blanco oleaje, aunque todavía lejano, se levantaba sin tregua hasta alturas cada vez más cercanas a nosotros. Vientre de vidrio y penacho de fósforo, las armadas de enormes olas se devoraban entre sí sólo para renacer acrecentadas.
Vimos al cabo la negra cola de la fiera bestia que así agitaba las aguas tranquilas; vírnosla hundirse y luego, a media legua de nosotros, dispararse como una pesada saeta hacia el aire, abriendo las fauces de irisadas carnes, revolcándose, hundiéndose, disparándose otra vez fuera del mar como si detestase por igual aire y agua, y en iguales medidas los necesitase: Señor, primero vimos el espantable lomo de conchas y de limo, como si la bestia fuese una vasta nave fantasma, dueña de su propia fuerza; y esa fuerza era la muerte que se prendía con odiosas escorias a los lomos de la ballena. Vimos luego su ojo encarnizado, acuoso, llameante, cuajado de venas rotas, abriéndose y cerrándose entre los lentos, aceitosos, fangosos párpados y nuestra segura embarcación convirtióse en almadía sin gobierno, azotada por el oleaje cada vez más alto, agitado y sin concierto que engendraba el leviatán.
Temí que al pegarnos un zurriagón con la cola, nos hundiésemos, quebrados, pero la nave estaba probando su buena hechura. Se comportaba como balsa, y el viejo y yo, abrazados al mismo mástil de manera que mis manos se apoyaban en sus hombros y las suyas apretaban los míos, sentimos que nuestra nao era juguete del tumulto, pero no lo resistía, cumplía las órdenes de las encontradas mareas, sobrenadaba la cresta del oleaje y no se dejaba anegar. La espuma pasaba palpitando sobre nuestras cabezas.
Vi entonces la razón de todo, le grité al viejo que mirase conmigo el terrible combate que contra la ballena libraba un enorme peje vihuela, pues la lucha parecía ocurrir tan cerca de nosotros que podíamos ver la espada del pez, dura y recia, pugnando por herir el lomo espeso de la ballena, y mostrando el hocico lleno de dientes muy fieros; y era maravilla cómo el pez jugaba su estoque de costado, no de punta, arañando, rebanando la mejor defensa del leviatán, que es su estriada y curtida piel, y buscando ocasión de clavar la espada en el ojo arredrado del enemigo.
Agradecí que contra la ballena ensañase el peje su espada, y no contra nuestra barca, pues habría traspasado la banda y entrado dentro un palmo, como ahora, con un movimiento imprevisto, más rápido que una plegaria, el peje vihuela hería a fondo el ojo de la ballena y en él se clavaba con el gusto y la medida natural de macho clavado en hembra; y no sé si gritamos de sorpresa al ver cómo el nervioso y exacto cuerpo del pez sabía adelantarse a su propio instinto de lucha, pues con mayor velocidad parecía moverse aquél que determinarse éste; o si gritamos de reflejo dolor Pedro y yo; o si el gigante herido lo hizo de tanto sufrimiento que sus enormes fauces gimieron; o si un clamor de victoria pudo nacer de las plateadas vibraciones del peje; o si el océano mismo, herido al tiempo que su más poderoso monstruo, lamentábase con un hondo bramido de espumas enrojecidas.
Vedlo: el leviatán salta por última vez, tratando de librarse del mortal punzón clavado en el ojo; y luego se hunde, no sé si por última vez también, buscando refugio en lo hondo, y acaso alivio. Y al sumergirse arrastra a su azogado verdugo el peje ahora tembloroso, ahora ansiando librarse él mismo de su víctima, victimado ahora por ella, por ella conducido al reino silente donde la ballena puede esperar siglos enteros a que su herida cicatrice, curada por la sal y el yodo que son las medicinas de los mares, mientras el peje, antes amo y ahora esclavo del arma de su cuerpo, inseparables cuerpo y arma, terminará por incrustrar su esqueleto fino y quebradizo y argentino como sus escarnas, en las barreduras de limo y concha de los costados de la ballena. Gracias daré por las armas del hombre, que por hueso y carne son impulsadas, pero son fierro y vara, al cuerpo ajenos.
Permanecimos abrazados al mástil, tocando nuestros hombros empapados, nuestros cuellos hirsutos, sin mirar nada. Al abrir los ojos, nos separarnos, asegurarnos que el gobernalle estaba en buen estado, bien atados los bramantes y que nada de lo indispensable nos faltaba. Y sólo después miramos el mar de sangre que nos rodeaba, las rojas burbujas que ascendían de las profundidades y capturaban, ensangrentándola, la luz del sol. ¿Qué nos esperaba más lejos? Nuestro reloj de agua medía gota a gota la sangre derramada del océano herido.