Estrella de la mañana

Señor: mi historia empieza al aparecer sobre el mar la estrella matutina, llamada Venus, ultima luz de la noche y perpetuación de la noche en la claridad del alba; guía de marineros. Llegué una mañana a un paraje solitario de la costa. Encontré allí a un viejo teñido por la fatiga pero tenaz en el esfuerzo. Construía, a orillas del mar, una barca. Preguntóle a dónde pensaba dirigirse; díjome que las preguntas sobraban. Pedíle ocasión de viajar en su compañía; señaló con el puño cerrado hacia un martillo, unos clavos y unos tablones. Comprendí el trato que me ofrecía y trabajé con él catorce días y sus noches. Al terminar, el silencioso viejo me habló, mirando con orgullo hacia el arca de curtidos velámenes:

—Por fin.

Nos embarcamos con Venus, una mañana de verano, habiendo llenado veinte barricas con agua de los arroyos. Me expuse recogiendo, en las aldehuelas costeras y sin permiso de sus dueños, gallinas y hogazas, cordelería y otros aparejos, cecinas saladas, ahumados tocinos y un costal de limones. El viejo sonrió cuando regresé con estas provisiones. Contóle mis pequeñas aventuras para obtenerlas, de noche o en horas de siesta, resbalando por tejados y cruzando a nado una ría, y salvándome gracias a la natural ligereza de mi cuerpo.

Sonrió, digo, y preguntóme mi nombre. Contestóle pidiendo conocer el suyo; dijo Pedro e insistió) en saber el mío. Le rogó que me bautizara; y añadí que sin burla ni desconfianza podía asegurarle que desconocía mi nombre. Joven Caco, rio el viejo Pedro; o gentil corsario y en buena causa, rio.

—¿Qué cosas sabes?

—Levante y poniente; norte y sur.

—¿Qué nombres recuerdas?

—Muy pocos. Dios y Venus. Mediterráneo, mar nuestro.

Un suave céfiro nos condujo, velozmente, lejos de la costa. Y cuando la perdimos de vista, pedí instrucciones a Pedro, quien se ocupaba de las velas, para enderezar la dirección hacia el rumbo de nuestro destino. Pero el viejo ya había perdido su fugaz alegría, y con tono sombrío me dijo:

—Ocúpate tú de las velas. Yo me encargaré del timón.

Así navegamos; sin sentirlo, pues el mar del estío semejaba un cristal inmóvil, y la suavidad del céfiro, en vez de encresparlo, barría la espuma y azogaba el piélago: y sin sobresalto, pues el viejo no dudaba del curso escogido y al principio, ciegamente, obedecí sus órdenes. Mi voluntad encontrábase adormecida; la calma del mar nos solicitaba pareja tranquilidad del cuerpo y del alma. Mar pacífico y suave céfiro; poco había que hacer, y horas sobraban para tenderse en cubierta y mirar el dócil paso de las nubes vacías y del generoso sol. Dejamos atrás hierbas y gaviotas, signos de la vecindad de la tierra. El viejo se alejaba de ella, pero supuse que jamás nos encontraríamos a más de dos días de navegación de la costa pues, cualquiera que fuese nuestra dirección, bordearíamos, como una aguja líquida, los manteles de las playas. El mar en sí no es nada, salvo reino de peces y tumba de incautos; nada es, sino salobre carretera entre las colmadas mieses de nuestra próvida madre, la tierra. Conocía las cartas que tan bien ceñían nuestro mar Mediterráneo y aunque ahora habíamos zarpado de costas del norte, imaginóme navegando ya hacia el sur y luego hacia levante, al mar nuestro, mar sin secretos, cuna nuestra, tan seguro como esa tierra que alabo, y que nuestro mar contiene en su nombre mismo: Mediterráneo, mar de mármol y olivo, mar de vino y arena, mi mar.

Vi las últimas doradas, que iban sobreaguadas y a veces mostrando los lomos, comiendo peces desde el mar. Luego dejé de verlas largo rato y las extrañé. Miré entonces con ojos entrecerrados al sol y, más ardiente que él, mi adormilada razón se incendió de sorpresa y miedo. Necio de mí; había mirado día tras día ese sol de verano y sólo ahora me daba cuenta de lo que me estaba diciendo: seguíamos porfiadamente su ruta. El sol era nuestra guía, imán más poderoso que el de cualquier brújula, pues basta seguir su diario curso para dispensarse de agujas de marear; nuestro camino obedecía el suyo, nuestra nave era la sierva sumisa del astro.

Navegábamos obstinadamente de oriente a occidente. El sol se levantaba a nuestras espaldas y desaparecía frente a nuestros ojos. Me incorporé nervioso y trémulo; miré a Pedro; Pedro me devolvió una mirada fría, serena, decidida, burlona.

—Tardaste en darte cuenta, muchacho.

Sus palabras quebraron la extraña e inmerecida paz de mi ánimo, miserable reproducción de la sosegada natura que me envolvía, y ese sol radiante, ese limpio cielo, ese buen aire, ese mar de espejos se convirtieron, en un instante, en la helada certidumbre de desastres; la calma presagiaba tormenta, dolor, y segura catástrofe; viajábamos hacia el precipicio del mundo, la catarata del océano, el mar ignoto del cual sólo una cosa era sabida: que la muerte reservaba a quienes traspasaban la vedada línea del más allá.

Terror y coraje: ¿pueden latir lado a lado tan encontrados sentimientos? En mí, en ese momento, sí. Veía la muerte en los azogues del mar e imaginaba un hirviente fin al derrumbarse sus aguas en la frontera misma del mundo. Miré con furia y con miedo al viejo; quise inventar la mirada de la locura en sus ojos profundos, perdidos detrás de las desleídas telas de los años. Grité que nos llevaba al desastre, que me había engañado, y que si su propósito era poner fin de tan terrible manera a sus días, el mío era salvarme y no compartir su malhadada suerte. Levanté una vara y me arrojé contra Pedro. Al viejo le bastó soltar la rueda del timón, pegarme en el vientre con la espantosa fuerza de su puño encallecido y hacerme caer sobre la cubierta, gimiendo, en el instante en que la embarcación perdía, momentáneamente librada de gobierno, su equilibrio.

—Escoge, caco o corsario, murmuró Pedro; escoge si has de viajar atado de pies y manos, como un ladronzuelo, o de pie y con las manos libres, conmigo dueño de este mar y de la tierra libre que en la otra orilla encontraremos.

¿Tierra libre? ¿Otra tierra? Exclamé:

—¡Estás loco, viejo! ¡Vas a perecer en tu empeño, y a tu muerte arrastras mi vida!

—¿Qué me reprochas?, contestó Pedro, ¿la resignación de mi edad contra la ambición de la tuya?

—Sí, yo quiero vivir y tú quieres morir, viejo.

—Por vida mía te digo que no. Porque he vivido lo que he vivido, viajo para seguir viviendo.

Me miró enigmáticamente, y como yo no entendiera sus razones, sino que me obstinara en las mías, él quería morir, yo quería vivir, prosiguió con tono desvelado:

—¿No ves que soy yo, el viejo, quien ambiciona, y tú, el joven, quien se resigna? Huyo porque tengo que huir. ¿Tú no?

Preguntóme si mi corta vida aún no me desencantaba, no de la vida, sino de cuanto en torno a mí la negaba y la impedía.

—¿Por qué, entonces, te embarcaste conmigo? ¿Por qué no permaneciste en aquella tierra, si no crees en la tierra nueva que yo busco? ¿De dónde vienes, Caco?

Temía esa pregunta, la temo siempre, porque así como desconozco mi nombre, de sobra conozco la razón de mi ignorancia. Contestéle al viejo:

—De todas partes.

—De ninguna, entonces.

—Digo que no recuerdo otra cosa más que un peregrinar sin fin. Créeme, viejo.

—Peregrino, pues, te llamaré.

—Nunca me he detenido. Ningún lugar de la tierra conocida, ha podido arraigarme en él y, allí, darme lo que a los otros hombres les da una raíz. Nombre y hogar, mujer y descendencia, honor y hacienda. ¿Me entiendes, viejo?

Pedro, desde el timón, miróme, interrogándose, y dijo que no, no entendía mis confusas palabras, por ser tan contrarias a las que él me diría si hubiese de explicar su vid.

—Todo lo que tú nunca tuviste, yo lo tuve y lo perdí. Tierras y cosechas, incendiadas aquéllas, robadas éstas; descendencia, pues mis hijos fueron asesinados; honor, pues mis mujeres fueron mancilladas por el derecho señorial. Y también la libertad o su ilusión, pues supe cómo podía engañarse a las muchedumbres y conducirlas, en nombre de la libertad, a la esclavitud y a la muerte. ¿Sabes algo de todo esto, Peregrino? Pienso que no, y por eso no entiendo tus palabras.

Cuidéme de decirle que mal las comprendía yo mismo, pues la ligereza de las cosas por mí recordadas era otra, y escasas voces acudían en mi auxilio para explicarlas. Visiones de pálidos desiertos y lejanos oasis, bronceadas montañas y pálidas islas, ciudades amuralladas, templos de la muerte, rostros de hombres crueles o humillados, de mujeres perversas o anhelantes, sofocados gritos de niños, galopes de caballos, fuego y fuga, perros ladrando bajo la luna, viejos dormidos junto a los camellos. ¿Con semejantes visiones podría reconstruir la memoria de una vida? No sé. Desconocía los nombres precisos de estos lugares y de estas gentes como desconocía mi nombre y mi lugar propios. ¿Bastaba resumir estos recuerdos sin perfil en la frase que dirigí entonces a Pedro?

—Siempre he vivido en el Mar Nuestro. Soy hombre mediterráneo.

No bastaba: en el instante de pronunciarla mi cruel memoria sin límites pero también sin señales me arrastraba en su ímpetu hacia atrás, hasta atrás, memoria lejana y cercana, pero siempre incapaz de decirme qué fue antes y qué después: memoria de aire, perdido suspiro del pasado y agitada respiración del presente, confundidos. ¿Cómo explicarle esto al viejo? Preferí, invadido por las razones absolutas que yo mismo era inepto para penetrar, admitir este argumento inválido aunque inmediato, una vez saciado y cierto es, felpado, mi inmediato instinto de conservación: sentí que luchaban dentro de mi pecho dos principios. Uno me impulsaba a sobrevivir a toda costa. Otro, me exigía la loca aventura en pos de lo desconocido. Entre ambos principios, reinaba la resignación. Por eso, agotada una rebeldía, latente la otra, le dije al viejo:

—Y pues huyo, como tú, aunque sin motivo, y tú dices que te sobran, acepto, viejo, este viaje a la muerte. Quizás en ella se resuelvan mis pobres enigmas y mi destino sea resolverlos muriendo y al morir, saber. De todas maneras, inútil habrá sido todo.

Me levanté resignadamente de la cubierta a donde me habían arrojado el puñetazo de Pedro y el vaivén de la nave mientras Pedro decía:

—Mira, muchacho, que no vamos a la muerte, sino a una tierra nueva.

—No te engañes. Tienes muchas ilusiones para uno de tus años.

Te admiro. Por lo menos, te juro que lloraré contigo cuando las pierdas.

—¿Apuestas mis ilusiones contra tu vida?, rio Pedro con un dejo amargo. ¿Qué me darás si al cabo del viaje sobreviven así mis ilusiones como tu vida?

—Nada más de lo que ahora puedo darte. Mi compañía y mi amistad. Estoy tranquilo. Estálo tú. Acepto el destino que vamos a compartir. Créeme, viejo.

Pedro suspiró:

—Te creería mejor si tú creyeras lo mismo que yo.

Dijo entonces que debía creer en otra tierra allende el océano. Y que si el sol se hunde en el poniente cada noche, no es devorado por la tierra ni renace milagrosamente, al amanecer, en levante, sino que ha girado alrededor de la tierra, que debe ser redonda como el sol y como la luna, pues no veían sus ojos viejos cuerpos planos en el cielo, sino esferas, y no sería nuestra tierra una monstruosa excepción.

Me contó que durante miles de atardeceres, con los pies plantados sobre la tierra seca del verano o hundidos en los fangos invernales, había mirado la extensión de una llanura libre, inmensa, de laboreo, sin accidentes de montaña o bosque, y girando sobre sus plantas había visto que la tierra y el horizonte eran dos círculos perfectos y que el sol, al despedirse cada atardecer de la tierra, se reconocía en su forma hermana.

—Pobre viejo, le dije con melancolía creciente, si lo que dices es cierto, al final de este viaje regresaremos a nuestro punto de partida y todo habrá sido en vano. Yo tendré razón. Tú regresarás a lo que recuerdas con horror.

—¿Y tú?

Me costó decirlo:

—A cuanto he olvidado.

—Cree entonces conmigo, dijo enérgicamente Pedro, que no creó Dios este mundo para que sólo lo habitaran los hombres que tú y yo hemos conocido. Tiene que haber otra tierra mejor, una tierra libre y feliz, imagen verdadera de Dios, pues tengo por reflejo infernal la que hemos dejado atrás.

Y repitió, ahora con la voz temblorosa:

—No creó Dios este mundo para que sólo lo habitaran los hombres que tú y yo hemos conocido, para recordarlos o para olvidarlos, igual da. Y si no es así, dejaré de creer en Dios.

Díjele que respetaba su fe mas no su falta de pruebas para sostener estas imaginarias convicciones. Pidióme que trajera un limoncillo del costal. Lo hice. Nos hincamos en la cubierta y me pidió que pusiera de pie el limón. Convencíme de la locura del viejo pero nuevamente me resigné a mi mala suerte. Intenté hacer lo que me pedía, pero el alargado y amarillo cuerpo, una y otra vez, cayó sobre su costado. Miré en silencio a Pedro, sin atreverme ya a echarle en cara su sinrazón. Estaba resignado, digo. Entonces el viejo tomó el limón, lo mantuvo levantado entre dos gruesos dedos y luego apoyó fuertemente contra la plancha de la cubierta. La base del limón se abrió, corrió su jugo, pero se mantuvo de pie.

Pedro me pasó el limón:

—Tienes los labios blancos, Peregrino. Haz por chupar a diario y largamente estos limoncillos.

Esa noche, ninguno de los dos durmió. Un desgraciado recelo nos mantuvo vigilantes, hasta nueva aparición de la estrella de la madrugada. Nada debía yo temer, sino la segura muerte en un momento que fatalmente llegaría, arrojándonos, al llegar, a un espumoso cementerio donde pereceríamos aplastados bajo monumentales aguas sin luz, negras como el más hondo río del infierno. Sin embargo, al aparecer la estrella y anunciarse otro día de calor y calma, me imaginé combatiendo contra el sueño por temor a que Pedro temiese que, al dormirse él, yo aprovecharía su sueño para ahorcarle con un cordel, arrojarle al mar y emprender el regreso a la costa de donde zarpamos.

Pero también temía que, al dormirme yo, el viejo hiciese lo mismo conmigo por temor a mí, me matase con el quebrado cuchillo que guardaba junto al timón, me arrojase a los tiburones que desde hace días perseguían la estela de la nave y continuase, solo, sin dudas, sin recelos, su voluntarioso viaje al desastre.

Brilló la turbadora estrella que parecía confirmar con su ronda, hermanando el crepúsculo y la aurora, las circulares razones del viejo. Y fue él quien resolvió los temores, fue él el valiente que primero fue a recostarse en un rincón de la cubierta, sombreado por las lonas que protegían nuestras barricas de agua dulce.

—¿No me tienes miedo, Pedro?, le grité desde el timón con mi voz blanca y salada.

—Peor riesgo es la muerte que nos presagias, dijo el viejo. Si tanto crees que vamos a perecer, ¿para qué vas a matarme ahora?

Y añadió después de una breve pausa:

—Quiero que un hombre joven sea el primero en pisar la tierra nueva.

Cerró los ojos.

Yo me imaginé amo de la nave, librado de la presencia del viejo y de su mortal carrera hacia el desastre; me imaginé de regreso en la costa de donde salimos doce días antes. Y al imaginarme allí, traté de imaginar qué haría al regresar a ese punto de partida. Señor: no pude idear más que dos caminos. Uno, me llevaría de regreso al anterior punto de partida, y de allí al anterior, y así hasta remontarme al lugar y al tiempo de mi origen. Pero a partir de ese origen olvidado, ¿qué camino se ofrecía a mí sino el que ya había recorrido? Y ese camino, ¿podía dejar de conducirme a la playa donde encontré a Pedro y de allí, con él, en esta nave, al punto donde ahora nos encontrábamos, en este mismo instante, en el mar? Reflexioné así sobre la triste suerte de un hombre en el tiempo, pues la abundancia de pasado me obligaba a olvidarlo y vivir sólo este fugaz presente; y, capturado por la sucesión sin memoria de los instantes, nada me era dado escoger; mi futuro sería tan oscuro como mi pasado.

Pensé todo esto con los ojos cerrados. Y al pensarlo, la resignación de mi alma empezó a ser vencida por la lucha entre la supervivencia y el riesgo. Pedro había cerrado los ojos. Yo abrí los míos:

—Guíame, estrella, guíame, rogué con fervor.

Seguí el camino del sol, la voluntad del viejo: mi fatal destino, hacia el inmóvil Mar de los Sargazos.