A todos convocó el Señor, valiéndose de Guzmán, quien a su vez se valió de su fiel y anónima armada de montería; a todos convocó y todos acudieron a la cita en la capilla subterránea. Sólo la Señora permaneció en su recámara, empeñada en darle vida a la momia de retazos reales, agotando las fórmulas de la invocación diabólica y no contando, en verdad, más que con la villana ayuda de Azucena y Lolilla y las oscuras palabras del ciego flautista aragonés. En cambio, allí estaban, en la capilla del Señor, escondidas detrás de las altas celosías del coro cuyas sombras convertían los rostros y los hábitos en blancos panales de abeja, la madre Milagros, la monja Angustias, sor Inés y todas las novicias andaluzas; el obispo gordo, sudoroso, limpiándose el rostro con un pañuelo de encajes, portado en palanquín por los frailes mendicantes y seguido de cerca por un monje agustino de cadavérica faz; el usurero sevillano tocado con gorro de martas, pronto a postrarse ante el Señor para agradecerle el título de Comendador que le daba oportunidad de gozar, en diciembre, de mayo, y añadir honra a riqueza; y el estrellero fray Toribio, llamado a leer los signos de este evento en cuya virtud el Señor quería descifrar los enigmas acumulados y luego fijarlos en horóscopo con la ayuda del fraile estrábico y pelirrojo.
Y con unos ojos lo miraba todo Guzmán, sabedor de que sus monteros, una vez reunida la corte, se esparcían por el llano y comunicaban a los peones de la obra, a Nuño, a Jerónimo, a Martín, a Catilinón, la falsa aunque probable nueva: la vieja loca se salió con la suya, nuestro Señor ha proclamado heredero al idiota y heredera a la enana flatulenta y será esta tarada y deforme pareja la que os habrá de gobernar mañana, pues el Señor minado, místico y necrófilo, perdida para siempre la energía, olvidados para siempre los gustos de caza, combate y hembra que son savia del poder, no tardará en abandonar su envoltura mortal: miren lo que les espera si ahora no se rebelan: generación tras generación de monarcas idiotas, sangrantes y afectos al morbo gálico que, cual vampiros, extraerán sus escasas fuerzas de vuestra sangre, eternamente robusta pero eternamente servil. ¿Soñáis con restaurar vuestros viejos fueros de hombres libres, soñáis con una justicia que os defienda ante el poder de los señores, soñáis con un estatuto que os libere así del capricho del alcázar como de la usura de las ciudades, soñáis con un contrato que os permita dar y recibir con equidad? Mirad entonces a nuestro Señor; y si pensáis que duro ha sido su reinado, imaginad lo que será el de la enana y el idiota, y el de los monstruosos hijos que tal pareja engendre, y sabréis que vuestros guayes sólo crecerán y se prolongarán, sin fin, hasta la consumación de los siglos.
Y con otros ojos lo miraba todo el fraile pintor, Julián, perdido entre la multitud de monjes, alguaciles, botelleros, regidores, dueñas, oficiales, mayordomos y contralores llamados a la presencia del Señor. Para él, esta primera reunión de toda la corte en la capilla privada del Señor era como la inauguración, el desvelamiento del gran cuadro que Julián, con la ayuda del Cronista, hizo creer al Señor que provenía de Orvieto, patria de unos cuantos pintores austeros, tristes y enérgicos, pero que en verdad el fraile miniaturista, inflamado de rebelde ambición, había ejecutado con paciencia y sigilo en la más profunda mazmorra del palacio, temeroso de que las novedades de su trabajo, la audaz ruptura de la simetría estética exigida por la ortodoxia a fin de que las obras del hombre coincidiesen con la verdad revelada, resultaran tan obvias que el destino de Julián fuese reunirse con el Cronista a purgar la culpa de la peor de las rebeliones: no la cainita del fratricidio, sino la luciferina del deicidio.
Esto temía, aunque secretamente se sintiese ofendido porque nadie prestaba atención al cuadro, nadie lo escudriñaba e, incluso, nadie lo anatematizaba. ¿Tan secreto era su mensaje? ¿Tan difuminadas y tersas y escondidas sus cargas críticas (o sea decisivas, juzgadoras, si se atendía —pensó Julián— al origen griego de una palabra cuyo destino se atrevía a pronosticar) que descubrirlas exigía una atención y un tiempo que ninguno de los presentes estaba dispuesto a prestar… y a perder? ¿A plazo tan largo estaría sujeta la lenta contaminación, el eventual poder corrosivo de las figuras allí dispuestas y así dispuestas para romper el orden consagrado de la pintura cristiana? Una deidad central e incontaminable rodeada de un espacio plano, sin relieve, limpio también de todo contagio temporal.
—Tal es la ley.
Fray Julián sintió la tentación de abrirse paso entre la muchedumbre indiferente, el gentío de los arrimados al palacio, llegar hasta el altar, acercarse al cuadro y trazar con gruesas pinceladas su firma en un rincón de la tela. Sintió la tentación, pero la resistió; no por miedo físico, sino por sospecha moral. Le retuvo una reflexión indeterminada que era el residuo de su plática con el estrellero en la torre: si el universo era infinito, el centro no estaría en parte alguna, ni en el sol, ni en la tierra, ni en los poderes de la tierra, y mucho menos en un individuo y su pretencioso garabato, Julianus, Frater et Víctor, Fecit, pues por esa firma podía írsele, drenado, el espíritu: que nada sea el centro de un universo infinito que de él carece. Julián se mantuvo ajeno, en vilo espiritual, iluminado, en su paradójica lejanía de inmovilidad, por una repentina comunión con cuanto no era él, su cuerpo, su conciencia, y dando respuesta contraria a su propio argumento: entonces, si nada es el centro, todo es central y así, mirándolo, pudo entender el cuadro por él pintado y decirse, confusa aunque ciertamente:
«Nadie ha firmado las torres de Milán y Compostela, las abadías de la Puglia y la Dordoña, los vitrales y cúpulas de nuestra cristiandad; y yo he de honrar ese anonimato artesanal para decir con él las verdades nuevas, aunque sin sacrificar las virtudes antiguas; para pintar una plaza italiana de profunda perspectiva, fluyente como el tiempo en el que nacen, se desenvuelven y perecen los hombres y fluyente como el espacio irrestricto en el que se van cumpliendo, por los hombres, los designios de Dios: he aquí las casas, las puertas, las piedras, los árboles, los hombres verdaderos, y ya no el espacio sin relieve de la revelación o el tiempo sin horarios del fiat original, sino el espacio como lugar y el tiempo como cicatriz de la creación. Ciegos: ¿no ven a mi Cristo sin aureola, desplazado hacia una esquina del cuadro que así se prolonga fuera de sus límites para inventar un espacio nuevo, ya no el espacio unitario, invisible e invariable de la revelación, sino los lugares múltiples y diferentes de una creación mantenida y renovada constantemente? Pobres ciegos: ¿no ven que mi Cristo ocupa una esquina del espacio escogido, pero de ningún modo finito, de mi cuadro, y que en esa precisa ubicación excéntrica Cristo no deja de ser su propio centro en relación con el círculo plástico que he trazado, y que los hombres desnudos están situados en una plaza italiana verdadera y así protagonizan un hecho en vez de ilustrar un motivo, y que ese centro que es el de ellos no coincide con el centro desplazado del Cristo, pero que lo importante no es la ubicación central o excéntrica que deja de existir en cuanto el centro, estando en todas partes, no está en ninguna, sino la relación entre dos sustancias distintas, la divina y la humana, y que el puente de esa relación es la mirada? Ciegos, ciegos: pinto para mirar, miro para pintar, miro lo que pinto y lo que pinto, al ser pintado, me mira a mí y termina por mirarlos a ustedes que me miran al mirar mi pintura. Sí, hermano Toribio, sólo lo circular es eterno y sólo lo eterno es circular, pero dentro de ese eterno círculo caben todos los accidentes y variedades de la libertad que no es eterna sino instantánea y fugitiva: mi Cristo escoge mirar, libre, instantánea y fugitivamente, los cuerpos de los hombres, mientras que los hombres miran al mundo, al espacio y al tiempo que les rodea, y es este mundo el que mira a Cristo y así, relacionado todo por la mirada, todo lo divino es humano y todo lo humano es divino, y la verdadera aureola, que a todos nimba, es la pálida y transparente luz, de nadie y de todos, que baña el espacio de la plaza: ciegos.
»Mi firma mutilaría la extensión de ese espacio que debe prolongarse, gracias a la mirada, a la derecha y a la izquierda de la tela, detrás, encima y abajo de ella y también en la segunda perspectiva, la que fluye de la tela hacia el espectador: tú, nosotros, ellos. Miren mis figuras fuera del cuadro que provisionalmente las fija. Miren más allá de los muros de este palacio, del llano de Castilla, de la tensa piel de toro de nuestra península; más allá del exhausto continente que hemos injuriado con crímenes, invasiones, codicias y lujurias sin número y salvado, acaso, con unas cuantas hermosas construcciones e inasibles palabras. Y miren más allá de Europa, al mundo que desconocemos, que nos desconoce, y que no por ello es menos real, menos espacio y menos tiempo. Y cuando ustedes, mis figuras, también se cansen de mirar, cedan su lugar a nuevas figuras que a su vez violen la norma que ustedes acabarán por consagrar: desaparezcan de mi lienzo y dejen que otras semblanzas ocupen su sitio. No, no firmaré, pero tampoco callaré. Que el cuadro hable por mí.»
Hacia el cuadro miraba también, escondida detrás del alto cancel, la Madre Milagros, y toda su mirada era para el Cristo de blanca túnica y sienes heridas: era él, era él, el mismo que llegó esa inolvidable noche a reclamarla para sí, y la Superiora no se extrañaba de la ausencia de aureola en esa figura, pues ninguna luz había coronado al Cristo que la hizo suya, su esposa. Sollozó la Madre Milagros; ya no tendría que rezar implorando la cercanía del Salvador; ya sabía dónde encontrarlo: aquí, en esta capilla, en este cuadro; bastaría llegar hasta aquí, en secreto, de noche o al alba, tocar la figura del Cristo del cuadro, y Él descendería hacia ella, Milagros, la elegida, y volvería a hacerla suya sobre el más sagrado de los lechos, sobre la cama misma del altar: allí. Sollozó la Madre Milagros, y quedamente se golpeó el pecho con el puño cerrado, indigna de mí, soberbia de mí, ¿por qué habría de regresar el Señor a tocarme, habiéndolo hecho una vez? ¿Por qué no habría de acercarse a otras mujeres y distinguirlas como me distinguió a mí? Soberbia, soberbia, y yo pensando en venir hasta aquí a verle y tocarle y amarle, presunción, no se acordará de mí, me dará la espalda, soberbia, soberbia, ya no me tortures, Serpiente, temo regresar porque temo que el Señor Mi Dios me de la espalda, me arroje de su vera, desdeñe mis súplicas y castigue mi presunción, mi honor, mi honor, no mi soberbia, híceme monja por honor, para guardarlo y salvarlo y porque a ningún hombre consideré digno de mi lecho o de cambiar mi nombre por el suyo, sino por el de esposa de Cristo, honor de mujer, que nadie mancillará, ni siquiera Cristo Salvador, perdón, perdón, dulce Jesús, no te amo, no te amo, ¿por qué llegaste hasta mí y me hiciste tuya?, te amé mientras eras inalcanzable, incorpóreo, y por ello objeto perfectísimo de un amor sin cadenas humanas, sin ligazones del honor, la soberbia, la presunción o el temor de ser desdeñada, no te amo ya, Cristo, amaba a una dulcísima imagen, no puedo amar a un amante verdadero, perdón, Señor, perdón…
Y otra era la mirada de la monja Angustias, que no se cuidaba del cuadro en el altar, sino de escudriñar las figuras de los monjes reunidos en la capilla y adivinar cuál era la del hombre que la consoló por fin de sus hambres y laceraciones y en vez le dio el desconocido placer y la palpitante libertad de desear más, y más, y más, y más, pero ahora con la seguridad de poder tener, tener, tener, tener amor, sí, pero tener un hijo, no, eso temía ahora, con el rostro tembloroso detrás de las rejillas del coro de las religiosas, ay monje, si me has hecho un hijo no me habrás dado el placer con la libertad que me prometiste, y el placer sin libertad ya no será tal, ay monje, te aprovechaste de mi delirio, de mi vergüenza, de mi hambre de hombre, ay monje, si me has empreñado tendré que decir que tu hijo es obra del diablo, y matarlo al nacer, antes de que tu mismo lo mates, por ti y por mí, monje, ruego que sólo libertad y placer me hayas dado, mas no obligación, ése sería nuestro triunfo común, así habremos vencido las dos leyes que nos atan, la del matrimonio fuera del convento y la de la castidad dentro de él, y seremos libres, monje, libres, libres, para seguir amando sin consecuencias, tú a cuantas mujeres quieras, yo a cuantos hombres… No te amo, monje, pero amaré el placer y la libertad que me has enseñado. Haz tú igual que yo.
¿Y a dónde podía mirar la novicia Doña Inés, que tantos puntos de interés encontraba entre el gentío abigarrado? Allí estaba, abriéndose paso hacia el Señor, su viejo padre el usurero, con la gorra de martas en la mano, obsequiosamente tendida como en señal de respeto hacia el Señor, más que hacia este sagrado recinto, capilla y tumba; allí estaba el Señor mismo, sentado en silla curul al píe del altar; allí estaba Guzmán, el que la había conducido una noche a la vecina alcoba del Señor. Allí estarían todos, menos el que ella buscaba: Don Juan, el que le dio el placer que el Señor no supo darle, y la maldición también, su sexo desflorado por Don Felipe había sido disfrutado por Don Juan sólo para cerrarse de nuevo, ¿quién la había condenado a esta pena, quién le había deseado en secreto esta desgracia, quién quería que ella no volviese a ser de nadie, o quién quería que ella sólo volviese a ser de él? No entendía, la cabeza le giraba, la mirada no sabía fijarse en nada, hasta que, recorriendo con vaga y torturada ensoñación las filas de túmulos reales levantados sobre truncadas pirámides a lo largo de la capilla, le vio, eres tú, Don Juan, ese doncel apoyado sobre el brazo, ese joven semiyacente, eres tú, oh sí que eres tú, cómo no iba a reconocerte, mi amante, oh, eres tú y eres de piedra, eres una estatua, una estatua me ha amado, he convidado la piedra a mi lecho, ésa es mi maldición, he hecho el amor con la piedra, ¿cómo no he de convertirme yo misma en piedra?, y si los dos somos de piedra, ya lo veo, entonces sí que seremos fieles el uno al otro, tú Juan, yo Inés, tienes la sangre helada, lo supe, te lo dije, no temes a mi padre, no temes al Señor, no temes a nadie, Don Juan, porque nadie podría matarte, no se mata a una estatua, no se mata a la muerte: Doña Inés clavó las uñas entre las rejillas del cancel y ya no apartó su mirada pétrea de la pétrea figura de su amante inmóvil sobre el sepulcro. Y si tú y yo seremos de piedra, Don Juan, piedra sea el mundo entero, piedra los ríos, los árboles y las bestias, piedras las estrellas, los aires y los fuegos: estatua inmóvil la creación, y tú y yo su inmóvil centro. Nada se mueva ya. Nada. Nada.
Y si sólo ojos de piedra tenía en esa hora Doña Inés para la que creía pétrea figura de Don Juan, éste sólo fingía la inmovilidad; le era fácil, reconocíala como un atributo más de su persona: férrea voluntad para simular la más deliciosa abulia. Ni un nervio de esa figura semiyacente sobre la lauda se movía; y por estatua, como Inés, tomáronla todos los asistentes a esta ceremonia convocada por el Señor. El doncel ni siquiera pestañeaba. Con ojos indiferentes, por indiferentes a la confusa ceremonia que se iniciaba sin justificación discernible para quienes a ella asistían, miraba hacia el cuadro de la capilla el caballero Don Juan; desplazado, ajeno a la reunión de la corte, disfrazado de estatua y disfrazado, también, por las sombras: miraba por vez primera el cuadro que presidía la capilla privada del Señor y mirábase, como en un espejo, en la figura sin luz de un Cristo, como él, arrinconado: soy yo, soy yo, alguien me ha conocido antes de que yo me conociese a mí mismo, porque alguien pintó mi imagen antes de que yo llegase aquí, ¿por qué?, ¿para qué?, en ese cuadro que es, más que el corazón de la Señora, más que los ojos de Doña Inés, más que las joyas de Lucifer, mi espejo… Oh, ese cuadro, cuánto he tardado en verlo, cómo quisiera haberme visto primero en él y no en la imagen que me ofreció la Señora de mí y de ella para conjuntarlas; con razón engañé tan fácilmente a la Superiora y gocé de sus favores; con razón engaño a todas, pues todas me toman siempre por otro, marido, amante, padre, Salvador, y aman a otro en mí: ¿quién amará a Don Juan por Don Juan, y no porque le cree otro, y a ese otro ama, esposo, amante, monje, el mismísimo Cristo, pero nunca Don Juan, nunca? Quiérenme Azucena y Lolilla porque les prometí matrimonio, la Madre Milagros porque creyó que yo era el Espíritu Divino, la monja Angustias porque me confundió con su confesor, nadie me ha conocido, nadie me ha amado a mí… más que esa Inesilla, pues sólo ella sabe que yo soy yo. Y yo no la amo a ella, porque ninguna mujer me interesa si no tiene amante, marido, confesor o Dios al cual ya pertenezca; porque ninguna mujer me interesa si al amarla no mancillo el honor de otro hombre; porque ninguna mujer me interesa si mi amor no la libera. No querré a ninguna mujer para siempre, sino para hacerla mujer, e Inés ya lo es, Inés no pertenece al Señor que la desvirgó, el Señor es dueño solamente de este palacio de la muerte, Inés es la única que me ama porque ya es dueña de sí, y si mi lógica es cierta, yo no puedo ser de ella, pues otro como yo vendría a quitármela: yo ultrajaré el honor ajeno, pero nadie podrá ultrajar el mío, porque careceré de él, ni honor ni sentimiento; y si alguna fregona, novicia, reyna o superiora por mi causa pare un hijo, no será mío, será hijo de la nada, y a la nada le condenaré, devoraré a mis hijos, los castraré, los pasaré a cuchillo: el alimento de los hombres comunes, honor y patria, hogar y poder, me es vedado, no tengo más alimento que las mujeres y sus hijos, a las mujeres les comeré el coño, a los niños el corazón, y Don Juan será libre, sembrará el desorden, infligirá la pasión donde la pasión parecía muerta, romperá las cadenas de ley divina y ley humana, Don Juan será libre mientras exista un esclavo de la ley, el poder, el hogar, el honor o la patria sobre esta tierra, y sólo seré cautivo cuando el mundo sea libre: nunca…
Y con estrechos ojos calculadores mirábalo todo el flamante Comendador, el prestamista hispalense padre de Doña Inés, y nada que se moviera miraba, sino la riqueza de las maderas del coro y la sillería, acana y caoba, terebinto y nogal, boj y ébano, y los tableros con guarniciones, molduras y embutidos de caoba, y las columnas del coro, con el color sanguíneo cuajado del acana, estriadas todas y redondas, los capiteles labrados, los canes que vuelan encima del alquitrabe y las hojas de cardo; sesenta pies de largo, por lo menos, tiene esta capilla, se dijo el sevillano, y cincuenta y tres de ancho, pero encierra más riquezas de las que cupieran en espacio cien veces mayor, pues las mesas son de mármoles y jaspes blancos, verdes, encarnados, embutidos, chapados y ensamblados unos con otros, de finísimos jaspes el altar, de metal y bronce dorado a fuego, y como un carbunclo encendido es la custodia, y diamantes la adornan, como diamantes debieron servir para labrar tan costoso tabernáculo, bien dijo quien dijo que hay aquí bastante para fundar un reino, de sobra habrá para pagar un préstamo, pues cosa no veo en este sagrado lugar que no pueda tundirse, arrancarse de su sitio, revenderse, mucho es esto para un solo lugar inservible, y acertado anduvo el anciano regidor de este lugar cuando estas tierras comunales fueron expropiadas por el Señor: «Asentad que tengo noventa años, que he sido veinte veces Alcalde y que el Señor hará aquí un nido de oruga que se coma toda esta tierra, pero antepóngase el servicio de Dios», y para cumplir con la premática del Señor derribáronse bosques, niveláronse montes, cegáronse aguas, y todo, sí, por bien vacar a Dios y cantarle divinas alabanzas en continuo coro, oración, limosna, silencio, estudio, y por enterrar a los antepasados de nuestro soberano. Mas nadie sabe para quién trabaja, y quizás lo que hoy honra en un solo lugar a Dios y a los muertos puede mañana, sin mengua de la grandeza del Creador, adornar las casas de los vivos y a Sevilla mandarse esta balaustrada, a Génova tal candelabro, tal pilastra a casa de un comerciante de Lubeck, las sillerías a las escuelas donde se eduquen los hijos de los ciudadanos de provecho y ahorro, y casullas, dalmáticas, capas y albas bien pueden transformarse en lujosos atuendos para nuestras mujeres, que el buen paño en el arca se vende y aquí es como cosa muerta y que a nadie aprovecha. Para los siglos habrá pensado el Señor estas maravillas; para un buen balance anual las veo yo, y a fin de obtenerlas pensaré que cuanto aquí he visto y oído las pasadas noches sólo pesadilla es, que las cosas son cosas, y pueden tocarse, medirse, cambiarse, venderse y revenderse, y aquí sólo son decorado para inútiles ritos y sucesos a los que no darán crédito mis sentidos, pues no he visto el vuelo del murciélago, ni la transformación del murciélago en hembra desnuda, ni el robo de sepulcros, ni la fornicación dentro de ellos, ni la aparición de enanas y viejas mutiladas y donceles que se recuestan sobre las ricas laudas funerarias, ni nada que mi razón no comprenda o mi interés no traduzca. Tarda en morir el viejo tiempo, y hasta a un mercader bien templado como yo hace ver visiones y fantasmas. Mueran los viejos sueños, Señor: cuanto aquí posees ha de circular, moverse, mudar de sitio y dueño. Ésa es la realidad, y tu portentosa fábrica será sólo la tumba de tus antepasados y también la de tus sueños, tus vampiros, tus enanas, tus viejas sin brazos ni piernas, tus enloquecidos donceles disfrazados de estatuas. Gracias por mi título. Señor, aunque lo que en mí premias sea tu propio castigo. Tu Dios espectral no es mi Diosa real. Razón llamo a mi deidad, sentidos despiertos, rechazo del misterio, exilio de cuanto no quepa en el seguro arcón del sentido común, donde lógica y ducados acumulo, conllevados en felices y provechosas nupcias.
Y la mirada fulgurante de la Dama Loca era mirada de triunfo, y así como el viejo Comendador aliaba razón y dinero, ella volvía a aliar vida y muerte, pasado y futuro, ceniza y aliento, piedra y sangre: adosada sobre un nicho labrado de la capilla, incapaz de moverse, ajena a los temores de una fatal caída desde el nicho hasta el suelo de granito, su mirada era de triunfo: toda la corte, todos los seres vivientes, reuníanse en esta honda cripta sepulcral, asimilábanse a sus amados muertos y quizás, con suerte, ya nadie saldría de aquí, todo quedaría fijado para siempre, como las figuras de ese cuadro detrás del altar, extraño cuadro, de cristiana temática y pagana construcción, donde las desnudas figuras del tiempo convivían con las revestidas de la historia sagrada, el perfecto trueque de lo muerto y lo vivo se consumaba ahora, la recompensa de la vida era la muerte, el don de la muerte era la vida, el obsesivo juego del canje que gobernaba la loca razón de la vieja alcanzaba su supremo punto de equilibrio. Que nada lo rompa, rogó la Dama Loca, que nada lo rompa, y se entregó a un profundo sueño que tampoco permitía distinguir los dominios de la vida y los de la muerte.
Y todos los ojos ajenos intentaba escudriñar el agobiado Señor cuando ocupó la silla curul que Guzmán le ofreció, al pie del altar; todos los ojos, desde los de Inés escondida detrás del enrejado del coro hasta los del último alguacil inconscientemente parado al pie de la escalera de los treinta y tres peldaños. Nadie, en este aglomerado recinto, ocupaba esos escalones, como si una invisible barrera de cristal vedase el paso a la escalera. Ante la multitud reunida, el Señor sentía, más que las presencias, ciertas ausencias; y al querer darles un nombre, las llamó Celestina y Ludovico, Pedro y Simón, preguntándose, hincando los dedos sobre los brazos de suave nogal de la silla, si alguna relación final podrían tener los sueños de ayer con los misterios de hoy, si aquéllos habían anunciado a éstos y si el enigma, el cabo, no era, más que el desconocimiento de la lógica ligazón entre lo que juventud deseó y vejez temió; si el misterio de hoy no era, ¿cómo saberlo?, más que el naufragio del sueño de ayer. Quizás… quizás el estudiante y la muchacha embrujada, el campesino y el monje, eran quienes ocupaban, invisibles, los escaños de esa escalera que nunca terminaba de construirse, esa escala donde cada peldaño era un siglo y cada paso un paso hacia la muerte, la extinción, la inconciencia, la materia inerte y luego la maldita resurrección en cuerpo distinto al que habernos. Ojos estrábicos del fraile Toribio, ojos temerosos del fraile Julián, ojos avaros y obsequiosos del usurero sevillano, ojos aburridos del prelado, ojos impenetrables de Guzmán: nada le dijeron, nada contestaron a la pregunta que el Señor, al hacerles, se hacía. Y al no encontrar respuesta, se retrajo al único refugio cierto: su propia presencia.
Su presencia real. El Señor decidió aferrarse a sí mismo y contar con la simple unidad de su propia persona para imponerse a la sorpresa, a la multitud, al enigma, al desorden. ¿Basta mi presencia?, se preguntó en seguida; y la respuesta fue ya un primer quebrantamiento de esa unidad simple —yo, Felipe, el Señor—: no, mi presencia no basta; mi presencia está transida por el poder que represento y el poder me traspasa porque, siendo anterior a mí, en cierto modo no me pertenece y al pasar por mis manos y mi mirada, de mí se aleja y deja de pertenecerme; no basto yo, no basta el poder, hace falta el decorado, el lugar, el espacio que nos contenga y nos de una semblanza de unidad a mí y a mi poder; la capilla, esta capilla con el cuadro traído de Orvieto y las balaustradas de bronce y las pilastras estriadas y las sillerías labradas y las altas rejas del coro de las monjas y los treinta sepulcros de mis antepasados y los treinta y tres escalones que ascienden de este hipogeo al llano de Castilla; y así, la ilusión de unidad era ya el complejo tejido de un hombre, su poder y su espacio y Julián, mirando al Señor sentado frente al anónimo cuadro que, decían, llegó de Orvieto, lo imaginó imaginándose como un antiguo icono, reproducción sin tiempo ni espacio del Pankreator, pero vencido por la epidemia de signos espaciales y temporales del cuadro: tú, Felipe, el Señor, aquí y ahora; y al entrar a este lugar el paje enmascarado y el rubio joven, los enigmas, lejos de resolverse, se multiplicaron, avasallaron el ánimo del Señor como avasalló la simple pareja a la multitud de alguaciles y dueñas, monjes y alabarderos, regidores y mayordomos que les abrieron, contrariados, paso hacia la presencia del Señor; y así él mismo se convirtió en dispersión de las preguntas que se formuló, sentado en la silla curul con Guzmán a su lado, dándole la espalda al altar, al cuadro italiano, a la mesa del ofertorio, a los manteles bordados, a los copones y al tabernáculo mismo: ¿quiénes son?, ¿por qué son como son?, ¿por qué avanza enmascarado ese paje, ocultando su rostro con un antifaz de plumas verdes, negras, rojas, amarillas; por qué trae clavada bajo el cinturón una larga y sellada botella verde?, ¿quién es ese muchacho que el paje trae tomado de la mano, y qué aprieta entre las manos el joven de calzas y blusa rasgadas y enmarañada cabellera rubia?; la cruz, la cruz; ¿qué es esa cruz encarnada, impresa entre las cuchillas de la espalda del joven, esa cruz que miro ahora que un torpe alabardero tuerce el brazo del muchacho, le hace gemir dolorosamente, le obliga a hincarse dándome la espalda como yo se la doy al altar… yo, que también porto una cruz bordada en oro en la capa que descansa sobre mis hombros?, ¿y qué cosas ruedan de las manos abiertas del muchacho ahora que cae, que los guardias le hacen caer, rendido ante mí, cautivo, dos pedruscos, dos grises piedras, qué clase de ofrenda es ésta, a quién se la hace, a mí, o a los poderes del altar detrás de mí, quería lapidarme a mí, en mi propio templo, quería lapidarnos, a los dos Señores, a mí y al otro, a mí y al Cristo sin luz, quería?; ¿y por qué mi estrellero, Toribio, se abre ahora paso entre la multitud, corre hasta donde se encuentra, a mis pies, este muchacho infinitamente extraño y vencido y desafiante y coge las dos piedras, las mira con sus ojillos bizcos, las sopesa en sus propias manos, parece reconocerlas, las besa? y en seguida las levanta en alto, las muestra, las muestra al pintor miniaturista fray Julián, hacia él corre con las piedras en las manos, ¿ha perdido el juicio mi fraile horoscopista, o sólo cumple al pie de la letra la función para la cual lo traje aquí: resolver los enigmas y fijarlos en carta astral?; y así vaciló la real y única presencia del Señor, multiplicada por la duda y la doble presencia de estos extraños: el paje todo vestido de negro, enmascarado con plumas, y su joven acompañante: y así se levantó ese chillerío de pájaros en la jaula de las monjas, es él, mi Dulce Cordero, chilló la Madre Milagros, es él, mi cruel y amantísimo confesor, chilló sor Angustias, es él, otra vez, mi señor Don Juan, chilló la novicia Inés, uno es el de piedra y otro el vivo, enloquece mi razón, ¿a cuál debo desear, al que me promete la ventura de la piedra inmóvil o al que me promete la desventura de la carne temblorosa?, y el chillerío de las monjas despertó de su sueño a la Dama Loca, y también vio a otro hombre idéntico al que ella rescató de las dunas un atardecer y elevó al rango de heredero; y el propio Don Juan miró a su doble hincado ante el Señor y luego miró intensamente al espejo que mantenía, recostado, en una mano y se dijo sí, me estoy convirtiendo en piedra y mi espejo sólo refleja mi muerte: somos dos, dos cadáveres, ése es el poder y el misterio de los espejos, ay mi lúcida alma, que cuando un hombre muere ante un espejo, es en realidad dos muertos, y uno de ellos será enterrado, pero el otro permanecerá y seguirá caminando sobre la tierra: ¿ese que está allí, soy también yo?
No vaciló, en cambio, el paje enmascarado. Mientras las fracturas del ánimo del Señor se revelaban en parejas crispaciones de su rostro capaz de asumir prematuramente, en la duda y el olvido y Ja premonición y el miedo y la resignación, las facciones que le reservaba el umbral de la muerte, el paje avanzaba hacia él con paso firme. Los taconazos resonaron sobre las baldosas de granito de esta capilla; más resonaron por el silencio que hacía guardia a la evidente turbación del Señor, que por la fuerza del ligero cuerpo del paje y atambor de la Dama Loca. Y ésta, desde su nicho, miró ahora a su atambor perdido, y gritó:
—¡Has regresado, indigno, mequetrefe, después de abandonarme sin mi permiso, y has regresado a traer mi ruina, a romper mi equilibrio, maldito!
Y fue tal su agitación, que la vieja reyna cayó desde lo alto del nicho labrado donde la había puesto con tanta delicadeza Don Juan, y sin brazos ni piernas que la defendiesen de la caída, dio con su cabeza contra el helado piso de granito, y se desvaneció. Nadie hizo caso de ella, pues toda la atención se fijaba en los sucesos del altar. El paje ascendió al estrado y se acercó, enmascarado, al Señor. A sus ojos turbados. Los de Guzmán, cercano; los de Don Juan, librado a la imaginación del mal y de la muerte; los del Comendador, temeroso de que estos hechos más próximos a la fantasía intangible que a la sólida mesa de las balanzas desviaran de su curso el arroyuelo de los precisos y preciosos intereses; los de las monjas, atolondradas por la aparición del muchacho idéntico a sus amores. Apenas los ojos más alertas vieron; ni siquiera los oídos más atentos escucharon. Nada oyeron de lo que el paje, después de besar las manos del Señor, murmuró cerca de la pálida oreja; sólo algunos vieron que el paje se quitó por un instante la máscara; pero todos, a tono con las más nimias vibraciones de su Amo, sintieron que el Señor tembló azogado al mirar al rostro del paje: los ojos grises, la naricilla levantada, el mentón firme, los labios tatuados, húmedos, impresos con sierpes de colores que se ajustaban al movimiento de los pliegues carnosos; y Don Juan, desde su posición sobre la lápida de la tumba, pudo mirar cómo se encendían los pabellones de las orejas del Señor, como si este paje hubiese encendido, detrás de ellos, los cirios de la memoria.
Y esa memoria, para todos desconocida menos para el Señor y el paje, detuvo las ruedas del tiempo, inmovilizó los cuerpos, suspendió los alientos, cegó las miradas y, así, el fraile Julián pudo apartar su propia mirada de la vasta tela por él pintada y perderla en otro lienzo aún más grande aunque menos definido: el de la corte del Señor, fijada, paralizada, convertida en inconsciente figura, dentro del espacio de la capilla real; y Julián, que miraba, miraba desde adentro de ese espacio y no alcanzaba ni a oír ni a ver las palabras y los escasos, azogados gestos del Señor ante el paje y el muchacho: los protagonistas.
El paje volvió a cubrirse el rostro con la máscara de plumas; tendió una mano al Señor y éste la tomó, se incorporó y descendió del estrado; pero su inusitado movimiento no reanimó el de quienes lo observaban sin comprender, aunque todos los ojos recobraron el brillo, vieron al Señor y al paje descender del altar, vieron al paje tender la otra mano al muchacho hincado, de desgarradas ropas, con la cruz en la espalda y los mechones rubios ocultándole el rostro; el joven compañero del paje se levantó de su humillada posición, los alabarderos le dejaron libre y los tres —paje, muchacho y Señor— caminaron hacia la recámara vecina, separada de la capilla por una cortina negra y a ella, entre la multitud que abrió una valla de interrogantes, entraron.
Guzmán apartó la cortina para darles paso. Y ese gesto reanimó el movimiento, los susurros, la parlería y las exclamaciones de la corte; todos se agolparon, corrieron, codearon, pisotearon el cuerpo mutilado de la Dama Loca, apenas si pensaron que era un animal, un perro del Señor, un bulto olvidado, un lío de trapos negros, una paca de heno viejo, la pisotearon con la fuerza de un tropel de caballos, con el peso de una manada de bueyes, nadie la vio morir, nadie escuchó el suspiro final de la vieja mutilada, sangrada, con la cabeza abierta, los mechones blancos manchados de sangre, los ojos desorbitados, el tronco aplastado, vieja cáscara de fruta desechada, todos se fijaron como un enjambre de insectos ante la puerta de la recámara.
Pero sólo los más cercanos —Julián y Toribio, el Comendador ty Guzmán— pudieron ver lo que pasó; sólo Don Juan imaginarlo; sólo. Inés temerlo. Y esto dicen que vieron quienes pudieron verlo y luego vivieron para contarlo:
El paje se acercó al Señor, volvió a hablarle en secreto y el Señor dio órdenes que coincidían con las palabras del paje, pues sólo a instancias de éste parecía obrar aquél: que manden traer a un cierto flautista aragonés, que el paje y el muchacho su acompañante, con lentísimos movimientos, como si nadasen debajo del agua, tomados de las manos, evitando mirarse, sonámbulos, se dirijan a la cama del Señor y allí tomen sus lugares, se recuesten y esperen la indispensable llegada del flautista, ya llega, Señor, acompañaba con sus tristes trinos invidentes a nuestra Señora en su alcoba, a la pobre Señora solitaria y vencida que parece seguir el camino de todas nuestras reinas: ser devorada por un tiempo con figura, fauces, dientes, garras, pelambre, hambre, Señor, ya se abre paso, guiado por ajenos ojos que pueden ver y por sus propias manos adivinas, el flautista que no sabemos de dónde llegó, ni cuándo, ni cómo, ni por qué, pero que el paje juzga indispensable para la incomprensible ceremonia que aquí tiene lugar, sobre la cama donde nuestro Señor se ha dejado curar por Guzmán de sus achaques prematuros y desde donde ha podido mirar, sin moverse, enfermo, las otras ceremonias, las divinas, sin ser visto, pues esta ceremonia de ahora divina no ha de ser, desde que dos mozos suben juntos a la propia cama del Señor y allí se abrazan, como para consolarse o reconocerse, como para recordarse el uno al otro, tiernas, humanas miradas, pueden pensar esto Julián y Toribio, pero no el prelado que se agita y grita sodomía, sodomía en la capilla dedicada al culto soberano de la Eucaristía, soberano el culto como soberana debe ser la contricción inmediata ante el pecado que se avecina y ya lo dijo San Lucas: si no hacéis penitencia, moriréis todos igualmente, y el pecado nefando sólo se purga como lo purgó ese mozuelo sorprendido en tratos amarionados con los niños de los establos; en la hoguera, por el fuego, sic contritio est dolor per essentiam y oyéndole vagamente, pues las advertencias del prelado en nada podían distraer la fuerza de la curiosidad fuera de la alcoba señorial o la fuerza de la fatalidad dentro de ella, Julián miró hacia el cuadro del altar y se preguntó si la contrición cristiana debía, necesariamente, ser dolor de la voluntad y no dolor de la propia pasión que era causa y efecto, necesaria materia tanto del pecado como del perdón, y el fraile horoscopista y astrónomo, al ver los ojos de Julián, quiso preguntarle si no se acercaba el momento de cambiar el acto de contrición por el acto de caridad, un acto sin el dolor que el obispo juzgaba y proclamaba esencial, un acto de perdón (Inés, Angustias, Milagros) que no detestase las faltas cometidas, pues algo había en la contritio cristiana que, al lavarnos del pecado (Milagros, Angustias, Inés) deslavaba nuestras vidas y pretendía que, en realidad, jamás las habíamos vivido: ¿vale la pena empezar de nuevo?, se preguntaron, con las miradas, Toribio y Julián, ¿vale la pena?, mientras el paje y su compañero se abrazaban sobre la cama del Señor: allí esperan, Inés, Madre Milagros, Sor Angustias, la llegada del flautista de Aragón que ahora entra a la recámara, a tientas, con las uñas amarillas por delante, las pesadas espaldas y el andar cojitranco, las alpargatas sin rumor atadas con trapos a los tobillos ulcerados, la flauta sujeta a la cintura por un raído cordel: el ciego.
Doble ciego, doble, corrió el rumor de la voz de Toribio a la de Julián, de Julián al Comendador, de éste a un alguacil, del alguacil a un mayordomo, corriendo el rumor sobre el cadáver aplastado de la Dama Loca hasta llegar al agitado panal de las monjas escondidas detrás de la lejana celosía: doble ciego, pues ahora el paje venda los ojos del ciego con un pañuelo usado, manchado, con visibles cicatrices de antigua sangre, el ciego queda vendado, es conducido por el paje a la cama, a ella sube el flautista y allí ocupa un rincón, sentado con las rodillas cruzadas, desprende la flauta del cintillo y comienza a tocar una musiquilla triste, monótona, cuyos compases se repiten interminablemente: una música que nunca hemos escuchado aquí, Julián, Toribio, Inés, Madre Milagros, una música que huele a humo y a montana, que sabe a piedra y a cobre, que no nos suscita, a nosotros, recuerdo alguno, pero que a ese joven compañero del paje parece devolverle la vida, arrancarle de la modorra, levantarle la cara como en busca del sol exiliado de estas reales mazmorras, alumbrarle los ojos como si en verdad reflejasen a un astro errante, Toribio, Julián; y el paje corre las cortinillas del lecho del Señor, Inés, Madre Milagros, Sor Angustias, mientras la luz de la mirada del rubio y desgarrado joven se extiende a su rostro entero y pone en movimiento sus labios: los labios del muchacho se mueven, Guzmán, Toribio, Inés, Madre, y esto es lo último que podemos ver los que tenemos el privilegio de poder mirar por la puerta de la alcoba del Señor antes de que la mano del paje corra la última cortinilla del lecho y separe a los tres, paje, muchacho y flautero, de nuestros ojos ávidos de novedades y de la apagada mirada del tembloroso Señor sentado de nuevo en la silla curul que Guzmán le trae y le lleva, le lleva y le trae: escondidos los tres por las tres cortinas que cierran perfectamente los costados del lecho por todo lo ancho y todo lo alto: más que cama, frágil tumba, carruaje inmóvil.
El muchacho habla. Y el Señor oye lo que el muchacho dice, pero el cansado brazo le cuelga y la mano distraída busca algo cerca del piso, junto a la silla curul, una compañía, quizás un perro que le haga sentirse menos indefenso.