No pasa nada

A todo acudió la desesperada Señora; a las camareras Azucena y Lolilla les prometió placeres y riquezas si, confabuladas con ella, sustraían de las cocinas de palacio los múltiples objetos necesarios para ciertos actos; y ellas, alegres, obedecieron pues sólo ocasiones de regocijo y bullicuzcuz pedían las dos fregonas y servir en estos menesteres a la Señora aumentaba las razones del secreto chismerío y el alborotado ir y venir de Azucena y Lolilla, quienes bajaban a cocinas y establos, robaban lo que la Señora les pedía, se lo guardaban entre paños y corpiños, entre teta y teta, y antes de entregar las hierbas y raíces y engrudos y flores, todo se lo contaban, entre grandes carcajadas, al señor Don Juan, envuelto en la cortina de brocado arrancada del muro de la alcoba del Ama, aposentado ahora en el cuartucho de las criadas donde él esperaba que la novicia Doña Inés regresara a él, no tolerase más la ausencia de él y viniese al fin, cabizbaja, a tocar la puerta de esta servil recámara, a pedir una segunda noche y un segundo desvirgamiento que la librase de la encantada condición de súcubo con sexo recosido.

Don Juan, mientras tanto, empezó por holgarse alternada y a veces simultáneamente con las fregonas que le contaban, con risas y regüeldos y entre sorbo y sorbo de los vinos robados al mismo tiempo que la manteca de cerdo y entre boca y bocado de los jamones sustraídos junto con el azúcar molida, lo que la Señora hacía en su alcoba de azulejos andaluces y arenas arábigas, junto a ese fresco cadáver, hecho con los retazos de las momias reales, que había tomado el lugar antaño ocupado por Don Juan en la cama:

Ha preparado un ungüento con cien granos de enjundia y cinco de haschich, medio puño de flor de cáñamo y una pizca de raíz de eléboro pulverizada; lo ha frotado detrás de las orejas y sobre el cuello, en los sobacos, el vientre, las plantas de los pies y las sangraduras, ¿de ella o de la momia, Lolilla?, de ella misma, mi señor Don Juan, de ella misma y ha esperado a que suenen las once de la noche en el sábado de la luna nueva que fue la luna de ayer; entonces se ha vestido con una túnica negra, ha ceñido una corona de plomo, se ha adornado con brazaletes de plomo incrustados de ónix, zafiro claro, jade y perlas negras; se ha puesto en el dedo meñique un anillo de plomo con una gema grabada con la imagen de la serpiente enrollada; ha rociado a la momia con polvo de fumigaciones hecho de azufre, cobalto, clorato, tiza seca y óxido de cobre; ha rodeado a la momia con siete varas hechas con los siete metales planetarios: oro del Sol, murmuró la Señora; plata de la Luna; mercurio de Mercurio; cobre de Venus; fierro de Marte; estaño de Júpiter; plomo de Saturno: ha empuñado un cuchillo nuevo que debimos robarnos de la fragua que en el llano tiene ese viejo Jerónimo, y ella lo ha mojado en aceite consagrado; con las siete varas, tomando una tras otra, ha azotado al cadáver, gritando palabras en chino o en árabe, que de ellas ninguna razón se comprendía:

—Peradonai Eloim, Adonai Jehová, Adonai Sabaoth, dijo Don Juan, Verbum Pyhtonicum, Mysterium Salamandrae, Conventus Sylphorum, Antra Gnomorum, Daemonia Coeli Gad, Veni, Veni, Veni!

Y no pasó, señor Don Juan, nada; la momia siguió allí, tiesa y tendida en la cama; y la Señora cayó sin fuerzas sobre la arena.

Más cosas nos ha pedido, dijeron al unísono las criadas, y Don Juan les pidió un hábito monacal, jubón y calzas de príncipe, una blanca túnica y una corona de espinas, y mientras ellas se iban a reunir los encargos de la Señora, Don Juan, escondido bajo el capuz del monje, se llegó hasta la plañidera celda de la novicia sor Angustias y allí tocó quedamente con los nudillos. La hermana le abrió, arrodillada, desnuda y con un látigo penitenciario en la mano, y la espalda y los pechos lacerados. Abrazóse sor Angustias, al ver al monje, a sus rodillas y le dijo padre, he pecado, padre, aleja de mí los malos pensamientos, padre, no quiero soñar más con los cuerpos de los hombres que aquí trabajan, los sobrestantes y los plomeros, los aguadores y los albañiles, y Don Juan le acarició a la muchacha la cabeza rapada, la ayudó a levantarse, la abrazó con ternura y le dijo que no sufriera más, que pensara más bien en su estado conventual como en uno de suma libertad, pues no pudiendo casarse, debía ser libre en el convento y libre en el amor, sin las ataduras de la ley humana que a mujer legítima constriñen a la fidelidad hacia un solo hombre, su marido, en tanto que una monja era delectable objeto del amor de todos los hombres, y con estas razones la condujo al camastro de tablones desnudos de la celda, tiernamente la despojó de los jirones de camisa sangrante y besó las sangrantes llagas de la novicia, que sentía dolor y placer parejos cuando los labios del monje así la besaban, y Don Juan la consolaba, acariciando sus pechos estallantes y su palpitante escapulario de vello entre las piernas, no te quiero para siempre, te quiero para hacerte libre, para hacerte mujer, acéptame a mí para que aprendas a aceptar a todos los hombres sin vergüenza: digo que no te quiero para siempre, sor Angustias; no me quieras tú a mí para siempre tampoco, ni a hombre alguno: eres libre, Angustias, ven, Angustias, créeme que me amo a mí mismo más de lo que jamás podría amarte a ti, y qué linda eres, y cómo brillan tus llagas sobre tu carne aceitunada, y cómo me duele, amándome tanto a mí mismo, tener que amarte a ti un momento, y cómo me refugio y salvo del amor de mí en tus hondas selvas y redondas carnes, Angustias; libérame: libérote. Llora de gusto, monjita, llora; ruega que un día regrese; no sé si podré; más mujeres hay en el mundo que estrellas en el cielo, y tiempo me faltará para amarme amándolas.

Más cosas le trajimos, dijeron Azucena y Lolilla, robadas de todas partes, hasta de las farmacias secretas del monje Toribio en la torre de las estrellas, escurriéndonos al compás de las ratas por túneles y escaleras, por pasillos y calabozos, y ella ha preparado un nuevo ungüento con cincuenta gramos de extracto de opio, treinta de betel, seis de cincoenrama, quince de beleño, otros tantos de belladona, igual cantidad de cicuta, doscientos cincuenta de cáñamo de la India, cinco de cantárides y además goma agragante y azúcar en polvo: mire su merced Don Juan, aquí está todo escrito en este papel que ella nos dio para no olvidar los recados y cuyos nombres desciframos con pena en los frascos de porcelana del monje Toribio; y encima dijo que cumpliría, esta vez, el rito que a voces llamó del Clavo, no, del Clavel, Azucena, no, de la Clavícula, Lolilla, la Clavícula dijo ella y digo yo: ha tomado dos velas de cera bendita y con una rama de ciprés, también traída por nosotras y tallada a la luz de la luna menguante, ha clavado las velas en la arena, se ha colocado dentro de un círculo trazado en la arena y ha dicho:

—Emperador Lucifer, amo de los espíritus rebeldes, séme favorable, dijo Don Juan, dale a esta forma que aquí ves inerte el movimiento del gran Lucífugo, hazle surgir del infierno que es como un gran embudo dividido en siete zonas con siete mil celdas donde se esconden siete mil escorpiones y mil toneles de negra turba hirviente, hazle venir a mí con sus dominios propios que son los del conocimiento, la carne y la riqueza, ahora que invoco las poderosas palabras de la Clavícula, capaces de atormentar al mismo Demonio, dijo Don Juan temblando y ocultando el rostro pasajeramente envejecido, crispado, intolerablemente aguzado, entre los pliegues del brocado: Aglon Tetagram Vaycheon Stimulamathon Erohares Retrasammathon Clyoram Icion Esition Existien Eryona Onera Erasyn Moyn Meffias Soter Emmanuel Sabaoth Adonai, yo te convoco, Amén.

Y no pasó, señor Don Juan, nada; la momia siguió allí, tiesa y tendida sobre la cama; y la Señora cayó sin fuerzas sobre la arena.

Vistió Don Juan, aprovechando nueva ausencia de las fregonas, la túnica blanca, manchóla con su propia sangre y coronóse de espinas. Y así llegó hasta la celda de la Superiora, la Madre Milagros, de noche, y encontrando la puerta abierta, entró con gran sigilo y vio a la santa mujer arrodillada en un reclinatorio, con las manos unidas en plegaria ante una dulce imagen de Jesús Redentor. Acercóse en silencio Don Juan, paso a paso, hasta ocultar con su cuerpo la imagen divina y aparecer, ante los ojos deslumbrados de la Madre Milagros, en medio de la penumbra, como una viva encarnación del Cristo al que ella dirigía sus plegarias. La devota hembra sofocó un grito cercano al llanto; Don Juan llevóse un dedo a los labios y con la otra mano acarició la cabeza de la Superiora, y luego murmuróle con gran suavidad:

—Esposa…

Los ojos de la Madre Milagros se llenaron de lágrimas, y ese llanto era combate entre la incredulidad y la fe.

—Salve, llena eres de gracia, el Señor es contigo, dijo con dulzura Don Juan. No temas, Milagros, porque has hallado gracia delante de Dios, y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo. Tu hijo será grande, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin.

La turbada mujer repitió, sin saberlo, las palabras que había aprendido de niña:

—¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?

—¿No estás casada conmigo? —sonrió Don Juan—. ¿No hiciste voto de amarme?

—Sí, sí, desposada estoy con Cristo, pero tú…

—Mírame bien… mira mi túnica… mira mis llagas… mira la corona de mi suplicio…

—Oh Señor, habéis escuchado mis súplicas, habéis honrado a la más indigna de tus siervas, oh Señor…

—Levántate, Milagros, toma mis manos, ven conmigo, la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, ven conmigo a tu lecho, Madre…

—He aquí a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra.

Y Madre, le dijo Don Juan en la cama a la Superiora, el Señor sabe honrar a quien honor merece, y nadie más que tú, santa y bella, bellísima y pura; pura sí, dijo entre suspiros la Madre Milagros, mas no bella, una vieja, Señor, una mujer de treinta y ocho años, aya y pastora de este rebaño de juveniles sórores, no, Milagros, vieja aquella Isabel parienta de María que creía ser estéril y dio a luz al Bautista, Juan llamado, ¿y yo también pariré, Señor, eres tú el Santo Espíritu que viene sobre mí?, ay Milagros, Madre Milagros, deber y honor de las elegidas ha sido ser lecundadas por el espíritu divino antes de pertenecer a hombre mortal alguno, a nadie perteneceré sino a ti. Señor, te lo juro, pues larga espera tendrás. Madre, larga espera entonces, sierva soy del Señor, hágase en mí según tu palabra.

Nuestra Ama, señor Don Juan, nos ha expuesto al trabajo y al peligro de encontrar animales, algunos en los corrales de este palacio, otros en las más cerc anas laderas de la sierra, colocando a veces trampas, a veces obligándonos a huir con terror de una bestia acechante, a veces sui riendo que pasáramos la noche esperando el grito atrapado de algún bruto, quejumbrosas las dos, señor Don Juan, abrazadas entre los peñascos o cobijadas por el grande miedo de la selva negra, abandonándole esas noches a usted y añorando su compañía tan amable: un chivo y una lechuza, un perro y un topo, un gato negro y dos serpientes: eso pudimos traer a la recámara de nuestra Señora, donde ella había puesto un crucifijo volteado sobre la cama de la momia, rodeándola de cirios rojos, copones que nos obligó a robar de la capilla de su marido y hostias fabricadas con nabos negros; y en la arena, con la vara de ciprés, la Señora escribió la letra

V
y luego I
T
R
e I
de nuevo y una O
y para terminar una L

y a la momia la cubrió con una sábana negra y en esa sábana había una cruz rodeada de un círculo, que dijo la Señora ser la cruz de Salomón; en seguida hincóse y nos pidió que tuviéramos al chivo bien tomado de la hueca cornamenta y exponiéndose a morir de un fuerte coz, besóle el culo y luego, enloquecida y con la frente arrugada por esa estrecha corona de plomo, clavóle en la panza el cuchillo que robamos de la fragua de Jerónimo; y sin esperar a que se calmaran los chorros de sangre que manaban del chivo, como dándole un susto al miedo, lanzóse contra los ojos de la lechuza, el cuello del perro, la negra seda del gato, las abiertas fauces de la serpiente y el veloz cuerpecillo del topo, que ya buscaba un escondrijo en la arena; las bestias se defendieron a su manera, rasguñando, ladrando, escarbando, picando, aleteando, retorciéndose, pero nada pudieron contra la pasmosa furia de la Señora, que gritaba esas palabras, veni, veni, veni, mientras degollaba, rasgaba, clavaba, destripaba a las bestias.

Las arenas de la recámara, señor Don Juan, aún no acababan de chuparse la sangre derramada; la Señora, nuestra Señora, yace cerca de los nuevos cadáveres, rasguñada, herida, exhausta. Nosotras trajimos dos serpientes del monte; ella sólo mató a una. Ay señor Don Juan, auxílienos; que no nos devuelvan a la sierra a buscar más bestias; ése es oficio del maestro don Guzmán, y aun él corre peligros entre los chacales y los puercos salvajes; y nosotras, pobrecitas fregonas, sólo servimos para ir a buscar la cagada del lagarto, mas no estas serpientes que se han quedado escondidas en la arena del cuarto de la Señora, ay.

Pero fuera de estos terrores que nos traen meadas las enaguas, no pasó nada, señor Don Juan, nada: la momia sigue allí, inmóvil; la Señora abre su ventana; la Señora escucha el triste lamento de una flauta que le llega desde las forjas, los tejares, las tabernas de esta obra.

Con ojos de turbia resignación, la Dama Loca mira el sombrío conjunto de la cripta y capilla señorial; su resignación es un triunfo; todo está en su lugar; se han aliado, como preciosos metales, el dolor y la alegría, el luto y el lujo, las tinieblas y la luz, dales, Señor, reposo eterno, y que el eterno fulgor les ilumine, aleluya, aleluya; adosada en su carretilla, la vieja Reyna mutilada no tenía, en cambio, ojos para las correrías de Barbarica; la enana saltaba de tumba en tumba, todas profanadas, de manera que cada cuerpo en ellas yacente semejaba el de su cruel y generosa ama, pues a éste faltábale un brazo, a aquél la cabeza, a la de más allá la nariz, a la de más acá una oreja, y Barbarica sólo podía murmurar: oh, mi esposo amado, mi pobre príncipe menguado pero hermoso, ya no te escondas, ya no juegues con tu chiquitica, sal de tu escondrijo, no me humilles, liberaste a los indignos la noche de nuestras bodas, no me desprecies a mí mientras enalteces a los vermes salidos de alquerías y aljamas, no me niegues ya tu mandragulón tan deseado, no me dejes pasar mi noche de bodas sin que me metas el padre, no me hagas creer que eres sodenítico amarionado, te ofrezco mis teticas pintadas y rebosantes, te ofrezco mi pegujar bien poblado, de hembra normal y sin proporción con la mezquindad de mis otras partes, ay principito, ay bobito, ¿quién te sacó de tu condición de mendigo, de tu triste estado de andrajoso náufrago, el día que te encontramos en las dunas y a punto de ser descuartizado por la ralea, quién traía en su baúl de mimbre los afeites, las pomadas, los pinceles, las pinturas, las falsas barbas que transformaron tu apariencia, quién, mi bobito lindo? Nada podías ver en la oscuridad de esa carroza de cuero de mi Ama, sólo la escuchabas a ella sin verme ni sentirme a mí; ni me viste ni me oíste, aunque creiste que las manos que te desvestían eran las de mi señora la Reyna loca, quien no tiene ya las suyas, y eran las mías las que rasgaban tu jubón y retiraban tus calzas, y era yo la que se escapaba por el hoyo abierto en el piso de la carroza, oculto por mi baúl de mimbre, y con la agilidad de mi corto tamaño escapé, corrí entre las ruedas y las patas lentas de los caballos hasta la carroza fúnebre, con tus miserables ropas hechas bulto entre mis pechugas, y allí desvestí al fiambre del Príncipe llamado el hermoso, que en vida fue esposo de mi Ama y padre de nuestro Señor actual y en muerte fue embalsamado con semblanza incorruptible por la ciencia del doctor del Agua, y le puse tus ropas de tahúr y regresé por donde había venido al carruaje de mi Dama y allí te vestí con el gorro y los medallones, la capa de pieles y el jubón de brocados, las calzas y las zapatillas del cadáver, y así tuvo lugar la milagrosa transformación que tal asombro y alharaca armó entre nuestro séquito; esto me debes; ser príncipe y no mendigo; fui recompensada y mi Ama dióte mi manita regordeta y cariñosa en matrimonio; y tú, que todo se lo debes a mis tretas y artificios, ahora me niegas el goce de tu dinguilindón entre mis muslitos rechonchos, ah malvado, ah picaro, ya no juegues con tu pobre Barbarica, tu mujer ante Dios y ante los hombres, déjate ver, déjate amar, sé mi conserva, toma mis copos, bobito, bobito…

Así diciendo, la enana Barbarica llegóse hasta la tumba reservada por el Señor don Felipe para su padre, el hermoso Señor putañero, y vio con desconcierto que era la única con la lápida bien puesta sobre el zoco funerario. Fuerza sacó de deseo y sudó, jadeó, esforzó todos sus miembros cortos y rechonchos como los de una niña de seis meses, hasta apartar la plancha de bronce y entonces gritó, se santiguó, chilló como gato de desván, tembló como azogada, pues en el hondo espacio de ese sepulcro yacían, lado a lado, dos hombres idénticos, idénticamente vestidos, idénticamente ajuareados hasta en los nimios detalles de anillos y medallas, y ambos eran el príncipe, su príncipe, dormidos dentro de esa tumba como dos gemelos gestándose dentro del vientre de una madre de piedra, recostados los dos sobre el espantoso despojo del marido embalsamado de la Dama, y éste vestía las ropas rasgadas del náufrago, dos, dos, Dios mío, redoblas mi placer, gruñó Barbarica, pero sólo me lo ofreces para quitármelo, pues muertos están los dos, ay, la puta que los parió, ay, que me muero con virgo intacto, ay, que mi noche de bodas la he de vivir intocada, entre muertos que ya no se les para el tencón, y sin más alcahueta para remedio de mis males que la muerte misma, ayayay, y metida dentro de la tumba, la enana primero besó los labios del Señor embalsamado y vestido con las ropas rasgadas del náufrago, y el beso le supo a acíbar, y esos labios bien muertos estaban; luego besó la boca abierta de uno de los dos príncipes idénticos, y el beso le supo a sangre seca de paloma herida; la enana arrancó el bonete de este príncipe, vio su cráneo rapado y supo que era el pobre cascafrenos con el que la habían casado, y esos labios sangrantes de su esposo tenían aliento de locura y sacrificio, mas no de vida. Guiñó un ojo apapujado la enana, olió con sus chatas naricillas, olió mierda, recordó, apartó las piernas y bajó las calzas del príncipe idiota su marido, hurgó con sus manitas entre las heces verdosas, sintióse a punto de vomitar, repitió varias veces, ay que huele, que huele que trasciende, mas no dejó de hurgar entre las cacas del bobo hasta hallar lo que esperaba hallar; la negra perla, la llamada Peregrina, y se la guardó velozmente entre los senos apretados después de limpiarla sobre el jubón del dormido joven su esposo de amores nunca consumados.

Sólo entonces miró con curiosidad y alboroto crecientes al tercer cadáver de esta tumba, el otro príncipe idéntico a su durmiente esposo, tan durmiente que su sueño era gemelo de la muerte, como gemelos parecían estos dos muchachos entre sí, y también le besó. Y ese beso le supo a perfume, a hierba, y le fue devuelto.

—¡Me devolvió el beso!, gritó la enana, ¡que sí, que me lo devolvio!

Las manos de Don Juan tomaron del talle a la Barbarica, la levantaron juguetonamente, como a una muñeca, huele que trasciende, repitió la enana, riendo, huele que trasciende, cuando Don Juan le levantó los anchos faldones arremangados, le acarició con un dedo el apretado culillo, acercó la cara a la entrepierna de la enana, rio también, diciendo, trébole, Jesús, cómo huele, trébole, Jesús, qué olor, y metió una lengua que a la chiquitica le pareció de lumbre y fierro, en el pantano.

Nos ha hecho buscar por estas llanuras, señor Don Juan, bajo el rayo del sol de julio, a un cierto flautista ciego, aragonés de origen, que llegó hace unos días para acompañar los flacos festejos de los obreros de este palacio con su musiquilla a veces monótona y a veces alegre; trajímosle, empujado y venciendo sus sordas protestas, a esta recámara de nuestra Señora, la cual hubo noticia de él así por crónicas del pobre señor Cronista mandado a remar en galeras, y al cual vuesa merced no tuvo el gusto de conocer, pues hombre era discreto y cortés, que el mismo trato daba a dama o fregona, como por relatos del antecesor de su honor Don Juan en el disfrute de los favores de nuestra Señora, el joven quemado junto a los establos por barajar los fondillos del Ama con los de imberbes mozos de nuestras cocinas, y que cada quien coja el placer donde lo halle, como bien dice usted.

Ordenóle nuestra Señora se sentase sobre la arena y entonase su flautilla miserable y triste y así lo hizo él, calvo, aceitunado de tez, vasto de espaldas, vestido con hilachas de cáñamo toscamente punteadas y mirándolo todo, sin nada ver, con los ojos ciegos, verdes y como cebollas saltones, mientras la Señora bautizaba a las ranas salvadas por nosotras de los viejos pozos y de las estancadas aguas de este llano; y a las ranas, las hacía tragar las hostias negras mientras ella hacía el signo de la cruz al revés y con la mano izquierda sobre sus pechos temblorosos, diciendo:

—En nombre del Patricio, dijo Don Juan, del Patricio de Aragón, ahora, ahora, Valencia, toda nuestra miseria ha terminado, España: ven, ángel luminoso, ven a darle vida a este ser por mí formado, hazle levantarse del lecho con la apariencia de Luzbel, cubierto de sardónice, de topacio, de diamante, de crisólito, de ónix, de jaspe, de zafiro, de carbúnculo, de esmeralda y de oro, y acompañado por la música de este ciego demiurgo de la diabólica aldea Calanda de tu reino aragonés, donde las manos baten los tambores hasta perder la piel, sangrar la carne y herir el hueso mismo para que Cristo resucite en la Gloria de su Sábado: resucita así a este mi Ángel, ven, ven, ven, doble de Dios, arcángel caído, rey de España.

Asi fue, señor Don Juan, tal y como usted lo dice, aunque ese miserable flautista no ha de ser de Calanda, donde famosas son las fiestas de la semana dolorosa y a verlas llegan peregrinos de apartados lugares, sino, por su ruin aspecto, de Datos, Matos, Badules, Cucalón, Herreruela, Amento o Lechón debe ser, pues son éstos los más ruines lugares de Aragón. Arrancóse la Señora una uña con grandísimo sufrimiento, aullando estas palabras que usted acaba de repetir, Don Juan, mientras el flautista ciego tocaba sus notas más tristes y monótonas, sentado sobre las arenas teñidas de rojo y en medio de los cadáveres, viejos ya de un día y muy apestosos, de los animales sacrificados. Súbitamente, al escuchar los gritos de dolor de la Señora, el flautista dejó de tocar y dijo lo que usted, señor Don Juan, escuchó escondido detrás de la puerta de la alcoba:

—San Pablo advirtió que Satanás es el Dios de este siglo. Santo Tomás advirtió que Luzbel quiso la beatitud antes del tiempo fijado por el Creador, la deseó antes que nadie, quiso obtener la felicidad por sí solo y sólo para sí, ése fue su orgullo y tal orgullo, su pecado. Por su orgullo lo condenó Dios; por eso los soberbios vienen de él. Poder genésico dio el Altísimo a la mujer, y con ello la mujer sintióse privilegio de la creación, pues ella podía hacer lo que el hombre no: gestar a otro hombre en sus entrañas, y así era superior al hombre, que sólo fecunda, mas no gesta. Y la mujer decidió que aun este poder de fecundación le era arrebatable al hombre, y así le vedó su cuerpo, y sólo dejóse desvirgar y preñar por Dios mismo, o por un representante del espíritu de Dios, antes de dejarse tocar por hombre mortal. Y el hombre mortal resintió aún más su mortalidad, pues carecía del poder de gestar a otro ser, y la mujer era suya sólo después de pertenecer al Dios, al Espíritu, al Sacerdote o al Héroe designados por Dios para continuar en la entraña de la hembra la obra de la creación. Y el hombre se vengó de la mujer convirtiéndola en puta, corrompiéndola para que ya no pudiese ser vaso del semen divino. Y el hombre odió a sus hijos, pues si eran hijos de Dios no eran suyos, y si eran hijos de puta, no merecían ser suyos. Y el hombre asesinó a sus detestados hijos, los sacrificó si eran hijos suyos, pues eran hijos de la ramera que primero se entregó al Héroe o al Sacerdote que obraron en nombre de Dios, o los devoró, para alimentarse así de la sagrada esencia que Dios le arrebató al hombre y le otorgó a la mujer y al niño. Y así la madre protegió al hijo, sabedora de que el padre no viviría en paz hasta matarle, y le salvó entregándole a las aguas, como a Moisés. Y por todo esto, el hombre culpó a la mujer de ser la representante de Luzbel en la tierra, y sabiendo que en las mujeres tiene su sede el orgullo diabólico de desear la felicidad antes de tiempo y de adelantarse a la común beatitud que los hombres sólo alcanzarán el día del juicio final, el Concilio de Laodicea prohibió a mujer alguna oficiar en las misas. El hombre se amparó en el poder material para negar a la mujer sus poderes espirituales. La mujer convirtióse así en la sacerdotisa de Satanás y gracias a ella Satanás recobra su naturaleza andrógina y se convierte en el Hermafrodita imaginado por los hermetistas y visto por la Cábala hebrea; y la mujer, del Demonio, adquiere el conocimiento a ella transmitido el día de la primera caída, pues antes cayó Luzbel que Eva. Entierra la uña en la arena, Señora, y de ella nacerán gusanos; caerán grandes granizadas en estío y se desatarán temibles tormentas.

—¿Cómo sabes que me arranqué la uña, si eres ciego?, preguntó nuestra herida Señora entre atormentados sollozos.

—Cuanto en el mundo se hace de una manera visible puede ser obra de los demonios, contestó el flautista; lo invisible es sólo obra de Dios y por eso exige ciega fe y no ofrece tentación alguna. Señora, si quieres que los ciegos vean, rebánales el ojo con una navaja en el momento preciso en que una nube corta la circunferencia de la luna llena; entonces, la noche se hará día, fuego el agua, oro el excremento, aliento el polvo; y los ciegos verán.

—No quiero que nazcan gusanos o se desaten tormentas. El Cronista me habló un día de ti, y también te conocía mi pobre amante asesinado, el joven llamado Miguel de la Vida. Sé tu nombre.

—No lo repitas, Señora, o de nada valdrán tus esfuerzos.

—Sé tus poderes. Ellos me hablaron de eso. Pero no es granizo en verano lo que quiero de ti, sino que ese cuerpo yacente en mi lecho cobre vida.

—Haz entonces lo que acabo de decirte, y el Diablo se aparecerá.

Y así nuestra Señora, con su puñal bañado en aceite, se acercó, vencida y temblorosa, al cadáver fabricado con los retazos de los muertos y el flautista aragonés cerró los enormes ojos verdes y volvió a tocar la flauta. La Señora también cerró los suyos en el momento de cortar, con un solo tajo del puñal, el ojo blanco y abierto de la momia; un líquido negro y espeso corrió por la mejilla plateada de ese monstruo inmóvil, señor Don Juan. Pero aparte de eso, nada pasó: la momia sigue allí, tiesa y tendida sobre la cama; y cada vez, la Señora cae sin fuerzas sobre la arena de sangre, junto al cadáver del búho, recriminando al flautista, echándole en cara su impotencia, llamándole mendaz y falsario, ¿dónde está el Diablo?, de nada sirvieron los ritos del de Aragón, el Diablo no se apareció a ayudar a la Señora y darle vida al horrendo cadáver de cadáveres, mientras el flautista sonríe y convierte su entrecortado aliento en lúgubres musiquillas.

—Pobre Señora; mal hace en buscar con tanto afán y tan sufrida invocación lo que ya tiene aquí cerca, del otro lado de su pasillo y que hasta sus recamareras pueden ver, dijo entonces Don Juan, despojándose del manto de brocado y mostrando ante las dos pasmadas fregonas, que al verlo se abrazaron y fueron a esconderse al más apartado rincón del cuartucho, pues nunca le habían visto desnudo, y con él sólo se habían holgado a oscuras y alternadamente, el pecho cubierto de sardónice, la cintura ceñida por un cinturón de brillantes, los brazos pintados de oro, el sexo ceñido por un rosario de perlas que se le enterraban entre las nalgas y se anudaban en una cadera, las piernas cubiertas por piedras de jaspe, las muñecas adornadas por zafiros, tos tobillos por crisolito, el cuello por carbúnculos. Esto vieron las dos con azoro, pero algo más pudo ver al fin Azucena, al girar sobre sí mismo este hombre espléndido, sin par entre los mortales, y fueron los seis dedos en cada pie y la cruz de viva púrpura sobre la espalda; salió del cuartucho Don Juan, riendo; las fregonas se santiguaron repetidas veces; y al verle salir, supieron que ya no regresaría nunca, y Azucena le dijo a Lolilla, es él, es él, el niño abandonado por el juglar hace veinte años, recogido por mí, amamantado por la perra de nuestra joven Señora antes de sus nupcias con el Señor, yo lo conocí, es mío, mi amante, mi hijo, yo fui su nodriza, su madre verdadera, hasta el día de la horrible matanza en el castillo, cuando temí por él, temí que los monstruosos signos de su espalda y de sus pies le confundieran con esa turba de herejes, moros, judíos, putarracas, peregrinos y mendigos que nos invadió ese día, hasta los niños que venían en la procesión fueron pasados a cuchillo, a éste lo salvé yo, lo metí en un ligero canasto, lo arropé y lo eché a la deriva por el río, hacia el mar, segura de que alguien lo recogería y criaría y ahora ha regresado, ha sido mi amante, me ha prometido que se casaría conmigo, ¿contigo, Azucena?, lo mismo me dijo a mí, mientes Lolilla, como que Dios es Cristo y Cristo es Dios que mientes, me lo dijo a mí, no me toques, mal alzada, me canso, andorrera, suéltame, puta adobada, te saco los ojos, carcavera, pues yo te arranco la crin, beúda, y lanzada de moro izquierdo te atraviese el corazón, ayayay, mi ojo, mi pierna, arañas como rejón, bagasa, pero yo te he de meter una aguja por el buz que te salga por el hocico y te pudra los bastajos, puta, putilla, putarraja, puteca, suéltame el pelo, ay que rodamos, ay mi rodilla, ay que te mato, yo a ti, ramera emparedada, familia putrefacta, te saco la leche de la nariz, malsina, marfuza, matrera, meretriz, pellejón, piltraca, que te mato, que te salto el bizco, que te estrello la cabeza contra la piedra, guay, guay, guay… ¡mira cómo nos has puesto, Don Juan!, ¡todo por ti, Don Juan!, ¡vuelve a nosotras, Don Juan!, ¡ay mi señor Don Juan, que eres el puto de la mujer!

A la cripta y capilla regresó Don Juan, donde había dejado a Barbarica, exhausta de placer, dormida en brazos del Príncipe bobo; dormidos los dos, la pareja, dentro de la tumba suntuaria del padre del Señor. Llegóse Don Juan hasta la carretilla donde descansaba la Dama Loca, y si temible fue el espanto de las criadas al verle desnudo y enjoyado, natural fue la sencillez con que la Dama Loca saludó al joven caballero que ahora se acercaba a ella vestido de nuevo con el jubón de terciopelo, la capa de pieles, el gorro y las calzas y el medallón del Señor embalsamado.

—Has regresado, al fin, dijo serenamente la Dama Loca.

—Sí. Éste es nuestro lugar.

—¿Estaremos cerca?

—Siempre.

—¿Descansaremos ya?

—Ya.

—¿Hemos muerto?

—Los dos.

Levantó de la carretilla a la vieja, la condujo con gran suavidad a un nicho labrado entre dos pilastras y allí, dulcemente, la acomodó, apostados la cabeza blanca y el torso de trapos negros contra la helada piedra del muro. Y la Dama Loca pareció contenta; su mirada siguió a Don Juan cuando el muchacho se alejó, llegó hasta el gran mausoleo del marido de la vieja y se recostó sobre la lauda. Reposó semitendido y apoyado en su brazo derecho: era la corona viva del túmulo funerario.

Era el perfecto doncel amado por la vieja en sus obsesivos sueños de amor y muerte, resurrección del pasado y transfiguración del porvenir. Ahora, en un instante, en un presente que la Dama quería retener capturado, para siempre, bajo estas bóvedas, en esta cripta, el sueño era realidad, y el joven que debió ser su esposo, su amante y su hijo reposaba semitendido y apoyado en su brazo derecho, mientras miraba un espejo orgulloso que el visitante desatento podría confundir con un libro.

Por un momento, la vieja Señora temió que ambos, ella en su nicho mirándole a él, y él semiyacente sobre la losa del sepulcro, mirándose a sí mismo, se estaban transformando en piedra y así, integrándose para siempre a esta suntuosa cueva de laudas, basamentos, pirámides truncadas, advertencias fúnebres y labrados cuerpos, reproducción de los restos de toda la sucesión de esta casa. Una duda helada hizo temblar el mutilado tronco de la Dama; sabía que hasta entonces había soñado, luego había soñado en vida. Pero a partir de ahora, se sentiría muerta, colocada por Don Juan en un nicho de esta capilla. Se sentiría muerta, pues soñaba que vivía.

Y al pintor fray Julián le dijo esa noche, en la torre, el caldeo fray Toribio:

—Hermano, si en ellos creyese, te diría que unos demonios rondan mi torre, pues han desaparecido de la farmacia que aquí reúno, beleño y belladona, betel y eléboro; cacos han de ser.