El segundo testamento

—Yo… yo… por la gracia de Dios… conociendo cómo, según doctrina del apóstol San Pablo… ¿qué debo decir ahora, Guzmán?, ¿cuáles son las palabras que nos dicta la tradición testamentaria?

—… cómo después del pecado está estatuido por la divina providencia que todos los hombres mueran en su castigo; Señor, no es tiempo…

—… y con esto ser tanta y tan grande la bondad de nuestro Dios… ¿cómo, Guzmán?, lee, léeme lo que dice el breviario…

—… que esa misma muerte que es castigo de nuestra culpa recibe Él con el debido aparejo de vida y la sufrimos con paciencia… Señor: por Dios…

—¿Con paciencia, Guzmán? ¿Tú has visto mis miembros prematuramente envejecidos, mi cuerpo minado por las taras heredadas de esas momias y esqueletos que anteayer hemos enterrado aquí para siempre, la llama de mi cuerpo que a pesar de todo insiste en alumbrarse y debe ser apagada con penitencias, palabras dolorosas, látigos y pesadillas sin nombre, pues no tengo derecho a contaminar a Isabel, verdad Guzmán?

—No se acongoje usted tanto, Señor…

—¿Qué nacería de nuestro ayuntamiento, Guzmán, si yo la preñase, sino otro cadáver, un monstruo muerto antes de nacer, una pequeña momia destinada a la cuna del sepulcro, a mecerse en una de las criptas que aquí hemos construido, verdad Guzmán?

—Y de vuestra unión con Inés, Señor, ¿qué nacerá?

—El mal: lo que desconocemos. ¿Por qué me la ofreciste?

—Lo que desconocemos, sí. Quizás el bien; el azar; la renovación de la sangre.

—¿Paciencia? ¿Qué debo decir ahora? ¿Qué dice el dogma?

—… y venimos a nuestra muerte con una voluntad racional, no tanto compelidos por la obligación natural de morir, cuanto recibiéndola por tránsito y paso para la eterna felicidad y vida bienaventurada…

—Duda, Guzmán, duda, mira en mi espejo, sube los treinta y tres peldaños de mi escalera y desmiente al dogma, afirma, en contra del dogma que si llegamos a resucitar, será en carne aérea o disímil de la carne en la que vivimos, somos constituidos y nos movemos; afirma, Guzmán, que si llegamos a resucitar, bien puede ser en forma de esfera y sin parecido con el cuerpo que habernos; niega que la resurrección, el día del juicio final, será simultánea para todos los hombres que han nacido sobre la tierra, sino que cada uno resucitará en su tiempo y a su manera, del vientre de las lobas, del acoplamiento de los perros, del huevo de las serpientes, de las uniones y desprendimientos de los bichos que infestan las aguas estancadas y por esto podemos pensar, temblando, que la formación del cuerpo humano, en el vientre de Isabel, en el vientre de Inés, en el seno de mi madre, es la obra, del diablo y que las concepciones en las entrañas de mi madre, de Inés o de Isabel, son amasadas por el trabajo de los demonios, sí, Guzmán, pues si el primer Dios al que desconocemos y que nos desconoce creó un primer cielo perfecto, ninguna cabida tenía en él la imperfección de los hombres mortales, que son todos creación de Luzbel, Luzbel es la herida del cielo perfecto por donde se desangra el paraíso, la rendija por donde se cuela la creación de algo que al Dios perfectísimo y primerísimo ni le interesa ni le ocupa: los hombres, tu y yo; Guzmán, aprovecha el nacimiento del nuevo día para escribir mi segundo testamento; esto les heredo: un futuro de resurrecciones, que sólo podrá entreverse en las olvidadas pausas, en los orificios del tiempo, en los oscuros minutos vacíos durante los cuales el propio pasado trató de imaginar al futuro. Esto heredo: un retorno ciego, pertinaz y doloroso a la imaginación del futuro en el pasado como único futuro posible de mi raza y de mi tierra. ¿Me entiendes, Guzmán? Añade, añade las fórmulas de rigor. Éste es mi segundo testamento.

—Señor, ya no hay tiempo, Y este segundo testamento es innecesario puesto que ayer me dictasteis otro.

—Añade. Ayer no conocía a Inés. Añade. Súmense palabras a las palabras. ¿Sobrevivirá este palacio? Que las palabras, en la duda, dejen constancia de él y reproduzcan la vida que en él se vivió.

—Y para que muriendo seamos testigos fieles y leales de la infalible verdad que nuestro Dios dijo a los primeros padres, que pecando, ellos y todos sus descendientes moriríamos…

—Falso, Guzmán: Dios ni quiere ni es: sólo puede, lo puede todo, pero de nada le sirve, pues ni quiere ni es; nos odia: pecar es ser y querer. Guzmán, Guzmán, qué intolerable dolor… ven, ponme la piedra roja en la palma de la mano…

—¿Terminó usted, Señor?

—Sí, sí… Guzmán, ¿tú nunca dudas?

—Si yo tuviera el poder, Señor, jamás dudaría de nada.

—Pero no lo tienes, pobre Guzmán.

—Y pronto usted tampoco lo tendrá si no actúa contra los peligros que le amenazan.

—Conozco bien esos peligros; son las amenazas del alma demasiado alumbrada; me acechan aquí, en esta recámara, en estas galerías, en esta capilla; los conozco demasiado bien, Guzmán; son los peligros de quien posee a un tiempo la sabiduría y el poder, dones que no se concilian; quisiera ser un bruto, como mis asesinos y batalladores antepasados que aquí afuera yacen, en mi cripta y capilla; ejercer el poder sin conciencia, qué alivio, Guzmán, qué paz tan profunda si así pudiese ser; la acumulación del tiempo ha añadido el conocimiento, la duda, el escepticismo y la flaqueza de la tolerancia al depósito original del poder; ése es el peligro, ¿no te das cuenta?; y ese peligro lo exorcizo con palabras, penitencias, razones y delirios; con pecados, a fin de ser perdonado…

—El peligro está afuera, Señor, y sólo la fuerza podrá desvanecerlo.

—¿La fuerza? ¿Otra vez?

—Siempre, Señor.

—¿No bastó un crimen? ¿No cumplí mis deberes para con el poder fundándolo, una sola vez, sobre la muerte de los inocentes?

—Esto es fatal, Señor; tiene que volver a actuar como Dios: ni ser ni querer; sólo poder. Usted mismo lo ha dicho.

—Y yo mismo lo he rechazado.

—Con las palabras de sus testamentos no pagará usted sus deudas.

—¿De qué hablas? Todo es mío. La tierra es mía; la tierra está cercada, limitada por mi posesión. Cuanto aquí se produce es mío, las cosechas, el ganado, todo es traído a mi palacio, entregado por los vasallos y los siervos a mis puertas, como lo fue a las puertas de mis padres y de mis abuelos…

—Sí; los vasallos siguen trayendo lo que le deben por concepto de rentas; pero cada vez son menos los vasallos y las rentas y más los gastos de la construcción y más también lo que se produce y que ya no pasa por vuestras manos. Las ciudades, Señor… las ciudades acaparan hoy la mayor parte de la riqueza…

—Pero yo sigo recibiendo lo que siempre he recibido: tal es la ley de mis dominios…

—Sí, y buena ley era cuando usted, recibiendo lo que recibía, recibía más que nadie. Pero hoy sigue usted recibiendo lo mismo de siempre, y recibe mucho menos que otros. Las ciudades, Señor. Casi todo va hoy de los campos a la más cercana ciudad, en vez de hacer el largo viaje hasta este palacio, y de la ciudad los mercaderes traen las cosas hasta aquí, y las cobran. Usted sigue recibiendo lo de siempre: tantas cabezas de ganado, tantas fanegas de trigo, tantas balas de heno. Pero debe pagar lo que ya no le es debido a su señorío. Aquí llegan desde lejos los cadáveres, pero no los huevos, las legumbres, el tocino que hoy son entregados al mercado de los burgos. Estos ya no son los dorados tiempos de vuestro padre, Señor…

—¿De qué me hablas? ¿Huevos, verduras? Yo te hablo de la muerte y el pecado y la resurrección de las almas ¿y tú me hablas de tocinos?

—Sin los huevos y el tocino no podría usted hablar del alma. El mundo fuera de los alcázares ha cambiado y usted no se ha dado cuenta. Perdone mi atrevimiento. La gente necesita cada vez menos de usted. La gente ha inventado su propio mundo, sin cadáveres, sin pecados, sin tormentos del alma…

—Entonces de nada sirvió matarlos. Triunfó la herejía. Soy un imbécil, ¿esto me estás diciendo?

—Señor: mi devoción es sólo para vos, e incluye deciros la verdad. Nada sé de teologías. Sólo sé que en vez de fabricar por encargo y para el uso de vuestro dominio, ahora los hombres producen las cosas sin que nadie se las encargue, las venden…

—¿A quién?

—A quiénes, más bien. Pues a los compradores; al azar; reciben dinero; utilizan mediadores; se especializan; hay nuevos poderes levantados, no sobre la sangre, sino sobre el comercio de la sal, el cuero, el vino, el trigo, la carne…

—Mi poder es de origen divino.

—Hay una divinidad mayor, con su perdón, Señor, y se llama el dinero. Y la ley de ese dios es que las deudas, al cumplirse, se pagan. Señor: vuestras arcas están vacías.

—¿Con qué se paga, entonces, el servicio de este palacio, la construcción, los obreros?

—Precisamente, Sire; no hay con qué pagarles ya. Esto quería deciros, con urgencia, una vez concluidas las ceremonias de la muerte. Antes no quise importunaros. Ahora es mi deber haceros saber que la construcción de las criptas para los antepasados y el costoso traslado de todos los cadáveres hasta aquí, consumió lo que quedaba.

Pero las riquezas que el palacio encierra; las rejas de hierro forjadas en Cuenca, las balaustradas de Zaragoza, los mármoles de Italia, los bronces de Florencia, los candelabros de Flandes…

—Todo se debe; nada ha sido pagado, pues vuestro crédito es grande; pero ha llegado el momento de pagar.

—¿Qué? ¿Por qué guardas mi testamento? ¿Qué es ese nuevo papel?

—La lista detallada de lo que se debe; deudas con forjadores, dueños de embarcaciones, carniceros, carpinteros, panaderos, saleros, tejedores, bataneros, tintoreros, zapateros —mire: uno de ellos se queja de que el joven llegado con su Señora madre le obligó a comerse el cuero de sus zapatos; por ello pide indemnización; el capricho deberá pagarse—; talabarteros, pañeros, vinateros, cerveceros, barberos, doctores, taberneros, sastres, mercaderes de seda… ¿Debo continuar, Señor?

—Pero, Guzmán, antes cuanto has enumerado se producía aquí mismo, en el alcázar…

—Ahora sólo hay obreros que construyen el palacio y religiosos que sirven a la muerte. Hay honra. No hay dinero.

—Y tú, Guzmán, ¿qué propones?

Guzmán caminó hasta la puerta de la recámara; apartó la cortina que separaba a la alcoba de la capilla. Detrás de ella, apareció un viejo encorvado. La corta capa de pieles le protegía de los fríos de la madrugada y de la larga espera nocturna en la capilla de piedra: pero el abrigo no calentaba el cristal de roca de sus facciones talladas y famélicas ni la nieve azul de su mirada.

Un gorro de martas le cubría la cabeza; los dedos largos y nudosos jugueteaban con el medallón de plata que colgaba sobre el pecho escuálido: las calzas negras apenas lograban amoldarse a las piernas de varilla. La boca sin labios dibujó una sonrisa obsequiosa: el vejete se inclinó ante el Señor, le profesó fidelidad, agradeció el honor de ser recibido; había esperado muchas horas, de noche, en esa capilla helada y sin más compañía que los muertos, pero suntuosamente aderezada: ¿cuánto habían costado las balaustradas, los mármoles, las pinturas, los sepulcros mismos?; una fortuna, sin duda, una fortuna, la calidad de la hechura, el costo del transporte, luego la instalación, que también tenía precio…

No, no se quejaba de la espera; había observado, había visto; había admirado la gran construcción; nadie, sino el servicio real, la conocía por dentro; y la curiosidad era grande, tan grande como la fama de este palacio interminable; y él tenía razones para apreciar especialmente este lugar y no se quejaba del fatigoso viaje desde Sevilla para conocerlo y ofrecer sus servicios al Señor y conocer también el lugar donde su hija, raro fruto de un matrimonio tardío, se preparaba para profesar; extrañas mozas las de hoy, Señor, que en vez de aprovechar todo lo que un padre anciano y próximo a morir, enriquecido en el comercio y en las artes del préstamo, podía ofrecerle, prefería venir a encerrarse en un claustro de este palacio; seguramente la voz del pueblo tenía razón, e hija de hombre viejo, alguna tiene seso, y la que es loca, de sí lo tiene todo; y es más: hija de Sevilla, una buena por maravilla; la sangre está cansada, e hijo tardano es huérfano temprano; cansada la sangre pero no la mente, sobre todo si durante toda una vida se ha afilado, día con día, en el cálculo del ejercicio mercantil, de la mal llamada usura que no es sino un acto de piedad, y en todo caso uso hace maestro, y mercader soy que ando, ni pierdo ni gano, y he tenido buen olfato para saber cuándo se aumenta el precio de los metales y cuándo se baja el precio de la sal, poniéndome para ello de acuerdo con los colegas del Báltico y del Adriático, pues mercader que su trato no entienda, cierre la tienda; invertir aquí, retirarse allá, que dinero de avaro va dos veces al mercado, maravillosa palabra, dinero, Señor, dinero, acariciarlo, sembrarlo, verlo crecer como un árbol abonado por el comercio y la artesanía al mayoreo, la minería, el transporte marítimo, la administración de tierras y los préstamos a príncipes necesitados de fondos para la guerra, la exploración, la construcción de palacios.

Ah, este palacio debería terminarse, ¿no lo creía el Señor?, sería una lástima que se quedara a medias, como un cascarón, como si le hubieran caído encima las maldiciones del cielo: era la obra de la vida del Señor, ¿verdad?, por esto le recordarían los siglos venideros, para levantarlo había talado y secado este antiguo vergel de Castilla, había arrancado a los labriegos de sus tierras y a los pastores de sus montes, y los había puesto a trabajar como peones, a cambio de un sueldo, muy bien, muy bien, más sabe que yo le enseñé, los productos no tienen por qué pertenecerles a los productores, ¿qué pueden hacer los que producen si no están allí las piernas del intermediario para llevar lo producido al mercado y las manos del prestamista para proveer en caso de mala cosecha, de temporal, de accidente, de dispendio? Condenados hemos sido, Señor, y sin embargo, insisto, de caridad es nuestra misión. Y no siempre hemos sido bien pagados. He conocido en mi larga vida grandes de estas patrias españolas que por puro delirio de lujo y honor y apariencia han plantado sus tierras, después de ararlas, con plata, como si el metal pudiese retoñar y rendir frutos sembrado; los he conocido que cocinan con cirios de cera preciosa para impresionar a sus propios pinches y para impresionarse a sí mismos; los he conocido que al final de una fiesta mandan quemar vivos treinta caballos, por el puro gusto del dispendioso espectáculo que así les hace crecer, creen ellos, por sobre el común de los mortales. Lo peor es que han asesinado, a veces, a los prestamistas que acuden a auxiliarles. Ved, pues, Señor, la necesidad y los peligros de mi miserable oficio.

En todo caso, cada puta hile y coma y el rufián que aspe y devane, los productos deben ser de quienes les dan alas, los transforman, les hacen multiplicar su valor, ¿no lo creía así el Señor?, los tiempos habían cambiado, los códigos de antaño dejaban de tener su viejo uso y valor, antes la enfermedad y el hambre hacían acariciar esperanzas ultraterrenas, pero basta con trabajar, Señor, dedicar la vida a la dura labor y cosechar sus frutos aquí mismo, en la tierra y, a pesar del bajo origen, los favores del mérito, si no los de la sangre: el dinero hace al hombre entero y los duelos con pan son menos; yo vivo, Alto Señor, de lo que gano y de lo que cambio; ello no me impide serviros y apoyar con mis fatigas un poder basado en lo que ya se tiene porque se heredó. Que no se me juzgue duramente; a nuevos tiempos, nuevos usos; los interdictos de nuestra fe, que tan severa ha sido con los de mi oficio, correspondían a un mundo deshecho, enfermo, hambriento, Señor, a un mundo estancado; la estigma pecaminosa arrojada sobre la práctica de la usura por los cristianos obligó a los judíos a servir esta función necesaria; pero si perseguís a los hebreos, ¿quién la cumplirá, y será condenado un acto de necesaria caridad cuando lo practican cristianos viejos como yo, Señor? Acéptese pues mi ocupación como signo de una fe fortalecida, saludable, que puede prometer dos paraísos: uno aquí y otro allá, éste ahora y el otro después: ¿no resulta admirable esta promesa?; y piénsese, en fin, que mis pecados, de ser tales, son compensados y quizás hasta perdonados porque mi dulce hija, mi única heredera, a quien yo, naturalmente, le dejaré todo mi dinero, se prepara en este mismo palacio para el encierro eterno y las nupcias con Cristo.

Así, tarde o temprano, Señor, mis cuantiosos bienes habrán de pasar a manos de las buenas monjas de vuestro palacio pues Inés, mi hija, habrá hecho voto personal de pobreza. De esta suerte, lo que ahora estoy más que dispuesto a prestaros para que podáis pagar vuestras deudas, a un módico interés del veinte por ciento anual, no sólo os resolverá problemas presentes sino futuros: mi dinero, gracias a la Inesilla, regresará al caudal del Señor, lo mismo que la muchacha, a quien desde la capilla vi salir esta noche de vuestra alcoba, regresará a demostrarle su devoción al Señor como el Señor le demuestra devoción al padre de Inés de mil maneras, pues seguramente, en esta ocasión, quien dineros ha de cobrar muchas vueltas no ha de dar, y quien así acude en ayuda del Señor algo más que el interés de un préstamo ha de recibir, pues el Señor puede hacer de una pulga un caballero y permitirme, en mi vejez, gozar de mayo y añadir honra a riqueza. Saldréis ganando, Sire, créedmelo, saldréis ganando.

Ahora, si el caballero aquí presente dispone el papel, la pluma, la tinta, las arenas secantes y los sellos, podemos proceder a un acuerdo; tengo frío, tengo sueño, la noche ha sido larga y en mi larga espera he soñado horribles pesadillas, sentado detrás del cancel de las monjas. Perdón por mi excesiva parlería; procedamos; se hace tarde: procedamos.

El Señor, entumecido de cuerpo y alma, tomó la pluma. Pero antes, angostando la vidriosa mirada, preguntó:

—Siento una curiosidad, caballero. Si tantos son vuestros poderes de mercaderes y usureros, ¿por qué aceptáis el mío?

El viejo prestamista inclinó la cabeza:

—La unidad, Sire, la unidad. Sin cabeza visible, los cuerpos se disgregan. Sin suprema instancia, todos nos devoraríamos como lobos. Gracias, Sire.

Como a los halcones enfermos, así atendió ese amanecer Guzmán a su Señor, con untos y cocidos e infusiones varias, según lo reclamaban las dolencias del amo, echado sobre la cama, sin fuerzas, agotado por los siempre aplazados males que en un instante saben reunirse verduguillo en mano; por el desvelo, el amor y el creciente horror de su conciencia.

—Tome, Señor, le servía Guzmán, tome este cocimiento de grama que es remedio admirable contra las dificultades de la orina y sobre todo contra aquellas que proceden de llagas de la vejiga, y déjeme untarle en los pies la hiel caliente y húmeda del gato montés, que resuelve y ablanda el mal de gota.

—¿Quién abrió la lucarna, Guzmán?; la alcoba se ha llenado de mosquitos, es verano, las aguas muertas de esta llanura son aguas viejas y de ellas se alimentan los mosquitos.

—No se preocupe, Señor, he puesto un vaso con sangre de oso debajo de la cama, y a él acudirán todos los mosquitos y morirán ahogados.

—Yo, yo me ahogo…

—Pero, Señor, debe estar contento, ese viejo usurero sevillano nos ha devuelto la vida, podrá terminarse el palacio, debería usted recompensarle, además es el padre de la novicia, nómbrele usted, por lo menos, Comendador, es viejo, déle ese gusto antes de morir.

Gimió el Señor:

—¿Quién es ese viejo, quién es realmente, es el Diablo, este hombrecillo capaz de venir aquí, a humillarme, a ofrecerme dinero a cambio de mi vida, es el horrible pecado de la simonía, quiere mi alma a cambio de su dinero?

—Es el progreso, Señor, y el viejo sevillano no ejerce profesión diabólica, sino liberal.

—¿Liberal? ¿Progreso?

—Progresar como el sol en su curso diario, o como progresaron los cadáveres de vuestros abuelos hasta aquí, pero ahora aplicado al camino ascendente de una sociedad entera; y liberal, Señor, propio de hombres libres y opuesto a servil.

Pues el sol en el horizonte nace y en el horizonte muere, y asi concibo que tu progreso morirá de las mismas causas que lo engendraron; y en cuanto a lo de liberal, contrasentido es que sean los siervos quienes pretendan serlo; no conozco estas palabras.

—No hay más conocimiento que la acción, Señor.

Hay la dignidad hereditaria, Guzmán, que ni se compra ni se vende.

Hay la dignidad del riesgo, Señor, se puede vivir con y como los ángeles o el demonio, se puede escoger, se es libre para ascender o descender conociendo, así, nuestros propios límites.

—No, Guzmán, no hay más jerarquía humana que la posesión de un alma inmortal y su patrimonio en la vida eterna.

—No, Señor, hay el azar, hay la fortuna y hay la virtud que constantemente ponen en jaque esa jerarquía y la transforman, el hombre es gloria, burla y enigma del mundo y el mundo mismo es un enigma descifrable para gloria o para burla de los hombres.

—Hay represión, humillación y sacrificio para alcanzar la vida eterna, Guzmán.

—Hay pasión, ambición y deseo para ganar la vida terrena, Señor.

—La sabiduría es revelada, Guzmán.

—La prudencia se adquiere mediante prueba y error, Sire.

—El sumo ideal es el caballero contemplativo, meditativo de las Escrituras y el dogma de la Revelación, Guzmán.

—No hay ideales absolutos, Señor, sino premios seculares para la vida activa.

—Las verdades son eternas, Guzmán, y no quiero que cambien, no quiero que la sabiduría primaria que mi estirpe ha conservado durante siglos se convierta en objeto de usura y sea dilapidada por hombres como ese viejo, ese viejo, capaz de vender a su propia hija y la multitud como él, los conozco Guzmán, conozco sus espantosas historias, recuerdo la suerte de la cruzada de los niños, que salieron a batallar por Cristo en tierra infiel y en vez cayeron en manos de Hugo el Fierro y Guillermo el Cerdo, armadores de Marsella, que ofrecieron a los niños transporte gratuito a Tierra Santa y en realidad los llevaron a bárbaras costas africanas donde vendieron a los inocentes como esclavos a los árabes. ¿Me dirás que yo también he matado, Guzmán? Sí, pero en nombre del poder y de la fe, o en nombre del poder de la fe, pero nunca por dinero. Y sospecho que quien al dinero dedica sus afanes, no puede sino ser judío falsario, converso y marrano, aunque porte nombre de cristiandad vieja: Cuevas dijo llamarse el doctor que mutiló a mi propia madre y a punto estuvo de matarla, y decía ser rancio castellano, hasta que fueron descubiertos en su casa los libros de oraciones y los candelabros de la judería. ¿Asómbrate la confianza que en ti deposito, Guzmán? Explícatela ya: la nobleza de España está infestada de judíos conversos, falsos fieles, y sólo entre la gente de tu baja extracción encuéntrase hoy antigua cristiandad incontaminada. No me hagas creer ahora, Guzmán, que te has aliado con los enemigos de nuestro orden eterno…

—Señor, por Dios, cuanto hago es por devoción intensa a vuestros intereses…

—Pero crees que esos mis intereses se pueden conciliar con los de toda esta ralea de mercaderes y prestamistas, simónicos enemigos del Espíritu Santo…

—Pueden y deben, Señor; las nuevas fuerzas son una realidad: dominadlas o ellas os dominarán. Es mi sincero consejo.

—No, no, yo tengo razón, culmine aquí y ahora nuestra línea, muera el mundo con nosotros, pero que no cambie, el mundo está bien contenido dentro de los límites de este palacio, Guzmán, ¿a quién defiendes, con quién estás, dímelo?

—Señor, le repito, sirvo al Señor, le aconsejo y le advierto que debe servirse de los nuevos poderes para que los nuevos poderes no se sirvan de él: con un título de Comendador, el viejo usurero sentirá la obligación de honrar y obedecer al Señor, el Señor podrá disfrutar de Doña Inés, renovar su sangre ya que la semilla se cansa de crecer sobre el mismo suelo, reconocer al bastardo y vencer la locura e intriga de su Señora madre, que nos ofrece un heredero imbécil; y si no la locura, sí el desvarío levantisco de los peones de la obra que han acogido a un segundo pretendiente, llegado ayer en compañía de un paje y alambor que en realidad fémina es, aunque vestida a la usanza de hombre, y parte del séquito de la Dama vuestra madre, de manera que las amenazas se confunden, los propósitos de las mujeres y del mundo se confunden, y si el Señor quiere encontrar en algún lado al demonio, encuéntrelo en la horrenda conjugación de la mujer y el mundo.

—¿Qué haces para conjurar estas amenazas que dices?

—Lo que a mí me corresponde: mandar apresar a ese atambor disfrazado y a su joven acompañante, y si el Señor lo autoriza, torturarles.

—¿Para qué?

—Directamente fueron a la fragua del herrero Jerónimo, y allí, junto con los demás obreros murmuradores a los que mi gente oye y observa, han permanecido.

—Un atambor que es hembra disfrazada…

—Un demonio de labios tatuados, Señor.

—¿Un joven acompañante, dices?

—Sí; e idéntico a… a ese joven príncipe traído aquí por vuestra madre, hasta en los signos de una común monstruosidad: seis dedos en cada pie y una roja cruz de carne en la espalda…

—¿Gemelos, Guzmán? ¿Conoces la profecía?

—No, Señor…

—Los gemelos anuncian siempre el fin de las dinastías. Son el exceso que promete una pronta extinción. Y un pronto renacimiento. Ah, Guzmán, ¿por qué has tardado en revelarme estas cosas? ¿serán estos gemelos el signo dual de la desaparición de mi casa y de la fundación de una nueva estirpe? Guzmán, no me atormentes más, basta, ¿han llegado a mi propio palacio los usurpadores, los enemigos de mi singularidad y de la permanencia de mi orden?

—No atormento al Señor; tomo la raíz, delgada como una acelga y preñada de un agudo licor, del turvino de levante, voz que significa quitapesares; y a mí un pesar me quita que al cabo el Señor comprenda la extraña natura de los peligros que le amenazan…

—Traed a ese muchacho y a la hembra disfrazada ante mi presencia. Auxilíame, Guzmán…

—Auxilio al Señor, que sólo es atormentado por el propio Señor. De conjurar las amenazas me encargo yo, con la venia del Señor.

—Basta, Guzmán, el único pesar que me puedes quitar es el de este temor a que las cosas cambien, a que el mundo sea algo más que el mundo contenido dentro de mi palacio… Guzmán, date cuenta: yo maté a los inocentes para asegurar la permanencia de mi mundo. No me digas que lo amenazan la usura, el dinero, la deuda y un par de muchachos desconocidos; no me arrebates, Guzmán, la razón de mi vida; no destruyas la piedra fundadora de mi existencia; todo, aquí, dentro del cerco de piedra de mi palacio; aquí, mis dudas; aquí, mis crímenes; aquí, mis amores; aquí, mis enfermedades; aquí, mi fe; aquí, mi madre y su príncipe imbécil y su enana; aquí, mi esposa intocada; aquí, incorporados a mí y a mi palacio, estos desconocidos que traerás ante mi presencia; aquí, mis palabras contradictorias, Guzmán, y también mi fragilidad; sé que soy contradictorio, tanto como lo son mi profunda fe y la sarta de herejías que repito para ponerla a prueba, sí, pero también para demostrarte a ti, a mí, a nadie, a todos, a las paredes que oyen, que mi conocimiento es tan cierto como endeble, que esa prisca sapientia, esa sabiduría fundamental de las cosas, no es ajena a mí, aquí la guardo, aquí en mi cabeza, aquí en mi pecho, Guzmán, añadiendo luces a sombras y sombras a luces, para que en algún lugar, a pesar de las contradicciones o gracias a ellas, exista la inteligencia de que nada es totalmente bueno o totalmente malo; eso lo sé yo, aunque no todos crean, sepan o entiendan que lo sé, y éste es el privilegio de la larga permanencia de mi casa sobre esta tierra, con todos sus crímenes y locuras; eso lo justifica todo, Guzmán, ésa es mi sabiduría y todo lo pasado pasó para que alguien, uno, solo, yo, lo supiera y le bastara, tristemente, saberlo sin poder gobernar con esa sapiencia, pues entonces, tienes razón, perdería el gobierno, aunque no el conocimiento de que el bien y el mal se confunden y alimentan el uno al otro; eso lo sé yo, aunque para nada me sirva, y no lo sabe tu usurero hispalense, ni tus peones quejosos, ni tú mismo lo sabes, Guzmán, pues el día que todos ustedes se sienten en mi trono, tendrán que aprenderlo todo de nuevo, a partir de la nada, y cometerán los mismos crímenes, en nombre de otros dioses; el dinero, la justicia, ese progreso del que tú hablas; carecerán de la mínima tolerancia que mi conciencia de la locura, del mal, de la fatalidad, de lo imposible, de la humana fragilidad, de la enfermedad y el dolor y la inconstancia del placer, nos aseguran a todos. Equilibrio, precario equilibrio, Guzmán; quémese a un joven sólo por su crimen nefando y por ningún otro; protéjase la vida pero castigúese la culpa de mi Cronista enviándole a galeras como cura de inocencia; hágame yo ciego y sordo ante otras evidencias. ¿Quién pintó el cuadro de la capilla? Tú quisieras saberlo, Guzmán, si en esa pintura vieses, como yo he visto, una culpable rebeldía del alma, pero yo sé hacerme sordo y ciego y mudo cuando la solución de un problema sólo crea mil nuevos problemas. Mira ese mapa que cuelga sobre el muro: mira sus límites, los pilares de Hércules, las bocas del Tajo, el Cabo Finisterre, la lejana y fría Islandia, luego el abismo universal, las espaldas de Atlas, la parsimoniosa tortuga sobre cuyo caparazón descansa la tierra: Guzmán, júrame que no hay más, me volvería loco si el mundo se extendiese una pulgada más allá de los confines que conocemos: si así fuese, tendría que aprenderlo todo de nuevo, fundarlo todo de nuevo, y no sabría más de lo que saben el usurero, el peón o tú mismo: mis espaldas, como las de Atlas, están fatigadas; no soportan más peso; ni habría cupo en mi cabeza para una braza más de mar o una caballería más de tierra: España cabe en España, y España es este palacio…

—Míreme, Señor, dijo Guzmán, míreme, entiéndame, multipliqúense y convénzase: España ya no cabe en España.

Rápido, montero, dijo Guzmán al abandonar la alcoba del Señor delirante, que la compañía armada salga al llano y traiga aquí mismo, a la capilla del Señor, a ese alambor y a su joven acompañante; no nos demos punto de reposo para no darle reposo a nuestros agobiados soberanos; actuemos con nuestros músculos y nuestra sangre, sin fatiga, para que se fatiguen las cabezas y los corazones de nuestros señores; buenos y eficaces aliados tengo, que han sabido simular los aullidos de Bocanegra y justificar la muerte del can maestro; que han sabido aprovechar la ensoñación venérea del Señor para cambiar las velas consumidas por cirios frescos, colmar los cántaros vaciados y voltear a tiempo los relojes de arena; que han sabido rescatar de la fosa común donde dormía el sueño eterno con el cadáver de Bocanegra al despojo del náufrago aquí llegado dentro del féretro del padre del Señor y enterrarlo en su justa tumba para escarnio de las pretensiones de la vieja loca; rápido, actuemos, pues nuestra es la acción y suyas las locuras de la razón desviada; rápido, búsquese a la Dama Loca y dígasele que la proclamación del Príncipe y la enana como herederos de la corona tendrá lugar esta misma mañana; y los monteros que están cerca de los peones revoltosos, que vayan a las canteras, a las fraguas y a los tejares, y le digan a ese Jerónimo y a ese Martín y a ese Nuño que no teman, que yo estoy con ellos, que las puertas del palacio estarán abiertas cuando ellos se decidan a atacar; que sepan los obreros quién es el heredero, el imbécil que habrá de regirles a la muerte del Señor; y al usurero sevillano, tú, montero, ve y hazle saber que el Señor ha tenido a bien extenderle título y honores de Comendador y al Comendador, una vez enterado de su nombramiento, hazle saber tú, montero, que su hija la novicia ha sido seducida y violada por el joven amante de la Señora y a la Señora hazle saber que la misma novicia que sedujo al Señor ahora tiene atrapado, otra vez prisionero del amor, al muchacho que salvamos de la playa del Cabo de los Desastres; y al Señor… al Señor yo mismo le enteraré, llegado el momento oportuno, de que ese joven se acuesta por igual con su amante la novicia y con su intocada Señora esposa; le enteraré de que hay aquí, no dos intrusos, sino tres, y los tres idénticos entre sí, no gemelos sino triates, ja, y a ver qué negra profecía le recuerda este hecho nada singular, sino bien triangular, como diría ese ingenuo y bizco caldeo de la torre en sus trastabilladas pláticas con el no menos ingenuo aunque intrigante fraile Julián; gusto tendremos, monteros, gusto y güirigüriguay; confíen en Guzmán; de esta aventura, pase lo que pase, saldremos fortalecidos yo, en primer término, y luego, conmigo, ustedes, mis fieles compañeros; confíen en Guzmán.