Aurora

Como la Señora, Toribio, el fraile estrellero, temió el fin de la noche.

Temiólo ella porque no terminaría de animar un cuerpo que sólo en las tinieblas podría cobrar vida o simularla. El astrónomo, porque las estrellas huirían de su mirada y ni siquiera los poderosos catalejos que con tan grave paciencia había construido le devolverían a sus amadas, siendo la visión de los astros, entre todas, la más añorada y fidedigna de su existencia.

La Señora recostada ahora junto al cadáver reciente, apenas fabricado con las calaveras y retazos de los despojos reales, maldijo la tardía huida del caballero Don Juan, que tan pocas horas nocturnas le dejó para fraguar una venganza que imaginaba circular, eterna, y por ello infernal. Fray Toribio, en cambio, se disponía a saludar la aurora (en cuanto llegara; aún no; todavía tenía tiempo para comprobar algo; precisaba, al cabo, un testigo) con un alabado que reuniese la gratitud de su ánima cristiana por el milagro de un nuevo día y la satisfacción de su libido sciendi porque ese nuevo día comprobaba el parentesco, circular, eterno y por ello celestial, de las esferas; y esta alearía confortaba la nostalgia de sus ojos nocturnos.

Así, donde ella veía un mal, él miraba un bien; y donde ella miraba un bien —en la infame fabricación que yacía a su lado, sobre las sábanas negras— él veía un mal: siempre había comparado la pésima ciencia de sus contemporáneos y secretos rivales con las hechicerías de las antiguas brujas de la Tesalia, quienes tomando pies, manos, cabezas y troncos de varios sepulcros, acababan por crear un monstruoso Prometeo sin correspondencia con un hombre verdadero; conjugando círculos homocéntricos, círculos excéntricos y epiciclos, estos falsos uranólogos eran incapaces de descubrir la forma del mundo y la conmensurabilidad de sus partes, pues lo sabían todo acerca de la multiplicidad del movimiento de los astros, menos la verdad más simple y única; que el movimiento, todo movimiento, es regular e invariable, lo mismo para las piedras arrojadas por la mano de la criatura que para los planetas puestos en rotación por la mano del creador.

Pensó esto mientras tallaba un menisco, cóncavo por una cara y convexo por la otra, resignándose a aplazar su utilizamiento hasta la siguiente noche; a ella, a esa noche fatal y anhelante, volvería a interrogarla, sin esperar que hablara o contara su propia historia sino que, montada en el potro de la experiencia, significase, con un simple movimiento de la cabeza, el sí o el no que merecían las hipótesis del fraile. Toribio dejó el menisco, tomó un cartón y lo acarició: esperaba con impaciencia el regreso de su cofrade Julián, el fraile pintor, convocado con urgencia por la Dama Loca.

La Señora acarició los miembros sin temperatura de la forma humana tendida a su lado y acercó los labios a la oreja momificada, pegada con cáncamo a la calavera de desigual apariencia, pues mientras en partes las resinas árabes habían logrado calcar una película de carne gris, en otras el hueso brillaba opacamente como plata vieja: cerca de esa oreja, la Señora le pidió a su amo verdadero (multiplicando sus nombres: Lucifer, Belzebù, Elis, Azazel, Ahrimán, Mefisto, Shaitán, Samael, Asmodeo, Abadón, Apolión) que, si en verdad, bajo forma de ratón, le había otorgado aquella noche del secreto himeneo en los patios del alcázar los poderes de maga y adivina, de degradar el cielo, de inmovilizar la tierra, de petrificar los surtidores, de disolver las montañas, de sacar a los manes del infierno y de extinguir las estrellas tan amadas por el sabio caldeo de la torre, fray Toribio, entonces éste era el momento de ponerlos a prueba, de animar poco a poco los rígidos miembros del heredero por ella fabricado, pues ya sabía que esta figura era el verdadero fruto de sus amores con el ratón y que poseída por él, no podía preñarla Don Juan: regrese un poco de voz a esa lengua amoratada; llénense con gotas de luz esos ojos disímbolos, negro uno y blanco el otro; ahora, por favor, amo y señor, dueño del Tártaro, soberano del hoyo sulfuroso de Aquerón, príncipe del tenebroso Hades, tú, rey del Averno, tú que te bañas en las aguas del río de fuego mas no en las aguas del río del olvido, no me olvides, no olvides a tu sierva, ahora, antes de que el sol desbarate los hechos de las tinieblas, pudra de nuevo las partes, lo devuelva todo al polvo… ahora…

—Toma este cartón, hermano Julián (le dijo Toribio cuando el fraile pintor regresó de su larga noche en compañía de la Dama Loca, la enana y el bobo); toma este cartón, perfóralo en el centro con la punta de esto alfiler, acerca el cartón a tu ojo. Sal al mirador de mi torre; date prisa, que el amanecer se nos viene encima. Mira las estrellas a traves de esta minúscula apertura hecha por el alfiler. ¿Qué ves?

—¿Qué veo? Que las estrellas han perdido los rayos de su luz; las veo muy pequeñas…

—Y te das cuenta, ¿verdad?, de que su aparente grandeza es una ilusión provocada por el fulgor…

—Sí: pero no sé bien si veo lo que veo, hermano Toribio: estoy tan cansado; la noche ha sido tan larga.

—¿Verdad que nada parece más pequeño que una estrella sin luz? Y sin embargo, muchas entre ellas son mayores que la tierra que pisamos. Imagina entonces cómo se verá nuestra tierra, que es sólo una estrella entre millones de otras estrellas, a la distancia del astro más alejado de nosotros; e imagina también el número de estrellas que caben en el oscuro espacio entre nosotros y la estrella más lejana. ¿Puedes creer, hermano, que nuestra diminuta estrella sea el centro del universo? ¿Puedes creerlo, entonces?

—Lo que no me atrevo a creer es que Dios diseñó el universo en honor de nuestra tierra y de los seres miserables, crueles y estúpidos que la habitan. Esta noche he sabido una cosa: los hombres están locos.

El fraile pintor le tendió varios pliegos de papel al fraile estrellero, quien interrogaba a Julián con una sonrisa benévola, como si le estuviera preguntando, ¿sólo ahora te enteras?, aunque la inclinación de su cabeza indicase cierto temor ante las palabras de su cofrade:

—Esa os la conclusión que quisiera evitar, fray Julián. No quisiera que el tamaño de lo infinito empequeñezca ni a Dios ni a los hombres. ¿Sabes? eso no me lo perdonarían.

Julián miró a Toribio con afecto; había aprendido a no reírse del astrónomo ligeramente cómico, con su tonsura aureolada por los crespos y desordenados rizos color granate y la mirada un tanto estrábica: alto el porte, pero sin gracia ni simetría, con un hombro, nerviosa y voluntariamente, más cerca de la oreja que el otro. Toribio tomó con respeto los pliegos manuscritos; había reconocido el sello lacrado del Señor al calce de cada página.

—¿Quién te dio esto?

—Guzmán, hace un momento, en la escalera que conduce a tu observatorio. Me pidió que leyese y juzgase.

El estrellero de palacio, guiñando los ojos, se acercó a la lámpara de bujías enfrascadas por un cristal renegrido que pendía del techo de vigas; se acomodó a la luz para leer; empezó a leer, con avidez desmentida por sus actos en apariencia distraídos, el testamento dictado a Guzmán por el Señor; levantó un brazo y empujó, con un impulso a la vez fuerte, suave y severo, la lámpara que describió un movimiento pendular, en ancho arco, sobre las cabezas de los dos frailes. Uno, no dejó de leer; el otro, contempló con fatiga y extrañeza el arco descrito por la lámpara.

—Mira bien, cuenta bien, murmuró Toribio, sin dejar de leer los folios del Señor, donde las sombras arrojadas por la lámpara se agigantaban y empequeñecían acompasadamente; toma tu propio pulso, hermano Julián, cuenta bien y sabrás, verás, que el tiempo que dura cada oscilación de esta, lámpara es idéntico, siempre parejo, sin importar que la oscilación sea mayor o menor…

Julián, tomándose el pulso, se acercó al astrónomo:

—Fraile… hermano… ¿qué sabes? Dime: ¿sabes algo que me limpie, que me purifique de esta noche maldita?

Toribio siguió leyendo:

—Sí. Sé que la tierra está en el cielo. ¿Eso te consuela?

—No, porque yo sé que el infierno está en la tierra.

—¿Ascendemos o descendemos, hermano Julián?

—Nuestra santa religión asevera que ascendemos, hermano Toribio; que no hay más movimiento que el del alma en ascenso, en busca del eterno bien, que está allá arriba…

Toribio agitó la cabeza almandina:

—La geometría no sabe nada del bien o del mal, ni supremos ni relativos, y ella nos asegura que ni subimos ni bajamos; girarnos, giramos, estoy convencido de que todo es esfera y todo gira en círculos; todo es movimiento, incesante, circular…

—Describes a los hombres…

—Tú acabas de descubrir que están locos; pero las matemáticas no están locas; una hipótesis puede ser falsa si la experiencia no la comprueba; falsa, pero nunca loca.

—La tierra tampoco está loca, aunque sí lo están los hombres que la habitan; y su locura es un movimiento como el que tú describes: incesante y circular, regresando sin tregua al mismo, fatigado punto de partida mientras piensan que han alcanzado nueva orilla; y con este movimiento, quieren los hombres contagiar su desvarío a la tierra. Pero la tierra no se mueve…

—¿No se mueve, dices?

—¿Cómo va a moverse? Todos caeríamos, seríamos arrojados al vacío… la inmovilidad de la tierra tiene que ser condición estabilizadora del agitado ir y venir de sus enloquecidos pobladores, fraile… el movimiento de la tierra más el de los hombres nos arrojaría a todos hacia los cielos… fraile…

—¿No te digo que ya estamos en los cielos?, se carcajeó el estrellero; enrolló los papeles del Señor y los arrojó sobre una mesa; tomó a Julián del brazo y lo condujo al mirador.

Allí, Toribio cogió dos piedras de desigual tamaño, se acercó al borde de la balaustrada de la torre y alargó los brazos sobre el vacío, empuñando con la mano derecha la piedra más pequeña y con la izquierda la más grande:

—Mira. Escucha. Arrojo las dos piedras al mismo tiempo. Una es más pesada. La otra, más ligera. Ve. Oye. Las dos caerán a la misma velocidad.

Las soltó. Pero ninguno de los frailes las escuchó caer. Toribio observó estrábicamente, sin comprender, a Julián.

—No escuché nada, hermano Toribio. ¿Era éste el milagro que querías mostrarme? ¿Que tus piedras caen y chocan contra la tierra sin rumor alguno?

El estrellero tembló:

—Y sin embargo, cayeron a la misma velocidad.

—Hubiésemos escuchado el golpe contra el piso; una piedra primero, la otra después o ambas juntas: pero hubiéramos escuchado el ruido, fraile, y no hemos escuchado nada…

—¡Y sin embargo cayeron, te lo juro por mis antepasados caldeos, cayeron y cayeron juntas, a velocidad pareja, a pesar de su distinto peso y aunque las hayan recibido las manos de un ángel! Y cayeron movidas por la misma fuerza que mueve a la luna, y a la tierra en su rotación, y a todos los planetas y estrellas del universo, y si estas dos miserables y benditas piedras no descienden a velocidad uniforme desde lo alto de esta mi torre, entonces en este instante no estaríamos vivos tu y yo, porque las piedras se movieron gracias a que la luna se mueve alrededor de la tierra y la tierra alrededor del sol como en una pavana celeste; un círculo impulsa al otro, una esfera afecta a la otra y todo el universo, sin una sola fisura imaginable, sin una sola ruptura de la cadena de la causa y el efecto, se relaciona, de manera que a partir de la revolución de cada planeta, todos los fenómenos son explicables y esta correlación liga de tal modo el orden y la magnitud de las esferas y de los círculos orbitales y de los cielos mismos que nada, fraile, ¿me entiendes?, nada puede ser cambiado de lugar sin desordenar mortalmente a cada parte y al universo mismo…

—¿Y todo esto lo sabes porque arrojaste desde aquí dos piedras que no escuchamos caer?

Toribio afirmó enérgicamente con la cabeza, aunque sus labios murmurasen:

—No entiendo, no entiendo…

Y la rosada aurora coronó esa cabeza con llamas pálidas pero ensombreció la faz inclinada del estrellero.

—Fray Toribio: Josué ordenó al sol que se detuviera para ganar de día la batalla.

—Los santos evangelios predican la verdad sobrenatural. La verdad natural es otra. Todo es simultáneamente movimiento uniforme y cambio pertinaz… Cambio y movimiento, movimiento y cambio, sin los cuales los astros serían cadáveres en los caminos de la noche.

—El Señor, hermano Toribio, es como Tosué. No lo olvides. Tú has leído ese testamento, que el ignaro sotamontero Guzmán no pudo haber inventado. Tú y yo sabemos leer entre líneas. El Señor no quiere ni el movimiento ni el cambio; desea que el sol se detenga…

—¿Qué batallas puede ya ganar el Señor? Mejor que invoque los poderes del crepúsculo y de la derrota.

—El Señor no quiere el cambio; y nosotros somos sus servidores.

—Y sin embargo, el Señor se mueve; y al moverse, sufre; y al sufrir moviéndose, decae y muere.

—Pobre Señor nuestro. Todos dicen que ya no es quien fue. Dicen que era un joven hermoso, audaz, cruel también. Encabezó la rebelión contra su propio padre, sólo para entregar más fácilmente a los rebeldes en ruanos de su padre. Sobre la matanza construyó su propio poder, gracias al cual ha podido levantarse este palacio donde tú y yo encontramos amparo para leer estrellas y pintar iconos… no lo olvides, hermano. Aquí nos salvamos tú y yo de un mundo peligroso. ¿Qué hubiese sido de nosotros fuera de aquí? ¿En qué malhadado taller estarías tú tallando cristales, simple jornalero, o yo levantando estiércol en los establos donde nací? Sin el amparo de nuestra sacra orden y del poder señorial que en este palacio nos acoge como miembros de ella, ¿podríamos tú y yo pintar y estudiar, fraile?

—No veas en nuestro Señor sino lo que puedas observar en los demás hombres, fraile, y en el universo entero. Quizás así nos salvemos por igual de los peligros de la adulación cortesana y de la aflicción desamparada. No hay nada excepcional en el Señor, sino el azar de la herencia. Lo demás son componentes comunes a todo y a todos: la violencia origina fuerza, la fuerza engendra alegría, la alearía se convierte en formas, las formas al cabo se endurecen, se enfrían, decaen y mueren. Y la muerte es la violencia que reinicia todo el ciclo.

—¿Y el sufrimiento, hermano?

—¿Cuál sufrimiento?

—El mismo del cual me has estado hablando. Ese sufrimiento que al moverse, decae y muere.

—Me refería a cuanto es, no al Señor en particular.

—Cuidado, hermano; nada es si no encarna. Y también en el Señor debe encarnar ese sufrimiento abstracto que por necesidad, dices, acompaña el paso de la alegre violencia a la fría muerte. Pues a ella se acerca nuestro Señor; lo dicen estos papeles que hemos leído. La muerte en vida, se me ocurre, debe ser una derrota, una frustración, y ésta es Ja muerte que, sospecho, vive nuestro Señor, aunque me reconozco incapacitado para penetrar las secretas razones de la decisión que le ha llevado a crear, aquí, en este palacio y en quienes lo habitamos, una semblanza perfecta de la muerte. ¿Conoce, en cambio, la frustración el universo? Dímelo, ya que no sólo eres astrónomo, sino horoscopista.

Toribio caminó lentamente de regreso a la sala repleta de lentes, condensadores, catalejos, espejos ustorios, cartas de los cielos, compases y astrolabios. Se detuvo, seguido de cerca por el interrogante fraile Julián, junto a un astrolabio, pareció admirar los limbos graduados, acarició suavemente las pínulas que alidan la esfera de metal; hizo girar el artefacto.

—No, no la conoce. El universo funciona y se expresa plenamente, siempre.

—¿Es pura fuerza, entonces, pura realización, puro éxito, sin los martirios y bellezas de la alegría, la forma, la decadencia y la muerte? ¿Puedo, si es así, vencer con mi pintura la norma mortal que el Señor nos impone? ¿Puedo, con alegría, forma, decadencia, muerte y resurrección por vía del martirio y la belleza del arte, salvarme así de la plenitud del universo como de la finitud del Señor, y establecer la verdadera norma humana?

Toribio hizo girar cada vez más velozmente la esfera, murmurando:

—Una fuerza que se paga… una fuerza que nace del equilibrio perfecto de la muerte…

Miró al fraile pintor:

—La ligereza nace del peso y el peso de la ligereza; cada uno paga en el mismo instante el beneficio de su creación, cada uno se gasta en la medida de su movimiento. Y cada uno, también, se extingue simultáneamente. Todas las fuerzas se destruyen pero también se crean entre sí; la muerte es, para ellas, una mutua expiación y un violento parto…

Con un gesto concentrado, arbitrariamente teatral el estrellero detuvo de un golpe el movimiento del astrolabio y añadió:

—Ésta es la ley. Ni tu pintura ni mi ciencia escapan a la norma. Pero la paradoja es que la crean violándola: la ley subsiste gracias a quienes le oponen la violenta excepción de la ciencia y del arte.

Julián posó una mano sobre el hombro de Toribio:

—Fraile: en su testamento nuestro Señor incurre en las más detestables violaciones de la ley de Dios; combina todas las herejías anatematizadas…

—¿Herejías? —arqueó las cejas fray Toribio, y rio—: Bien español que es nuestro príncipe, y sus herejías a veces no son más que blasfemias…

—Herejías o blasfemias, las combina y les da curso, igual que nuestro pobre amigo el Cronista de este palacio; pobre Señor, también, ya que él mismo no puede enviarse a galeras a expiar sus culpas. Pero yo quiero ser caritativo, hermano, y preguntarme, convencido por cuanto acabas de decir, si el Señor, sencillamente, no busca, con pena, a otro nivel, las verdades que tu dices haber encontrado en la punta de un catalejo… Toribio: ¿no está demasiado solo el Señor?, ¿no podríamos acercarnos, en bien de todos, tu y yo…?

—No te engañes. El Señor no busca lo que buscamos tú y yo.

—¿Yo, hermano?

—Tú también, Julián; tú y tu pintura. ¿Crees que no sé ver? No hago otra cosa, pobre de mí, caldeo estrábico: si puedo escudriñar los cielos, bien puedo observar una pintura, bien puedo ir a la capilla del Señor y leer los signos de ese cuadro que dicen fue traído de Orvieto, como para que la distancia del origen distancie su presencia también, y oculte las intenciones reales de su autor…

—Calla, hermano, por favor calla.

—Está bien. Lo que te quiero decir es que no hay por qué compadecer al Señor o compararlo con nosotros…

—Le hemos jurado obediencia.

Pero la obediencia tiene grados, y por encima de la de servidores del Señor está la obediencia que tú le debes al arte y yo a la ciencia; y por encima de todo, la que le debemos a Dios.

—Calla, por favor, calla; el Señor piensa que obedecerle a él es obedecer a Dios; no tienen cupo ni tu ciencia ni mi pintura entre esas dos demandas que nos rigen.

—Y sin embargo, en estos papeles el Señor duda, y tú crees que la duda del Señor lo hermana con nuestra fe secular.

—Sí, lo creo; oscuramente, piadosamente, lo creo o quiero creerlo.

—No hay tal, hermano; esta duda no es duda, esta duda no es la nuestra, el Señor continúa viviendo en el viejo mundo, la verdad no puede encontrarse en todas estas sutilezas, distinciones, cuestiones y suposiciones conceptuales o analíticas; esto es lo que tú y yo vamos a dejar atrás para siempre: las palabras consignadas en estos folios por el Señor gracias a la ferviente mano de su lacayo Guzmán son como un montón de ladrillos sin cimiento ni argamasa que los una; el menor soplo los puede tumbar; hace falta el cimiento; y la unión es la poesía y la poesía es la cal, la arena y el agua de todas las cosas, la poesía es el conocimiento lógico, la poesía es la plenitud de la actividad y la creación humanas; y la poesía nos dice, sin las dudas y los retruécanos lógicos del Señor, que nada es tan audaz o pecaminoso como lo cree el Señor, puesto que nada es increíble y nada es imposible para la poesía profunda que todo lo relaciona. Poesía es cimiento y conocimiento; tu arte y mi ciencia nos dicen, hermano, que las posibilidades que negamos son sólo las posibilidades que aún no conocemos. Condena esas posibilidades, como lo hace el Señor, y les pondrás el nombre del mal. Ábrete a ellas y conocerás la solidaridad del bien y del mal, la manera como mutuamente se alimentan, la imposibilidad de disociarlos: ¿puedes partir de canto una moneda y seguirla llamando ducado? El Señor sólo multiplica sus dudas para conservar un orden; confía en que la verdad revelada sabrá resistir todos los asaltos así de la razón como de la imaginación; cree eso, hermano Julián.

—Tú y yo… ¿queremos entonces destruir ese orden?

—Ahora yo te digo a ti; calla, por favor, calla; trabajemos solamente, confiados en que el orden de las matemáticas y el orden de la pintura son, o al cabo serán, idénticos al orden divino.

—En verdad, no me has contestado.

—Déjame hacerlo a mi modo. Nada, en el fondo, se destruye, porque la naturaleza tiene hambre y sed insaciables, como el supliciado Tántalo; pero al contrario de él, ella crea una sucesión de nuevas vidas y formas nuevas que la alimentan constantemente; el tiempo destruye, pero la naturaleza produce con más rapidez que la muerte. El Señor se opone a la naturaleza en la intimidad de su alma; se opone, fraile, y ésta es la escasa grandeza de su imposible combate; la tierra quiere perder su vida, deseando sólo la constante reproducción; el Señor desea ganar la suya, negando el incremento de esta santa sustancia terrestre por Dios ordenada. Ni una pulgada más, le ha dicho el Señor a la naturaleza, secuestrándola para siempre en un paralelo universo de piedra y muerte: este palacio. ¿Quién se lo reclamará, si todos, el Señor, tú y yo, somos prisioneros de los primeros y más antiguos pensamientos con que los hombres pensaron, en oposición, al cosmos? Prisionero es el Señor de la idea de un mundo diseñado por la Deidad en un solo acto de revelación inconmovible, irrepetible, intransformable; tributarios tú y yo de la idea de una emanación divina que en perpetuo flujo se realiza transformándolo todo sin pausa… Si, pobre Señor nuestro. Cree que, como la creación misma, la perfección es impasible, inmutable, inalterable.

—Así ha mandado construir este palacio. Tienes razón.

—Entonces, como topos, hormigas, ácidos, ratones, ríos lentos pero corrosivos, viento y comején, tú y yo, aliados del tiempo y del flujo, desde adentro socavaremos su proyecto y el palacio mismo sufrirá la imperfección de ser alterable, generable y mutable, pues ésta es la ley de la naturaleza y no habría beneficio, sino miseria, si la tierra fuese una inmensa pila de arena, impasible, o una inmensa masa de jade, inmutable, o si, después del diluvio, las aguas congeladas la hubiesen recubierto creando un inmenso globo de cristal, perfecto por inalterable. Nuestro Señor merece encontrarse con una cabeza de Medusa que le transforme en estatua de diamante: ésa sería su perfección. Pero quizás ése es su terror: transformarse en otra cosa, lo que sea, aunque sea una estatua invariable porque carece de vida y movimiento.

—Dios es eterno, inalterable como el Señor quisiera ser; y Dios vive… es…

—Lo que es eterno es circular, y lo que es circular es eterno. ¡Dios mío, hermano! ¿No te das cuenta de que este movimiento, este cambio, esta generación perpetuas significan que Dios crea, crea sin cesar, animándolo todo, haciéndolo girar todo para su mayor gloria, como si él mismo quisiera ver su creación bajo todos los ángulos, desde todas las perspectivas, en redondo, sin perderse una sola visión de las fluyentes maravillas que concibe?

—¿Y tú pretendes haber observado ese movimiento y ese orden de los cielos, saber cuándo se mueven y hacia dónde se dirigen los astros, y con qué medidas, y lo que producen? ¿Negarás entonces que tu soberbia a la del Señor se asemeja, pues tú crees poseer, aunque no lo admitas, el mismo genio que el Autor de los cielos?

—Sólo creo que habiéndonos acercado lógicamente a la comprensión de la arquitectura universal, que Dios conoció instantáneamente y sin raciocinio temporal, en tanto que nosotros sólo nos acercamos paso a paso y racionalmente, sería ruinoso divorciar la palabra de Dios de la obra de Dios. La verdad que nos demuestra la astronomía es la misma verdad que la sabiduría divina ya conoce. ¿O piensas que debería destruir todo lo que aquí ves, mi cartas, mis esferas, mis cristales, y dejar de observar los cielos, para que la presencia divina se manifieste sin obstáculos? ¿A quién beneficiaría mi inactividad? ¿A Dios, que me hizo venir al mundo para que yo supiera un poquitín de lo que él ha sabido siempre? ¿Al mismo Señor nuestro soberano temporal, que a pesar suyo cambia, sufre y decae como toda cosa viviente y necesita que alguien, aunque jamás se la diga, sepa la verdad? Créeme, hermano; más vale que alguien sepa estas cosas, aunque sea en silencio; algún día pueden ser, si no la verdad aceptada, al menos la alternativa para una política de la desesperación, o, lo que es lo mismo, de la repetición. Y la repetición sin fin cambia el nombre de la desesperación que la alimenta; termina por llamarse destrucción, Julián.

—Hermano Toribio: yo te quiero; tú lo sabes. Hablo como hablaría el Santo Oficio si supiera… si supiera que afirmas todas estas cosas.

—El saber parcial de un hombre no ofende el saber total de Dios.

Dirán que el centro del universo es la tierra, sede de la creación, sede de la humanidad y sede de la Iglesia…

—¿Disminuye la omnipotencia de Dios decir que aquello que Dios hizo suceder una vez no puede volver a suceder jamás? Invierte esta proposición negativa y entenderás lo que yo hago: identificar poco a poco el pensamiento humano con el divino pensamiento, no de lo que ya pasó, sino de lo que sucede; no con el diseño revelado un día, simple acto inicial, sino con su flujo, emanación y transformación perpetuas.

—Miras a un hondo abismo, y me mareas.

—No miro las sombras de la caverna; me baño en el río. Es mi deseo.

—Sea también tu temor. Por ese hoyo que has abierto en los cielos puede írsenos, drenado, el espíritu; ¿y de qué nos servirían, si perdemos el alma, tus helados rombos y triángulos?

—El universo es infinito; quizás perdamos esta que consideramos nuestra alma individual y ganemos el alma de todo lo creado…

—Oh hermano mío, ¿y si tus descubrimientos te llevan a esta horrenda conclusión, horrenda? ¿Y si descubres que uno es el orden divino de lo infinito y otro el orden infinito de la naturaleza? ¿Y si descubrimos que hay dos infinitos? ¿Por cuál optaremos, hermano?

Toribio bajó la cabeza y dirigió los pasos hacia la mesa donde estaba colocado el espejo ustorio. No habló durante un largo rato. El día estalló con plenitud y los rayos de sol empezaron a jugar contra el cristal helado. Al fin dijo:

—No sé qué contestarte.

—Dirán que si el universo se rige por leyes propias, nada importan los poderes del Santo Padre, o los de los Señores poderosos como el nuestro, o…

Las palabras se le trabaron al fraile suplicante; y las del hermano Toribio fueron pronunciadas con desgana:

—Nada de esto lo imagino yo; no; esto lo hace Dios; es Dios quien hizo a los hombres mortales, pues de haberlos hecho inmortales, no habría sido necesario el mundo o la presencia del hombre en el mundo; el hombre es mortal, luego el mundo existe como habitáculo de la mortalidad. ¿Esto es cierto, fraile?

—Te condenarán, hermano; esto es lo cierto: el hombre fue creado inmortal, a imagen y semejanza de Dios, y sólo por su pecado original perdió los atributos divinos. Nuestra religión se levanta sobre estas tres piedras, el pecado original, la corrupción inherente y el perdón divino. Destruye estos cimientos y destruirás el edificio mismo de la iglesia, que ya no tendrá razón de ser, pues si el hombre no pecó originalmente, sigue siendo semejante a Dios y con Dios puede ligarse directamente, sin necesidad de la gracia mediadora de la Iglesia…

—¿El propósito de la creación fue atar de pies y manos al hombre y en seguida condenarle porque no camina? No, hermano, para mí que la mortalidad del hombre es parte del plan divino de la creación; para mí que morir es parte de la libertad del hombre, de la paternidad amorosa de Dios y de la ley del movimiento y del cambio: esas son mis tres piedras de fundación, tiene que ser así, Dios hizo una esfera de la tierra, y a la tierra relacionó mediante una revolución uniforme con los demás cuerpos celestes, que alteran a la tierra y en consecuencia son alterables. Si ésta es la ley eterna del universo, ¿cómo no ha de ser la del pequeño hombre que habita un pequeño planeta?, ¿cómo, cómo? Hermano, si el universo cambia y decae y muere y se renueva, ¿por qué habíamos de ser nosotros la excepción? No, el hombre fue concebido mortal, nació para morir, y no hay en él corrupción inherente, sino perfectibilidad corporal y espiritual…

—Y si no hay pecado ni corrupción, no es necesario el perdón divino. No hermano; te juzgarán, te condenarán, hermano, te obligarán a retractarte primero y luego te quemarán, hermano; la tierra no se mueve como tú dices, ni sube ni baja, porque arriba de la tierra está el cielo…

—¡Te digo que la tierra está en el cielo!

—… y debajo está el infierno, y no serás tú quien derrumbe las jerarquías de la verdad establecida.

—Y sin embargo, la muerte de los hombres es la condición de la eternidad.

Fray Toribio puso de frente al sol el cóncavo cristal del espejo ustorio, y el sol obedeció, reflejando con furia sus rayos contra el cristal. Debajo del lente, colocó el fraile los folios del testamento del Señor; fray Julián corrió a detener la mano del uranólogo; hermano, ¿qué haces?, ¿qué nueva locura es ésta?, Guzmán me pedirá los papeles, tienen el sello de nuestro Señor…

Reunidos en foco, apretado haz de fuego, los rayos del sol comenzaron a quemar los papeles; no te preocupes por Guzmán, es un lacayo sin importancia; échame la culpa, hermano, di que fue un descuido mío, un accidente… Las llamas chatas y rizadas devoraron los folios.

—Tienes razón, hermano. No diré nada.

—Quémense estos culpables papeles, Julián, y sálvense los volúmenes de mi biblioteca. Míralos; sus páginas están escritas en árabe y hebreo. Más culpables podrían considerarse que estas turbias blasfemias y necias herejías dictadas por el Señor a Guzmán y entregadas a ti por Guzmán, ¿con qué pretexto, di?

—El mismo que yo le di al entregarle los papeles del Cronista, que fue donde el Señor se enteró de estas heréticas disidencias que hoy tanto le deleitan y perturban a la vez. Anda, Guzmán, le dije, que el Señor vea estos papeles, él comprenderá su contenido. Lo mismo me dijo hoy Guzmán a mí. Que nada entendía. Que juzgase yo.

Julián miró con gran ternura a Toribio.

—No diré nada.

Los dos frailes se abrazaron y Toribio dijo a la oreja de Julián:

—Y yo no escribiré nada, como nada escribieron los discípulos de Pitágoras. Y no por miedo, no, hermano…

—Haces bien; cree que mi espíritu descansa al conocer tu resolución.

—Pero entiéndeme: no es por miedo.

Y Julián, abrazado a su cofrade, sin mirar a sus ojos pero sintiendo, en el apretado amplexo, los temblores del fraile estrellero, no quiso preguntarle, ¿lloras?, ¿es por soberbia entonces, ya que no por miedo?, hasta que el propio Toribio habló:

—Es por desprecio. Hay más zánganos que abejas en este mundo. No entregaré lo que conozco a la burla de los mediocres. He gastado mucho tiempo, mucho amor y mucho cuidado en entender algunas cosas que para mí son bellas: no me expondré ni al desprecio ni a la burla de unos pobres charlatanes… La burla, fraile: miren lo que ha visto este caldeo bizco con sus poderosos cristales, con sus antiparras celestes…

—Hermano… siéntate… espera… descansa…

—Nada diré; esperaremos. Nada diré; pero nada dirá, tampoco, el Señor. El sol devorará por igual sus palabras y las mías.

—¿Y si el propio Señor te pide cuentas de la destrucción de estos papeles?

—Trazaré, como es mi costumbre cortesana, su feliz horóscopo; y allí demostraré que el signo destructivo de escorpión decidió la pérdida fatal del testamento. Aceptaré esta desgracia cierta a cambio de las muchas falsas venturas que, con loas y ditirambos y comparaciones con dioses de la antigüedad y sus héroes, le anunciaré. Es todo, fraile. Anda; vamos a beber; vamos a reír; aunque quien a postre ríe, primero llora.

Peregrino sin patria, hijo de varias tierras y por ello olvidado huérfano de todas, el muchacho rubio con la cruz encarnada en la espalda, el compañero de Celestina, intentando reconocer en la incierta luz de esta aurora el lugar a donde había sido conducido, llegó hasta el pie de la torre del astrónomo y esa alta construcción de piedra le recordó, vagamente, otros edificios, igualmente apuntados hacia las estrellas. El muchacho añadió su anhelo al de la torre ascendente y rogativa. Primero miró en torno suyo; miró la tierra llana de Castilla, el polvo aplacado de la madrugada, la silueta pareja y sin tonos de la sierra al amanecer, cegada por los primeros rayos del sol; miró el paso veloz de una caballada negra y el paso lento de los bueyes olorosos, arrastrando las carretas llenas de paja, heno y bloques de granito; voló con el vuelo temprano de las cigüeñas que buscaban dónde anidar, escuchó el graznido de los cuervos que circulaban sobre los techos de este palacio interminable, olió el cuero quemado y la grasa escurriente de un cordero asado en algún tejar de la obra, escuchó los primeros cencerros del día, tocó la piedra gris de la torre y allí sus dedos encontraron, a pesar de lo reciente de la construcción, un signo viejo de vida y persistencia; un hueco misteriosamente labrado en la piedra. En ese escondrijo germinaba, mínimamente, una pequeña espiga de trigo. El peregrino miró esta tierra a la cual había regresado y se preguntó si tan poco ofrecía que el trigo estaba obligado a crecer en la piedra; y quiso recordar otros campos, en otro mundo que él conoció, donde crecían los altos tallos verdes, las hojas gruesas, flexibles, duras y amarillas, de otro pan, el pan de otro mundo, los granos rojos y amarillos.

Levantó las manos, las abrió, ofreció las palmas abiertas al cielo, o a la torre, ignorando si al hacerlo oraba, agradecía o intentaba recordar; y en el instante de mostrar sus dos palmas abiertas al cielo de la aurora, dos piedras cayeron al mismo tiempo de lo alto de la torre, una piedra grande y otra más pequeña, la grande sobre la palma izquierda y la chica sobre la palma derecha; y las piedras eran frías, como si hubiesen pasado la noche a la intemperie; pero al empuñarlas el muchacho no tardó en darles calor, excitado como estaba por este milagro: del cielo de España llovían piedras.

Regresó a la forja de Jerónimo, guiado por el suave y triste rumor de la flauta que tocaba, con los ojos cerrados, el desconocido llegado Ja noche anterior, esa noche extraña que fue la primera del peregrino en tierras castellanas, y que recordaría porque las luces corrían solitarias a lo largo de los pasillos del palacio sombrío, el trigo crecía en la piedra, los halcones volaban muertos desde las ventanas y los murciélagos —él lo vio— iban y venían por los aires trayendo y llevando mutilados miembros, canillas, orejas, calaveras; porque, en fin, del cielo llovían piedras.

Las empuñó como si fuesen dos joyas preciosas. Llegó hasta la fragua donde mantenían su vigilia Jerónimo, Celestina y el flautista ciego. Se escucharon, por encima de los aires de la flauta plañidera, los pasos de la compañía armada en el llano. Jerónimo se puso de pie. Celestina le tomó del brazo:

—No importa, dijo la mujer. Deja que entren y nos lleven con ellos. A eso hemos venido mi compañero y yo.

El flautista dejó de tocar y limpió su instrumento, frotándolo contra los remiendos de su viejo jubón. El peregrino mantuvo las piedras en sus manos cuando la guardia del Señor tomó, sin resistencia, a Celestina, se acercó al joven y él tampoco opuso resistencia; ya sabía, desde que una noche amó en la sierra al paje y alambor de los labios tatuados, que había llegado hasta este lugar para ver cara a cara a un Señor y contarle lo que el propio peregrino, sabiéndolo, se resistía a creer.