Conticinum

Primero, en la hora del silencio, la Señora sólo se supo sola, abandonada, sin pareja; arrojada, vencida, sobre la cama, escuchó el aletear de su inquieto halcón, sediento, harto de oscuridad, gustoso de caza; el rumor de las alas la despertó de la abulia; las imágenes de la cacería que el azor convocaba cruzaron velozmente por los párpados entrecerrados de la Señora; al azor le dijo, quietamente, sintiendo que el dolor se convertía en despecho y que el despecho le circulaba por la sangre con un afán de venganza, ofreciéndole el puño sobre el cual se posó, obedientemente, el ave de presa:

—Te contaré una historia, azor. Selene, la luna, se enamoró de un joven cazador, Endimión; y como ella era la señora de la noche, le adormeció, le cubrió de oscuridad con sus velos blancos y así dormido, pudo besarle y amarle a su antojo.

El azor había asentado los tarsos sobre el brazo desnudo de su dueña, pero ella no sintió dolor alguno; dolor de la carne, no; dolor del alma, sí, y el alma le dijo que la compañía del halcón no le bastaría, pero que la ausencia de Juan era dispensable… El ratón. El ratón dormía debajo de la almohada de los amantes, allí se escondía, por allí asomaba todas las noches, diseminando sueño, deseo y alucinación. La Señora se lanzó con la boca abierta, llenando su cuerpo de esperanza, sobre las almohadas; las apartó con furia y cayeron sobre el piso de arena, al lado del espejo maldito. El espantado halcón se separó de su Ama y revoloteó inquieto.

Allí estaban los saquitos llenos de hierbas aromáticas, guantes perfumados y pastillas de colores. Pero no el ratón familiar.

—Mur… mur… murmuró la Señora, mur…

Pero nada se movió en esa perfumada madriguera. El ratoncillo, esta vez, no se agazapaba, la miraba, y volvía a esconderse.

—Amo… amante… verdadero señor mío… ¿no me oyes, mur?

La Señora manoteó furiosamente las pastillas, desgarró los saquitos y regó las hierbas sobre la arena estéril, mordió los aromáticos guantes imaginando que en ellos había encontrado nueva guarida el ratón…

—Mur… ¿ya no recuerdas a tu amante?, mur, ¿ya olvidaste nuestras bodas en el patio, cómo me roíste la carne con tus dientecillos, ratita, cómo devoraste mi virginidad, amorcito? Mur, yo cumplí mi pacto… yo te entregué el cuerpo de mi amante, mur, te devolví, pobre diminuta despreciada bestezuela, la imagen del ángel que fue tuya… Mur…

Hundió el rostro en las suavidades del lecho. Entendió; y al entender, lloró.

—Te fuiste con él, ¿verdad? Me abandonaron los dos, ¿no es cierto? Te valiste de mí para meterte en el cuerpo y el alma de ese muchacho, inmunda rata…

El azor regresó a manos de su Señora.

Entonces ella pudo mirar con odio a ese halcón estúpido, que había sido incapaz de entender nada, de defender a su dueña, de lanzarse contra el muchacho que se llevaba al ratón escondido entre los brocados que le vistieron:

—Pero, ¿qué sucedió al despertar Endimión? ¿Siguió al lado de Selene, o abandonó a la luna para siempre? No recuerdo el final de esa leyenda, halcón.

El azor, tan confiadamente prendido al puño de su ama, se estremeció; entre las sábanas revueltas del lecho, la Señora buscaba y encontraba cabellos sueltos de su amante, uñas trabajosamente recortadas, los reunía, los mezclaba, los acercaba a la nariz y a la boca, murmuraba frases incoherentes y el ave de presa, acostumbrada a recibir cuidados y a devolver obediencia, temblaba y aleteaba, confundido, previendo en su magra y tensa carne que el orden de las cosas se trastocaba, que allí donde hasta entonces existía una mutua fidelidad, había ahora una súbita amenaza; aleteó desesperadamente, trató de zafarse del brazo de la Señora y lo logró, aprovechando la intensa concentración de su ama en esos recortes de uña y en esos cabellos sueltos que reunía en un puño mientras con el otro intentaba retener al azor estremecido que inició un vuelo ciego, nervioso, suicida y salvador por la rica alcoba, oasis del palacio sombrío, estrellándose contra el brocado que cubría los muros, contra los techos repujados a la manera árabe, contra las ventanas cerradas y la puerta por donde Juan escapó; entonces la Señora se levantó de la cama y empezó a dar caza al halcón, alargando tos brazos, gruñendo, agazapándose, esperando que el ave, al estrellarse contra la piedra, quedase ruanca y cayese sobre las arenas blancas del piso; el ruido del aleteo creaba ondas de terror en la recámara; el creciente miedo del azor pronto se volvería, contra la Señora, olvidando todas las horas de compañía fiel, en ella vería el falconcete al enemigo, a la presa, como debió verlos en Don Juan y en el falsario mur; y al definirla, a esa presa se prendería, aprisionando sus carnes con la furia del miedo y la incomprensión: el universo se derrumbaba, todos los hábitos del ave, adquiridos por el instinto y fijados por la aplicación de Guzmán, se desvanecían con cada aleteo furioso; el azor chocó sin piedad contra la ventana y cayó, herido, al suelo; la Señora corrió hacia el y el azor herido intentó todavía defenderse, picotear al Ama, trabar sus uñas dentro de la blanca carne repudiada por Don Juan; la Señora le cerró el pico con una mano, le cubrió con la otra la mirada rapaz y lo hundió, lentamente, en la arena del piso, sofocándolo, lentamente, enterrándolo en el suelo de la alcoba, estrangulándolo sin compasión mientras murmuraba:

—Domum inceptam frustra… frústrese la construcción de esta casa… jamás termine de levantarse este palacio… domum inceptam frustra…

Gracias, Señor verdadero, verdadero amo de mi alma, murmuró la Señora al abrir la ventana de su alcoba, tú que no resististe mi llamado cuando te necesité, tú que acudiste en forma de rata a colarte entre mis paños y miriñaques durante las noches de mi suplicio y humillación en el patio del castillo, tú que me desvirgaste con tus afilados colmillos y me hiciste conocer el placer vedado por mi marido, tu que me enviaste a tu joven representante a mi lecho, tú que ya estabas presente cuando al recibir la hostia la escupí convertida en serpiente, sin entender entonces que desde entonces tú me habías elegido para tus obras negras, tú que eras el poder desconocido, agazapado, secreto, insinuante que movía mis manos de niña al escarbar la tierra para esconder mis huesos de durazno y al vestir a mis muñecas; y la Señora arrojó por la ventana, lejos, con fuerza, el cadáver del azor, que esta vez voló inerte, con las alas quebradas y el pico cerrado, sobre el yermo espacio del jardín prometido y cayó del otro lado de la barda, gracias, Señor que riges las almas atormentadas y malhechoras de los lémures y el atormentado exilio errabundo de las larvas que castigan a los vivos, gracias, Señor que me das el poder de hacerme obedecer por los manes, perturbar el curso de los astros, constreñir a las potencias divinas, servirme de los elementos y amenazar al propio sol: astro, te envolvere en un velo de eternas tinieblas; gracias por hacerme tu servidora y otorgarme tus poderes; gracias. Amo, ángel caído, negra luz, ahora te entiendo, ahora te perdono, dijiste que primero sentiría y luego sabría, tal fue nuestro pacto, no lo has traicionado, ahora comprendo, ya tuve el placer, ahora tendré el conocimiento, nadie, ni tú, ni el Dios al cual desafías, podrían tener placer y conocimiento juntos, gracias, ángel caído, por revelarme que mi cuerpo presente no es sino una transformación más entre las miles que inconcientemente he vivido a lo largo de los siglos, sin saber que he sido mujer, ave y loba, niña, mariposa, burra y leona, y que ahora, gracias a ese joven que se fue contigo, estoy preñada de ti y de él, pues ambos me fecundaron con su oscuro semen, y de mi vientre nacerá el futuro Señor de España…

Cerró la ventana, sonriendo, y caminó hasta el pie de la cama, donde el espejo de mármol yacía junto a las hierbas y las almohadas. Lo levantó. Se miró en él. Nada vio, sino las espesas manchas de sangre que corrían por el negro vidrio, como si la piedra sangrase.

Colgó la cabeza, desalentada:

—¿Tampoco esto me das, mi amo? ¿También un hijo nuestro me vedas? ¿Así me haces saber que estoy ya sangrando otra vez, que mi ciclo de mujer no ha sido interrumpido por la fecundación de mis amores con el muchacho llamado Juan? ¿Así me haces ver que en periodo de luna, el espejo de una mujer se mancha de sangre?

Apretó los labios. Se dijo que resistiría todas las pruebas, las vencería con las artes de la sabiduría mágica inculcada en ella por el mur, no se dejaría derrotar, volvería a dar gracias, gracias, Amo, por enseñarme las palabras de mi fuerza, gracias por recordarme las palabras olvidadas en el curso de mis metamorfosis, las palabras que me definen a través del tiempo mutable y de los gastados espacios del mundo: saga et divina, potems caelum deponere, terram suspendere, fin tes durare, montes di luere, manes sublimare, déos infimare, sidera extinguere, Tartarum ipsim illuminare, gracias; el halcón muerto cayó a los pies del compañero de Celestina que desde el llano contemplaba la ventana de la Señora y la Señora, aleteando, siguió por los mismos aires de Castilla al azor muerto, pero en las alas membranosas de su nuevo cuerpo convocado por las palabras fundadoras de las sabias y adivinas de los albores del tiempo, había vuelo, ávido concierto en la negra lanza de su cabeza y vida en sus colmillos y en sus falanges, gracias, negra luz, ángel caído, que en las noches del patio me enseñaste estas palabras, todo me lo has quitado menos las palabras pero ahora las palabras para mí son todo, ya no podré alimentar mi vida muerta con la sangre de un hermoso muchacho que cebé para ti, mur, pero gracias al poder de las palabras me podré, ahora, alimentar de la muerte misma.

El murciélago trazó un nervioso arco sobre el llano y buscó nueva entrada al palacio por el rumbo de las criptas; guiábalo y sosteníalo en su vuelo, vestida toda de luto, la noche agónica.

Rebajar el cielo, suspender la tierra, petrificar los manantiales, disolver las montañas, convocar los manes del infierno, infamar a los dioses, extinguir las estrellas, iluminar las negras regiones del Tártaro: invocando estos poderes, el murciélago entró aleteando, ciego, guiado por la proximidad y lejanía de los mausoleos, a las profundas criptas reservadas para los antepasados del Señor en la capilla del Señor.

Allí, al tocar el mármol de una tumba el ciego ratón con alas recobró la forma de la Señora desnuda, pero defendida del frío de estas tumbas por la calentura de su ánimo; sin perder tiempo, la Señora, temerosa de la aurora próxima que le robaría todos los poderes, sudando, agitada, separó las lápidas de las tumbas, quebró con las manos los cristales de los sarcófagos donde yacían las momias reales, con las manos arrancó las blandas narices, las quebradizas orejas, los ojos helados, las polvorientas lenguas, los miembros secos de los distintos despojos, mientras murmuraba maldiciones y condenas que no sabía, pues desconocía la extensión verdadera de las fuerzas que invocaba, mudas fuerzas de las potencias demoniacas a las que Dios, habiéndole apenas creado, entregó al hombre, si habrían de cumplirse en seguida, o mañana, o dentro de muchos siglos, pues la potencia del Demonio era circular, era una esfera partida por la línea del tiempo y, así, del tiempo participaba, pero era también un hemisferio por encima y otro por debajo del tiempo, y al tiempo ajenos; mas algún día, algún día, si ella perseveraba en la obediencia a su amo verdadero, si soportaba las duras pruebas a las que su verdadero Señor la sometía, si no cejaba en sus oraciones a la rata que se le había metido entre las piernas, si mantenía su fe absoluta en la serpiente que una mañana escupió al recibir la hostia, todo lo que ahora pedía tendría lugar:

que quienes estaban dentro de este palacio jamás pudiesen abandonarlo, prisión y tumba eternas, o que, abandonándolo, debiesen siempre cargarlo a cuestas, como el caracol su casa o Caín su crimen;

que todos los hombres que quisiesen huir de esta maldición se transformasen en castores a fin de que, aterrados por el cautiverio, se devorasen ellos mismos sus partes genitales, creyendo así que podrían aligerar sus cuerpos para la fuga;

que Juan, capturado dentro del palacio, encontrase dentro de la prisión otra cárcel digna de él, cárcel de espejos, prisión sin ventanas;

y que cualquier mujer a la que Juan preñase quedase condenada a un embarazo perpetuo, arrastrando eternamente, como una elefanta, su pesado encargo dentro del vientre inmensamente hinchado…

«Cuando un hombre y una mujer se embarcan con Venus, no hacen falta más provisiones que la lámpara llena de aceite y el cáliz lleno de vino; tú y yo ni eso tenemos: ojalá que nuestro placer nos compense de tanta pobreza», le había dicho Juan a la novicia Inés, al acostarse con ella, despojado el hombre del manto de brocado y la muchacha del duro sayal, en un camastro del cuarto de servicio más próximo al lugar de su encuentro; y los ayes y suspiros de amor de la joven pareja se confundieron con los dimes y dísteles de las criadas Azucena y Lolilla, pues los murmullos se colaban por las quebraduras de la piedra mal ensamblada que separaba a estos cuartuchos entre sí, y por las abiertas ventanas de la noche de julio; pero el gusto de todo les compensó e Inés le dijo a Juan quién era ella, y si no temía las furias del cielo, y él contestó:

—Ese es asunto entre el cielo y yo. Pero créeme que yo no le temo ni al cielo, ni al infierno, ni al licántropo.

—¿Ni a mi padre, que está cerca de nosotros, en este mismo palacio, esperando conversar con el Señor?

—Pierde cuidado; algún día me convidará a cenar.

—¿Ni al mismo Señor temes?

—Tienes la sangre helada, Inés. El Señor fue. Yo soy. Y no vale fui, sino soy.

—Y a mí, ¿no me temes?

Juan rio:

—¡Mal haya la mujer que en hombres fía! Doña Inés, tu ventaja es que a ti te encontré primero; no es ésta buena razón para que prives a las demás mujeres de las justas pretensiones que puedan tener hacia mi corazón.

—Tienes la sangre helada, Juan.

Juan se separó del cuerpo desnudo de Inés como un lagarto, apoyando las palmas abiertas de la mano contra los tablones del camastro y levantando todo el cuerpo; se escucharon, a través de la ventana abierta, las risillas anhelantes de las dos fregonas alzadas a la calidad de camareras reales; Inés gritó con terror, arrojó lejos de si el cuerpo de su amante, aflojó la carne tensa, se llevé) las manos azoradas al sexo que Juan acababa de abandonar, gritó enloquecida, que el sexo se le cerraba, que la herida abierta por el Señor y luego disfrutada por Juan esa misma noche cicatrizaba, que volvía a ser virgen, que implacablemente los labios abiertos se cerraban, los vellos se entretejían como una malla de alambres, los dientes de la castidad se apretaban, la flor cerraba sus pétalos, y Juan, riendo, de pie, apoyando la cabeza contra un brazo y el brazo contra un muro para dar alivio a sus carcajadas, le dijo:

—Si has quedado preñada de mí o del Señor, Inés, deberás parir por la oreja…

Y, envolviéndose en la capa, salió del cuartucho, llegó hasta la puerta de la pieza vecina y allí tocó con fuerza, riendo, escuchando las risas alborotadas de las camareras Azucena y Lolilla.

Varias veces voló la Señora, transformada en murciélago, de las criptas a la recámara, llevando cada vez entre sus mutiladas falanges un hueso y una oreja, una nariz y un ojo, una lengua y un brazo, hasta reunir sobre la cama, con las partes así robadas de las tumbas, un hombre entero.

Voló temiendo la claridad creciente del cielo, recortada contra el firmamento de la vecina aurora; y al terminar su trabajo, contempló, fatigada, su obra; admiró la monstruosa figura de retazos que yacía sobre el lecho; la nariz del rey arriano; una oreja de la reina que cosía banderas con los colores de su sangre y de sus lágrimas; la otra del rey astrólogo quejoso de que Dios no le hubiese consultado sobre la creación del mundo; un ojo negro del rey fratricida y un ojo blanco de la Infanta revoltosa; la lengua amoratada del rey cruel que a los cortesanos hacía beber el agua de baño de su barragana; los brazos momificados del rey rebelde levantado en armas contra su padrastro, asesino de su madre; el torso negro del rey que murió incendiado entre sus sábanas; la calavera del doliente y el sexo apasado del impotente; una canilla de la reina virgen asesinada por un alabardero del rey mientras rezaba; otra canilla de su propia suegra, la llamada Dama Loca, reliquia del sacrificio que la madre del actual Señor se impuso al morir su hermoso marido, el príncipe putañero y violador de aldeanas.

La Señora alumbró la chimenea, colgó sobre el fuego una caldera y en ella arrojó las uñas y los pelos de Juan y después el cáncamo que es lágrima de un árbol arábigo y el estoraque que se cuaja y endurece como la resina; lo batió todo, esperó a que hirviera; finalmente llevó la cera así formada del hogar a la cama y la derramó, hirviendo, sobre los pedazos de carne momificada, untando la cera, reuniendo los miembros dispersos hasta darles forma humana.

Esperó a que la cera se enfriase; miró el nuevo cuerpo y dijo:

—Ahora sí que tiene España heredero.

—Huelo algo, huelo algo, dijo la Dama Loca, husmeando con sus nerviosas aletas, empujada dentro de la carretilla por la enana que con berrinches y pataleos había exigido que la llevasen a pasar su noche de bodas a las magníficas criptas de los antepasados, seguidas Barbarica y la Dama por el bobo sereno, extrañamente alejado de las dos mujeres, contento de esa acción libertadora que la vieja señora no sabía si aprobar o condenar, pero que respetó por ser la decisión soberana del heredero; y sin embargo, ahora olía algo que la hacía prescindir por igual de la necedad y de la necesidad del nuevo Príncipe, un olor que corría en ráfagas hediondas por las galerías del palacio^ un olor de carne tumefacta y hueso caliente y cera y uñas quemadas que embriagaban a la Dama Loca, de dónde viene, de dónde viene, qué néctar de nueva vida, quién hace estas cosas, por qué no se me entera, para qué tengo un servicio tan vasto y minucioso si nadie sabe enterarme de lo que aquí sucede, debo estar alerta, hay mudos poderes que pueden frustrarme, sangre nueva para el festín del tiempo, no, vieja sangre para las nupcias con la eternidad, nuestro mundo está construido para esperar el fin del mundo, nada debe cambiar ya, lo que era necesario hacer ya está hecho, escúchame, Felipe, hijo mío, ayuda a tu pobre madre mutilada por el honor y enloquecida por la fidelidad, nada debe cambiar, nunca más, tú tienes razón, Felipe, alióme contigo, ya hay heredero, aleja a los hombres de la idolatría natural, manda quemar el árbol sagrado y manda quemar a quienes buscan a Dios en la naturaleza bautizando surtidores, imponiendo la cruz a los rústicos altares de flores y enramadas; termina tu palacio, hijo, enciérralo todo en tu palacio, sepulturas, monasterios, piedras y aun los futuros palacios que dentro del tuyo se construyan, como en una perspectiva gris e infinita, inventa dentro de los muros de tu palacio una réplica a todo cuanto la naturaleza puede ofrecer y enciérralo todo aquí, el doble del universo, enciérralo todo para que ésta sea la verdadera naturaleza, no la que pasa por tal, no la que se siembra, germina, crece, fluye, se mueve y se muere, sino ésta, inmóvil, de piedra y bronce y mármol, que es la nuestra y dentro de ella nuestros cuerpos como un mundo reducido: tierra, la carne; agua, la sangre; aire, el aliento; fuego, el calor; piensa esto, hijo mío, en tu capilla y en tu alcoba, piénsalo con la intensidad y el dolor que debió sentir San Pedro Mártir, con el cuchillo enterrado en el cráneo, piénsalo para que nuestro orden no cambie jamás, para que las cosas sean como las ha pensado nuestra eternidad: servidumbre, vasallaje, exacción, homenaje, tributo, capricho, voluntad soberana la nuestra, pasiva obediencia la de todos los demás, ése es nuestro mundo, y si cambia, cambiaremos nosotros; y si muere, moriremos nosotros…

Al estallido sordo de la aurora, la enana Barbarica, envuelta en sus trapos nupciales, borracha e indigesta, pedorreando y eructando, trepando y correteando sobre las tumbas de los antepasados, pedía a gritos la presencia del fraile pintor para que quedase constancia: ella era la reina, sólo ella, y sobre cada mausoleo de mármol, al pie de cada zoco de piedra, apoyada contra cada balaustrada de bronce, la enana imitaba lo que imaginaba fueron las poses reales que en vida adoptaron los ilustres señores y señoras e infantes y bastardos aquí enterrados.

La Dama Loca observó con desdén las acrobacias de Barbarica; no dijo palabra; la envolvía la grandiosidad de la cripta; su mirada se perdía en la gris perspectiva de las bóvedas y las columnatas que retenían, con poder, las oscuras alas de esa noche que, afuera, ya había emprendido el vuelo hacia la luz. Adentro, en cambio, el ácido de las sombras mordía la lámina del cementerio real. Por ser idénticos sus ojos al metal grabado, la vieja se dejó sumergir en la visión global de la cripta y sólo más tarde, acostumbrados a esa noche retenida, a ese color sin color, los ojos, como dos buriles prismáticos, se acercaron punzantes a los detalles: la Dama notó que el cristal de ciertos sarcófagos estaba roto, las lápidas retiradas, las tumbas profanadas, y le gritó al bobo que empujase la carretilla, que la acercase a los mausoleos; y cerca de ellos miró la profanación y volvió a gritar: faltaban orejas, narices, ojos, canillas; malhaya, faltan mis propios brazos, mis propias manos, las reliquias de mi sacrificio, los miembros embalsamados por los boticarios y doctos varones que los rellenaron de acíbar, cal viva, y bálsamo negro; gritó, lloró, la enana no dejó de columpiarse entre tumba y tumba y el Príncipe bobo con un aire de infinito cansancio, se quitó la peluca rizada, caminó hasta la tumba del padre del Señor y marido de la Dama, retiró la plancha de cobre que la cubría y allí se encontró a sí mismo, o por lo menos a un despojo vestido con las ropas que él trajo del mar: el jubón rasgado, color fresa, y las calzas amarillas, aun manchadas de arena.

La enana se carcajeaba, la Dama gritaba ultrajada, nadie lo miraba a él y él no podía recordar (porque su memoria no podía salvar lo que cada ocaso le arrebataba) que la vieja, al llegar, pidió a su hijo que la figura del náufrago fuese arrojada, junto con los canes muertos, a la fosa común, ni agradecer que por un azar que él ni siquiera discutía pues ni siquiera lo imaginaba, esta semblanza muerta de sí mismo, vagamente reconocible, yaciese en la tumba del hermoso y putañero Señor cuya identidad el bobo había usurpado, a medias, imperfectamente, como si alguna fórmula de la doble metamorfosis hubiese fallado, como si rasgos y jirones del uno permaneciesen tenazmente adheridos al otro. La enana se carcajeaba, la Dama gritaba, nadie le miraba.

El Príncipe bobo se introdujo dentro del sarcófago, se recostó sobre los restos de su propio cuerpo, se hundió en la carne desbaratada del náufrago que fue él, volvió a unir su espalda a la cruz encarnada que estigmatizaba el fondo frío del sepulcro, dejó caer, desde adentro de ella, la lápida sobre la tumba y cerró los ojos en la oscuridad, sintiendo un gran alivio, por fin la paz; allí podría descansar mucho tiempo, esperar mucho tiempo, ya sin sobresaltos, ya sin necesidad de descifrar los enigmas que él mismo, él en su doblez de náufrago y príncipe, de huérfano cierto y de heredero impostor, era incapaz de resolver; ya sin necesidad de tomar decisiones, de actuar una locura esperada y una aplazada certeza de desesperación, de liberar cautivos o coronarse con palomas sangrantes o devorar negras perlas; librado de los deberes de condenar o emancipar, de construir un poder cualquiera sobre los cimientos del capricho. Cerró los ojos y se durmió dentro de la tumba.

El compañero de Celestina entró a la fragua con el azor roto y asfixiado entre las manos. Lo mostró a la muchacha vestida de paje y al herrero. Celestina tomé el ave muerta y la llevó hasta el portón de la herrería.

—Dame un martillo y clavos, le dijo a Jerónimo, y él la obedeció.

Celestina apoyó el cuerpo del azor contra el centro del portón, le extendió las alas vencidas y claveteó cuerpo y alas contra las maderas secas. Los tres permanecieron mudos, mirando la crucifixión del ave de la Señora. Luego escucharon unos pasos sordos, arrastrados, inseguros, sobre el llano devastado; y esos pasos se guiaban a sí mismos con el son plañidero de una flauta.