Brillaron los ojos avejentados del herrero y afuera, en la hora del gallo, el joven compañero de Celestina, movido por una atracción irresistible, caminó hacia el palacio, recorrió uno de los costados de la interminable construcción y se detuvo junto a la alta cerca de un jardín amurallado.
Con las manos, la Señora trazaba, una vez más, los contornos del muchacho que yacía a su lado; más que de costumbre pesaba el aire de la recámara, donde los olores de la goma arábiga se aliaban a los aromas de perfumes secuestrados y la respiración cautiva de los alelíes se conjuntaba a la exhalación secreta de los saquitos llenos de hierbas guardados bajo las almohadas, donde también habitaba el sabio y pelraso mur; donde los vapores del baño de azulejos levantaban una ligerísima, imperceptible niebla desde el piso cubierto de arena blanca. Las yemas de los dedos de la mujer despertaban así, en la hora del gallo, la carne dormida del joven; creían prepararla para la aurora y el nuevo amor; no sabían que el joven llamado Juan todo lo había escuchado y entendido durante la hora pasada por Guzmán en la alcoba; pero esta vez el tacto veloz de la Señora cumplía una nueva función (y la Señora, sin querer admitirlo, lo sabía; ¿no le había dicho el ratoncillo diabólico de su verdadera noche de bodas sobre las baldosas del patio del alcázar que de allí en adelante los menguados sentidos se doblarían en poder, extensión y angustias también, viendo más, tocando más, oliendo más, gustando más, escuchando más, exaltados como por una droga inconciente que era ese pacto secreto entre una reina virgen y un satánico mur colado entre sus piernas?); pero esto no podía saberlo el otro muchacho, el compañero de Celestina; ni era él quien con el ratoncillo había pactado; y sin embargo, mientras miraba desde su puesto junto a la barda hacia la ventana de la Señora, el tercer joven encontrado en la playa sintió que unas manos invisibles le acariciaban, le despertaban, le convocaban y entonces se recargó contra el muro, desfalleciente, presa de un frío sudor y de una angustia que él vivía pero que adivinaba ajena, que hubiese querido comunicar con un grito de alarma a un cuerpo en peligro, un cuerpo que no era el suyo pero que del suyo dependía, como él dependía de ese cuerpo que sentía, a la vez, inmediato y lejano, entrañable y ajeno: unas manos acariciaban, al mismo tiempo, al hombre cercano y al hombre ausente, y aquél, al despertar de la carne, iba añadiendo el despertar de otra cosa, perdida hasta ese momento, perdida desde que la Señora y Guzmán le recogieron en la playa del Cabo de los Desastres; no quería la Señora saber lo que convocaba con su tacto (por más que el mur que le devoró la delgada pared de carne que la separaba del goce se lo hubiese advertido: sentirás más, Isabel, y por ello sabrás más; pero sentirás más de lo que sabrás; en mí delegarás la sabiduría que tus sentidos te procuren; tuyo será el placer y mío el conocimiento; tal será nuestro pacto, concluido esta noche de grises ráfagas y negros relámpagos sobre las heladas piedras del patio; sentirás; y sólo más tarde, mucho después, sabrás lo que has sentido, hecho y deshecho con tus uñas, tus ojos, tu olfato, tu oído y tu boca); y el joven llamado Juan, tocado así por la mujer, recordaba; y al recordar, temía; y al temer, imaginaba; imaginaba, temía, recordaba algo que hasta ese momento, hundido en la pesada inconciencia de la alcoba, sometido al sopor de unos agudos sentidos ajenos que todo lo vivían en su nombre, no había vuelto a preocuparle; también él se preguntó: ¿quién soy?, otra vez, por primera vez desde que fue conducido en la litera, a lo largo del páramo, a lo alto de la meseta, por la Señora oculta detrás de los velos y por el ave heráldica de helados humores y desgarbada cabeza.
La Señora acercó su perfil al del muchacho y él, aterrado, recordó instantáneamente el último segundo de su conciencia previa, en la litera, cuando la Señora acercó su aliento al cuello del náufrago, cuando el rostro de luna plateada asomó detrás de los velos y entre los labios encarnados asomaron los colmillos feroces, sangrientos, ávidos…
—¿Quieres verte, Juan? ¿Quieres conocerte y, al verte, amarte a ti mismo como yo te amo?
Y junto con el perfil, la Señora acercó al rostro de Juan un espejo de negro mármol, y al penetrar sus turbiedades el muchacho se vio a sí mismo, desnudo, se reconoció y, por un instante, se amó, y más se amó mientras más se miró, pero ese amor y esa mirada, prolongadas, edificaban sobre los temblores del amor de sí un odio rígido que pronto cobró cuerpo; él era él, esta imagen, reflejo o sombra, pues otra prueba de ellas no poseía, y desde la playa su única certeza había sido que suyo sería el nombre y suyo el rostro que primero le pusiesen o mostrasen; él era él, reproducido desnudo en el espejo negro que la Señora le ofrecía, y ese yo indudable, sin cambiar de facciones, sin abandonar su rostro primero, se iba vistiendo poco a poco con las prendas de una mujer; y ese cuerpo que era el suyo, sin cambiar de forma, se iba revistiendo con los ajuares de la Señora y, como la Señora, yacía boca arriba sobre las baldosas de un patio y la lluvia lavaba la carne y los ropajes sin que la identidad de hombre y mujer perfectamente asimilados se despintase en la imagen del espejo; cesó de llover cuando el sol remontó a su cénit; la sombra del cuerpo común de Juan y la Señora, de la Señora con las facciones de Juan, de Juan con las ropas y el peinado y las joyas de la Señora, desapareció, y Juan sofocó un gemido; el espejo reprodujo ese temblor mortal, la figura reflejada suspiró por última vez, la Señora que era él, rodeada de indiferentes alguaciles y premiosas dueñas y curiosos alabarderos, expiró en el patio de su suplicio, murieron juntos ella y él, sin brazos dignos de recogerlos, abandonado el cuerpo del amor por el Amo que libraba en tierras flamencas su último combate de armas; murieron en el espejo, en el mismo instante, las dos almas que habitaban el mismo cuerpo, y murieron sólo por un instante; el ratón que a su vez habitaba el guardainfante se coló rápidamente entre las piernas del cadáver, se abrió paso entre la maraña del vello, entró por la lúbrica vagina, ascendió por las entrañas, devoró el corazón de la figura muerta y yacente, subió hasta sus ojos, su cerebro, su lengua, los tiñó con un negro orín, salió por la boca del cadáver y el cadáver volvió a respirar, la sombra del cuerpo reapareció y comenzó a alargarse hacia el ocaso, el movimiento del patio, momentáneamente suspendido, reanudóse, los alabarderos volvieron a contarse bromas groseras y a codearse entre sí, las camareras acercaron los cucharones soperos a la boca del ser yacente, todo sucedió en un instante, la muerte pasó sin dejarse ver, sin dejarse, casi, sentir; pero entre vida, muerte y resurrección, ese cuerpo fue poseído, ese pacto fue concluido; el ratón le devolvió la vida, la mujer que era la Señora con el rostro de Juan: ¿qué le daría la mujer con el rostro de Juan, en cambio, al satánico mur?
La imagen de mármol se desvaneció. La Señora apartó el espejo de la cara del muchacho. El joven, con un grito, se llevó las manos al cuello herido, imaginó su propio cuerpo pálido como la cera, tal y como lo acababa de ver en el espejo, muerto en vida, vivo en la muerte, y se repitió, con una memoria de relámpagos tan oscuros como los de ese mediodía en el patio del alcázar, memoria despertada ahora por el canto del gallo, la historia que la Señora le contó, la primera noche, en esta misma alcoba; abrió los ojos, buscó en vano las facciones de la niña traída de Inglaterra que se entretenía disfrazando a las camareras, jugando con muñecas y enterrando huesos de durazno en el jardín; vio a una mujer madura a su lado, a punto de corromperse, detenida en el filo azaroso de una plenitud dibujada con exactísimas rayas de negra y delgada tinta, aquí la sombra impenetrable de los ojos, aquí la blancura estallante de la carne, aquí otra vez la oscuridad malsana de la cabellera; ni un paso más, ni un minuto más, o el equilibrio se rompería y esta Señora que aquí le guardaba, aquí le amaba, aquí le alimentaba y aquí se alimentaba de él, se desmoronaba como estatua de polvo, se reticulaba como tela de araña, se vencía como socavón de arena, se derretía como nieve en primavera, se pudría como fruta abandonada a la inclemencia del sol, la lluvia y el viento (de ti me alimento, el llamado Juan Agrippa según la noticia del fraile pintor llamado Julián, a ti te muerdo el cuello y a ti, aquí, te desangro, sin darme cuenta, sin desearlo, pues yo sólo he querido amarte, beberte, tocarte, besarte como cualquier mujer ansiosa de su hombre, sin ir más lejos que cualquier mujer enamorada, te lo juro, Juan, no me doy cuenta de que mis uñas y mis dientes vayan más lejos, muerdan carne, arañen nervio, chupen sangre, pues a mi cuerpo, al cuerpo de mi vida normal, le bastaría lo que a toda mujer le basta, pero mi cuerpo es doble, Juan, mi cuerpo es mi cuerpo y el de mi verdadero dueño, el diablo ratón que se alimenta de mí como yo de ti y él te besa a través de mí y por vía de mi carne te desangra y fornica contigo; pobre mur, era tan pequeño, pelraso, hambriento, roedor; debe envidiar tu belleza, Juan, seguramente quisiera ser como tú; un ángel…)
Como fruta abandonada… El muchacho la recordó, la convocó de vuelta, recostada en el patio del castillo, invadida por los ratones, descascarada por el sol, azotada por la lluvia y la vio convocando, en ese momento, al poder final de los afligidos, el único ser capaz de salvarla, el príncipe caído que podía pactar con ella y prometerle la salvación, la vida y el amor a cambio de la sumisión a sus mandatos; pero esto él lo sabía ya, desde que la Señora narró su historia el primer día del cautiverio amoroso; y ahora, después de ver el negro espejo, sabía algo más; que esa Señora era él mismo, y que el pacto concluido con el mur no sólo salvé) a la Señora de su yacente suplicio, sino de una muerte actual aunque instantánea, fugaz sólo porque el ratón no permitió que se prolongase en la extinción perpetua, y que esa muerte, Dios mío, fue doble; de ella y de él, salvada ella de la tortura de un ceremonial absurdo y de las angustias de una carne intocada, pero salvada también de la muerte, y salvada de la muerte junto con el amante que era él, el joven náufrago, anunciado ya en las facciones idénticas de la Señora; y así, el muchacho vio desfilar ante su mirada febril a los fantasmas de otros jóvenes que le habrían precedido o le seguirían en esta recámara; sus oídos se nublaron con el rumor de los pasos perdidos de los jóvenes sin número y sin nombre, que de la alcoba de la Señora habían pasado o pasarían a la hoguera y al cadalso, donde, al morir llorando, engendraron o engendrarían nuevos seres subterráneos, arrancados de noche a sus húmedas tumbas y traídos al oasis del palacio, a la recámara de arenas blancas e intensos perfumes y brillantes azulejos y suntuosos brocados; pues, ¿a dónde podía conducir esta alcoba (le preguntó a Juan su imaginación despierta y temerosa) sino a la tumba, y de la tumba a este lecho, y de este lecho a la tumba, sin otras avenidas que las del infierno: la repetida fatalidad?; escuchó el canto del gallo y se dijo que no quería ser uno más de ese número, de esa legión de fantasmas creados, como muñecos de cera, por el amor y el odio y la insatisfacción y el anhelo de la Señora.
—Guzmán, Guzmán, suspiró con tristeza Juan, Guzmán, ¿poiqué no te atreviste a tomarla para ti, por qué? Tu cuerpo de hombre habría roto la sucesión de los fantasmas. Me habrías salvado, Guzmán, lo supe, te lo dije, te lo imploré en silencio, me has condenado, Guzmán, me has condenado a ser idéntico a la mujer que me ama para amarse y a la que yo amo para amarme; me has encerrado en el espejo, Guzmán… con ella, como ella, soy ella, ella es yo. Y así, a cada caricia de la Señora que con las manos quería asegurar su posesión y la pasividad del hombre poseído, el primer joven salvado del mar oponía una interrogante, ¿quién soy yo?, y la respuesta era siempre la misma: yo soy ella, y si soy ella al amarla me amo y al amarme la amo y al cabo no podré contestar esta pregunta, ¿quién soy yo? pues este amor habrá destruido para siempre mi propio yo, y a cada beso repulsivo de su carcelera contestaba con las estrofas ardientes de una letanía que al calificarla a ella lo definían a él, él sería igual a ella para distinguirse de ella, ella nada obtendría del yo verdadero y secreto de él, ella sólo recogería del bello y fecundo y tibio cuerpo de él lo que ella misma era, y él sería en el mundo lo que ella era en esta alcoba encerrada, mujer avariciosa y fallida, envidiosa, maldiciente, ladrona, golosa, inconstante, cuchillo de dos tajos (Juan: temo, imagino y recuerdo para identificarme y sólo puedo identificarme con lo primero que veo al despertar, con lo único que conozco fuera de mí: yo soy tú porque fuera de mí sólo estás tú), mujer soberbia, vanagloriosa, mentirosa, parlera, indiscreta, descubridora, lujuriosa (Isabel: deseo y rechazo, admito y niego: te ves en mí, y ése es mi triunfo, odias lo que en mí ves, y ésa es mi tristeza, me arrebatas lo que soy para ser tú, y ésa es mi derrota, nos identificamos y ésa es nuestra miserable verdad), raíz de todo mal, ¿quién contará tus mentiras, tus tráfagos y cambios, tu liviandad y lágrimas, tus alteraciones y osadías, tus engaños y olvidos, tu ingratitud y desamor, tu inconstancia y testimonios, tu negar y revolver, tu presunción, tu abatimiento y tu locura, tu desdén, tu parlería y tu sujeción, tu golosina y locura, tu miedo y atrevimiento, tu escarnio y tu desvergüenza?; esta mujer, ésta (Juan: tus manos me despiertan: soy tu), puerta del diablo (Isabel: miento, temo, imagino: este muchacho no soy yo, eres tú, mur del demonio, roedor de mi himen, de mí te valiste para penetrarme y extraer de mí tu imagen deseada, tu ángel de luz, tu corazón caído dentro de un cuerpo anterior a la creación de los infiernos que habitas), descubridora del árbol vedado, desamparadora de la ley de Dios, persuasora del hombre (Juan: voy despertando: soy tú, ¿soy una mujer?), cabeza del pecado, arma del diablo, expulsión del paraíso, madre del pecado, corruptela de la ley, enemiga de la amistad, pena que no se puede huir (Isabel: ratón, demonio, serpiente caída y que me hiciste caer, encuentra de vuelta tu cuerpo de luz, encuentra al ángel que un día fuiste, poséelo), mal necesario, tentación natural, calamidad deseada (Juan: despierto: soy tú; ¿eres tú una mujer?, ¿te reflejo o me reflejas?, ¿son tus atributos los tuyos y los tuyos los míos?), peligro doméstico, detrimento deleitable, naturaleza del mal (Juan: ¿o reflejamos tú y yo a otro ser?), naufragio del varón, tempestad de la casa, impedimento de holganza, cautiverio de la vida (Isabel: pero sin mí no serías ni tú ni otro: no tendrías rostro ni virtud ni defecto; si no eres yo, no eres nada, eres sólo lo que por mí pasa y da lo mismo), daño cotidiano, rija voluntaria, batalla suntuosa, fiera convidada, solicitud de asiento, leona que nos abraza (Juan: un espejo, por favor, otra vez el espejo), peligro adornado (Isabel: la noche, por favor, otra vez la noche), animal malicioso, la mujer, esta mujer.
Al repetir la letanía, el joven supo quién era; pudo contestar a la pregunta; se identificó con la mujer; rechazó, habiendo recogido su fruto, la identificación, y esperó a que la Señora hiciese lo que tenía que hacer, lo que él había rogado y ella rechazado. La Señora tomó el espejo de mármol. Juan se lo arrebató de la mano y lo ofreció al rostro de la Señora. En el espejo, al mirarse, la Señora vio a Juan. Era el cuerpo del muchacho, esbelto, de marcados músculos en el talle, de pecho quemado por soles marinos y brazos ocres y pálidas piernas; monstruosa belleza: seis dedos en cada pie; misteriosa belleza: una cruz de carne roja en la espalda: era el cuerpo de Juan, pero del cuello nacía la cabeza del ratón, la corona del cuerpo del amor era una diminuta, sagaz, burlona testa de mur, de ojillos veloces y nerviosas orejas, de gris pelambre y tiesas cerdas, de olfateante y húmeda nariz negra y lengua escarlata y voraces colmillos. La Señora vio lo que sabía, y dejó caer el espejo sobre las arenas del piso. Él era ella y por ello era otro; él era otro y por ello era él; él era él.
—Todo lo que piensa, osa: todo lo que osa, piensa, dijo Don Juan.
Con voluntad implacable, arrojó a la Señora lejos de sí, la miró rodar, con la cabellera revuelta, hacia el filo de la cama, fingiendo incomprensión, debilitada por el temor y la necesidad de ocultar su dicha temerosa (Isabel: si he triunfado, he perdido; si he perdido, he triunfado), momentáneamente indefensa, interrogante, incrédula, sabiendo lo que sabía y rechazando su conocimiento, mientras él se levantaba del lecho, lleno de la conciencia de sí, sitiado por la plenitud de su nombre, su destino, su aventura; cisterna largo tiempo vaciada, se llenaba ahora de un golpe con los líquidos vicios y espumosas cualidades de una identidad arrebatada a la cercanía de la mujer que más temía y más deseaba perderlo a la vez (Isabel: mi triunfo y mi derrota), arrebatada al sueño, a las palabras, al remoto curso de los orígenes; voluntad largo tiempo dormida, la despertó el canto del gallo con su promesa baladí de aurora, sol, arriesgada y quemante jornada; pero también con su triste memoria de la traición; Don Juan caminó hasta uno de los muros de esta alcoba: arrancó de allí un ancho brocado, opaco y luminoso, tejido de plata y sombra, y en él se envolvió; miró con burla y desdén y orgullo a la Señora de labios temibles y ojos azorados, agazapada como un animal, desnuda, sobre la cama, en cuatro patas, blanca y negra, a punto de pudrirse, a punto de convertirse en arena indistinguible de la del piso, contemplando la rebelión de su ángel, de su súcubo, de su vampiro, con una mezcla de aprensión y nostalgia, de triunfo y derrota, como si esto esperase y esto se negase a aceptar, esto temiese y esto desease, esto recordase ya, resignada, y algo después de esto, un retorno fatal a esta recámara, a esta prisión, y a sus caricias, adivinase ya, esperanzada. El joven se dirigió con paso seguro a la puerta de la alcoba.
—¿A dónde vas?, exclamó la Señora con una voz que no sabía expresar la contradictoria complejidad de sus sentimientos, con palabras que optaban por una sola actitud entre las mil que el demonio hacía hervir en los pechos de su sierva; no puedes salir de aquí, no puedes; aquí está la vida, a mi lado (no, tu vida está afuera, llévame dentro del sitio de tu piel al mundo, lleva a mi amo el diablo rata al mundo, lleva su rabo tieso y peludo a las profundidades de los culos que ni él ni yo podremos nunca poseer, ve con tu imagen de arcángel a cumplir las obras de la imaginación infernal, existe y fornica y mata y engaña y sáciate por él y por mí, Juan; rompe todos los candados de la castidad, libéranos, Juan, ve y dile al mundo que no somos las mujeres los instrumentos del Diablo y por ello dignas de ser perseguidas como brujas y quemadas en la hoguera, demuestra que un hombre también puede ser, es, encarna al Diablo, libéranos, Juan, haz que se olviden de nosotras y que te persigan a ti, ah qué triunfo el mío, Juan, y qué venganza la mía contra los hombres, mi esposo el Señor, Guzmán el humillado, los obispos e inquisidores que si supieran de mis obras me quemarían ante los ojos codiciosos de los obreros que sólo al verme morir me poseerían, ah qué triunfo, Don Juan, me ocultas y me salvas actuando por mí en el mundo, mientras yo sirvo a mi Amo verdadero en esta alcoba secreta, sal pronto, Don Juan, a hacer las obras del Diablo y de la mujer que encarnas en el mundo, sal ya, has nacido, pero témeme, porque te llevas mi alma, me secuestras mi corazón, me condenas a buscar de nuevo un amante que exorcice la soledad de mi lecho); no puedes abandonarme, Juan, no puedes valerte solo, careces de voluntad, eres mío, el hombre que sale de este cuarto sólo encuentra la muerte, sólo encontrarás la muerte (nuestra vida, Juan), sólo la muerte.
—¿La muerte?, preguntó el joven erguido, lleno ahora de luz propia, lleno ahora de una ardiente crueldad en los ojos, dueño ahora de sus propias palabras: —¿Tan largo me lo fiáis?
Salió con paso largo y risa burlona; cerró fuerte la puerta detrás de sí; respiró el aire frío, encajonado, de los corredores de piedra; caminó gustoso, altivo, dominado por una arrogancia que en él y para él traducía y adelgazaba todos los atributos enumerados por la letanía de la mujer; y las dos camareras, Azucena y Lolilla, al escuchar ese paso de ventarrón, como si el brocado que envolvía a Juan fuese el velamen que le impulsaba por los mares del palacio, se asomaron por la puerta de su cuarto cercano al del Ama, donde habían escondido bajo las baldosas sueltas las muñecas, los duraznos, las medias y los mechones de la Señora, abrieron las bocas, contestaron con miradas de asombro la mirada de metal que les dirigió el hombre, rieron con él y llenas de temores y ganas de enmadejarse en el chisme cerraron rápidamente la puerta cuando Juan, riendo, se lanzó contra ella y siguió riendo, con los brazos abiertos en cruz sobre los maderos del quicio, dejando que los olores de hombre, la risa de hombre, se colaran por las rendijas del portón de las fregonas, enloqueciéndolas con la inconcebible proposición:
—Abran; el amante de la Señora también puede ser el garañón de las criadas; abajo las puertas; se acabaron los candados; el placer es de todos o de nadie.
Rio otra vez; se fue caminando por las galerías del palacio, nombrándose a sí mismo, Juan, Juan, Juan, deseando un espejo para verse como los sedientos embarcados en el mar de los sargazos desean el agua dulce, anhelando convertir en cristal de vanidades, laberinto de azogues, las murallas de granito del palacio, nombrándose (y actuando frente al silencio y la oscuridad y la piedra los gestos y actitudes de sus nombres): avaricioso y goloso, inconstante, cuchillo de dos tajos, soberbio, parlero, lujurioso, puerta del diablo, cabeza del pecado, corruptela de la ley, enemigo de la amistad, tentación natural, calamidad deseada, naturaleza del mal, naufragio de la hembra, tempestad de las casas, batalla suntuosa, fiera convidada, peligro adornado, animal malicioso: él, Don Juan; él, usurpador de todos los espejos de todas las mujeres del mundo.
Y entonces, se detuvo. Si no el espejo, entonces sí el espejismo: al fondo de la galería se recargaba contra un muro esa muchacha, mujer, por más que su cabeza de pelo recortado, ceñido al cráneo, la asemejara a un muchacho; descalza, vestida con un sayal burdo que, para el ojo de Juan, no alcanzaba a disimular la frágil plenitud, el redondo deleite de las formas femeniles, juveniles, jugosas. Juan se detuvo. Descansó una mano sobre la cintura. Esperó. Ella vendría hacia él. Vendría, fatalmente, en busca de la suntuosa batalla.