A la hora en que los augures proscriben toda actividad, fray Julián entró a la mazmorra habitada por la Dama Loca, el príncipe bobo y la enana Barbarica. Entró: hubo de abrirse paso, tal era la muchedumbre allí congregada; buscó con la mirada, blanca y deslumbrante de tanto mirar estrellas con fray Toribio, el tronco inmóvil y la mirada vertiginosa de la anciana que hasta aquí le había convocado con estas precisiones:
—Que lo vista todo; alba y dalmática, delantal y cíngulo, estola y cúcula. Y que entre las manos traiga un misal iluminado por ellas.
¿Qué misa le pedía celebrar en la fase de la nox intempesta? Se abrió paso entre los criados que disponían una mesa colmada de melones, ensaladas de berros, tortillas de huevo, paté de oca, lechones ensartados en ardientes lanzas, platos de criadillas, salseras llenas de gelatinas, platones de hirvientes cáscaras de manzana, lenguas escarlatas, peras, quesos cubiertos de negras semillas y más: vaca salpresa, palominos duendos, menudos de puerco, ansarones gruesos, capones asados, francolines y faisanes, mirrauste y torradas: todos los placeres de la mesa castellana.
La enana metía las manos, indiscriminadamente, en los recipientes, se llenaba la boca con los manjares, se hinchaba los mofletes y el Príncipe bobo, en un rincón, yacía por tierra y se tapaba, alternadamente, las orejas y los ojos con los puños cerrados, mientras el bonete de terciopelo se le resbalaba cada vez más sobre la frente; ¿qué misa se celebraba?
—¡Todas!, aulló la Dama Loca, ¡la misa de misas!, la misa solemne y la misa baja, la misa del rosario y la misa seca, la misa de los presantificados y la misa media, la misa capitular y la misa adventicia, la misa legada y el requiem total: a un tiempo, la oración al pie del altar, el introito, el kyrie, la gloria, la colecta, la epístola, el gradual y el aleluya, el evangelio, el credo, el ofertorio, el lavatorio, la secreta, el prefacio, el santo y el tersanto, el canon, el recuerdo de los vivos, la consagración, la elevación, la anamnesis y el recuerdo de los muertos; el paternóster, la fracción, el agnus dei, la comunión, el váyanse al diablo, la bendición y el evangelio final: la unción extrema, el crismatorio, la subpanación y la transubstanciación: ¡todo, fraile, todo, aquí mismo, ahora mismo, la misa de misas, porque la sangre ha encontrado a la sangre, la imagen a la imagen, la herencia a la herencia, ya no habrá mentiras ni aplazamientos ni esperanzas ni búsquedas donde nada ha de encontrarse: el heredero se casa esta noche con la enana, y tú oficias!
Todo el servicio de la Dama Loca estaba presente; los alabarderos, los mayordomos, los alguaciles, los cocineros, los pinches, los mozos, los alcaides, los muleros, los botelleros y las falsas damas de compañía, antes disfrazadas para guardar las apariencias durante la larga expedición fúnebre por sierras y monasterios: ahora volvían a ser dignos caballeros españoles vestidos de negro y con la mano sobre el pecho; hasta los mendigos del séquito estaban allí; pero había hombres que eran menos que mendigos; como el Príncipe bobo, buscaban los rincones de esta mazmorra, y con sus sombras demostraban gran familiaridad, y en sus rostros oscuros la palidez de las prisiones no había logrado desterrar el color cobrizo del desierto y del mar.
—¡Sólo falta mi paje y atambor!, volvió a gritar la vieja señora; ¡me hace falta que ese tambor funerario acompañe las bodas de nuestro heredero!
Al escucharla, los mendigos, riendo, empezaron a tamborilear sobre lo que encontraron a la mano: muros, baldosas, cazuelas vaciadas de la comida que la enana feliz recogió del suelo y se llevó a la boca glotona, sin labios, sin dientes, puro orificio húmedo, rozado por el uso excesivo, curado por el milagro aséptico de la boca que, como el buitre, más se limpia mientras más inmundicias devora; los prisioneros moros entonaron los altos cantos plañideros del muezín y secretamente voltearon las caras hacia el lejano oasis sagrado; los cautivos hebreos, con los labios cerrados y las gargantas vibrantes, gimieron las hondas estrofas de los himnos aprendidos en las juderías; los mendigos pegaron con los nudillos lacerados sobre las escudillas, contra el respaldo mismo de la silla de cuero sobre la cual reposaba el cuerpo mutilado de la Dama aullante, encaramada en su trono provisional, expuesta a los accidentes de esta turba golosa y borracha, rencorosa y vengativa; los mozos vaciaban los cántaros de vino tinto en las copas de cobre y los propios mendigos se permitieron brindar, libar, sorber ruidosamente en presencia de la Altísima Señora: había allí hombres inferiores a ellos, inferiores a los propios pordioseros, que al cabo se consideraban hombres libres, y eran esos cautivos que se arrinconaban y canturreaban y esperaban, por costumbre, la cruel recompensa de la fiesta cristiana:
—Mira, mira, le exigió la Dama al aterrado Príncipe, te he traído a los judíos y a los moros, míralos allí, en los rincones, como guiñapos, como retazos de humanidad, apartados para siempre de la vera de Dios Padre e inmunes al sacrificio redentor de Dios Hijo; míralos: quiero que en el momento de tus nupcias conozcas a nuestros enemigos, enemigos de nuestra fe, objeto de tu soberbia cólera, carne para tus prisiones y cebo para tu batalladora espada; los he mandado traer a tus bodas para que hagas de ellos lo que tu soberana voluntad decida; no tengas compasión; el garrote, la picota, el caballejo, la decapitación, lo que tú quieras el día de tus nupcias, la hoguera, fúndate en la sangre, amante, hijo, esposo, antepasado y descendiente mío; apresura tus actos, dales alas, no tengas reposo ni paciencia, que tu tiempo será breve y culminante: eres sólo el tránsito hacia la resurrección de nuestra estirpe, en ti ha renacido mi esposo, de ti renacerá nuestro abuelo, nuestra dinastía se remontará a sus orígenes, renuévase nuestra sangre: tú te casas con mi damisela Barbarica. ¡Mayordomo! Pon en manos del Príncipe la espada de las batallas contra el infiel; Barbarica, levántate del suelo, deja de atragantarte, enróllate bien tus blancos tafetanes nupciales alrededor de la cintura, ¡camarero!, colócale la corona de azahares sobre la cabeza a la pequeña reinecita, ¡fraile!, abre tu breviario y demos comienzo a la ceremonia.
—¡Ay mi Ama! ¿Por qué me colmas así de bienes? Bien te he servido, y fidelísima te soy. Pero no merezco tal recompensa.
—Pienso en mi pobre marido, Barbarica, y en todas las mujeres que lo desearon, ¡ah qué burla, burla feroz, chiquitica!
—¡Ay mi Ama! Algo mejor que yo debe merecer tu digno heredero.
—Nada mejor que tú, te digo, sólo contigo soporto que se case el fantasma de mi esposo; revuélquense de envidia todas las putas, las monjas y las aldeanas que amaron a mi marido y por él fueron amadas; muéranse de rabia al verte a ti en su lugar, monstruito, cachito de hembra, fetillo, tú en el lecho del príncipe, tú renovando la sangre de España.
—¡Ay mi Ama! No cabe el gozo en mi cuerpecito.
—Une las manos alrededor de la empuñadura, Príncipe, no te tambalees, que de ti también se diga: en buenhora ciñó espada; bórrate esa mueca de la cara, Barbarica, más dignidad, damisela; y tú allá en tu alcoba junto a la capilla, ya no te afanes, hijo mío, nacido de padre enfermo en letrina flamenca: la sucesión está asegurada, ya tienes un heredero y una heredera, ya hay una pareja real, ya está salvada España, ya no habrá más que una fatal esterilidad o una monstruosidad azarosa, ya aquí nada nacerá o lo que nacerá será irreconocible, un paso más hacia nuestra maravillosa separación: que nadie se parezca a nosotros, que nadie se reconozca en nosotros, somos distintos, ¡somos únicos!, no hay correspondencia posible, no la hay, el poder debe culminar en la separación absoluta o no vale la pena, nadie se nos parezca, nadie tome un espejo y diga nosotros podríamos ser ustedes, nadie, nadie; y tú, mi yerma Señora del hueco guardainfante, revuélcate en tu blando lecho y en tu piso de arena con un hombre hermoso, prefiere la ilusión de la belleza y el espejismo del placer a la fuerza incontrastable de lo que a nada se asemeja, a lo perfectamente singular, definitivo, inmutable, heráldico; piérdanse tu placer y tu belleza con el tiempo, teme al tiempo, míralo gastar, morder, arrugar, secar, luir, deshebrar, podrir, carcomer; contempla y teme la acción corrosiva de los años contra tu cuerpo vencido y tu mente empastada y envidia, Señora, envidia a los que nada tememos porque ya estarnos devorados por el tiempo, nos hemos adelantado a sus miserias y sabernos que el tiempo no sabría arruinar a las ruinas mismas. Aquí vivimos: en el abismo, que es el centro mismo, el punto ciego, el corazón inmóvil del campo heráldico. Hártense, mendigos; beban, alguaciles; coman, mayordomos; tiemblen, infieles; más dignidad, Barbarica; firme la espada, Príncipe; oficia, oficia, fraile; mi monstruosa pareja contra tu hermoso amante, Señora: mis herederos contra el tuyo. Corran la leche y la sangre; suden néctares, lambíquense olores.
Al concluir la ceremonia nupcial, el Príncipe bobo permaneció largo rato de pie, con la mirada fija en la nada y el cuerpo inmóvil; el fraile Julián se mantuvo con la cabeza baja; la enana disfrazada de reina y novia tiraba impacientemente de la capa y el jubón de su marido y con la mirada le rogaba a la Dama Loca, que se vayan todos, por favor, mi Ama, diles que se larguen al diablo; esto se acabó; ahora comienza mi festín mío y la vieja Señora, con la suya, pedía silencio y atención: fijo como una medalla, vivo y muerto a la vez, suspendida toda animación, el Príncipe inmóvil la recompensaba de todos sus afanes, llantos, sufrimientos, amores y odios; en la cabeza loca de la Dama, todos los soberanos del pasado, todos los muertos del presente y todos los fantasmas del futuro se reunían, cobraban forma y concluían en la figura de su heredero; fabricado por ella, animado por ella, por ella suspendido en esta fijeza estatuaria.
Entonces el bobo levantó un brazo, movió los largos dedos cerosos, observó con la mirada extraviada los rincones de la mazmorra donde se arrejuntaban los cautivos moros y judíos, extendió el brazo y por primera vez habló: son libres, murmuró, pueden ir en libertad, levántense, caminen, salgan de aquí tan libres como el día en que nacieron, vuelvan a la vida, déjense crecer la cabellera y las barbas, ya no se rasguen las vestiduras, cubran con velos los rostros de sus mujeres, adoren a quien gusten, sean libres en mi nombre, por favor, pónganse de pie y salgan de aquí; ésta es mi voluntad, el día de mis bodas: aléjense de aquí; han sido perdonados; déjennos solos, a mi esposa, a la Dama y a mí; aléjense de esta tierra; sálvense…
Cantó el gallo. Y antes de que su lejano rumor pereciese, lo continuó, con melancolía, el de una flauta.
—¡Mi atambor!, gritó la vieja, moviendo la cabeza como una gallina nerviosa, ¡ha regresado!
Pero sus ojos desorbitados sólo encontraron, confundidos entre los incrédulos de los cautivos liberados, y entre los rencorosos de los mendigos que algo más que un banquete esperaban de la largueza del Príncipe, los ojos verdes y bulbosos de un flautista. Era o parecía viejo, pero fuerte; vestía andrajos y tocaba la flauta, acuclillado junto a un muro de esta mazmorra. Miraba con la perseverancia de un espejo al Príncipe bobo. Pero los ojos de ese flautista —gimió la anciana— no podían ver. Los cubría la verde opacidad de la ceguera. Y así, en los trastocados sentidos de la Dama, se confundieron en esa hora, como el flautista se confundía con cautivos y mendigos, las impresiones de la opulencia y de la miseria, y no supo si ricas o pobres eran estas fiestas, estas bodas, estos banquetes, la ceguera de un músico, la libertad de unos cautivos, la voluntad de un Príncipe.