Concubium

A la hora del sueño, Celestina permaneció sola con Jerónimo en la fragua donde el herrero con la mirada envejecida, sin dejar de mirar a la mujer, tampoco dejó de forjar las cadenas encargadas por Guzmán: el ubicuo y eficaz Guzmán, que cuando no atendía personalmente al Señor o criaba azores o curaba alanos, recorría las mazmorras del palacio y murmuraba, acariciándose las trenzas de los bigotes:

—Hay aquí lujosas prisiones de mármol para los sueños de los muertos, pero insuficientes cadenas para los sueños de los vivos.

Y Jerónimo se mantenía a la vez cerca y lejos de Celestina mientras, afuera, Martín, Catilinón y Nuño daban de comer al desfallecido y enmudecido joven que la acompañó hasta aquí. Cerca y lejos, porque la había reconocido, sabía que era ella, y sin embargo no la reconocía, no era ella. Nadie, en el llano, dormiría esta noche; Jerónimo el herrero mantendría la vigilia del recuerdo; recordó, mirando a Celestina, a la muchacha joven y pálida cuyas manos rodearon el cuello de él, el novio rojizo y robusto, el día de la boda en la troje, antes de que el Señor y su hijo, el joven Felipe, llegasen a destruir, fría, inconciente, desdeñosa y cruelmente, la felicidad escasa pero plena de una pareja. Jerónimo soltó las cadenas y se acercó a Celestina, vestida siempre como paje, toda de negro. Le tomó las manos a la mujer y trató de encontrar allí las huellas de aquel antiguo suplicio de fuego, cuando la muchacha violada por el Señor las acercaba constantemente al hogar y mordía una soga para aplacar el dolor. Pero ya no encontró las cicatrices de las llagas que recordaba; pensó que, seguramente, el tiempo, esta vez clemente, las había borrado; en cambio, esos labios pintados le parecían a él una herida, como si en ellos se hubiesen reunido el tiempo otra vez despiadado, el dolor y la humillación de su pobre novia. Quiso besarla; Celestina interpuso una mano entre sus labios y los del herrero.

—¿Eres tú, Celestina; verdad que eres tú; no me equivoco?

El muchacho recogido en la playa, detenido a la entrada de la fragua iluminada por los débiles fuegos de esta hora, miró a Celestina detener con la mano el beso incierto, irresuelto, del herrero Jerónimo, quien no sabía si buscar las antiguas heridas de las manos de la mujer, o la nueva cicatriz que era ese tatuaje de los labios: no acertaba a decidir si labios o manos merecían más, o antes, los besos de un viejo cariño.

—¿Eres tú, Celestina; verdad que eres tú; no me engaño? Han pasado tantos años, desde que huiste de la casa; pero tú no has cambiado nada; eres la misma muchacha con la que yo me casé; en cambio yo, mírame, ahora soy un viejo… eres la misma, ¿verdad?

El paje y atambor apoyó suavemente los dedos contra la boca del herrero, pero Jerónimo, con un movimiento leonino, apartó la cabeza, tomó con fuerza a Celestina de los hombros y le dijo:

—Te he esperado demasiado tiempo.

—Pero nunca fui tuya.

—Dios nos unió.

—En cambio, he sido de otros.

—No me importa; te he esperado años y más años; y tu ausencia, mujer, ha convertido mi espera en paciencia; hoy quiero convertir esa humilde paciencia en venganza. ¿Tú eres Celestina, verdad?

—Soy y no soy; soy aquélla; soy otra. Jerónimo, no te pertenezco.

—¿De quién eres? ¿De ese muchacho que llegó contigo?

Celestina negó con la cabeza, con una agitada severidad, varias veces y el muchacho se apartó del umbral tristemente. No, no he sido suya, negó Celestina, en la hora del sueño; no como tú lo crees; y yo pensé que él había sido mío, y me equivoqué; cuando fornicamos el joven y yo, una noche, de camino hacia este palacio, desnudos bajo las estrellas, sobre la tierra caliente de la montaña, ardorosa de tanto beber el sol de julio, impermeable al frío manto de la noche repentina, creía que yo lo poseería, puesto que no sabía quién era él y él me desconocía a mí, porque yo había aprovechado las primeras horas del sueño del joven para violar el sello de esa verde botella y leer el manuscrito que contiene y así confirmar que este joven era el mismo niño al que yo vi nacer, siendo niña, de vientre de loba en las zarzas del bosque; pero luego me dormí y al despertar él había colocado sobre mi rostro una tela de plumas de varios colores, de zonas de plumas que irradian desde un negro sol, un centro de arañas muertas; y supe que no había descubierto sino la mitad de sus secretos y que la otra mitad sólo la conocería entregándome a él; lo abracé, vestida de paje, temiendo el paso de arrieros del monte que nos vieran y creyeran que dos muchachos se entregaban al amor prohibido, aprovechando la noche y la sierra despobladas; él me desnudó lentamente, lentamente me recorrió a besos, lentamente me tomó, me hizo suya hasta que yo arañé esa cruz de su espalda y grité, de placer, sí, pero también de horror, pues sentí en el abrazo del joven un vacío insondable, como si al entrar su carne en la mía los dos nos hubiésemos despeñado a la nada, caídos desde una tierra alta, sostenidos por el aire, prisioneros de la catarata donde termina el mundo; allí terminaba mi conocimiento y empezaba el suyo, en el centro del nudo del amor, Jerónimo; perdóname; debes saber toda la verdad; al abrirle todas las ventanas de mi carne, supe que él había estado donde ningún otro hombre de nuestro mundo había estado jamás; no sé bien si le escuché hablar, o si la suave presión de sus manos sobre mis caderas me lo decía, o si su aliento en mi oreja me contaba historias de aire o si su mirada fija y tierna y apasionada, cuando separó su cabeza de la mía para ser testigo pleno de mi placer, dejó pasar entre los ojos, desenrollándolo con la mirada, un frágil pergamino en el que se grababan las letras de un mensaje simple pero incomprensible, sereno en su certeza pero aterrador en su novedad; voz, cuerpo, aliento, mirada, probable sueño, manos: todo en él era cifra, mensaje, palabra, la verdadera y grande nueva, no la que inútilmente esperan los cristianos siglo tras siglo, no; ¿lo poseí, me poseyó?; no lo sé, Jerónimo, y no importa; nos poseyó, quizás, la noticia que mi propio cuerpo recibió en el amor con este muchacho encontrado en la playa del Cabo de los Desastres; pues en el amor resucitó la memoria del joven y la nueva recordada es ésta, Jerónimo: teníamos razón, nuestra juventud no se equivocó, nuestro amor no se equivocó, el viejo Pedro tenía razón, su barca pudo habernos llevado a una tierra nueva, la tierra no termina donde tú y yo y el Señor hemos creído, hay otra tierra, más allá del océano, una tierra que desconocemos y que nos desconoce; esto me dijo el muchacho; él sabe; él ha estado allí; él conoce el mundo nuevo, Jerónimo…

Mantuvieron un largo silencio. El muchacho encontrado en la playa no les había escuchado; regresó a reunirse con los peones; pero levantó los ojos y miró la violación de la hora del sueño: una luz corría, quebrada pero insistente, detrás de las ventanas del palacio; descendía de una torre, se desplazaba a lo largo de los pasillos, luego desaparecía, cada vez más tenue, en las lóbregas entrañas de la construcción: fray Julián, convocado con urgencia, se dirigía, con una vela en la mano, a los aposentos de la Dama Loca. Pasillos, mazmorras, cocinas, tejares: Azucena se lo contó a Lolilla, Lolilla a Nuño, Nuño a Catilinón, Catilinón, a carcajadas, lo gritó desde la entrada de la fragua a Jerónimo y Celestina y salió rápidamente a reunirse con la Lola en una carreta de heno.

El herrero dijo:

—Nos gobierna la muerte. Estamos dispuestos a morir para darle una oportunidad a la vida.

—¿Cuándo?

—En cuanto llegue Ludovico.

—¿Tardará?

—Esta misma noche estará aquí.

—Han tomado veinte años en decidirse, Jerónimo.

—Era preciso esperar.

—Quemaron la choza de Pedro, y mataron a sus hijos.

—Te arrancaron de mis brazos el día de nuestra boda, y te violaron, Celestina.

—Nos llevaron a la matanza en el alcázar. Veinte años, Jerónimo. ¿Por qué han esperado tanto?

—Nuestras dolencias propias debían convertirse en la cólera de todos. Pero tú y tu compañero no tienen por qué exponerse con nosotros. Pueden seguir camino, esta noche, sin tardar.

—No.

—Actuaremos en tu nombre también, Celestina; no temas.

—No; yo ya obtuve mi venganza.

—¿Cuándo?

—La noche misma del crimen.

—Tú y el estudiante fueron salvados por Felipe.

—Y yo envenené a Felipe. Sin saberlo, ciegamente, Jerónimo. Mientras toda esa gente moría en las salas del alcázar, yo mataba, amándole, al joven príncipe. Le pasé el mal corrupto que a mí me pasó, al violarme, su padre. Su padre me pudrió a mí; yo pudrí al hijo.

Jerónimo apretó la cabeza de Celestina contra su pecho; temía la siguiente fase de la noche. El hombre y la mujer, dominados por la prolongada hora del sueño, bajaron las voces.

—Pero tu juventud, Celestina…

—Ludovico y Celestina huyeron aquella noche del castillo ensangrentado. Cada uno siguió su camino, como antes habían seguido los suyos el monje Simón y Pedro el labriego. Todos decidieron ser lo que Felipe les había condenado a ser: un deseo vencido, un sueño fracasado. No volvieron a saber de los demás. Imaginó al monje en las ciudades apestadas, al siervo construyendo una barca a orillas del mar, construyéndola sólo para destruirla al terminar y empezar otra vez; imaginé a Ludovico en su desván, abierto a las creaciones gemelas de la gracia y de la creación. Lo siento, Jerónimo; no pude imaginar a Celestina otra vez contigo, añadiendo daño al daño.

—Pero ese muchacho… amaste con él… le contagiaste…

—Él es incorruptible.

—Pero tu lozanía, tu frescura; eres la misma que el día que nos casarnos en la troje.

—Debes imaginar.

—No me alcanzan las luces, mujer. Dime tú.

—Espera. Aún no es tiempo. ¿Cuánto falta para la aurora?

—Muchas horas todavía. ¿Qué sucederá dentro del palacio?

—Prométeme una cosa, Jerónimo.

—Di.

—Que antes de que tú y tus hombres entren al palacio, me des un día de gracia para que mi compañero y yo entremos primero.

Y otra cosa, Jerónimo.

—Di, Celestina, di.

—Recuerda el día de la antigua matanza. Si encuentras la puerta del palacio abierta de par en par, precávete, duda.

Y sin quererlo, Jerónimo pensó en Guzmán, que el otro día nada más llegó a pedirle al herrero que en viejo marco patinado colocase nuevo espejo, pues el anterior se había quebrado, mala suerte, ya sabes, hazlo rápido, ¿no tenía compostura?, no, viejo, mira los pedazos, todos rotos, tómalos, te los regalo, guárdalos, o tíralos, quizás valgan una fortuna, o menos que la mierda, no sé…