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Prende la antorcha, montero, y guíame a la recámara de nuestra Señora, dijo Guzmán; no sé por qué, esta noche, entre todas, me parece la más oscura que recuerdo; anda, enciende, es la hora de las antorchas, ¿no dicen las consejas que a la oscuridad sigue la luz, como a la tempestad la calma, a la vida la muerte, al orgullo la humillación y a la paciencia su recompensa? Anda, ilumina, montero, que ya siento que nuestra hora se acerca y hay que estar prevenidos para cogerla por la cola; lo siento; me lo dicen mis huesos y también el cuerpo de mis azores, que ya palpitan de zozobra; dime, montero, ¿se han cumplido mis órdenes?, ¿aprovechaste el sueño del Señor y la novicia?, ¿volteaste el reloj de arena, llenaste de agua el cantarillo, sustituiste las velas gastadas por otras nuevas? Conciértense todos nuestros actos, que nada quede al azar, que nada tenemos que perder tú y yo, y todo lo hemos de ganar si al dócil fatalismo de las sangres agotadas oponemos el cálculo y la pujanza de la nueva sangre; todo es cambio, montero; quien lo sabe ver y con el cambio camina, prospera; quien se niega a admitirlo, decae y perece; tal es la única ley invariable: el cambio; guíame con tu antorcha; tendrás recompensa; alguien deberá ocupar mi puesto cuando yo ascienda a lugares más altos; ¿quién mejor que tú, que tan bien sabes servirme: tú, leal servidor y fidelísimo adepto?; te conozco, aunque no sepa cómo te llamas; pero eso ni tú mismo lo sabes; te conozco tan bien como me conozco a mí mismo, pues tú ejecutas lo que yo ordeno, eres mi mano y mi sombra: sabes simular el aullido de un perro cerca de las huecas bóvedas de este palacio, sabes llenar un cántaro vacío en la alcoba de nuestro Señor mientras nuestro Señor duerme sus agotados placeres con una novicia; te conozco y desde ahora te opongo esta prueba: ambiciona, montero; intenta, a tu vez, sustituirme; ésa será tu manera de serme leal: intriga, calcula, disimula, ensáñate en contra mía al servirme; de otra forma, nunca tendrás un nombre, serás sólo parte ínfima y dispensable del nombre del Señor, que tiene el suyo porque lo heredó, aunque no lo ganó; y tú y yo, montero, vamos a demostrar que uno se gana su nombre, y que sólo serán Señores quienes adquieran y no quienes hereden; yo tampoco tenía un nombre; no lo heredé: lo gané; Guzmán tiene hoy un nombre, aunque no tan grande como lo quisiera, ni tan grande como algún día lo tendrá; montero: sé entonces a la vez mi parcial y mi enemigo, pues sólo siendo mi adversario serás mi partidario; eso quiero, eso exijo de la vida entre hombres: sé mi enemigo, montero sin nombre, no me niegues esa fidelidad, alcanza con la ambición tu bautizo, que el nombre que en mala hora te dieron tus ruines padres ha sido olvidado por el mundo y tu verdadero nombre sólo te lo dará la historia de los hombres, si en ella sabes participar y exceder y, haciéndolo, en ella dejas la huella de tu persona; lucha contra mí, montero, sabiéndolo tú y sabiéndolo yo, que si no lo haces me condenarás a vivir sin riesgo, sin la oportunidad de defenderme y en la defensa afirmarme, y como los halcones viejos, mis uñas terminarán por agrietarse, ociosas, sobre las alcándaras del reposo.

Guiado por la antorcha, Guzmán se detuvo frente a la puerta de la alcoba de la Señora; le dijo al montero que aguardase, antorcha en mano, afuera; entró sin tocar y cerró la puerta tras de sí; la Señora dormía abrazada al cuerpo del muchacho llamado Juan; sonreía durmiendo y su sonrisa hablaba alto: éste es mi cuerpo y este cuerpo es mío. Sólo esta pareja respetaba el reposo nocturno, di José Guzmán; el Señor y la novicia, separados, cumplirían cada uno por su parte una helada vigilia; imaginó los pies desnudos de Inés, las desnudas manos de Felipe cerca de las frías piedras de claustro y alcoba. Sólo esta pareja dormía unida, la Señora recostada, desnuda, sobre el cuerpo del muchacho.

«Como si aun en el sueño pudiese poseerlo», murmuró Guzmán con melancólico celo.

Y sus bajas palabras, y su insistente mirada, despertaron, con un sobresalto, a la Señora; al ver a Guzmán, se cubrió los senos con la sábana; el joven rubio aparentaba dormir. Abrió la boca, asustada, indignada, sorprendida; no tuvo tiempo de hablar; Guzmán le pidió que escogiese: o se permitía el lujo de dejar la puerta sin llave, demostrando así que nada temía y de nada podía acusársela; o la atrancaba como cualquier discreta esposa de los burgos al entregarse a adulterios; que escogiera.

—No me mire con tamaño odio, Señora.

La Señora cubrió con la sábana la cabeza del muchacho:

—Más vale que tu asunto sea urgente, Guzmán.

—Lo es; tanto que no admite aplazamientos ni ceremonias.

¿Y le contó a la Señora que las orejas y los ojos del buen sotamontero están en todas partes? así en las alcobas señoriales como en las tabernas del llano; pues si los Señores eran ciegos y sordos por voluntad o por abulia —Guzmán no calificaría— su vasallo, en buena prueba de parcialidad, vería y escucharía en su altísimo nombre. Ver y escuchar, sí; actuar, no; el segundo grado de la lealtad debida a los Señores era informarles y permitirles que actuasen con la autoridad que por derecho divino era suya.

—Señora: no estamos solos. No somos los únicos.

Sonrió al mirar la forma de la figura que imaginaba dormida debajo de la sábana; esta tarde ha descendido de la sierra al llano el tercer muchacho de esta compañía. Idéntico a los otros dos: el que usted asila aquí y el que su suegra la Señora madre del Señor don Felipe hospeda en una mazmorra. Idénticos los tres, hasta en el signo que igualmente portan: la roja cruz de carne en la espalda; idénticos, hasta en la monstruosa configuración de sus pies, pues entre los tres suman sesenta y seis uñas entre pies y manos. Idénticos; y sólo diferentes porque diferentes son las personas que les acompañan. Tengo oídos, tengo ojos. Uno en la fragua, el otro en la mazmorra, y el tercero aquí, en vuestra alcoba. Uno mira con incomprensión a su pareja probable pero querida; dice llamarse Celestina, o por lo menos así le dice el viejo herrero del palacio. El otro mira con una estupidez espesa, en medio de la cual comienza a brillar una diminuta llama de horror, a sus indeseadas compañeras: la llamada Dama Loca y Barbarica la enana. ¿Y éste? ¿Duerme siempre, mi Señora? ¿Es usted deseada o detestada por él? ¿Qué sabemos, Señora?

—Es mi amante, dijo Isabel con medrosa altivez.

Y el joven llamado Juan, que fingía dormir bajo la sábana, repitió en silencio estas palabras y en silencio escuchó la continuación del discurso de Guzmán: Lo cierto, Señora, es que lo que creíamos hecho singular al recoger al náufrago, aquella tarde, engañando al Señor durante la cacería, en la playa del Cabo, se ha multiplicado; y esto —sonrió otra vez Guzmán— ofende mi razonable sentimiento de la identidad ajena. ¿Por qué tres? ¿Por qué la cruz? ¿Por qué los seis dedos en cada pie? Y sobre todo, ¿por qué, siendo tan ancho y ajeno el mundo, los tres aquí? No tengo tiempo de contestar a estas adivinanzas. Para contestarle a la magia no tengo razones, pero sóbranme acciones. Es tiempo de actuar, Señora, con energía, con voluntad que conjugue certeramente las inciertas fuerzas de la fortuna. Tomemos la iniciativa, usted y yo, Señora; no sé qué nos depare el destino si dejamos que los acontecimientos se sucedan ciegamente; nada bueno, con seguridad; imagine el irracional encuentro de tres jóvenes salidos, como fantasmas, de la nada, una vieja señora loca, una enana concupiscente, un a tambor y paje amarionado, pues hácese llamar con nombre mujeril y déjase besar y acariciar por los hombres; imagine una ralea desasosegada cuyas palabras de motín hasta mí han llegado y a un Señor sin fuerza vital, que divide su tiempo entre las devociones místicas y las culpables lubricidades con las novicias que aquí habitan, habiendo hecho votos de castidad, encierro y desposamiento con Cristo. ¿Podremos comer, usted y yo, el cocido que con tales ingredientes hierve aquí? No me recrimine con la mirada, mi Señora: verdaderamente, no merece eso mi acatamiento a su persona. Pero usted cree que yo miento. Usted conoce los miembros de su marido. Sabe que él carece de vigores. Pero yo digo la verdad; ha habido quien resucite esas muertas energías. No es fácil encerrar a una joven y preciosa novicia hispalense en este sombrío claustro y dedicarla a cumplir oficio de tinieblas; se escapará como aire por entre los barrotes de la celda para encontrar oficio de ramera, y cumplirlo con una fuerza de placer que sólo la prohibición prohija. Y así, no es privilegio vuestro el placer de este palacio; compártelo vuestro marido con una muchachita que, sevillana bien despierta, no desconoce que voto de castidad es voto renovable. ¿Quién lavará, en cambio, los pecados de mi Señora? Digo la verdad; no importa. Lo importante es que el Señor tiene guardada la cota de malla en cajones llenos de salvado; ha perdido, eso sí, el gusto por la guerra que, más que la ordenanza divina, procuró el trono a sus abuelos. El Señor enloquece: nuestro amo. Está convencido de que el tiempo le ha sido favorable y que, en vez de progresar, retrocede. Teme, así, a su nacimiento más que a su muerte: pero de todos modos, teme a su muerte pues no ha visto reflejado en el espejo del tiempo ni el infierno ni el cielo prometidos, sino las horrendas transformaciones de la eternidad en la tierra: hombre en animal, y animal en hombre. Teme, en todo caso, a la tierra y no es justo que la habite. No se alarme, Señora; no propongo un crimen; no hace falta. Un día, durmió el Señor un hondo sueño a la muerte semejante; rondéle con mi daga en alto; pude haberle matado en ese instante. Detuvo mi mano este pensamiento: el Señor ya está muerto; sólo le falta enterarse y enterrarse. Señora: ¿quién sucederá a este amo estéril? ¿Un imbécil fabricado por la locura de la Reyna madre? ¿Ese amante abúlico que yace junto a usted? ¿Un tercer usurpador, cuyos propósitos, argumentos y ventajas desconocemos? ¿Quién?

La Señora rompió su silencio:

—Guzmán, entonces.

Y al repetir, Guzmán, sí, Guzmán y la Señora, usted y yo, juntos, yo la voluntad, usted la sangre y ambos la fortuna, Guzmán, sin interrumpir su febril alegato, Señora, este palacio ha sido construido en nombre del orden, pero hoy el desorden lo amenaza por todas las bandas, Señora, Guzmán trataba de recordar las formas desnudas de la Señora cuando la sorprendió dormida, entrelazada al cuerpo del joven llamado Juan, sepamos, usted y yo, aprovechar el desorden y no perdernos en él, y le costaba dominar el impulso de los brazos que deseaban ardientemente abrazar el talle y acariciar los pechos de la Señora; y debajo de la sábana el joven llamado Juan sentía la marea de ese oleaje pasional retenido, que le desafiaba sin palabras, que quería poseer a la mujer que a él, Juan, le poseía ya y que él, Juan, no sabía si poseía para él, estos tres jóvenes nos engañan, Señora, no creo en las casualidades, deben estar concertados, conspiran entre sí, aparentan una estúpida abulia, como el gato finge dormitar para que salgan de sus escondrijos los ratones, los ratones, pensó el llamado Juan, el ratón que asoma debajo de las almohadas de este lecho, el ratón que comparte conmigo el sueño y el amor de la Señora, el mur que con ella ha viajado del patio del viejo alcázar de su suplicio a la alcoba del nuevo palacio de su placer, mur, mur, el que se cuela dentro de las carnes de la Señora como Guzmán quisiera introducirse por las oscuras ratoneras de la blanca Señora, pensaron, desearon conjuntamente, desconociéndose, Guzmán tembloroso, febril, altivo, de pie ante la Señora y Juan, sereno, adormilado, receptivo al lado de ella en la cama, Señora, tan morbosa y suave e incitante y desgraciada y locamente contrastada en el encuentro de la piel blanquísima y el negrísmo vello que por primera vez Guzmán logró ver al entrar en esta alcoba sin anunciarse, no nos extraviemos en el fingido desorden de estos tres desconocidos, no, extravíeme yo en sus carnes, Señora, clávele yo mi flecha de plata maciza en lo hondo y final y negro y perdido y dulce de su clavel de leche y sangre y oveja y abeja, como yo lo hago, pensó Juan, como yo lo hago, hasta la blanca sombra oculta del muchacho llegaba la temible vibración insatisfecha del deseo impronunciado de Guzmán: como yo, aprovechemos el verdadero desorden que nos amenaza, el descontento de los peones de esta obra, azucémosles, démosles alas, que ellos hagan nuestro trabajo, que ellos representen la revuelta en nombre de la justicia y los fueros populares, que ellos tomen el poder y, fatalmente, lo pierdan; entonces usted y yo podremos hacer todo lo que pueden hacer juntos un hombre y una mujer. Lo que hago, lo que me hacen, murmuró Juan debajo de la sábana, y se sintió oculto como el ratón en su ratonera, como la raiz de la mandrágoraenterrada por la Señora en las blancas arenas de esta alcoba; y quiso gritarle a Guzmán, tómala, pues, si así la deseas, ¿qué te detiene?, ¿por qué no haces lo que deseas?, ¿por qué hablas y no actúas, Guzmán?, ¿mi presencia te inmoviliza y aterra más de lo que quisieras admitir? Pobre Guzmán, si yo apenas soy un ratoncillo, una raíz sin vida, un huérfano del mar; ¿quieres matarme, Guzmán?

La Señora, como si escuchase las mudas preguntas de Juan, preguntó:

—¿Y mi amante?

—Pronto…

—¿Qué haríamos de él para reunimos tú y yo, Guzmán?

—Señora: de noche…

—¿Y qué harías de mí para vivir sin él?

—Mi daga…

—¿Me reconoces un poquitín, Guzmán? ¿Sabes un poquitín quién soy yo?

—Ayudé a la Señora; engañé a nuestro Amo para llegar hasta la costa y recoger a este náufrago…

—Sí, y ganaste así mi confianza. Ahora la perderás, pobre Guzmán, y nada ganarás en cambio.

—Serví a la Señora a la hora del placer; ahora le pido servirla a la hora del deber; es todo.

—¿Me arrebatarías mi placer, este pequeño mundo sensual que con tanto esfuerzo y engaño he logrado construirme aquí?

—Los tres jóvenes deben morir…

—¿Sabes quiénes son?

—Después averiguamos; son, por lo pronto, el misterio que nos amenaza. Y lo que no entendemos, debemos exterminarlo.

—Te repito: ¿sabes quién soy yo?

—Usted y yo, Señora, la voluntad y la sangre…

—¿Poder Guzmán? Pero si a mí lo único que me interesa es fornicar el día entero, pobre Guzmán…

—Yo soy hombre, Señora…

—Óyeme, Guzmán: quiero un heredero.

—Yo, Señora, yo soy hombre…

—Estoy preñada de este muchacho.

—Triste heredero tendréis entonces: la abulia del joven es semejante a la del Señor; ni la pasividad del placer ni la de la enfermedad sabrán gobernar estos reinos…

—Será hermoso, como su joven padre; yo gobernaré con él, Guzmán, con ellos, Guzmán, con mi amante y nuestro hijo, Guzmán. Ve cómo excluye mi glorioso proyecto tus miserables hambres…

—Os haré falta, Señora, desconocéis los oficios prácticos de la cetrería, la montería, la guerra, el dominio de las chusmas; no gobernaréis con el placer y la belleza, no; os haré falta, y no estaré aquí si no es como yo lo quiero.

—Sobran las gentes como tú.

—Encontradlas, pues. Encontrad a alguien capaz de sustituirme. No hay alma viva en este palacio que no me deba, tema, obedezca o dependa, aun sin saberlo, de mí.

—¿Quién lo habitaría…?

—No entiendo a la Señora…

—Sí, ¿quién habitaría este palacio?

—Usted y yo, Señora, yo soy hombre, déjeme demostrárselo…

—Imbécil. No te has dado cuenta de nada. Sólo mi marido puede habitar aquí. Los demás somos pasajeros. Los demás somos ya usurpadores. Tú y yo, tú y cuantos dices dominar aquí, todos y el palacio mismo nos derrumbaríamos como montañas de arena sin la presencia del Señor mi esposo. Imbécil. Éste es su palacio; ha nacido de su más profunda razón, de su más honda necesidad. Este palacio se levanta en lugar de la guerra, del poder, de la fe, de la vida y de la muerte y del amor: es suyo, y en él lo sustituye todo, para él lo sustituye todo. Ésta es su morada eterna: para eso lo construye, para vivir aquí, muerto, para siempre, o para morir aquí, vivo, para siempre. Da igual. Pobre Guzmán. ¿Cómo va a ver mi esposo el cielo o el infierno, si lo único que puede ver es este palacio, que es de piedra material, y a la piedra le condena?

Trémula piedra, el joven llamado Juan sintió un helado sudor en el rostro y en las manos: aceptada la prisión del amor, rechazaba la prisión de piedra: y su sencillo razonamiento, en esta hora de las antorchas, era: en cárcel de amor, amor seré; en cárcel de piedra, en estatua convertiréme. Su rechazo de esta razón era hermano de un premioso argumento, Guzmán, ya no hables, Guzmán, actúa, si no actúas ahora no lo harás nunca y tu pasividad será idéntica a las que tanto desprecian tus palabras: lo que al Señor atribuyes: la mía. Guzmán, abrázala, bésala, entra, Guzmán, a nuestro lecho. Pero Guzmán sólo habló, otra vez:

—Señora: usted y yo; Guzmán y la Señora: usted y yo, juntos…

—No, infeliz; no, gañán; no, faquín; yo y la grandeza; yo y el placer; el Señor y yo; yo y mi amante; nunca la Señora y un vulgar picaro, hez de las ciudades pestilentes…

—No me hiera, no me diga cosas imperdonables…

—Vete a los sótanos de la servidumbre; llama a mis palafreneros negros; antes me acostaría con ellos que contigo: antes me acostaría con un peón de la obra; allá, a las cocinas, a los establos, a los desvanes^ con los pinches y los muleros; vete allá, Guzmán, vete a tu lugar, belitre. Y teme que no llame a negros, muleros y marmitones para que todos juntos te den una buena felpa. Que sólo eso mereces. Y no…

La mujer se arrastró por el lecho, cubriendo su territorio, dominándolo, hasta llegar a las manos extendidas de Guzmán: escupió en las palmas abiertas, implorantes.

—Yo y la grandeza, Guzmán; nunca tu, que sólo conoces de la ambición y sus tretas; yo y mi amante o yo y mi esposo; nunca tú y yo…

Guzmán se limpió las manos sobre el jubón de cuero. Ahora, imploró Juan el joven, ahora, Guzmán, que no te ganen las palabras, la furia, el llanto, las armas de una mujer, ahora, Guzmán…

—¿Tan escasa es tu astucia? ¿Por qué te has atrevido a confiar en mí? Puedo denunciarte, puedo hacer que esta misma noche mi marido te mande torturar, decapitar, afanador, infeliz, último de los criados…

Ahora, Guzmán, no tardes más, me ahogo, me sofocan las sábanas, mi sudor las empapa, me amortajan, son mi sudario, sálvame, Guzmán, actúa, violéntala, poséela o no serás dueño de ti mismo, por favor, Guzmán, sálvame salvándote, libera tu violencia, Guzmán, o se volverá ponzoña en tu sangre y harás contra la vida de todos lo que no supiste hacer contra el cuerpo de una mujer, ahora, Guzmán, tómala, ahoga sus gritos con tus labios, ni hables ni la dejes hablar, domínala o nos dominará a ti y a mí, empaña con tu puerco amor ese vientre donde no germina mi hijo, no, sino el hijo del ratón que anida en este falso tálamo, Guzmán, por ti, por mí, Guzmán…

—La Señora olvida que la espada tiene dos filos.

Juan gimió y cerró los ojos, duplicando el negro sepulcro del lecho.

—Mi marido lo tolera todo; sólo puede desearme si no me toca; él me lo ha dicho; no puede tocarme porque está podrido; no le queda más remedio que tolerarlo todo. Ésa es mi fuerza cierta y escasa: lo tolera todo.

—Porque nadie se lo ha dicho. Es más: porque nadie se lo ha escrito. Sólo lo sabe, en secreto. No es el silencio el resorte de la autoridad del Señor, sino la declaración, el edicto, la ley escrita, la ordenanza, el estatuto, el papel. Él vive en un mundo de papel; por eso lo venceremos quienes no conocemos más que las leyes no escritas de la acción.

Inmóvil, Juan; pétreo, Juan; estatua, Juan. Me han vencido las palabras, díjose en silencio el joven náufrago; tus palabras, Guzmán, han sellado mi destino.

—Mi marido tiene lo que tú jamás tendrás, el honor…

—¿Honor de cornudo, Señora?

—Sigue, Guzmán, anda lejos; llega al límite para que pueda cobrarte todo junto.

—Ya se cobró usted, Señora. Nada peor podrá hacerme.

—¿Cómo piensas cobrarte tú, fámulo?

¿Pediste un nombre, una identidad, un espejo, un rostro, Juan, el día que este hombre y esta mujer te recogieron en la playa, piensas ahora, te preguntas ahora, Juan, amortajado por una sábana, con los ojos cerrados y las manos frías y la cabeza ardiente? Y en manos, ojos y cabeza palpitan unidas memoria y promonición. Placer y honor, honor y placer; dijiste al renacer en esta tierra que serías lo primero que en ella vieras, al despertar de un sueño muy largo. Has llegado. Has despertado. Has sabido. Escuchas al ratoncillo royendo las entrañas del lecho.

—Para el Señor, el honor y el papel van juntos: no hay más testimonio de la honra que lo escrito. En cambio, para nosotros, para esos que usted tanto desprecia, esas consideraciones no valen; ni papel ni honra significan nada; la supervivencia, todo.

La Señora rio:

—Alto nombre das a la cobardía.

—El Señor lo sabe y lo tolera todo (representa, Guzmán, pues la oportunidad de actuar ha pasado; qué frío siento y repentinamente sé que el infierno puede ser el invierno: el más largo de todos) mientras no medie una denuncia formal. Entonces, sus viejos hábitos renacen; entonces, vuelve a ser hijo de la forma, Señora; entonces confunde la forma, el crimen, el honor y el acto público que de él se espera, como se esperó de su padre y de su abuelo… lo confunde todo. Señora: más cuenta para el Señor la actitud que la sustancia.

Guzmán calló, porque las recordadas imágenes le hablaban y él las escuchaba, ensimismado, oía los gestos formales que el Señor solía cumplir, como para consagrar actos que sin esperar al Señor, ya se estaban realizando… Una noche… en el monte… cerca de la fogata… al descuartizar el venado… al rebanar en cuatro partes el corazón del animal… La Señora ya no le escuchaba; se reía de él y Guzmán prolongaba su humillada permanencia con lo mismo que criticaba en el Señor: palabras; la Señora reirá con cólera; rondará el cuerpo cubierto de su amante; dará la espalda a Guzmán; ¿actos, Guzmán?, ¿por qué no me tomas y me violas, Guzmán?: palabras, Guzmán; calla, criado; venga el desorden; mi amante y yo lo sortearemos; sal de aquí; vete, largo, no insultes más mi felicidad suficiente, mi recámara, mi cuerpo, mi posesión; largo; largo; barre al salir las huellas de tus botas con su caca de perro sobre la arena de mi alcoba.

La Señora se detuvo junto al cuerpo de su amante; retiró la sábana, descubrió el rostro escondido del muchacho, quieto, disimulado; es imposible saber si realmente duerme, o si sólo finge dormir; encontrado en la playa; traído aquí, sin consultar su voluntad, para ocupar la plaza de un extraño mancebo quemado en la hoguera, Mijail-ben-Sama, Miguel de la Vida; traído aquí, silencioso, nunca ha dicho una palabra, es un cuerpo, ama, ama sin fatiga, como nadie, un cuerpo, sin palabras que lo prolonguen, unos ojos en blanco, sin signos, vacíos, blancos como la arena de la alcoba; cualquier cosa puede escribirse sobre esa arena, un nombre, Juan, una posesión, mío, no era nada, no era nadie, antes de llegar aquí; sólo será lo que aquí aprenda a ser; no sé si duerme, si nos escucha, si simula su ausencia, pero aun dormido, ¿qué puede inscribirse en esa mente que es un muro en blanco, de fresca cal, sin marcas anteriores, qué, sino lo que aquí, conmigo, escuche, vea, entienda, sienta? ¿Este hombre es mi espejo?

—Éste la abandonará, Señora, como todos los otros jóvenes que pasen o hayan pasado por esta alcoba. Usted les da lo que antes no tenían, lo que les hace falta; luego quieren probarlo en el mundo, fuera de usted. Recuerde al que murió en la hoguera: sucumbió a la tentación del mundo. Lo mismo sucederá con este que aquí yace.

—Jamás saldrá de aquí.

—Saldrá, porque usted es como la nodriza de este muchacho.

—Sea. En el mundo me prolongaré con él.

—A cambio de la soledad.

—Cuanto creamos sólo sigue siendo nuestro si deja de ser nuestro. ¿Entiendes, criado?

—La leche de sus pechos sabe a hiel, Señora.

—Y tú nunca la probarás.

—Más bien, Señora, piense que vendrán otros, nada tiene que temer, no incurra en contradicción, si éste se va, otros vendrán, muchachos sobran, aquí hay tres: ¿piensa apoderarse también de los otros dos?

—No hay ninguno como éste, y por nadie lo cambiaría. Aprovecha mi debilidad.

—En cambio usted y yo, Señora…

—Faquín. Belitre. No has justificado tu falta de respeto al entrar aquí sin anunciarte. Eso es lo que no te perdono.

—Cierre usted su puerta, aherrójela, Señora. Se acabó el tiempo de las apariencias. Ha llegado el desorden. Hay oídos. Hay orejas.

Hasta las fregonas y los alabarderos espían, corren, dicen, ven, cuentan. Eso vine a decirle. Empiece a tomar precauciones. Y recuerde siempre quién la ayudó para encontrar y traer aquí a este muchacho, engañando al Señor y exponiéndose al más severo castigo. ¿Por qué cree usted que lo hice?

La Señora rio:

—Sin duda, porque me amas, Guzmán.

—¿Usted lo sabe?

—No tiene importancia. Lo que tú haces por amor, yo lo acepto como servicio. Anda, denúnciame, midamos nuestras fuerzas. Y permíteme dudar de las tuyas. Mi amante sigue vivo a mi lado. No lo has matado. Yo sigo aquí intocada. No te has atrevido a tomarme. Hablas mucho y haces poco, faquín.

Guzmán inclinó la cabeza y salió sin dar la espalda; se juró a sí mismo que, hiciera lo que hiciera y para hacer lo que tenía que hacer, nunca más se dejaría tentar por ese cuerpo tan luminoso y tan oscuro; y que si alguna vez lo hacía, sería porque antes, como el Señor, lo habría deseado sin verlo ni tocarlo ni siquiera pensar en él. Desearlo sin tocarlo; Guzmán se sintió momentáneamente vencido por el maldito código caballeresco; no, tomar, tomar en seguida, de inmediato, coger lo que se desea. Estuvo a punto de regresar a la alcoba de la Señora. Lo detuvo el sabor a hiel en la boca, como si de verdad hubiese bebido la leche de los senos de esa mujer. Amarga le sabía el alma y por un momento colgó la cabeza, entristecido y humillado. Sólo los halcones enfermos podrían escuchar sus penas de hombre.

—Rápido, le dijo al montero que le aguardaba afuera con la antorcha en alto, no hay tiempo que perder.