Crepusculum

Muchísimos años después, viejo, solo y enclaustrado, el Señor recordaría que esta noche, a la hora del crepúsculo, había acariciado por última vez el tibio hueco de la espalda de Inés porque allí, en esa dulzura animada, en ese suave remanso del cuerpo, había encontrado, y guardado en un puño, su verdadero placer; besó con el labio colgante esa comba que transformaba la deliciosa estrechez de la cintura en la magnífica plenitud de las caderas y se separó del cuerpo conciente de la novicia, que para él era un cuerpo, a pesar de todo, desconocido; siempre se preguntaría, entonces y después, pero siempre con la misma febril angustia, acaso acrecentada por el veloz paso del tiempo que se dispararía hacia el futuro en tanto que la memoria de la realidad, de lo verificable por acontecido, corría hacia atrás, dejaba de ser lo más tangible y seguro para convertirse en lo más espectral y dudoso, en pasado: ¿quién eres, Inesilla, princesa o aldeana?; traída por Guzmán, librada por Guzmán a mi placer: ¿hija de mercader, labriego o noble?; qué bien disfrazan los hábitos los orígenes, qué bien oculta su condición, apenas los asume, el judío converso, el herético doctor, el hijo de miserables porquerizos: ni la armadura del soldado ni el armiño del emperador disfrazan tan bien a los hombres, y en tan superior calidad les igualan, como la túnica de la devoción; ¿qué linaje he violado: el más alto o el más bajo?, ¿qué juventud he ensuciado para siempre?, ¿quién ha sido este sujeto mío, más sujeto que el campesino que me entrega sus cosechas, el vasallo que me rinde pleitesía o el peón que trabaja en mis canteras; el sujeto de mi carne enferma, el dulce depósito de la plata que corre por mis huesos, la heredera de mis plagas vergonzantes?, ¿quién?, ¿y a quién he de librarla yo, a mi vez, para que el reino mismo se cubra de plata enferma?, ¿o estamos condenados, ella y yo, a vivir juntos desde ahora, encadenados y en secreto, ocultando nuestro amor como ocultaremos nuestros males, desde ahora, comunes? He pecado en ti, he pecado a sabiendas, Inés desconocida, yo no lo quería, yo no lo deseaba, Guzmán adivina mis flaquezas, el momento en que mi voluntad desfallece; la muerte me rodeaba, mis treinta cadáveres menos exhaustos que yo, le había dictado a Guzmán ese falso testamento, imaginando mi muerte, y de mi conciencia de muerte se aprovechó Guzmán para ofrecerte a ti, ¿quién, hasta yo, no flaquea rodeado de tanta muerte y cae en la tentación de afirmar la vida, aunque haciéndolo emponzoñe a la vida, la enferme y la prepare, amándola, para morir?: me fuiste ofrecida como una vida provisional. Inés, para hacerme creer que yo, un fantasma, podía amar impunemente, sin plagas, sin cuerpo, a una virgen; poseerte, Inés, con el terror de la mente más que con el estremecimiento del cuerpo; imaginarte, Inés, echada en la cama sólo para considerar que así como hoy te echas en la cama, algún día echarás el cuerpo en la tumba; y lo he logrado, ¿verdad, Inés?; tú no has cerrado los ojos una sola vez y amar con los ojos abiertos es tener ya un pie dentro de la tumba, es avizorar la muerte pequeña, niña muerte, muerte criada, que a su vez nos acecha detrás de los rosales; tú no has suspirado, tú me has mirado todo el tiempo que hemos estado juntos con los ojos abiertos, tú no has deseado el calor, empero, irreprimible de tu propio cuerpo, tu cuerpo es ardiente a pesar de tu fría voluntad de saberlo todo, de mirarlo todo, de entregarte a mí para saber mas no para gozar…

El Señor se levantó de la cama y trató de escuchar, de ver, de sentir algún signo del paso normal del tiempo. Se envolvió en el oscuro manto verde. Pero sus ojos penetrantes y ávidos sólo pudieron ver las pruebas de la anormalidad: las velas de la alcoba, en vez de consumirse, habían aumentado de tamaño; el reloj de arena, en vez de llenar durante todo ese tiempo el huso inferior del horario, mostraba el huso superior lleno de diminutos granos amarillos; miró la vasija de donde había bebido, durante la larga jornada de sus amores, el agua que ahogaba las telarañas de su garganta; estaba colmada. Pensó que era un hombre ávido de maravillas que quería, simultáneamente, aceptar y rechazar, y que esta disposición todas las ventajas le daba a lo maravilloso, que al ser convocado se impone y vence, precisamente porque se le ha llamado con rechazo; y en la negación prospera la magia.

Tomó el espejo de mano con el cual había ascendido, una mañana, los treinta y tres peldaños de la escalera inconclusa y, otro día, había interrogado, con este mismo espejo, las figuras del cuadro traído, asegurábase, de Orvieto: quería, ahora, mirar en él al hombre que pensaba estas cosas, como si el espejo también pudiese reflejar el rostro del pensamiento, y una ráfaga de locura cruzó su cara; ¿no cayó ese mismo espejo, hecho añicos, sobre la piedra de la capilla, aquella aciaga mañana?, ¿cómo, cuándo, por qué se recompuso en sus partes, entre esa mañana y el día en que dictó su primer testamento?, ¿uniéronse por sí los dispersos fragmentos, más enamorados de su reunión en azogada lisura que el propio Señor en su afán de poseer un destino unitario, y no una monstruosa metamorfosis de joven en viejo en cadáver en materia disgregada, mutilada, espolvoreada, reunida a materias enemigas, reintegradas, formadas de nuevo en esperma de bestia, en huevo de loba, en parto resucitado, nuevo afán de alimentarse, crecer, matar, morir, ciclo sin fin, materia inmortal, y no el alma?

Caminó, tambaleándose, hasta la puerta de la alcoba, apartó el tapiz que le separaba de la capilla, miró hacia los escalones que conducían al llano, enloquecía, ¿por qué no estaba terminada esa escalinata?, ¿por qué no pudieron descender por allí sus treinta cadáveres?, no estaba terminada, debía tener sólo treinta peldaños, jamás la terminaban, ya tenía treinta y tres, enloquecía…

—Malhaya quien así gobierna. Todo lo deberá perder a menos que logre imponer, con esfuerzo tan extenuante como el que emplea para impetrar la fantasía caliente, una helada lucidez. ¿Quién no se agota?

E Inés, desde el lecho, seguía los movimientos del Señor con otro leve movimiento de la cabeza redonda y espinosa como breva de la costa barbárica, tratando de adivinar el sentido de las pesquisas del Señor, sus pasos como perdidos, como inciertos, alrededor de la recámara, mirándose a un espejo, deteniéndose de un tapiz; él la miró mirando, inquiriendo con la cabeza casi rapada, de rapaz y, con un incontenible sobresalto de cariño, le atribuyó una inocencia que sólo acentuaba la extrema culpabilidad de los actos en este claustro donde los espejos, rotos, reunían por sí solos sus dispersos pedazos; las escaleras, al terminarse, se continuaban para siempre interminadas, las velas, al quemarse, crecían, el agua, al beberse, aumentaba y las horas, al perderse, regresaban. El Señor sintió que su cuerpo y su alma se separaban; el hacha que los dividía era el tiempo enloquecido; ¿a cuál de los momentos así divorciados pertenecía el cuerpo y a cuál el alma: ésta, al que con demasiadas pruebas cangrejeaba hacia atrás, hacia el fatal origen, culminación de todo, anunciado por su madre la llamada Dama Loca que pretendía haber llegado aquí con el hijo del padre que a la vez sería padre del abuelo; o aquél al que, a pesar de todo, con cada paso del Señor por la alcoba, con cada movimiento lento e interrogante de la cabeza de Inés, insistía en proyectarse hacia adelante?

—Hay un reloj que no suena, murmuró el Señor…

Entonces Inés, concentrada en su adivinanza de los pensamientos del Señor, y sin más orientación para ello que la parsimoniosa curiosidad del amo del palacio ante unos cirios, un reloj de arena y un cantarillo, tomó éste, lo contempló un instante y luego lo vació en la cama revuelta y manchada.

—¿Qué haces, por Dios?, exclamó el Señor, que al ver el acto de la novicia sintió que una ráfaga de locura cruzaba su alma.

—Limpio las sábanas, Señor; están manchadas de sangre.

Pero, sin poder encontrar las palabras, Inés se decía que, como las cisternas, los corazones se vacían rápidamente y sólo se llenan gota a gota. Así se sentía: vaciada; y vaciada, vencida; y vencida, transformada. Su alegría, su curiosidad, su nerviosa inocencia de niña andaluza pertenecían a un pasado remoto; ayer, apenas ayer, estaba con la hermana Angustias, mirando entre risas y temblores los cuerpos de los obreros. Y ahora supo que debía esperar mucho tiempo para que su cuerpo volviera a llenarse. Se sintió colmada pero insatisfecha, usada, tocada, sin libertad ni curiosidad ni alegría; ella era otra; mi yo es otro.

—Señor, debo regresar.

—¿A dónde, Inés?

—No me preguntes; no me mandes buscar con ese Guzmán; yo regresaré… cuando me sienta llena otra vez. Llena, Señor; necesitada.

—Puedo mandarte buscar cuando quiera; puedo ordenarte… tú no puedes…

—No; vendré, si vengo, por mi propio gusto; no puedes forzarme; sería un horrible pecado.

El Señor se arrodilló junto al lecho y besó repetidas veces la mano de Inés; Inés, tú eres la inocente prueba de que el tiempo regresa a mí; dulce Inés, linda, joven, suave, tibia Inés con los ojos de aceitunas y la piel de azucenas molidas; la juventud ha regresado; hemos pasado juntos un día entero^ el tiempo que toma en llenarse la mitad de mi reloj de arena, el tiempo que toma en gastarse un alto cirio, el tiempo que toma en beberse un cántaro colmado; entraste con el crepúsculo a mi alcoba; con el crepúsculo te marchas; ¿qué edad tienes, Inesilla?, ¿dieciocho, veinte años?, ¿por qué no naciste antes, diez, quince años antes?, así nos habríamos conocido a tiempo, cuando yo también era joven; jóvenes los dos, tú y yo, Inés; hubiéramos huido de estos lugares, renunciando a todo, contigo yo habría abdicado a tiempo, antes de que el crimen y la herencia cobrasen para siempre sus tributos, nos habríamos embarcado en la nave del viejo Pedro, habríamos encontrado una tierra nueva, juntos; ahora es demasiado tarde: yo no sé por qué sigo viviendo, sino quizás por la débil esperanza de demostrar, al cabo de todo, que mi destino no es fatal; que, al final, puedo escoger de vuelta y redimir la decisión de no huir con el viejo Pedro y sus compañeros, Celestina, Ludovico, el monje Simón, ay, ay, sino de demostrarles, de un golpe, a ellos, que sólo eran capaces de soñar; a mi padre, que yo era capaz de gobernar; ay: ahora es demasiado tarde porque el fin todavía no llega, y cuánto tarda en llegar: sólo habrá tiempo al final, Inés y entonces yo seré muy viejo y tú muy distinta; ahora tu presencia y tu juventud son una burla, un espejismo para hacerme creer que, dueño de tierra, trabajo y honras, también soy dueño del tiempo, que podré recuperarlo a mi antojo, ser otra vez joven, no temer a la muerte, darles a los demás mi vida y no su muerte; y eso, por ahora, no puede ser, Inés, no puede ser; no hay salvación, pues si el tiempo, en vez de correr hacia adelante y mostrarme la muerte que vi en el espejo al subir por esas escaleras inconclusas, comienza a marchar hacia atrás, entonces deberé temer, no mi muerte, sino mi nacimiento; mi nacimiento, entonces, sería mi muerte; no hay salvación por ahora, no la habrá hasta que, muriendo, sepa si vuelvo a nacer y, naciendo, sepa si vuelvo a morir; ahora no hay salvación: sólo hay un tiempo que, mientras se vive, Inés, nunca es igual para dos seres vivos, pues nadie nace en el preciso instante en que nacen otro hombre, otra mujer; y así estoy solo, solo; el tiempo de un hombre jamás coincide perfectamente con el de otros hombres; nos separan no sólo los años sino el descompasado y singular ritmo de nuestras vidas, Inesilla preciosa, amada Inés; vivir es ser distintos y sólo la muerte es idéntica, sólo en la muerte somos idénticos; y si tampoco esto fuese cierto, si la muerte resultase ser otra forma de la diferencia, ¿entonces qué, nunca terminarán nuestras culpas y nuestros dolores?; perdón, perdón, Inés, otra vez perdón; absuélveme, muchacha preciosa, absuélveme si puedes; contigo he pecado en verdad; contra ti he pecado: hasta que te conocí a ti siempre me había preguntado, postrado todos los días frente al altar de mi capilla, frente a las figuras designadas pero desconocidas del cuadro traído de Orvieto, cuál sería el pecado sin remisión: debe haber uno, uno solo que nos cierre para siempre las puertas del cielo; yo he querido conocerlo, Inés, imaginándolo todo, combinándolo todo, excavando como un topo del demonio los cimientos mismos de nuestra Fe, ofreciéndome a mí mismo las dudas corrosivas que pudiesen minar la razón de mi poder reconocido por la Fe y de ella simple reflejo, arriesgando mi poder al arriesgar mi Fe; todo lo he intentado, ¿me entiendes, Inés?, la herejía y la blasfemia, el crimen y la crueldad, la enfermedad y la culpable indiferencia, la afirmación y la negación, la acción y la omisión, para conocer la cara del pecado imperdonable: todo lo puse a prueba a fin de ponerme a prueba; ¿qué es lo que nunca puede ser perdonado?; pero cada uno de mis pecados encontraba su justificación; óyeme bien, Inés, entiéndeme aunque no me oigas; maté, pero el crimen es justificado por el poder; impuse mi autoridad, pero la devoción perdona las culpas del poder; pasé horas y días humillándome místicamente, pero el honor, el de Dios y el mío, excusa los pecados de la devoción excesiva, cercana, a su vez, al pecado del orgullo que engendra el crimen que sirve de causa al poder que procrea la devoción para hacerse perdonar y que, una vez más, culmina y nos salva en el honor: niegas la Fe y sólo la fortaleces, pues la Fe se agiganta ante los ataques y las dudas; niegas la vida, asolando una fértil llanura y esclavizando los brazos que de ella se sustentaban a fin de construir una morada para la muerte, y la vida sólo se fortalece, encontrando mil motivos para afirmarse cuando así es agredida; y este palacio mismo, para la muerte edificado, ¿no tiene ya la vida propia de todo lo creado, no es como un gigantesco reptil de piedra que me envuelve con sus anillos de mosaico y jaspe, no posee un corazón propio que late en el centro del basalto y quisiera hacerse sentir, afirmarse, vivir por su cuenta, ajeno a la voluntad de quien lo concibió y de quien lo construyó? En cambio, tú, tú eres el pecado sin remisión, el pecado que no puede ser perdonado ni por el crimen, ni por el poder, ni por la devoción, ni por el honor, ni por el orgullo, ni por la blasfemia, ni por la muerte; matarte, sojuzgarte, rezarte, enaltecerte, insultarte, matarte: todo es inútil; te he amado cara a cara, como es nefanda costumbre de humanos, pues las bestias, más sabias, no se miran en los ojos al fornicar; te he manchado mirándote, y por más que tú hayas consentido, te he violado mirándote; estoy arrojado ante ti y tú ante mí, solos, solos en el universo, despojados de hábitos y razones, sin otra relación que no sea la nuestra, tú y yo, tú yo y yo tú, y yo te he quitado algo y no puedo darte nada en cambio, tú y yo solos, dándonos las caras, pero nada más; nada de lo único que yo puedo o temo, o he aprendido a dar: ni muerte, ni sometimiento, ni sacrificio, ni orgullo; un hombre y una mujer solos, juntos, incapaces de ofrecerse algo más que su encuentro agotador, suficiente, fugaz, eterno, inservible, imposibilitado para extenderse a otro reino que no sea el de su propia instantaneidad, su propio placer y su propia desgracia: infierno y cielo confundidos, juicio sin apelación, infinita pena e infinita alegría para siempre identificadas; de todos mis actos pueden pedirme cuentas una bruja o un estrellero, un campesino o un estudiante, mi esposa o mi madre, Julián o Guzmán… de todos mis actos menos de éste, hoy, contigo, que a nada conduce, que en sí mismo se consume, aquí y ahora, se basta a sí mismo y es un círculo de deleitosas llamas; de nada viene y a nada va, y sin embargo es el placer más grande y el más grande valor; no nos exige el cálculo, el afán, el empeño sostenido y el largo tiempo de las empresas que nos prometen un lugar bajo el sol: y sin embargo, gratuito como es, vale más que ellas y es su propia recompensa inmediata; ¿éste es el amor, Inés, este acto que no le pertenece a nadie y a nada más que a ti y a mí?; hemos consentido al mal para poder tocar el bien, y al bien para conocer al mal, solos, sin efectos para nadie que no seamos tú y yo, y nadie puede reclamarnos nada, ni siquiera nosotros mismos; y siendo esto el amor y así siendo el amor, cielo e infierno conjugados, razón que a sí misma se basta, mutuo alimento, hermético trueque entre dos, prisión de encantos, mal y bien comunes, ¿por cuál hendidura del cielo, por cuál rendija del infierno, por cuál grieta de la cárcel se cuela, Inés, mi pecado individual, mi pecado sin remisión, el que de ti me separa y arruina las suficientes razones del amor, engarzándolo de vuelta a cuanto lo niega: poder y muerte, honor y muerte, devoción y muerte? Te he dado mi mal a cambio de mi placer mientras tú sólo me has dado tu placer a cambio del mío: te he incluido en la línea de mi sangre corrupta, habiéndole negado ese mismo mal a la Señora mi esposa, que ya es de mi sangre, mi prima, así por el horror de continuar una degenerada descendencia como por la añoranza de mantener un juvenil ideal de amor deseado mas no tocado, Inés, Inés, ¿serás lo que dijo Guzmán, tierra nueva para mi agotada semilla, tu vientre lavará mi sucio semen, o se impondrá mi corrupción a tu limpieza, infectaré tus entrañas, devastaré tu piel?; ¿puedo hacerme perdonar arguyendo que antes de conocerte no sabía que habría de amarte, Inés?; no basta, ¿verdad que no basta?, ¿verdad que por no parecerse el amor a nada, y en nada justificarse sino en sí mismo, nada fuera de él puede salvarlo, aunque todo fuera de él puede condenarlo? Y así el amor es su propio cielo y su propio infierno, confundidos; mas yo he logrado, conociendo el cielo, transformarlo en infierno, separar cielo de infierno para darle todos los poderes al abismo y negárselos al paraíso, esperando, a pesar de todo, que el cielo se apiade de mí, no me abandones, Inés, déjame, Inés, sal por esa puerta que conduce a mi capilla y no regreses más, nunca más salgas de esta alcoba, vete, quédate, Inés…

La novicia retiró, con dulzura y fuerza, su mano de los labios del Señor. Se levantó de la cama; volvió a vestir el burdo sayal con el que entró aquí. Caminó hasta el umbral que conducía a la capilla y allí, dulce, ajena y descalza, encontró las palabras, las palabras la coronaron, la traspasaron, la poseyeron; quizás no eran suyas, ella era sólo su conducto, pero en su lengua anidaron:

—Señor: tu raza ha confundido el cielo y el infierno. Yo sólo quiero la tierra. Y la tierra no te pertenece.

El Señor nunca dejaría de repetirlas, aun antes de saber que habían sido las últimas palabras de Inés. Las repetiría hasta la conclusión de todo, hasta el momento en que, más viejo y más enfermo que nunca, azorado de su propia supervivencia, pero seguro de su mortalidad, volviese a subir las escaleras de su capilla en busca de la luz y la verdad finales.