Siete fases tenía la noche de Roma, le dijo fray Toribio, el estrellero de palacio, al hermano Julián, mientras el primero escudriñaba el oscuro cielo abierto desde la alta torre para él reservada por el Señor; y el segundo, taimadamente, le escuchaba; crespusculum; fax, momento en que se iluminan las antorchas; concubium, hora del sueño; nox intempesta, tiempo en que se suspende toda actividad; gallicinium, canto del gallo; conticinium: silencio; aurora.
A cada etapa de esa larga noche de nuestros ancestros, así dividida para prolongar, o quizás para acortar (le era imposible saberlo a ciencia cierta) el proceso del tiempo, el fraile Julián atribuía, viviendo las distintas fases, una de las recámaras de este palacio en construcción; en cada alcoba congelaba, mentalmente, a dos figuras, a una pareja dispuesta por el fraile para una suerte de juego o combate final, un torneo sin apelación cuyos tiempos serían marcados por esas fases nocturnas, de número hasta de siete, número solemne, fatal y consagrado:
—Escoge siete estrellas del cielo, fray Toribio…
Siete etapas de la noche: ¿siete estrellas, siete parejas? La noche es natural, se dijo el fraile pintor, y su división en fases una mera convención, como lo son los nombres mismos de las personas: un personaje es un nombre, una acción es un verbo, convenciones; la noche misma no sabría nombrarse como tal, y menos saber que la inaugura un crepúsculo y la cierra una aurora; las estrellas son infinitas, y escoger entre ellas es otra convención, debida esta vez al azar: Fornax Chemica, Lupus, Corvus, Taurus Poniatowski, Lepus, Crater, Horologium; las siete constelaciones de entre las cuales fray Toribio escogió siete estrellas para la noche de fray Julián, tampoco conocían sus nombres; pero nombrar siete parejas… ¿habría un número suficiente de hombres y mujeres para formarlas en este palacio, en este mundo? Pues las partes del azar y de la convención, en lo tocante al encuentro de dos seres humanos, son insignificantes al lado de los poderes detentados por la voluntad de la pasión o por la pasión de la voluntad. Y así, las perfectas simetrías concebidas por la inteligencia jamás sobrepasan el ideal de la imaginación y sucumben a la proliferante invasión de una azarosa irracionalidad: uno reclama a dos para ser perfecto, pero no tarda en parecer un contingente tres que, reclamando su parte del equilibrio dual, lo deshace. Pues el orden perfecto es anuncio de perfecto horror, y la naturaleza lo rechaza, prefiriendo, para crecer, el plural desorden de una cierta libertad. Fray Julián recordó a su perdido amigo, el Cronista; quisiera, en este momento, haberle dicho:
«Deja que otros escriban los sucesos aparentes de la historia: las batallas y los tratados, las pugnas hereditarias, la suma o dispersión de la autoridad, las luchas de los estamentos, la ambición territorial que a la animalidad nos siguen atando; tú, amigo de las fábulas, escribe la historia de las pasiones, sin la cual no es comprensible la historia del dinero, del trabajo o del poder.»