La última pareja

Ven, dame una mano, coloca la otra sobre mi hombro, finge que estás ciego, no tropieces, yo conozco los caminos, todos los caminos, crecí en el bosque, cerca de las abandonadas rutas del viejo imperio, recorrí las nuevas calzadas de los mercaderes y los estudiantes y los frailes y los herejes, vi parir a las lobas junto a las zarzas, recogí la miel y cuidé los rebaños, ven, yo conozco la tierra, la tierra es mía, no hay nada en ella que yo no conozca o adivine, recuerde o desee; déjate guiar por mi cuerpo, ya dejamos atrás la sierra, ya descendimos al llano, se respira el humo de las fogatas y de los hornos, se escucha el ruido de las carretas, los cinceles y las grúas, ven, sígueme, no me sueltes, mi cuerpo es tu guía, confía en mi cuerpo, joven, hermoso náufrago, estamos fatigados, hemos caminado mucho desde ese mar que te arrojó a mis pies y bajo mi mirada que te esperaba, que sabía de tu llegada, pues yo sabía que esa madrugada tú serías arrojado a la playa del Cabo de los Desastres, y por eso, con los palos de mi tambor, marqué un ritmo que nos llevó precisamente a ese convento y no a otro, a ese convento que yo me sabía, porque conozco la tierra, habitado por monjas voraces, ávidas de carne de hombre, como sabía que la Dama Loca, al conocer el engaño, saldría huyendo de allí, de día, rompiendo la rutina establecida, olvidando su propia regla: sólo viajamos de noche, de día reposamos en los monasterios y adoramos el despojo de mi marido; y así, pasaríamos junto a la playa cuando tú ya estuvieras allí, arrojado por la marea, por la vida, por la historia que traes perdida en el pozo más hondo de tus desbaratados recuerdos. Yo lo sabía; tú no, hombre sin nombre, marcado sólo por la cruz de tu espalda; tú llegaste a esa playa sin saberlo y por eso eres el viajero auténtico, el hijo pródigo, el inconsciente portador de la verdad, tú, que nada sabes, tú, porque nada sabes, tú, que nada buscas, tú, porque nada buscas… Pon tus manos sobre mis hombros, camina detrás de mí, no mires, déjame tocar el tambor, anunciar nuestra llegada al palacio, ahora…

—Ahora parece que todo ha concluido, le dijo Nuño a Martín.

—Ahora la tormenta se ha aquietado, le dijo Martín a Catilinón.

—Ahora los peones han regresado al trabajo, le dijo Catilinón a Azucena.

—Ahora ese muchacho idiota capturado por la Dama Loca se entretiene con las bufonadas de la Barbarica, le dijo Azucena a Lolilla.

—Ahora ese joven capturado durante la cacería yace en el lecho de la Señora, le dijo Lolilla a un montero.

—Ahora los monteros y los alabarderos que estuvimos dos veces distintas en la playa juramos y perjuramos que esos dos muchachos, el de la Señora y el de la Dama, son idénticos entre sí, le dijo el montero a Guzmán.

—Ahora se acerca un tercer joven y también debe ser igual a los otros dos, le dijo Guzmán al azor…

… ahora yo anuncio con los negros palos del negro tambor nuestro arribo al palacio y tú te dejas guiar por mí con tus manos sobre mis hombros, caminando como ciego: no mires, no mires el desorden de esta llanura reseca, los toldos de las tabernas, los cuerpos agazapados alrededor de los fuegos, el reguero de negras flores de brocado y rasgadas telas funerarias y quebrantados tabernáculos, los hocicos babeantes de los bueyes acalorados, los cúmulos de tejas y pizarras, los bloques de granito, las balas de heno y paja, no mires, joven náufrago, no mires este falso desorden, no abras los ojos hasta que yo te lo diga, quiero que mires la perfecta simetría del palacio, el orden inalterable impuesto por el Señor, por Felipe, a este gigantesco mausoleo sin terminar, eso quiero que veas al abrir los ojos; no mires, ahora, el estupor de los peones al vernos llegar, no escuches los gritos de esa mujer hincada junto a un derrumbe de tierra donde apenas brillan dos cirios encendidos en pleno día, no mires, no escuches, hermoso muchacho, cuerpo guiado por mi cuerpo, cuerpo salvado por el mío, quiero que la primera vez que veas, veas el orden del palacio, quiero que la primera vez que hables, le hables al Señor: quiero que rompas el orden de este lugar como se rompe una perfecta copa de delgadísimo cristal: tus ojos y tu voz serán dos poderosas manos llegadas de un mar inconquistable; todo lo pueden repetir mis labios tatuados; me llamo Celestina: todo lo pueden repetir mis labios tatuados, mis labios para siempre impresos con el beso llagado de mi amante, mis labios marcados con las palabras de la secreta sabiduría, el conocimiento que nos aparta por igual de principes, de filósofos y de peones, pues ni el poder ni los libros ni el trabajo lo revelan, sino el amor; pero no un amor cualquiera, compañero mío, sino un amor por el cual se pierde para siempre, sin esperanza de redención, el alma, y se gana, sin esperanza de resurrección, el placer; todo lo sé; ésta es mi historia; yo la estoy contando, desde el principio: yo la conozco en su totalidad, de cabo a rabo, hermoso y desolado joven, yo sé lo que el Señor sólo imagina, lo que la Señora teme, lo que Guzmán intuye; tócame, sígueme…

—Tuve una pesadilla: soñé que yo era tres, dijo el Señor.

—Tú y yo, Juan, tú y yo una pareja, Juan, dijo la Señora.

—Yo sólo, temblando de frío, yo sólo sin la vecindad de dioses ni de hombres, dijo Guzmán…

… no hables, no mires, tú estás ciego, tú estás sordo y sin embargo mi conocimiento es total pero incompleto, sólo tú me hacías falta para completarlo, sólo tú sabías lo que yo no podía saber, porque mi sabiduría es la de un solo mundo, este mundo, el nuestro, el mundo de César y Cristo, mundo cerrado, doloroso mundo, sin aperturas, cosido como un súcubo, sin orificios, contenido en su propia memoria de desgracias ciertas e imposibles ilusiones: un mundo que es una parpadeante llama en noche de tormentas: de él lo sé todo: nada sabía del otro mundo, el que tú conociste, el que siempre ha existido sin saber de nosotros, como nosotros nada sabíamos de él; yo te vi nacer, hijo, yo te vi nacer de vientre de loba; ¿quién sino yo iba a estar presente al cerrarse el círculo de tu vida, abierto una noche junto a las zarzas de un bosque; presente en la playa donde amaneciste, sin memoria, olvidado de todo, olvidado de todos, menos de mí que recibí tus pies al nacer? Separa un instante tu mano de mi hombro; cerciórate: ¿traes el mapa bien fajado en las calzas, traes la botella verde que te vi recoger en la playa? Bien; avanza de nuevo; no mires; nos miran; se acercan; creían que los prodigios habían terminado, nos miran con asombro, un paje y un náufrago: la pareja que faltaba; nos miran; salen de sus tabernas, sus tejares, sus fraguas; calla la plañidera; avanzamos abriéndonos paso entre el humo y el polvo y la nata de calor; yo toda vestida de negro, engañándoles, haciendo creer que otro es mi sexo y otra mi condición; tú desgarrado, descalzo, con los pies sangrantes, la cabellera revuelta, los ojos cerrados, los labios cubiertos de polvo. Y entonces ese hombre barbado, teñido por las brasas, con el pecho sudoroso y la mirada envejecida, suelta su fuelle, me mira intensamente, se acerca, se abre paso, vuelve a mirar mi ojos, no reconoce mis labios pero sí mi mirada, alarga las manos, duda, toca mis pechos, cae hincado, se abraza a mis piernas y murmura varias veces mi nombre.