Calenturiento y enfermo, no cesó de escribir toda la noche; reducido a un pequeño espacio en las profundidades de la proa del bergantín de reserva, escuchó el crujir del esqueleto de la nave, mantuvo a duras penas el tintero sobre una rodilla y el papel sobre la otra, se mareó con el vaivén de la pequeña bujía de cera que se columpiaba ante sus ojos; pero persistió en su desvelada tarea.
El bergantín se movía, junto con toda la flota, hacia la entrada del anchuroso golfo, deslizándose entre las islas. Y él desconocía el orden de las maniobras que, aprovechando el manto de la noche, ejecutaba la escuadra a fin de amanecer ocupando la entrada del golfo, cerrando así la salida a la flota turca que se formaba rigurosamente al fondo de él. Pero imaginaba que cualquiera que fuese la estrategia convenida, al día siguiente habría lucha feroz, espantosa mortandad y escasa compasión para un simple remero como él, retirado esa tarde de la galera en virtud de su estado febril e inservible; mañana, se echaría mano de todos los brazos, enfermos o no, para combatir a la formidable escuadra del Islam, fuerte de ciento veinte mil hombres entre gente de guerra y chusma de las galeras.
Una noche, pensó, una sola noche, acaso la última, noche. Escribía con rapidez, la fiebre de la imaginación añadiéndose a la del cuerpo, mareado por ese cabo de vela que bailaba suspendido frente a su mirada y goteaba la cera sobre el arrugado pergamino: alma de cera, eso soy yo, alma de cera, imprímase en ella el continuo movimiento del mundo, añadiendo imaginaciones a imaginaciones. Pues lo único inmutable es el cambio mismo y no, como quisieran mis muy altos Señores, la fijeza que, en un medallón, un soneto o un palacio, les consuele y haga creer que, pensado de una vez por todas, el mundo culminará con ellos, el mundo no se mueve, el mundo respetará lo que es sin preocuparse por lo que puede ser.
Y así, simultáneamente, recordaba, imaginaba, pensaba y escribía, bendiciendo la gracia que le fuera, acordada esa noche en remisión de su pena. El descanso otorgado a su fiebre no era, sin embargo, gratuito:
—No, les dijo a los galeotes el maestro de campo, sino demostración declarada de que los remeros que se porten bien en este encuentro serán liberados de la cadena. Los capitanes de la escuadra cristiana sabemos, en cambio, que la falta de parecida magnanimidad entre los infieles asegurará que muchos galeotes de la armada contraria aprovecharán la confusión del combate para huir y la tizarse a nado hacia las costas.
De todos modos, él no asociaba su noche de gracia a estas maniobras y cálculos, ni distinguía su particular condición, excepcional aunque fugaz, en esta hora, de su destino mayor. Pesada piedra había cargado la fortuna sobre sus débiles hombros; y a la pregunta incierta que se formulaba mientras escribía —¿es posible que se extreme en perseguirme la fortuna airada?— la respuesta, por desgracia, era tan cierta como afirmativa. De su familia sólo recordaba yugos y endeudamientos; de su oficio, incomprensión y desvelos; de sus amos, injusticia y ceguera. De todos, carencias. Abundancias, sólo de su imaginación; pero tan sutiles que jamás cuchara las llevó a la boca ni cuchillo las rebanó. En esta hora nocturna, escribiendo, murmuraba entre dientes la conseja del fraile Mostén: «Tú lo quisiste, tú te lo ten»: pues en vez de limitarse a dedicar sus tabulaciones, con las loas y proemios acostumbrados, a los muy altos Señores que le favorecían, fabricó en su imaginación un montón de cosas y de la fabricación pasó a la certificación de los hechos que veía y del mundo que habitaba, llegando el momento en que no supo diferenciar lo que imaginaba de lo que veía y así, añadiendo imaginaciones a verdades y verdades a imaginaciones, creyendo él que todo en este mundo, al pasar de los ojos y la cabeza a la pluma y el papel, fábula era, acabó por convencer a sus Señores, que sólo quimeras deseaban de su pluma, de que las quimeras verdades eran, sin que las verdades fuesen jamás otra cosa que verdades. Mirad así el misterio de cuanto queda escrito o pintado, que mientras más imaginario es, por más verdadero se le tiene.
Muy otro, sin embargo, era su proyecto y esta noche lo estaba poniendo en práctica con febril premura; la fugacidad de las horas, derritiéndose con el pequeño cabo de cera, anunciaba la fatal batalla del siguiente día. Fatal para él, cualquiera que fuese el desenlace, pues muerto en combate, cautivo de los turcos o liberado de las galeras (aunque desconfiaba de esta promesa, ya que su crimen no era común, sino delito de la imaginación, más severamente penado por los poderes que el hurto de una faltriquera) su destino no sería ni encomiable ni envidiable; sombra de la muerte, sombra del cautiverio o sombra de la pobreza. Y ésta, lo había dicho y escrito siempre, era peor que la realidad misma de la pobreza, situación explícita, sin engaños, real y espaciosa como la Plaza de San Salvador en Sevilla, donde la legión de los picaros podía librarse al latrocinio, al contrabando y a la burla sin pagar alcabalas, con el más ancho sentimiento de ser la canalla más ruin que tiene el suelo. Realidad de la pobreza, no su sombra.
Se dijo: eso es ser alguien, como algo son también el campesino y el mendigo. En cambio, sólo está, y no es, el hidalgo empobrecido, hijo de cirujano sin fortuna, hijastro fugaz de las aulas de Salamanca, heredero de mohosos volúmenes donde se cuentan las maravillas de la caballería andante, huérfano de las imposibles hazañas de Roldán y el Cid Rodrigo y por ello doblemente desgraciado, pues conociendo lo que es, no se le puede poseer y sólo se está, con la cabeza llena de espejismos y el plato ayuno de alubias, sólo se está y nunca se es, manteniendo la apariencia del hidalgo aunque con las polainas raídas. Sólo se está: heredero sin peculio, huérfano, hijastro, a la sombra: un insecto… Pobreza: aquel te loa que jamás te mira. Escarabajo, insecto de hilachas, echado sobre el duro caparazón de la espalda, agitando las innumerables patas…
Otro proyecto, para dejar de estar y empezar a ser; otro proyecto: papel y pluma. Pensó esto mientras escribía una novela ejemplar que todo y nada tenía que ver con lo que pensaba: papel y pluma para ser a cualquier precio, para imponer nada más y nada menos que la realidad de la fábula. Fábula incomparable y solitaria, pues a nada se parece y a nada corresponde como no sea a los trazos de la pluma sobre el papel; realidad sin precedentes, sin semejantes, destinada a extinguirse con los papeles donde sólo existe. Y sin embargo, porque esta realidad ficticia es la única posibilidad de ser, dejando de estar, habrá que luchar con denuedo, hasta el sacrificio, hasta la muerte, como luchan los grandes héroes y los imposibles caballeros errantes, para hacer creer en ella, para decirle al mundo: he aquí mi realidad, que es la realidad verdadera y única, pues otra no tienen mis palabras y las creaciones de mis palabras.
¿Cómo iba a entender esto la gente que primero le delató, en seguida le juzgó y finalmente le condenó? Recordaba, mientras escribía un cuento para ios tiempos venideros, en lo hondo de la proa del bergantín, una no tan vieja mañana en que se había paseado entre los montones de heno, tejas y pizarras del palacio en construcción, deplorando, como sabía que lo deploraban los antiguos pastores del lugar, la devastación impuesta al viejo vergel castellano por el misticismo necrófilo del Señor. El Cronista, aquella mañana no tan lejana, se paseaba tratando, precisamente, de imaginar un poema bucólico que agradase a sus Señores; nada original, la enésima versión de los amores de Filis y Belardo; sonreía, paseándose, mientras en su cabeza trataba de encontrar rimas fáciles: florido, perdido, rimaba, hallaba, desechaba… y se preguntaba si sus amos, al convocarle para una nueva y deleitosa lectura de temas reconfortantes por sabidos, aceptarían la convergencia de la forma pastoral con una singular nostalgia, compartida por los habitantes de este lugar destruido, nostalgia que el Cronista, por ello, consideraba una tentación más que una burla; o si, en verdad, lo que de él esperaban era nada menos que esa nostalgia, jamás aceptada por ellos como tal, sino como fiel descripción de una Arcadia inmutable. ¿No tenían, entonces, estos Señores ojos para ver, eran por completo ajenos a la destrucción que sus manos obraban mientras sus mentes seguían deleitándose con imágenes de claros y mansos ríos, hojosas parras y el pendiente racimo del sarmiento? ¿Confundían de tal manera lo añorable con lo certificable, y esto con lo exigible? Quizás (apuntó el Cronista) eran concientes de sus culpas y las aplazaban mediante una secreta promesa: pasado el tiempo de la ceremonia, de la muerte, de la inaplazable construcción para la muerte, reconstruiremos el jardín; el polvo florecerá, volverán a correr los secos arroyuelos, Arcadia será otra vez nuestra.
El escéptico Cronista meneaba la cabeza y repetía en voz baja:
—No habrá tiempo, no habrá tiempo… Una flor cortada de su tallo jamás resucita, antes se seca rápidamente; y si se la quiere conservar, no hay mejor remedio que prensarla entre las páginas de un libro y tratar de oler, de vez en cuando, lo que allí queda de su aroma marchito. Las tangibles Arcadias están en el futuro y habrá que saber ganarlas. No habrá tiempo, pero ellos no quieren darse cuenta. Zapatero…
… A tus zapatos: volvió a rimar quedamente, y lo florido se ayuntaba con lo perdido, cuando vio pasar, so los portales de las cocinas, a un joven de una belleza mal avenida con el tizne y el sudor que eran las marcas de los demás hombres que aquí trabajaban. Este joven no; pulcro, dorado, comía una naranja y en su cuerpo había la libertad extrema de movimiento que sólo la posesión del lujo, siendo rico, o la imaginación del mal, siendo pobre, procuran; un suficiente deleite de sí mismo, capaz de fructificar así en la soledad silvestre como en la compañía de alguien que, esperándolo y aun teniéndolo todo, sabría, al conocer a este muchacho, que ciertas cosas jamás podrán poseerse a menos que se compartan plenamente. Con regocijo, el Cronista creyó reconocer en ese muchacho que mordía la naranja la imagen de lo que su estéril pluma requería: la visión pastoril reclamada por sus amos, la figura del zagal coronado, como los antiguos ríos de la Arcadia, por la salvia y la verbena: el héroe.
El muchacho pasó fugazmente; había alegría, malicia y dolo en su mirada: pasó limpiándose los labios, quizás porque comía una jugosa naranja de encendidas entrañas, pero quizás, también, porque acababa de besar al ser amado; tal era la secreta satisfacción de su semblante, tal el templado y vibrante calor de su cuerpo. El Cronista pudo, en el acto, inscribir unas palabras en la memoria, imaginar a un joven peregrino que pasaba por este palacio, templo y tumba de los Príncipes, con un soplo juvenil de vida, desenfado andariego y esa mezcla de permanente asombro y delicado desencanto que dan el conocimiento de otros mares, otros hombres, otros hogares: pudo confundir en la veloz métrica de ese instante la aparición del sol y la de este niño, desnudo y solo. El muchacho desapareció entre los humos de las cocinas palaciegas; el Cronista regresó a su cubículo junto a los establos y se sentó a escribir.
Era un jueves: el sábado leyó su composición ante los Señores, Guzmán, yo, yo mismo, yo el fraile pintor que tantas tardes he pasado en la dulce, amarga, amable y quietamente desesperada compañía del Cronista, escuchando sus quejas y adivinando sus sueños: yo, Julián, gentil ladrón de las palabras de mi amigo. Y al escucharle aquel sábado, no sabía si mirar con asombro a mi perdido amigo mientras leía el poema a los amos o, más bien, atender la creciente súplica de silencio y advertencia de castigo en los ojos de la Señora, donde los hielos del temor y los fuegos de la cólera se sucedían sin tregua, aquéllos derritiendo a éstos y éstos inflamando a aquéllos y ambos naciendo del helado ardor en los pechos convulsos de mi ama, los mismos que un día yo pinté de azul con mis pinceles pequeños, siguiendo el trazado de la red de las venas a fin de hacer resaltar la blancura de sus carnes: comed. Altísima Dama, atiborráos de chorizo, mi damisela Barbarica, chupad las costillas de puerco, príncipe supuesto; ya sé que hace tiempo, entregados a vuestra gula, ni siquiera me escucháis y que hablo sólo para mí; así ha sido siempre; ustedes siempre están comiendo mientras sucede lo principal, y no se enteran. Admiré la inocencia de mi pobre amigo, pero comprendo que su candor podría ser mi ruina, pues una vez tomado el hilo suelto, toda la malla acabaría por destejerse. Alma de cera, mi candoroso amigo había impreso en su poema más, mucho más de lo que imaginaba; había convertido la fugaz visión de aquel muchacho, al que vio comiendo una naranja antes de perderse en el humo de las cocinas, en el cimiento de su imaginación y sobre ella había levantado el edificio de la verdad: escucho de nuevo la voz del Cronista, tan bien timbrada a fuerza de convicción, aquietados en la lectura los habituales tonos de la desesperación.
Esa voz describía al hermoso zagal con más exactitud que mis propias pinturas; no cabía duda de que era él, el joven peregrino nacido con el sol y al sol semejante, tan familiarmente español con su naranja en la mano, tan lejano, ausente y extranjero en su mirada de desencantado asombro: un héroe de aquí y de allá, nuestro y ajeno, pariente y forastero, casi, se diría, un hijo pródigo; el Cronista le hacía cantar arábigos oasis, hebraicos desiertos, fenicios mares, helénicos templos, fortalezas de Cartago, caminos de Roma, húmedos bosques celtas, bárbaras cabalgatas germánicas; ni pastor idealizado ni épico guerrero, ni Belardo ni Roldán, no el héroe de la pureza, sino el de la impureza, héroe de todas las sangres, héroe de todos los horizontes, héroe de todas las creencias, llegado en su peregrinar al carrusel bucólico de una Señora en un palacio sin alegría, dueño de los sentidos prístinos que sólo la naturaleza, aunque todas las historias, habían tocado, y escogido por esa Señora que, al serlas todas, sólo podía ser la nuestra. Escogido para el placer de la Señora, llevado a una lujosa recámara y allí colmado de amor y otras delicias, a cambio de su libertad errante; y optando, al final del verso, por regresar a los caminos: abandonando a la Señora al tiempo y al olvido.
Nada pareció entender el Señor, quien acaso sólo sintió esa vaga ensoñación nostálgica que el Cronista, al nivel de su oficio, había deseado provocar; algo sospechó Guzmán, delatándose al llevar una mano a la empuñadura de la vasca y acariciando nerviosamente la trenza de su bigote; todo lo imaginó la Señora, viéndose así retratada en un modelo literario y develados sus amores con el muchacho inadvertidamente descrito a partir del verdadero modelo; todo lo temí yo, por otros motivos. Pero el Cronista sólo creía en la realidad poética de lo que había escrito; otra relación que no se resolviese en la denodada lucha por imponer sus palabras inventadas como la única realidad válida le era tan ajena como incomprensible: cándido orgullo, culpable inocencia. Y así, la fuerza de su convicción convencía a los demás sobre la verdad documental de cuanto nos estaba leyendo.
Al finalizar la lectura, sólo se escucharon los aplausos débiles y huecos de las palmas pálidas del Señor. El perro Bocanegra ladró, rompiendo con ello la helada tirantez de la situación, la sospecha de Guzmán, la incomprensión del Señor, el desarreglo ultrajado de la Señora y mi propio temor. Sólo el Cronista sonreía con beatitud, ajeno a las pasiones desatadas por su escrito, seguro sólo de la realidad verbal creada, y esperando por ella ser congratulado; convencido de que nos había leído la verdad poética, sin imaginar siquiera que nos había repetido, en voz alta, la secreta verdad de todos los días. Obré con prisa; delaté al muchacho ante Guzmán, acusándole, como era cierto, de tener amores nefandos con unos mozos de cocina apenas entrados en la pubertad, pero callándome lo que sabía, y sabía bien, pues yo había sido el tercerón que condujo al muchacho extraño a la alcoba de nuestra Señora, ganándome así la gratitud de mi ama aquella tarde de su desesperación carnal después de pasar treinta y tres días y medio arrojada en el patio del alcázar sin brazos dignos de recogerla y ahorrándome, también, la necesidad de calmar, salvo una imperiosa vez, los deseos de mi Ama: no me agrada romper mi voto de castidad, no, y tener que renovarlo ante el comprensivo obispo que al escuchar mi confesión se atreve a mirarme con irrespetuosa complicidad: ¿no somos todos así, no hacemos todos lo mismo, no es graciosamente renovable este voto de pureza, no es magnánima la Iglesia que así comprende las flaquezas de la carne? No, no somos iguales; ni permitiré que el obispo así lo crea. Yo soy un artista. El placer de la carne le resta fuerzas a mi vocación pictórica, prefiero sentir que los jugos de mi sexo fluyen hacia un cuadro, lo irrigan, lo fertilizan, lo realzan; cástrame el goce de la carne, satisfáceme el goce del arte.
Y así, me callé lo que sabía: que el zagal que sirvió de modelo a nuestro Cronista alternaba sus tardes sodomitas con noches en la cama de nuestra Señora. Guzmán comunicó el crimen contra natura al Señor y el Señor dictó, sin grandes formalidades, la muerte del muchacho, quien fue sentenciado a quemarse en la hoguera debajo de las cocinas de sus amores pecaminosos, aunque no únicos. Consulté con la Señora, convenciéndola de que debía sacrificar su placer privado a su rango público y prometiéndole, a cambio de su sacrificio presente, futuros, renovados y acrecentados placeres:
—Pues los poderes de la recreación son mucho más vastos que los de la extinción, Señora, y por cada cosa que muere tres nacen en su sitio.
Y sustraje del cubículo del Cronista, al cual tenía libre acceso por ser nuestras conversaciones seguidas y sabrosas, unos culpables papeles en los que mi letrado amigo relataba, equívocamente, las múltiples posibilidades del juicio de Cristo Nuestro Señor en manos de Poncio Pilatos; mostré los papeles a Guzmán, quien no comprendió su contenido y me llevó ante el Señor, a quien le hice notar que, bajo guisa de fábula, esa narración incurría en las anatematizadas herejías del docetismo, que sostiene la naturaleza fantasmal del cuerpo humano de Cristo, del gnosticismo sirio de Saturnilio, que proclama el carácter desconocido e intransmisible del Padre único, del gnosticismo egipcio de Basílides, que hace a Simón el Cirenaico suplantar a Cristo en la cruz y a Cristo simple testigo de una agonía ajena, del gnosticismo judaizante de Cerintio y los Ebonitas, combatido por el padre de la Iglesia, Ireneo, por declarar que Cristo el Dios sólo ocupó temporariamente el cuerpo de Jesús el hombre, del monarquianismo patripasianista que identifica al Hijo con el Padre, y dela variante sabeliana que concibe al Hijo emitido por el Padre como un rayo de luz; de la herejía apolinaria y del extremo nestorianismo, que atribuyen a dos personas distintas los actos de Jesús y los de Cristo; y de la doctrina de la libertad pelagiana, en fin, condenada por el Concilio de Cartago y por los escritos del Santo de Hipona, que niega la doctrina del pecado original.
Seré aún más explícito, Señor: peor es la fábula que la herejía que ilustra, pues en un caso la Purísima Virgen Nuestra Señora admite adulterio con anónimo camellero, en otro Nuestro Señor Jesucristo proclámase simple agitador político de la Palestina y, en el más ruin de estos ejemplos, el Santo Señor José declárase reo así de haber delatado al Dulcísimo Jesús como de haber fabricado la cruz que fue potro de su tormento por la redención de nuestros pecados. Hay más. Señor. Investigué en los archivos del palacio; mis sospechas tenían fundamento: el Cronista es marrano, hijo de judíos conversos.
Pero el Señor, lejos de escandalizarse con la aplastante suma de mi minuciosa explicación, me pidió que la repitiese, una y otra vez, y sus ojos brillaban, la curiosidad se mudaba en deleite, pero el deleite no cedía su puesto al escándalo. Pedí, como es natural, que el Cronista fuese entregado al Santo Oficio; el Señor esperó largo rato, con los ojos cerrados, antes de darme respuesta; finalmente, posó; una mano sobre mi hombro y me hizo esta insólita pregunta:
—Fray Julián, ¿tú nunca has visto a una soldadesca iletrada vomitar y defecar en el altar de la Eucaristía?
Contestéle que no sin entender el sentido de su interrogación. El Señor prosiguió en estos términos:
—¿Debo entregarte a ti a la Santa Inquisición por repetir estas herejías?
Díjele, ocultando mi alarma, que yo sólo las repetía para denunciar a un enemigo de la Fe, mas no las sostenía.
—¿Y quién te dice que el Cronista no ha hecho lo mismo: simplemente coronarlas, sin aprobarlas?
—Señor: estos papeles…
—De joven, conocí a un estudiante. Él también creía que no hubo pecado original. Vivió, luchó y amó (quizás ha muerto; no lo sé; un día creo haber visto su fantasma en la catedral profanada) porque creyó que Dios no pudo habernos condenado a la miseria aun antes de nacer y obrar. Otros murieron, en las salas del alcázar de mi padre, por actuar como ese estudiante… pero a ellos no les redimía la gracia del pensamiento. Ni a ellos, ni a esa zafia soldadesca teutona que manchó el altar de mi victoria. Imagina, fraile, que a esos rebeldes y a esos soldados les hubiese yo desafiado: expliquen por escrito las ideas que les mueven a actuar y quedarán libres: de lo contrario, serán pasados por las armas. Ninguno habría sido capaz de responder; ninguno se habría salvado de la muerte. En cambio, el estudiante y el Cronista…
El débil Señor me tomó violentamente del puño, cerró el suyo con fuerza sobre el mío y me miró con intensidad espantable:
—Fray Julián, tengamos fe hasta la muerte en los valores de nuestra religión; condenemos a los idólatras y a los infieles, mas no a los herejes, pues éstos no niegan a la religión, sino que antes la fortalecen revelando las infinitas posibilidades de combinar nuestras santas verdades; quememos a los rebeldes que se alzan contra nuestro necesario poder en nombre de una libertad que ellos mismos, de obtenerla, serían incapaces de ejercer, mas no a los herejes que en la santa soledad de la inteligencia fortalecen, sin saberlo, la unidad de nuestro poder multiplicando las combinaciones de la Fe.
—Pero vos mismo aplastasteis la herejía adamita en Flandes, Señor; ¿cómo entonces…?
—Esa herejía era pretexto empleado por los príncipes y comerciantes del norte para liberarse de la tutela de Roma y del pago de diezmos e indulgencias, y para nombrar obispos dóciles al poder de Mercurio, que no al de San Pedro. Obré a solicitud del Papa, no contra los herejes, sino contra quienes los azuzaban y manipulaban. ¿Me entiendes, fraile?
Con grandísimo respeto, incliné la cabeza y luego, con ella, negué varias veces. La levanté, buscando la mirada de mi amo; él sonreía con ácida piedad.
—Pues tú deberías entenderme mejor que nadie. Las escaramuzas teológicas, fraile, son menos peligrosas que las políticas. Éstas me debilitan primero y luego me obligan a actuar; aquéllas, en cambio, distraen y encauzan energías que de otra manera se volverían contra el gobierno de estos reinos. Yo sé que la extensión y unidad de mi poder, poderes muy vastos les restan a los hombres, y que los hombres mantienen reservas de inquietud y fuerza que algún día podrían amenazarme; lo sé, fraile. Prefiero que esas reservas se gasten discutiendo si María concibió inmaculada y si Cristo fue Dios o fue hombre, que discutiendo si mi poder es de origen divino y si, en suma, lo merezco. Tolerable es la herejía, pues, mientras no sea empleada directamente contra el poder.
—Señor: el prelado que aquí reside podría pensar de otra manera…
—¿Quién le mostrará estos papeles, dímelo, fray Julián… quién?
—Y nos desanimaréis a quienes tratamos de velar por vuestros intereses. La causa es clara: el Cronista es hereje, relapso y marrano…
—Y tú quieres que lo entregue a la Santa Inquisición…
—Así es, Señor.
—¿Y dices velar por mis intereses? ¿Quieres que fortalezca, brindándole cada vez más jurisdicción, a un poder que prefiero mantener marginado, en expectativa, de mí dependiente y no yo de él? Pues si la alimento, la Inquisición crecerá a mis expensas. No, Julián. Prefiero ser un poco más tolerante para ser un poco más fuerte. No merece nuestro Cronista la fama que quisieras ofrecerle persiguiéndole ante el Oficio Santo, ni merezco yo que por tan escasa razón ese tribunal se engrandezca y algún día me imponga sus políticas. Minimiza a tu enemigo, fraile, si con ello empequeñeces también a un peligroso aliado.
—Esclarecido Señor: no fuisteis tolerante con el otro criminal, el joven mancebo que será quemado junto a las caballerizas. ¿Es peor crimen la sodomía que la herejía?
—Es crimen, simplemente, condenado con horror por la Santa Biblia y la opinión común. Supongamos, fraile, que este muchacho, además de sodómico, fuese también judío relapso y hereje. ¿Por cuál de sus crímenes le juzgarías? ¿Por el que supondría engorrosos trámites, complicados debates religiosos y peores complicaciones judiciales? ¿O por el crimen cuyo castigo todos aprueban y expeditan? Supongamos… supongamos, digo… que este muchacho no va a morir por su verdadera ofensa ni por la principal… ¿no es mucho más cómodo para todos que muera por lo falso y no por lo verdadero?
El Señor me miró con dulzura, con tristeza y con cansancio. Y tan fatigado parecía su semblante todo, que nunca sabré si fue capaz de percibir la turbación del mío; me esforcé por decir algo; mis palabras no acudieron a socorrerme, aunque sí las de este Señor que de esta manera, acaso azarosa e ingenua, pero acaso, también, calculada y perversa, jugaba con los motivos de mi propia intriga:
—¿Seguirás pintando, fraile?
—Tal es mi vocación, Señor, la más pequeña y sacrificable al lado de mis vocaciones mayores: servir a Dios y servirle a usted.
—¿Has visto el cuadro de mi capilla… el cuadro pintado en Orvieto… dícese?
Temblé:
—Lo he visto, Señor…
—Has notado, sin duda, las singularidades y novedades que encierra.
Guardé silencio y el Señor prosiguió:
—¿Cómo hubieras pintado tú a Cristo Nuestro Señor?
Bajé la cabeza:
—¿Yo, Sire? Como un icono sagrado, idéntico a sí mismo desde el principio de los tiempos; como una figura plana y fija sobre un fondo indeterminado, ya que así conviene a su eternidad.
—El anónimo artista de Orvieto, en cambio, ha rodeado la figura de Cristo con la atmósfera del tiempo, ha situado a Nuestro Señor en una contemporánea plaza italiana y lo ha hecho dirigirse a contemporáneos hombres, desnudos, y a ellos hablarles y mirarles. ¿Qué quiere significar, de esta manera, ese artista?
—Que la revelación no nos fue hecha de una vez por todas, Señor, sino que se cumple sin cesar, poco a poco, para hombres y épocas distintas, y mediante nuevas figuras…
—¿Quemarías el cuadro de mi capilla, fray Julián? ¿Es un hereje su autor?
Negué con la cabeza baja. El Señor trató de erguirse; lo derrotó el ahogo. Se llevó un pañuelo a la boca y éstas fueron sus palabras, sofocadas y vencidas:
—Está bien. No hay enemigo más peligroso del orden que el inocente. Está bien. Que pierda la inocencia. Envíesele a galeras.
La vela se consumió. El Cronista terminó de escribir. Animado por una excitación que despojaba de fatiga al tiempo, se incorporó y dijo:
—Están nuestras almas en continuo movimiento.
Y añadió, acariciando primero el papel, luego enrollándolo:
—Aquí yo soy señor de mí mismo; aquí tengo mi alma en mi palma.
Introdujo el papel enrollado dentro de una verde botella, la tapó con un corcho y con los restos derretidos y aún calientes de la candela la selló mal que bien. Guardóse la botella con el manuscrito en la ancha bolsa del pantalón de galeote y ascendió a la cubierta.
¡Qué maravilloso espectáculo se ofrecía ante su mirada! La escuadra cristiana, desplegada a la entrada del golfo, formaba un semicírculo de galeras; volaban alto los pendones; y altos se mantenían los remos, luchando contra el viento contrario, un molesto aire de la tierra que les daba de cara y agitaba el mar. Sesenta galeras venecianas formaban el ala derecha del semicírculo, sesenta más, españolas, el cuerpo central, y otras sesenta, de las repúblicas marítimas, cerraban el golfo; trescientos galeotes en cada galera daban la cara al sol, al viento y al mar, manejando cincuenta y cuatro inmensos remos en cada nave. Emplazada la artillería en las proas, gobernada cada galera del cuartel de proa a la popa y de las rumbadas al fogón, la impresión de orden y simetría era perfecta. Pero el Cronista, al pisar la cubierta del bergantín y mirar el dispositivo de la batalla, tuvo tiempo para otras sensaciones; le llegaron los olores de la costa parda, olor de cebolla rebanada y olor de pan recién horneado; y observó detenidamente, agradeciendo esta maravilla, el vuelo de los patos salvajes por encima de ambas armadas, indiferentes, aves libres, aves sin culpa, al estandarte cristiano que en estos momentos se izaba o al pendón turco que ya ondeaba al fondo del golfo. Y el Cronista tuvo ojos para el agitado mar de turquesa, para los cúmulos de nubes cada vez más desbaratadas, para el límpido cielo. Agradeció, en fin, su vida.
Al enarbolarse el estandarte, también se tocó al arma, previniendo a todas las galeras; el Cronista estaba en uno de los bergantines de reserva que, junto con los barcos de carga, se mantenían alejados para no entorpecer el movimiento de las galeras pero aprestados para meter tropas y material a ellas; escuchó los cañonazos en aceptación de la batalla y vio cómo, inmediatamente, ambas escuadras se pusieron en movimiento, la cristiana avanzando hacia la turca acorralada al fondo del golfo, y la turca avanzando al encuentro de la cristiana, sin más alternativas que deshacerla, perecer, o huir por tierra. El sol volaba cada vez más alto. Calmóse el viento. El golfo se convirtió en un lago cristalino. Pudieron fatigarse menos los remeros. Un aire suave dábales la espalda. Todos, hasta quienes esperaban en la reserva de galeras y bergantines detrás del cuerpo central de batalla, se hincaron para recibir la absolución general y prepararse a morir.
La nave capitana de la escuadra turca disparó el primer cañonazo; el Cronista, de hinojos, sintió el peso de la botella verde en su bolsa y, levantando la mirada al cielo, supo que una parte de su vida se iba y otra llegaba; adiós a la loca y temprana edad, bienvenida la extrema edad del azar: entre las dos edades, entre los dos momentos, encontró un tiempo para hablarle a las nubes, al mar, a los espantados patos que volaban de regreso a las costas pardas:
—Lo que el cielo tiene ordenado que suceda no hay diligencia ni sabiduría humana que lo pueda prevenir.
Y así se imaginó en la verdadera hora de su muerte, que podía ser esta u otra muy remota aún, sin que por ello el tiempo dejase de ser breve, de crecer las ansias o de menguar las esperanzas.
Seis galeras venecianas, armadas de cañones por todas las bandas, avanzaron a desorganizar a los turcos; resonaron las cajas y clarines de guerra tocando a zafarrancho de combate, pero aun estos poderosos rumores eran vencidos por la espantosa gritería de la morisma; cayeron arrancados los espolones de las galeras cristianas, serrados de antemano, y jugaron las bocas de fuego, causando grande estrago en las naves turcas, cuyos tiros, por la elevación de los espolones, pasaban por alto a las galeras de la cristiandad. No cejaron los turcos, enviando formación tras formación de galeras en su intento de romper la línea cristiana por las alas, atacarla por la espalda y buscar salida al mar abierto; arremetieron al mediodía contra el ala izquierda, intentando romperla y aprovechando que, por temor a acercarse a los bajos de arena de la costa, quedase separada de la cerrada formación en semicírculo. Por ese boquete intentó escaparse el turco y entonces unas manos rudas empujaron al Cronista hacia una lancha y de allí a una de las galeras de reserva y de allí, sin transición, a la lucha encarnizada entre las galeras trabadas en combate como dos animales en la batalla definitiva por el territorio de su alimento y protección.
Llovían las flechas, los arcabuzazos y las granadas, muchas naves se iban a pique y otras encallaban, caían muchos cristianos al panteón marino y muchos jenízaros trataban de alcanzar a nado las costas, ahogándose entre los incendios y el fuego graneado; el Cronista tomó su puesto en la galera, se prendió a su parte del remo y sintió el estremecimiento de la nave ante un cañonazo turco, la destrucción de toda la proa, quedando los apiñados galeotes al descubierto y librados al asalto de los turcos, que entraron a degüello; velozmente se llegó una escuadrilla a defenderles, abordando la galera sitiada y contestando al degüello con el degüello: pero el Cronista, tirado en el piso, sintió la carne abierta de su mano sangrante y sólo con un esfuerzo del que no se creía capaz pudo sacar la botella verde y sellada de su pantalón y arrojarla al mar. La vio volar por el aire, menos veloz que las rociadas de arcabucería, trazar una lenta parábola y perderse, antes de estrellarse contra el agua, entre el humo de los incendios y los cañonazos.
—Inexorables hados, suspiró al perder de vista esa botella con el manuscrito final, las páginas escritas con la seguridad de la desgracia aunque con la inseguridad de la vida: inexorables hados, inexorable estrella, el manuscrito seguiría su ruta, mientras las galeras se trababan unas con otras, aferradas por las proas, costados y popa; el manuscrito bogaría indiferente a la gritería, los tiros, el fuego, el humo y los lamentos; la botella sería arrastrada por las corrientes de un mar turbulento, teñido ahora de sangre, sepulcro de cabezas, brazos y piernas cortados; el manuscrito se alejaba, dueño de su vida propia y eterna; no lo tocarían las picas, las armas enastadas, los fuegos, las saetas de este terrible combate; el manuscrito no perecería entre el incendio y desplome de las entenas, pavesadas y varas; y aun el más desesperado combatiente, ahogándose en el mar espumeante de esta tarde, se aferraría, para salvarse, a los remos, cabos y timones, pero jamás a una botella verde que encerraba un manuscrito. El manuscrito no moriría aunque en este mismo instante muriese su autor.
—¿Cómo te llamas, muchacho?
—¿Cómo te llamas tu, viejo?
—Miguel.
—Yo también.
—Nombre común es; nombre de barro.
—Hay que tomar el nombre de la tierra donde se vive, viejo. Hoy y aquí, Miguel. Ayer, en el melancólico oasis que perdimos. Mijail ben Sama. Anteayer, en las tumultuarias aljamas del encierro, Michah. De las juderías huí antes de que nos asesinaran; del oasis andaluz, antes de que nos derrotaran. Vine a Castilla a morir.
—¿Lo sabías, muchacho?
—Estaba escrito. No se puede huir para siempre de los verdugos. Creía que evitaría sus persecuciones viviendo entre ellos y entre ellos, invisible sería. Ve nada más cómo me equivoqué.
—¿Verdugos los llamas? Sólo reconquistaron lo suyo: Andalucía.
—Conquistaron lo nuestro. Nosotros creamos esa tierra, la embellecimos con jardines y mezquitas y claras fuentes. Antes nada había. Allí vivíamos juntas todas las razas: mira mis ojos negros, viejo, y mi rubia cabellera. Soy dueño de todas las sangres. ¿Por qué he de morir por una sola de ellas?
—Mueres, entonces, por lo secundario y no por lo principal, muchacho.
—¿Qué es lo uno y qué es lo otro? ¿A ti por qué te han encerrado aquí, en esta misma celda, conmigo? ¿Tú por qué mueres?
—Yo no muero. Soy enviado a galeras. Pero es posible que tengas razón. Quizás yo también soy condenado por lo secundario y no por lo principal. Te pido perdón, muchacho. Si no te hubiese visto una tarde… paseándote entre los trabajadores de esta obra… mordisqueando una naranja… con los labios colorados… nada de esto hubiese sucedido. Yo no habría escrito ese malhadado poema.
—Anda, viejo, no te culpes. Si no muero por estas, muero por otras. ¿Cómo voy a cambiar la mezclada sangre de mi cuerpo? Y sangre impura, de árabe y de judío, algún día te la cobra el mundo cristiano. Y luego esos muchachillos de las cocinas, más jóvenes que yo… Los envidiaba. La Señora está más madurilla de lo que piensa. Sangre, muchachos, Señora… qué importa la razón, si me matan mis sentidos, mis placeres, y no los hombres…
—¿Envidias la juventud? Yo envidio la tuya.
—Haces bien, viejo. Me llevo todos mis secretos. Conmigo se quemarán en la hoguera. ¿Qué haras tú con los tuyos? No está mal morir pensando en lo que uno pudo ser: no me gustaría morir sabiendo lo que fui.
—Quizás yo pueda imaginar lo que pudiste ser, muchacho, y escribirlo.
—Buena suerte, viejo, y adiós.
El Cronista gimió, tocándose la mano herida, y en medio de este fragor espantoso, ahogándose entre el acre olor de la pólvora y cegado por su ruinosa opacidad, miró los rasgados pendones del Islam, las menguantes lunas, las derrotadas estrellas, y él mismo se sintió derrotado porque luchaba contra algo que no odiaba y porque no entendía el odio fratricida entre los hijos de los profetas de Arabia y de Israel y porque amaba y agradecía y distinguía y salvaba los méritos de las culturas, aunque no las crueldades de los poderes, conocía y amaba las fuentes y jardines y patios y altas torres de al-Andalus, la naturaleza recreada por el hombre para el placer del hombre y no aniquilada para su mortificación, como en la necrópolis del Señor don Felipe; rodeado de los inextinguibles fuegos de las galeras, creyéndose morir, entonó una muda plegaria para que los pueblos de las tres religiones se amasen y reconociesen y viviesen en paz adorando a un mismo Dios único y sin rostro y sin cuerpo alguno, Dios sólo pudoroso nombre de la suma de nuestros deseos, Dios sólo signo del encuentro y la fraternidad de las sabidurías, los goces, las recreaciones de la mente y el cuerpo; y creyéndose herido de muerte, alucinado por la visión de las cabezas turcas clavadas en las picas y mostradas en alto al grito de la victoria, recordó a ese muchacho cuya mazmorra compartió la noche anterior a la muerte del joven y el exilio del viejo, recordóle no como realmente era sino como el Cronista le imaginaba, héroe impuro, héroe de todas las sangres y de todas las pasiones, deliraba, imaginaba a toda la descendencia de los héroes impuros, sin gloria, héroes sólo porque no desdeñarían sus propias pasiones, sino que las seguirían hasta su desastrosa conclusión, dueños de la totalidad pasional pero mutilados y encarcelados por la crueldad y la estrechez de la razón religiosa y política que convertía su maravillosa locura, su exceso pleno, en delito: punible el orgullo, punible el amor, punible la locura, punibles los sueños; creyéndose morir, imaginó una vez más todas las aventuras de esos héroes, todas las transformaciones de estos caballeros de la ilusión frustrada, de las empresas sólo posibles en un imposible mundo donde el rostro externo y el rostro interno de los hombres fuesen el mismo, sin disfraz, sin divorcio; pero imposibles en un mundo que los enmascaraba a ambos; una máscara para aparecer ante el mundo y otra máscara para huir de él, simulación aquélla, crimen ésta, separada la pasión de la apariencia, para siempre: locos y soñadores, ambiciosos y enamorados, criminales; imaginó a un caballero enloquecido por la verdad de la lectura, empeñado en trasladarse a una mentirosa realidad y así salvarla y salvarse; imaginó a viejos reyes traicionados en negras y tormentosas noche de necedad y locura por hombres y mujeres más crueles que la propia, despiadada naturaleza, que sólo es involuntariamente cruel; y a jóvenes príncipes enamorados de las puras palabras incapaces de convocar la acción o exorcizar la muerte que la realidad reserva a los soñadores; imaginó a un burlador de honras y sagrados, héroe de la pasión secular, que pagaría sus goces en el infierno de la ley que tanto negó en nombre del placer libre, común y profano; imaginó a parejas consumidas por amores a la vez divinos y diabólicos, pues divino y diabólico sería el amor en el que los sujetos ya no se distinguen entro sí, el hombre es la mujer y la mujer el hombre, cada uno el ser del otro, atravesados por un sueño común que desafía las razones sociales de lo individual, lo separado, lo encasillado en condición, haber, familia; imaginó a un gran ambicioso, temblando de frío, solo entre los millones que pueblan la tierra, solo, sin la vecindad de dioses o de hombres, separado de ellos, abandonado y sin más cauce para su energía que acumular el odio y la inquina sobre las espaldas de la naturaleza que niega el tamaño de su orgullo; e imaginó a los pequeños ambiciosos, resignados a la mediocridad sensual, derrotados ya los grandes sueños sin salida del pasado, perdidas sus ilusiones, gastadas a lo largo de toda una vida, como el viajero que algo deja de su riqueza en todas las posadas del camino: poder y riqueza, o asesinato y suicidio: maneras de aceptar o negar la pasión palidecida; imaginó, en fin, al penúltimo de los héroes, el que se da cuenta de que el presente lo encierra, eclipsa su pasado, el pasado cesa de proyectar la sombra del héroe que el héroe antes llamaba su porvenir: Tántalo es el nombre del héroe, de todos los héroes que habrán devorado su presente para alcanzar un loco, ambicioso, enamorado, soñado futuro y, no pudiendo obtenerlo porque el futuro es un veloz fantasma que no se deja apresar, él liebre, nosotros tortugas, deberán voltear la cara al pasado para recuperar lo más precioso, lo que perdieron, lo que no les acompañó en la vibrante y desolada búsqueda de la pasión prohibida por las heladas leyes y reclamada por las hirvientes sangres: el deseo posee, la posesión desea, no hay salida, heroico Tántalo de frágiles cenizas y vencidos sueños, el héroe es Tántalo y su contrincante es el Tiempo: lucha final, vence el Tiempo, vence al Tiempo…
Y creyéndose morir, a todos los imaginó y pensó que ya no tendría tiempo para escribirlos, sólo había podido escribir al último héroe durante la última noche de gracia otorgada a su improbable duración sobre la tierra y así concentró toda su frangible vida, todos sus sentimientos de honrada pobreza, infinita desgracia, indiscreto orgullo, incierto estado, pobres merecimientos y fatigada imaginación, en repetir las primeras palabras del último héroe en ese manuscrito al que le había regalado su última noche como acababa de regalarle el manuscrito mismo al mar, al tiempo por venir, a los hombres que aún no nacían y pensando que quizás, con suerte, algún día, limosa y gastada, arrancada a las blancas arenas de este golfo, impulsada por vastas corrientes a mares más oscuros, encallada en los deltas de ríos poderosos, arrastrada a contracorriente por los remolinos que despedazaban los légamos, depositada al cabo en los turbios lechos de un caudal perezoso, pescada por las manos de un niño o de un loco, de un ambicioso o de un enamorado, de un hombre enfermo, triste y perseguido como él mismo, de otro marrano en otra tierra y en otra edad de desgracias, junto a otros palacios arruinados, cerca de otras cenicientas tumbas, la verde botella sería recogida, su sello roto, su manuscrito extraído, leído y, acaso, comprendido, a pesar del viejo, extraño idioma de la vieja España que los marranos como este Cronista habían rescatado, fijado, dado a leer y divulgado en comunes mesteres; a pesar de las tachaduras y enmendaduras de esta letra de arañas y vaivenes y fiebres y tristezas la noche anterior a la batalla; acaso:
Al despertar (??? —un hombre; un nombre; que lo ponga quien lo encuentre; tenía razón el muchacho que fue condenado a la hoguera; hay que tomar el nombre de la tierra donde se vive, viejo, nombres de barro y polvo y sueño) una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto (tachado: otro animal, quizás mítico, dragón, unicornio, grifón, mandrágora, la mandrágora se halla al pie de los cadalsos, de las hogueras, Miguel, me oyes, tachado, grifón, salamandra, no, mejor insecto, cucaracha, héroe final, tachado). Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda (caparazón de insecto, enmienda, ojo, escudo del antiguo héroe, caparazón, defensa para que no nos pisoteen) y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades (abismo: tachado, enmiendo, abismo punto central de un escudo de armas, ombligo de la identidad abismal, abismado, sol de los cuerpos) cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hacia el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia. —¿Qué me ha sucedido? No soñaba, no.
Guardé silencio. Sí soñaban, sí, la Dama Loca, su enana y el joven príncipe, pesadamente dormidos después de la copiosa cena. Nada habían escuchado; nada habían entendido. Recordé una vez más a mi perdido amigo, cuyos sueños y designios literarios tan bien conocía, por haber sido su constante interlocutor durante el tiempo en que supo acogerse a la benevolente protección de nuestro soberano, que yo me sentía capaz de imaginar lo que pasaría por su cabeza al ser herido y, quizás, muerto, en una de las feroces batallas por la cristiandad. Sí. Recogí los esmaltes, óleos, telas y pinceles y, sigilosamente, abandoné esta prisión, esta alcoba.