Ahora la vieja ordena que me sienten en esa silla tiesa, de incómodo respaldo, y me ordena permanecer quieto mientras los hombres de su servicio me cubren los hombros con una sábana y el peluquero del séquito se acerca con tijeras y navajas. Pero yo soy demasiado joven, lampiño, me arranco los dos o tres pelos de la barba con los dedos, aprisionándolos entre las uñas, es muy sencillo, no hace falta esta ceremonia; que me presten un espejo, si ceremonia quieren, y yo mismo me arrancaré los pelos del mentón (yo mismo me veré por primera vez; recuerdo muy mal; no recuerdo mi cara; el mar estaba demasiado agitado para reflejar un rostro; el fuego del corposanto me cegó cuando caí del palo mayor; ahora podrían tener la gentileza de acercarme un espejo y dejarme ver por primera vez mi rostro olvidado) pero ahora veo que la intención no es afeitarme, sino algo más grave; el peluquero hace mover sus tijeras con gusto, con un gusto excesivo; se relame los labios, se regocija, me rodea, da vueltas alrededor de mí, observándome, hasta que la Vieja le dice basta, haz lo que tienes que hacer y el barbero se acerca a mi cabeza y empieza a tijeretear mi larga cabellera; yo veo cómo caen los mechones rubios sobre mi pecho, mis hombros, caen sobre el suelo frío de esta recámara que, según esa enana maldita y chismosa, será de ahora en adelante la mía, mi prisión, dijo la enana. Fui conducido a esta recámara por la Vieja, la enana y los alabarderos que nos guiaron con las hachas de cera; hubimos de caminar mucho (y yo estoy tan cansado) por las galerías de este lugar, escuchando los murmullos de las voces femeninas, las puertas que se cerraban, las cofias monjiles que volaban a enclaustrarse, los candados y las cadenas, el goteo del agua en los muros, cada vez más bajo, más hondo y si este fuese un barco y no una casa, diría que me han traído a lo más profundo de un bergantín, al calabozo, pero la Vieja llama alcoba a este cuatro de piedra, desnudo, con argollas empotradas a las paredes y un camastro de paja.
—Haz por acomodarte aquí; sólo saldrás cuando yo lo permita.
Yo no recuerdo nada; ni mi cara, ni mi vida, sólo el fuego de San Telmo en el palo mayor, mi caída al mar, mi encuentro milagroso con la playa, el paso de la procesión por las dunas, el impulso de salvarme, de unirme a esos hombres, de saber que estaba vivo y que los hombres me cuidarían, cuidarían a un pobre náufrago sin hogar, sin oficio, sin recuerdos: al huérfano más huérfano que jamás haya pisado estas costas. Se me olvida todo lo que pasa; en la noche ya no recuerdo lo que sucedió durante el día. Sí, quizás recuerdo cosas inmediatas, la ropa, o definitivas, la muerte. Pero lo otro… lo que pasa entre vestirse y morirse… lo que se dice y piensa entre ponerse unas calzas y entrar a un cajón… eso no. Ahora sí. Lo que está cerca, lo que pasa en el día, antes de dormirme, eso sí. Hoy entramos aquí con una procesión, a la cola de la procesión, tocaban las campanas, había, una tormenta, el palacio es inmenso y aún no lo terminan, hay muchos trabajadores, grúas, montones de cosas, paja y tejas, bloques de piedra, carretas, humo, humo por todas partes, humo que impide ver muy lejos, que engaña, que hace creer que el corredor continúa cuando en realidad termina, se precipita al vacío o se continúa en unas tablas peligrosas, mal colocadas, la enana debe tener mucho cuidado cuando lleva a la Vieja en la carretilla, las hachas de cera deben iluminar bien, esta noche casi nos matamos, llegarnos al cubo de una escalera y nos disponíamos a bajar por allí (bajamos, bajamos todo el tiempo; esta alcoba debe estar en algún lugar muy hondo, por debajo del resto del palacio, cerca de las cisternas, pues este llano es seco y en cambio aquí las paredes gotean agua negra) cuando la enana, que debe tener muy buena vista, será para compensar su escasa estatura, gritó, no, no, cuidado, no hay escalones aquí, aún no los construyen, es el puro cubo, vacío, cuidado, y si ella no ve que no había peldaños, nos habríamos derrumbado por ese cubo vacío, sí, y ahora nuestros huesos rotos yacerían en el fondo de un rincón perdido del palacio y nuestras carnes serían pasto de ratas y yo me pregunto si vernos muertos a los tres, a la Vieja, la enana y a mí, le daría gusto a otras personas que aquí viven y a quiénes, de manera que me conformo con esta alcoba que digan lo que digan la Vieja y la enana, es un calabozo y no una alcoba. Pero me guardaré lo que sé. Yo también diré que es una rica recámara, muy cómodamente aderezada, y dejaré que en ella un peluquero me corte mi larga cabellera y ahora tome la navaja y me rape, dolorosamente, es un torpe, me moja la cabeza con agua y luego me pasa la navaja por el cráneo rápidamente, duramente, sin haberme enjabonado y siento cómo me corta el cuero cabelludo y cómo los hilitos de sangre me ruedan por la frente y las mejillas. La sangre me ciega la mirada y yo cierro los ojos y tengo una extraña impresión que me cuesta explicar, ordeno algunos pensamientos, sé que nunca debo contrariar a la Vieja y a la enana que me están mirando muy contentas mientras el barbero me rapa el pelo, la Vieja pura mirada satisfecha, en sus ojos como brasas biliosas se reúne y brilla toda su vida, no tiene más que su mirada, la enana sí, la enana acaricia una paloma mientras me mira, la enana tiene brazos, aunque pequeñitos y entonces, súbitamente, me posee la intuición del papel que debo desempeñar en este lugar, a ellas no debo contrariarlas, debo ser respetuoso con ellas, ellas me dan buen trato, no como si yo fuera un criado, no, no contrariarlas a ellas, pero sí a los demás, quizás por eso me dan buen trato, esperando que yo les dé mal trato a los otros en nombre de ellas, una señora inválida y una corta enana, dependen de mí para convertir sus deseos en actos, empiezo a gritar como loco, veo a la enana que juega con su paloma mientras me rapan y grito, no tolero la jaqueca, alivíenme el dolor, alivien mi sangre con la sangre de la paloma. La enana corre hacia mí, chillando de alegría, sin pedirle permiso a la Vieja, me ofrece el blanco pichón, yo lo tomo y le arranco al barbero sorprendido la navaja, se la clavo en la pechuga tersa, blanca y gorgoreante a la paloma y cuando veo la sangre que mancha el plumaje, me corono con el ave agonizante, coloco su cuerpo trémulo sobre mi cabeza rapada y sangrante y dejo que la sangre ruede por mi cara y me ciegue otra vez, pues me niego a cerrar los ojos, veo la alegría de la enana que hace cabriolas de gusto, veo el desafío primero, luego el temor y finalmente la orgullosa aceptación de la Vieja que exclama:
—La corona que uno se labra, ésa se pone.
Ella entiende que yo entiendo. Entonces puedo cerrar los ojos y lamer con la lengua ese acre sabor de sangre y recordar, antes de que se me olvide, pues el día ha sido largo y turbio, y mañana, para sobrevivir, habré olvidado cuanto ocurrió hoy, recordar cómo llegamos hoy en medio de la tormenta que arranca los crespones de las literas y rasga los velos de los catafalcos, cómo descendimos del carruaje y nos postramos ante el Señor que iba recibiendo a las diversas compañías y la Vieja me ordena besar la mano pálida y luego los pies apestosos de ese Señor su hijo, y a mí me dice este es el Señor mi hijo y a él le dice:
—Debiste confiar siempre en tu madre. Yo soy la única que no te ha traído a un muerto, sino a un vivo. No entierres en la cripta de mármol negro reservada para mi esposo a ese despojo que traigo conmigo; arrójalo a la fosa común, junto con los taberneros y los criminales y los perros de tu armada de montería; ese cadáver que arrastro no es el de un alto príncipe, tu padre, sino el de un náufrago mendigo. El verdadero Señor, tu padre, ha reencarnado en el cuerpo de este mozo. Ve en él así a tu padre redivivo como al hijo que no supieron darte: tu inmediato antepasado y tu más directo descendiente. Así resuelve Dios Nuestro Señor los conflictos de las dinastías privilegiadas.
Cómo goza la Vieja sus palabras; la acrecentada palidez de su hijo; la contenida cólera de la hermosa Señora sentada al lado del Señor con un ave encapuchada detenida sobre el guante seboso; el impotente gesto de ese hombre parado detrás de ellos, que tan furiosa pero inútilmente se lleva la mano a la cintura, a la empuñadura de la daga, y luego ha de conformarse con acariciar sus largos bigotes trenzados; cómo fija la Vieja sus ojos amarillos en mi cuerpo postrado ante tan altos señores antes de decir:
—Un día me arrancaste de los brazos de la muerte, hijo mío; frustraste mi voluntad de perecer y unirme a mi amantísimo esposo. Hoy te lo agradezco. Me obligaste a recuperar el pasado en vida mía. Óyeme bien, Felipe: nuestra dinastía no desaparecerá; tu propio padre habrá de sucederte, y tu abuelo a tu padre, y el padre de tu abuelo a tu abuelo, hasta que nos extingamos en el origen y no, como quisieran las estériles mujeres que te acompañan, y te odian, en el fin. Cuida bien tus cadáveres, hijo mío; que nadie te los robe: ellos serán tu descendencia.
Como si obedeciese a un rito establecido de antemano, el alabardero que sostiene el tronco de la Vieja mutilada la voltea para que mire (ara a cara a la Señora; pero la Señora no mira a la Vieja: me mira a mí, con una intensidad, con un asombro idéntico al reconocimiento; quisiera preguntarle: ¿me conoce usted, Altísima Señora, usted me conoce a mí, el náufrago, el huérfano, el hombre sin padres ni amantes, usted? pero la Señora ya busca algo entre el mar de rostros de esta ceremonia, yo sigo su mirada, la veo, más que posarse, traspasar como un rayo o una espada la de un clérigo alto, rubio y pálido que se separa del grupo que nos recibió y entra corriendo al palacio. La Vieja bendice con la cabeza, moviéndola agitadamente para trazar en el aire tormentoso de esta tarde la señal de la cruz, a su hijo el Señor, que parece asfixiado, pues mueve temblorosamente los labios gruesos y adelanta la enorme quijada como para pescar el aire que le huye de los pulmones. La Vieja sonríe y ordena que la conduzcan a sus aposentos y allí nos reúne a mí, a la enana, a los alabarderos que la colocan en la carretilla que la enana empieza a empujar por los pasillos, allá vamos de nuevo, a caminar, cómo no voy a estar fatigado, la enana empujando la carretilla, yo detrás, junto a las celdas de las monjas que se asoman secretas detrás de sus velos y los paños de sus celdas, junto a las recámaras de las dueñas, hasta llegar a la alcoba de la Señora y yo no entiendo por qué entramos de esa manera, sin tocar la puerta, con furia grosera, a la espléndida recámara de la Señora. Los alabarderos guardan la puerta, la enana empuja la carretilla, la Vieja, con rápidos movimientos de cabeza, mira de la Señora a mí y de mí a la Señora, la enana se para de cabeza, da dos saltos en el aire y se lanza a puñetazos contra el vientre de la joven Señora, golpeándole a carcajadas el guardainfante mientras la Vieja corta las palabras con cuchillo:
—Basta de comedias, Isabel; tu guardainfante está hueco; nada traes en el vientre sino vientos y plumas de almohadón. Basta de anunciar una preñez mentirosa seguida de un falso aborto; tu vientre es tan estéril como esta llanura devastada; basta, basta, ya no hace falta: el heredero lo he encontrado yo, le he traído yo; hele aquí.
¿Yo, el náufrago; yo, el huérfano; yo, el heredero? Esperaba encontrar en la cara de la Señora un asombro hermano del mío; pero ella sólo indicó hacia la cama y dijo:
—Juan.
Y de esa cama olorosa a violetas muertas y a especias, surges entonces, desnudo, tú, un muchacho como yo, completamente desnudo, dorado, con una mirada muy lejana en la que el sopor es indistinguible del olvido y de la satisfacción.
—Gira, Juan; muéstrale tu espalda a esta bruja.
Tú, lentamente giras y nos muestras tu espalda y en ella está pintada una cruz muy encarnada, parte de tu carne; yo quiero avanzar hacia ti, reconocerte, abrazarte, recordar algo contigo y tú, al mirarme, pareces asombrarte, no sé de qué, por un instante pareces recobrar algo perdido, dar un paso fuera de ese sueño de ojos abiertos en que te mueves movido por la voz de la joven Señora; quizás, como el mío, tu espíritu también lucha por reconocerse reconociéndome, lo siento, siento el mismo vacío en el estómago que al caer del palo mayor al vacío del océano, quizás tú sientes lo mismo, no sé, la Señora nos paraliza a todos con sus palabras, dirigidas a la enana:
—No vuelvas a tocarme, enana repugnante; estás golpeando a mí hijo.
—Mentira, estéril, estéril, sembrar en ti es sembrar en agua salada, grita la Vieja.
Entonces tú, a una indicación de la Señora, nos muestras todo tu perfil, arqueas el cuerpo, cuelgas hacia atrás la cabeza y vemos cómo se te arma el micer, poco a poco pero velozmente, parado, inmenso, tan erecto que se junta con tu ombligo hondo, oscuro y caliente.
La Señora dice entonces, muy calmada:
—No, yo no soy estéril; lo es vuestro hijo, nuestro Señor, minado por las taras de esos cadáveres que hoy sepultamos aquí, en mi palacio. Mío, Señora madre arrimada.
La Vieja chilló, detuvo con su voz a la enana que ya se lanzaba sobre el erecto mandragulón del muchacho, la Señora no necesita reír, sólo me mira con inquietud, yo me siento estúpido, inútil, vestido con estas ropas ajenas, la capa de pieles apolilladas, el gorro de terciopelo hundido hasta las cejas, el medallón de oro renegrido sobre el pecho, torpe, inútil, disfrazado, envidiando la belleza y libertad y gracia de ese muchacho al que la joven Señora ordena:
—Descansa, Don Juan; regresa al lecho.
El joven llamado Juan la obedeció con lentos movimientos. Parecía dormido, eternamente dormido, y la Señora que sería dueña de su sueño miró con ojos de fiera helada a la Vieja, a la enana y a mí, diciendo:
—Cuando regresaste esta mañana, te temí, vieja, por un momento te temí. Miré junto a ti a un joven muy parecido a éste que duerme conmigo. Pensé que me lo habías robado. Luego, al cerciorarme de que no era así, pensé que la fortuna había sido igualmente generosa con las dos mujeres de esta casa: un joven para mí y otro, muy parecido, para ti.
Hizo una pausa, sonriendo, y continuó:
—Ahora veo que cuanto deseas, cuanto miras o cuanto toca en tu nombre tu contrahecha y recortada amiguita, velozmente se convierte en imagen de ustedes mismas: mutilación y deformidad. ¿Es esto cuanto pueden convocar tus artes, Altísima Señora? ¿Un bobo?
Yo, con la boca abierta, yo, el bobo auténtico: ¿es éste el papel que debo representar, si lo represento me tratarán con cariño, me darán de comer de cuando en cuando, así es, así es? La enana empuja la carretilla, salimos corriendo de allí, lejos de la recámara de la joven Señora y su joven compañero, yo siguiendo a la Vieja y a la enana, sin comprender nada, verdadero cretino y aliora estoy sentado aquí, en esta silla tiesa, con los ojos cerrados y sobre mi cabeza rapada un pichón muerto que ha dejado de sangrar, pero yo estoy bañado en sangre, tengo la cara cubierta de sangre pegajosa, la sábana sobre mis hombros es una manta purpurina y ahora la Vieja está encantada, parece haber olvidado la rabieta, inclina la cabeza y murmura:
—La toga imperial; la púrpura del patriciado. Alabado sea Dios que de tal manera manifiesta sus signos y los hace concurrir y concordar.
La sábana manchada. Mi antigua cabellera rubia, ahora roja de sangre. ¿Qué más puedo hacer? Esto de la paloma fue una buena idea; la Vieja está contentísima, quizás si sigo haciendo estas locuras se ponga todavía más feliz, sea menos dura conmigo, me deje salir a pasearme de cuando en cuando, se le olvide la promesa de tenerme encerrado en este forno, quizás hay jardines en este palacio y la Vieja me permita pasearme en la tarde por ellos, no, desde la recámara de la joven Señora no se ve jardín alguno, sólo un espacio cerrado, polvoriento, reseco, pero esa recámara es tan hermosa como su dueña, ojalá me trasladaran a una recámara así, eso sí me trajo recuerdos muy perdidos, casi soñados, no sé, de tierras muy lejanas, de tierras donde nace el sol, el Oriente, sí, el Oriente, las telas, los perfumes, las pieles, los azulejos, todo allí estuvo a punto de recordarme algo, un viaje temible e irrecuperable, pero la verdad es que realmente debo ser bobo, un atreguado bien hecho, pues no entiendo nada la enana le dice en secreto a la Vieja, quítale la ropilla, ama, vamos a ver si él también tiene esa cruz en la espalda, vamos a ver si tiene un mazo icón tan parado y un par de cosones tan gordos como el bribón de allá arriba, vamos a ver, pero la Vieja no le hace caso, pero no le hace caso porque teme algo, pero recupera su dignidad de mando y dice al barbero y a los mozos:
—Lávenlo, luego pónganle esa larga peluca negra y rizada, luego que venga fray Julián, el pintor, y haga la miniatura del heredero, del futuro Señor de las Españas.
El barbero, por costumbre, me coloca el espejo frente a la cara cuando terminan de lavarme y ponerme la peluca. Por fin me reconozco, por fin me pregunto si yo soy ese busto envarado, ese rostro con una pálida tonalidad gredosa, ese espectro empelucado, y recuerdo (pues mañana lo olvidaré) la dorada belleza del muchacho en la recámara de la Señora, preguntándome a mí mismo por qué me inquieta tanto imaginar que la belleza de ese joven pudo ser mía.