—Moja la pluma en el tintero, Guzmán, que nunca es tarde para prepararse a bien morir y arreglar las cuentas con Dios, sobre todo el día en que, sin necesidad de un espejo que me lo verifique, veo mi muerte reflejada en las de mis antepasados y pido para mí, alguna vez, el reposo que yo les he procurado a ellos. ¿Reposan, cierto, Guzmán?
—Cada uno ha sido colocado dentro de su sepulcro, Señor. Allí yacen.
—Todo lo preparé, todo lo ordené para que la llegada de las treinta literas fúnebres coincidiera con mi cumpleaños y, así, se confundiesen las celebraciones de la vida y las de la muerte; un año menos de vida para mí un año más de muerte para ellos; pero ahora al fin juntos, todos juntos, celebrando tanto nuestros excesos como nuestras carencias, pues, dime, Guzmán, ¿carecen ellos de vida o carezco yo de muerte; sóbrales muerte a ellos o sóbrame vida a mí?
—En mi humilde opinión, estos muertos bien muertos están, y de tiempo atrás. No es hora de llorar por ellos, sino de convertir esta ceremonia en celebración de la vida y del poder que es vuestra vida.
—Ordené; preví. Que todos lleguen juntos, el mismo día, el día de mi cumpleaños. No fue así, lo has visto. Las caravanas se retrasaron cuatro días.
Exigió usted la perfecta simetría de la procesión; que todos lleguen juntos a este lugar, no uno el martes y cinco el viernes y tres más el domingo; de manera que muchos se vieron obligados a esperar al pie de la sierra la llegada de los demás, de los que se retrasaron por accidentes del camino, desorientaciones, inesperadas tormentas, quizás encuentros imprevistos, no sé…
—No bastó mi voluntad.
—Los elementos son invencibles, Señor.
—Calla. No bastaron mis órdenes. Cuatro días de desesperada espera: cuatro días durante los cuales se sucedieron otros accidentes, otras muertes, otras furias que hubiesen sido evitadas si todos llegan el día de mi cumpleaños. Bocanegra no hubiese muerto. Tú no lo habrías asesinado.
—No me culpe usted. Tenía rabia. No podía seguir al lado suyo. ¿Vale la pena conservar a un perro y perder a un príncipe? La caridad tiene límites. El dolor, si no ha de convertirse en melancólico artificio, también.
—Bien, bien, Guzmán; todo volverá a quedar en paz; las monjas ya no se arremolinarán enloquecidas frente a mi alcoba; los obreros volverán al trabajo y pronto quedará acabada esta, la obra de mi vida, panteón de mis antepasados y mausoleo de mi propio despojo.
—Celebremos la vida, Señor; no nos anticipemos al tiempo.
—Ponme el anillo de huesos que ya siento los calambres.
—Regresemos a la alcoba y allí os acomodaré los pies sobre un cojincillo y podréis dictarme con tranquilidad.
—No, Guzmán, no; tiene que ser aquí, en la capilla, tú sentado ante el atril y yo recostado sobre estas heladas baldosas; los dos rodeados por los treinta sepulcros de mis antepasados; dime, Guzmán, ¿por dónde llegaron a esta cripta los restos, si esa escalera para ellos construida aún no está terminada?
—Hubieron de dar la vuelta por las caballerizas, las cocinas, los patios, las galerías y las mazmorras, pisar la húmeda hojarasca del pasado invierno acumulada en estos subterráneos, hasta llegar aquí.
—¿Por qué no está terminada la escalera?
—Os lo he explicado; témese interrumpir vuestras devociones…
—No, no me entiendes; debía estar terminada; ordené sólo treinta escalones entre la cripta y el llano, un escalón simbólico por cada féretro que por allí debió descender a su tumba en este gran día; ¿por qué han construido treinta y tres escalones?, yo los he contado, ¿a quién más esperan?, ¿hasta dónde piensan llegar? no habrá más cadáveres, son treinta, treinta fantasmas, mi número de espectros, Guzmán, ni uno más, ni uno menos, ¿a quién más esperan?
—Lo ignoro, Sire.
—¿Quién ha construido la escalera?
—Os lo repito: todos, ninguno, no tienen nombre. Es gente sin importancia.
—Si los cadáveres hubiesen descendido por la escalera… tú no sabes, Guzmán, no te imaginas…
—Sólo sé lo que el Señor se digna comunicarme y ordenarme, Señor.
—Óyeme en secreto, Guzmán; yo he subido por esa escalera, y ascenderla es ascender a la muerte. Bajando por ella, ¿habrían descendido mis antepasados a la vida, habríanse recompuesto como yo me descompuse, ascendiendo, en el espejo? ¿Estaría yo rodeado hoy de mis ancestros vivos?
—Me es difícil seguir el razonamiento del Señor. Vuelvo a pedirle que regresemos a la recámara; allí estará cómodo…
—No, no, tiene que ser aquí, los dos viendo y siendo vistos por ese cuadro que me mandaron de Orvieto; a ese cuadro le hablaremos y él terminará por hablarnos; yo lo sé; desenrolla bien el pergamino y colócalo sobre el atril, siéntate, Guzmán, cumple mis deseos, escribe y piensa que cuanto te diré nos lo dirá ese cuadro que se servirá de mis labios para dar voz a su muda alegoría.
—Señor: la tempestad calmó los fragores del verano en la llanura, pero se coló fríamente en esta cripta, como si aquí esperase un prematuro encuentro con el invierno; vuestros dientes castañetean y vuestros huesos crujen, ateridos; permitidme…
—Escribe, Guzmán, escribe, lo escrito permanece, lo escrito es verdad en sí porque no se le puede someter a la prueba de la verdad ni a comprobación alguna, ésa es la realidad plena de lo escrito, su realidad de papel, plena y única, escribe: En el nombre de la Santísima Trinidad, tres personas y un solo Dios Todopoderoso y Verdadero, creador de todas las cosas, espera, Guzmán, qué decimos, qué escribimos, por mera costumbre, ¿tú nunca dudas, Guzmán, a ti nunca se te acerca un demonio que te dice, no fue así, no fue sólo así, pudo ser así pero también de mil maneras diferentes, depende de quién lo cuenta, depende de quién lo vio y cómo lo vio?; imagina por un instante, Guzmán, que todos pudiesen ofrecer sus plurales y contradictorias versiones de lo ocurrido y aun de lo no ocurrido; todos, te digo, así los señores como los siervos, los cuerdos como los locos, los doctores como los herejes, ¿qué sucedería, Guzmán?
—Habría demasiadas verdades. Los reinos serían ingobernables.
—No, algo peor; si todos pudiesen escribir a su manera el mismo texto, el texto ya no sería único; entonces ya no sería secreto; luego…
—Ya no sería sagrado.
—Cierto, así sería, Guzmán; y tú tendrías razón, los reinos serían ingobernables, pues, ¿en qué se funda un gobierno sino en la unidad del poder?, y semejante poder unitario, ¿en qué se funda sino en el privilegio de poseer el texto único, escrito, norma incambiable que supera y se impone a la confusa proliferación de la costumbre? Los súbditos, haciendo, están; el príncipe, haciendo, es; la costumbre se dilapida, agótase, se renueva y cambia sin concierto ni meta, pero la ley no varía, asegura la permanencia y la legitimidad de los actos del poder. ¿Y en qué se funda esa legitimidad?
—En que la ley que el príncipe invoca dice ser reflejo de la inmutable ley divina, Señor; tal es su legitimación.
—Entonces escúchame. Tú nunca has ascendido esa escalera, ¿verdad, Guzmán?, tú no has visto el cambio reflejado en un espejo… un espejo que no sé, no sé, no sé… no sé si refleja el origen o el fin de todas las cosas… o si me dice que todas las cosas son idénticas en su origen y en su fin… pero, ¿qué cosas, Guzmán, qué cosas, haz el favor de decirme, tú no dudas, tú no imaginas? Pues si todas las cosas son nombrables y numerables y pesables, su creador es desconocido, nadie le ha visto nunca y quizás nunca nadie le verá, el creador no tiene número ni peso ni medida y su nombre se lo pusimos nosotros, se lo escribimos nosotros, no nos lo dijo él, él nunca ha escrito su propio nombre, ni Alá, ni Yavé, ni Ra, ni Zeus, ni Baal, que son todos nombres que al creador hemos dado los hombres, mas no se da él.
—Perdón, Señor; si cuanto habéis dicho es cierto, entonces me permito pensar que el nombre que le ponernos a Dios no puede ser sagrado porque no es secreto; y no puede ser secreto porque necesita ser conocido de todos para que todos le adoren. Un Dios adorado a hurtadillas es cosa de brujería, y ese Dios, diablo ha de ser.
—Te permito pensar, pero piensas mal, mi pobre Guzmán. Sabes mucho de azores y perros, pero poco de las cosas del alma.
—Estoy a los pies del Señor.
—Piensa mejor que el nombre de Dios será siempre secreto y sagrado, pues nadie sino Él lo sabe, y luego abre un abismo entre ese misterio y la jugarreta que aquí representamos, pues yo aquí estoy donde estoy, y tú a mi servicio, Guzmán, porque yo creo, tú crees y mis súbditos creen con nosotros que un divino derecho nombróme príncipe: que Dios escribió mi nombre para gobernar en el suyo. ¿Sabe Dios mi nombre mientras yo desconozco el suyo? ¿Qué ciega tortura es ésta, y qué injusticia?
—Dáis extraños nombres a la fe, Señor mío. En Dios se cree, no se intenta probar su existencia. Si os consuela, pensad que si vos no podéis probar la existencia de Dios, a Dios le es igualmente difícil probar la vuestra.
—¿Me pides que renuncie al anhelo de conocer a Dios?
—Nada os pido, Sire; os escucho y acompaño. Y os recuerdo que si creemos en Dios, Dios creerá en nosotros.
—¿Sabes quién me escuchaba y acompañaba antes, Guzmán?
—Vana pretensión sería de mi parte; sirvo al Señor, no le vigilo.
—El perro. Bocanegra. Él escuchó antes todo lo que yo te digo hoy.
—Gracias, Señor.
—Tú escribe; hazlo.
—Y si lo escrito permanece, ¿puedo, con respeto, preguntarle al Señor por qué ha decidido que yo oiga y escriba lo que antes sólo al perro le era dado oir sin entender?
—No, no puedes. Mejor escribe. Preguntóle a nuestro obispo aquí mismo, en esta cripta, si conocía al creador, y dijo que no; si esperaba conocerle y dijo que sí, si la buenaventura de la muerte y la resurrección le llevaban a sentarse a la vera del Padre y mirarle al rostro, en el paraíso reservado para los buenos cristianos; ahora voltea hacia esa escalera, Cruzmán, mírala, te desafío a subir por ella con un espejo en la mano, te desafío: subirás al término y al origen de todo, pero como yo, no verás al creador en el espejo, y será esa ausencia, más que el anuncio de nuestra irremediable senectud, de nuestra muerte fatal, lo que nos aterrará; al mirar al espejo sólo conocerás, como yo, la soledad más promiscua, pues muriendo yo estaba solo porque no veía a Dios, pero no estaba solo, me entiendes, sino rodeado de la materia, devuelto a ella, absorbido por ella como por una esponja gigantesca; y el ser a quien según la doctrina asemejo, el ser que me dio la vida con su propia semejanza divina, no me esperaba al final de todo para guiarme, recogerme y consolarme, reconocerme al reconocerle, comprobar al fin mi existencia en la suya, como cree nuestro obispo: para llevarme con él al paraíso; el creador no estaba, yo estaba solo con la materia viva pero muda y no supe si eso era el cielo, el infierno, la vida eterna o la muerte transitoria; ¿y sabes por qué nunca le he visto?; porque sospecho que el Padre jamás nació, jamás fue creado; ésa es la pregunta que ni nuestro obispo, ni el letrado fray Julián ni el astrólogo fray Toribio ni nuestro pobre Cronista que tantas cosas imaginó, han podido jamás contestarme para aliviar mis propias imaginaciones y fortalecer mi bien probada fe: ¿quién creó al Padre?; ¿creóse el Padre a sí mismo?; ni el dogma ni el obispo ni el afán conciliador del fraile pintor ni la imaginación del Cronista ni las estrellas del astrólogo pudieron contestarme; contestóme a mí mismo: el Padre jamás nació, jamás fue creado; ése es su secreto, su diferencia, y sólo sabiendo esto entenderemos por qué fue capaz de crear: para que nadie se le pareciera.
—¿Debo escribir todo esto, Señor?
—Es más: puedes confirmarlo, si te atreves a subir, como yo, por esas escaleras que no conducen, como engañosamente nos indica nuestra mirada, al llano circundante, sino a los orígenes de todo, sí, escribe, Guzmán, que quede constancia: yo he estado en el origen y no he visto nacer al Padre. Mira hacia arriba, al final de la escalera de piedra; mira más allá del llano; ¿qué ves?
—Las tormentosas luces de esta mañana de verano.
—Atrévete a subir; toma mi espejo y dime qué ves en él, a medida que asciendes^ al detenerte en cada peldaño…
—Señor, no me pida que repita sublimes acciones que por ser suyas son inimitables; ¿quién soy yo…?
—Un mortal. Y por ello, como cualquier mortal, puedes conocer las moradas del creador; sí, puedes subir como yo, con fray Toribio nuestro estrellero, a la más alta torre para ver los cielos a través de los vidrios que su invención ha tallado a fin de penetrar con el ojo humano las opacidades del firmamento; hurgué los cielos con los aparatos mágicos del caldeo y en ninguno de los rincones de la cúpula que nos abraza pude encontrar la efigie del Padre nonato; y sin embargo, mirando a través de esos cristales, escuchando los nombres que fray Toribio da a las mansiones celestes y midiendo las distancias que entre cuerpo y cuerpo, estrella y estrella, polvo y polvo, calcula, vi que aunque el Padre era invisible, el cielo no estaba vacío; me dije que esas esferas y esas partículas disímiles no eran el Padre, pero sí la visible prueba de su descendencia creadora. Aunque también pensé, escuchando las explicaciones del fraile Toribio, que si su ciencia era cierta, entonces también era limitada, pues si los cielos son verdaderamente infinitos, como lo sostiene el estrellero, lo que los lentes podían mostrarme era sólo parte finita de esa inmensidad; y que si los cielos eran infinitos, el misterio de su carencia de límite no excluía la regla del principio creativo: en algún lado y en algún momento fue creado el primer cielo; y construido el primer cielo, de él se derivaron los siguientes cielos, semejantes al primero, pero cada vez más lejanos de él, hasta que la reproducción de los cielos, cada vez más pálida, cada, vez más tenue, como sucede con las repetidas calcas, pudo ser vista por nosotros. Conocemos, con todo y los cristales de fray Toribio, sólo el último cielo, Guzmán, la copia más imperfecta, la más alejada del modelo original aunque la más cercana a la tierra que habitamos, y temo que todas las cosas de nuestra tierra no sean sino el producto de la creación más cercana a nosotros pero más alejada del Padre, que sólo indirectamente nos creó, pues primero creó poderosos ángeles que a su vez crearon ángeles cada vez más inferiores que al cabo nos crearon a nosotros. Somos el resultado del desganado capricho de unos ángeles aburridos que no tuvieron más fuerza e imaginación que los necesarios para inventar la miseria humana. Pero así cumplieron el secreto designio del creador: que el hombre fuese lo más distante y lo más distinto del Padre original.
—El último acto de la creación fue la creación del hombre y del mundo, Señor; así lo atestiguan las Sagradas Escrituras.
—Que estando escritas, son; líbreme Dios de contradecirlas… mas no de enriquecerlas.
¿Podía estar ausente Dios del acto con que culminó la creación de todas las cosas?
—Calla mi voz, Guzmán; ¿cómo acallarás mi conciencia?
—Estos papeles que escribo sólo porque el Señor me lo pide…
—Escribe, Guzmán: el último acto de la creación no fue más que eso, el último; no el acto culminante, sino el acto del descuido, del tedio, de la falta de imaginación; ¿es concebible que el Padre, omnipotente, haya creado directamente esta odiosa burla que somos los hombres? De ser así, o no sería Dios, o sería el más cruel de los dioses… o el más estúpido. Piensa que así como nosotros, y no Dios, somos quienes a Dios nombramos y su nombre escribimos, nuestra pecaminosa soberbia nos hace creer y decir que Dios nos creé) a su imagen y semejanza. Entiéndeme, Guzmán; quiero purificar totalmente la esencia de Dios liberando al Padre creador del pecado supremo: la creación de los hombres; no podemos ser obra suya, no podemos, no… Déjame liberar a Dios del soberano pecado que le atribuimos: la creación del hombre.
—¿De quién somos obra, entonces, Señor?
El Señor calló un instante y tomó ese espejo de mano, el mismo con el cual había ascendido parte de los treinta y tres escalones que conducían de la capilla al llano; miró su estéril laguna capturada dentro de un marco de oro viejo, patinado, raspado por el uso de muchas manos anteriores a las del Señor que hoy poseía el objeto, sin saber cómo había venido a su cauda, ni quién fue su propietario anterior, y estuvo a punto de perderse en los vericuetos de este nuevo acertijo: remontarse al origen, no del Dios primero y nunca visto, del nombre que le damos ignorante, y a las ceremonias que en su nombre perpetramos ajeno, sino de este objeto que mantenía con una mano: este espejo, sus anteriores dueños, la línea de sus propietarios, el fabricante del hermoso utensilio, útil sólo para vernos a nosotros mismos y así confirmar nuestra vanidad o nuestra desolación: vida propia del espejo, de todos los espejos que duplican al mundo, lo extienden más allá de toda verosímil frontera, y a cuanto existe mudamente le dicen: eres dos. Mas si este espejo tuvo un origen, fue fabricado y usado y pasado de mano en mano y de generación en generación, entonces tenía un pasado, retenía las imágenes de cuantos en él se miraron, y no sólo era mágico dueño de un futuro: el que el Señor vio una mañana al ascender con él por las escaleras.
—Mira en mi espejo, Guzmán, dijo el Señor, y el espacio del espejo comenzó a transformarse, a percutir de cielo en cielo, como un tambor que a cada golpe de las manos descubre un velo anterior, y otro anterior a éste, y en cada espacio revelado por las disueltas capas de su azogue deja escuchar una nueva voz, voz de humo, voz de estrellas…
El espejo: ¿Qué podemos imaginar desde nuestra impotencia, nosotros que somos los últimos ángeles, los que nunca vimos a Dios Padre? Esto nos preguntamos los más humildes delegados del cielo. Y uno de nosotros, entre nosotros confundido, pues en este nuestro cielo inferior era imposible saber si nosotros los ángeles descendíamos de otros ángeles superiores o si alguno de nosotros era el ángel superior caído, Luzbel, Luzbel mismo nos recomendó:
—Inventemos a un ser que tenga la osadía de creerse hecho a semejanza de Dios Padre.
—Y así nacimos, Guzmán.
—Señor: para acertar, suplicad a Nuestro Señor Jesucristo sea servido de daros su favor y gracia por los méritos de la muerte y pasión que sufrió, por la Santísima Sangre que derramó en el árbol de la cruz por los pecadores…
—Sí, Guzmán, los pecadores, de cuyo número confieso ante su Divina Majestad ser yo el mayor, en cuya Fe he siempre vivido y protesto de vivir y morir, como verdadero hijo de la Santa Iglesia de Roma, por cuya Fe he mandado construir este palacio de paradojas, ya que si sus torres y cúpulas se levantan, impotentes, hacia los cielos, aspirando a un encuentro con el Padre que nos ha vedado su rostro, sus líneas rectas sobre un valle aplanado, su triste color gris, su perpetua dedicación al sufrimiento y a la muerte tienen el propósito de mortificar los sentidos y recordarnos que el hombre es pequeño y que su poder es una miseria comparado con la grandeza del Padre invisible; aquí digo, en esta pétrea austeridad por mí edificada: somos hijos de Luzbel y sin embargo aspiramos a ser hijos de Dios: tal es nuestra servidumbre y tal es nuestra grandeza; mira mi espejo, Guzmán, y escribe, escribe antes de que el Demonio me seque la lengua, Padre, Hijo y Espíritu Santo, un solo Dios verdadero, y duda, Guzmán, porque ni Pablo, ni Lucas, ni Marcos, ni Mateo tuvieron jamás la audacia de decir que Jesús era Dios; mira mi espejo, Guzmán, míralo si tienes ojos para ver y que su movedizo azogue nos transporte a esa tarde calurosa de la primavera levantina, penetra estas brumas de cristal y no mires en ellas tu propio rostro reflejado; mira…
El espejo: Mi perro está indigesto y yo no tengo humor ni paciencia para juzgar prolongadamente a uno de tantos magos de la Judea que se pasean anunciando catástrofes y portentos: el fin de Roma, la libertad del pueblo hebreo, no, mi perro enfermo y una pesada canícula y un delator más, uno más entre los espías colocados por mí, y colocados por cientos, en los conciliábulos de la nación judía; le pagaré los acostumbrados treinta dineros; yo Pilatos podría ser otro, llamarme Numa o Flavio o Teodoro, cumplir mis funciones como tantos otros procuradores las han cumplido o las cumplirán después de mí, es normal, yo uno más juzgando a uno más de los magos que durante siglos han repetido las mismas profecías a falsos seguidores que durante siglos los han delatado ante nosotros, las autoridades secularmente deseosas de mantener el orden a todo trance.
—Seamos razonables, Guzmán, y preguntémonos por qué hemos aceptado como verídicos sólo una serie de hechos cuando sabemos que esos hechos no eran singulares, sino comunes, corrientes, multiplicables hasta el infinito en una serie de tramas repetidas hasta el cansancio: míralos, míralos desfilar, interminablemente, siglo tras siglo, en la luna de mi espejo. ¿Por qué, entre centenares de Jesuses, centenares de Judas, centenares de Pilatos, escogimos sólo a tres de ellos para fundar la historia de nuestra sacra Fe?; pero también de estas explicaciones debes dudar, Guzmán, duda de lo sobrenatural explicándolo racionalmente, pero duda también de lo que parece natural buscando la explicación mágica, salvaje, irracional, pues ninguna se basta a sí misma y ambas viven una al lado de la otra, como vivió un Dios llamado Cristo al lado de un hombre llamado Jesús: pronto, Guzmán, míralos, los dos juntos, Jesús el hombre y Cristo el Dios, míralos en mi espejo; lo cubre el humo; las imágenes son tragadas por el tiempo; nadie recuerda…
—Señor: quiero demostraros mi lealtad. Quememos estas palabras, pues si la Inquisición las leyese, no bastaría todo vuestro poder para…
—¿Te tiento, Guzmán? ¿Sientes, al tener estos papeles entre tus manos, que podrías canjearlos por mi poder?
—Insisto, Señor; quemémoslos; acábense las dudas…
—Quieto, Guzmán, déjame gozar en esta hora de mi poder conduciéndolo hasta la herejía, impune o punible; punible porque destruye un cierto orden de la Fe, el que por casualidades de la política paulina y sordas sumas del compromiso y la intransigencia, ha triunfado; impune, en verdad, porque la herejía recoge y recuerda todos los ricos y variados impulsos espirituales de nuestra Fe, a la que jamás niega, sino que por lo contrario multiplica sus magníficas oportunidades de ser y convencer. Tan cristianos son, Guzmán, Pelagio el vencido como Agustín el vencedor; tan cristiano, Orígenes, el deudor castrado, como Tomás de Aquino, el acreedor seráfico. Y si hubiesen triunfado las tesis heréticas, los santos serían hoy los herejes y los herejes los santos y ninguno, por ello, menos cristiano. Luchemos, no contra la herejía, sino contra la abominación pagana e idólatra de las salvajes naciones que no creen en Cristo: no creen, al grado de que reniegan de él, así de su divinidad como de su humanidad; los cristianos creemos en él porque debatimos si fue divino y humano a la vez, o sólo divino o sólo humano: nuestra obsesión le mantiene vivo, siempre, vivo; escribe, Guzmán, escribe, borra de mi espejo la monstruosa imagen del procurador de Tiberio César, abre la boca, Guzmán, y llena de vaho mi maldito espejo para que no vea más la cara de Poncio Pilatos, verdadero fundador de nuestra religión, y su verdadero dilema…
El espejo: Pues yo fui el único que conocí a los rivales, el hijo de Dios y el hijo de María, conducidos ambos ante mi presencia aquella tarde ardiente en Jerusalén. ¿Cómo distinguir a uno de otro, en las sombras vespertinas de este salón de fresca cantera y blancos cortinajes que me aíslan de la hirviente primavera del desierto, cómo escucharles, cerca de este patio de palmeras ondulantes y rumorosos manantiales?, ¿cuál de los dos debe morir, éste que se llama Cristo y dice ser hijo de Dios, o éste que se llama Jesús y dice ser hijo de María?, ¿Cristo que reclama la humanidad de sus actos divinos o Jesús que proclama la divinidad de sus actos humanos?, ¿éste que promete el reino de los cielos o éste que promete el reino de los judíos?, ¿cuál es el más peligroso, cuál debe morir, cuál debe suplantar a Barrabás en la cruz? Debo escoger a uno solo; es igualmente aventurado asesinar a más de un profeta o liberar a más de un ladrón; la justicia debe ser equilibrada a fin de disfrazar la naturaleza criminal de sus decisiones. Pero lo cierto es que pesan demasiado en mi ánimo, esta tarde, la enfermedad de mi perro, la pesada digestión en el verano, las sombras reunidas para combatir el calor, las distracciones externas de las fuentes claras y los dátiles cayendo de los brazos pródigos de las palmeras. Tengo sueño, estoy aburrido, preocupado por el perro; este clima no es bueno para tomar decisiones; se amodorra uno; el mar y el desierto; Roma se ha extendido demasiado lejos de su centro, la vigilancia se vuelve difícil, las instituciones se quiebran y adelgazan; ¿quién me pedirá cuentas?; ¿a quién puede interesarle, en Roma, esta historia?
—Guzmán: ¿fue fundada nuestra religión por un error de la policía romana? Anatema, anatema sea quien distribuya entre dos caracteres o personas las expresiones atribuidas a Cristojesús en los Evangelios, aplicando una parte de las palabras y los actos al hombre y otra parte al Dios.
El espejo: ¿A cuál de los dos condené, a cuál de los dos presenté ante el pueblo murmurando: «He aquí al hombre», habiendo decidido que uno de ellos era el hombre y el otro el Dios, a cuál de los dos juzgué menos peligroso, a cuál de los dos condené? ¿Cómo no dudar ante los mellizos idénticos, los dos magos igualmente barbados, intensos, elocuentes, famélicos? ¿Cuál de los dos? ¿Cómo iba yo a saberlo? Uno moriría en la cruz, y al condenarlo creí que en realidad, y no sólo simbólicamente, me lavaba las manos del problema. La muerte ejemplar del uno daría caución al otro y escarmiento a todos esos profetas judíos tentados de imitarle. ¿Cómo iba a imaginar la sutil trampa preparada por los llamados Cristo y Jesús? Lino moriría, sí, en la cruz, sufriendo; pero el otro representaría, dos días después, la comedia de la resurrección. ¿Cómo iba a saberlo? ¿Y cómo saber, entonces, cuál de ellos murió y cuál vivió para resucitar en nombre del muerto? Sólo me lo diré a mí mismo, en secreto: fue crucificado Cristo el Dios y realmente murió, pues si yo, Pilatos, no hubiese condenado a muerte a un Dios, mi vida no tendría sentido; en nombre del César pude matar a un ladrón; pero si maté a un Dios, la memorable gloria es mía, sólo mía. Y fue el cuerpo inerte del Dios por mí crucificado, el cuerpo para siempre inútil, el que fue arrojado por esos sus seguidores a las aguas del Jordán, con pesas amarradas al cuello y a los tobillos para que no flotara, al encontrarlas, en las aguas del Mar Muerto. Pero no debieron preocuparse, pues el cuerpo se desintegró velozmente, añadiéndose a los légamos del valle del Ghor; una somera pesquisa por mí encargada así lo atestigua. Y en cambio Jesús el hombre… mis espías me lo contaron: asistió a la muerte de su doble, guiñándole el ojo a Juan de Patmos, a María la madre y a Magdalena la hetaira, salvado de la cruz por una humanidad que yo juzgué inocua y luego se escondió, con un puñado de dátiles, una botella de vino y una hogaza de pan, en la tumba reservada para la víctima, y de ella emergió dos días después, pero ya no pudo reunirse con su madre, su amante, sus discípulos. Esto temí: que reapareciera, que reiniciara sus actividades de profeta y agitador, burlándose así de la ley de Roma como de la ley de Israel, de mi indirecta condena al entregarle a los judíos como de la directa condena de éstos al decidir su crucifixión; esto sí que hubiese roto el delicado equilibrio entre los poderes romanos y los poderes judíos; esto sí que hubiese llegado, no mereciéndolo el simple trámite administrativo de la crucifixión, a la atención de mis superiores en Roma; esto sí que hubiese dado al traste con mi carrera. Eso pensé a los dos días de la muerte de Cristo el Dios, cuando sus discípulos anunciaron que había resucitado. Fui cauto; esperé antes de actuar. Los discípulos dijeron que su maestro había ascendido a los cielos. Respiré; había temido que el milagro no fuese éste, tan improbable, sino la fehaciente continuidad de la agitada carrera del otro en las tierras de mi jurisdicción. Pero si el actor de la muerte en la cruz se perdió en las aguas del desierto, el actor de la resurrección, a fin de hacer creíble su ascenso a los cielos, tuvo el buen gusto de perderse en el desierto sin aguas. De Egipto llegó, siendo un niño; a Egipto regresó y allí, por largos años, ocultóse en las callejuelas perrunas y arenosas de Alejandría, enmudecido, impotente, andrajoso, viejo, mendicante, inutilizado para siempre por su propia leyenda, para que su leyenda viviera y se esparciera en las voces de Simón y Saulo; y dicen que muy viejo ya, sin más oportunidad para saciar su apetito legendario que la de convertirse en un anciano errabundo, en un viejo judío sin patria ni raíces, pudo llegar a Roma, bajo el reino de Nerón, hijo de Agripina y Domicio Ahenobarbo, y allí asistió en los circos a la muerte de quienes morían en nombre de su leyenda. A él también, entonces, le había yo condenado a la muerte: a la muerte testimonial de quien, errante, sólo puede asistir, sin decir su nombre, a la muerte de quienes mueren en su nombre o contra su nombre. Peregrino hebreo, yo te conozco; eres Jesús el hombre, condenado a vivir siempre porque no moriste en el instante privilegiado del Calvario. Lo sé porque te acompaño, estoy siempre a tu lado, estoy condenado a ser algo peor que tu verdugo: tu testigo. Murió el Dios. Vivimos tú y yo, los fantasmas de Jesús el hombre y Pilatos el juez.
—Condenados por el cruel Padre nonato a vivir siempre, Guzmán, como a Cristo el Dios su padre le condenó a vivir siempre, ahorrándose así la rebelde divinidad de un nuevo Luzbel, pues Pilatos, desde las ocres profundidades del cuadro de Orvieto, reflejado en el espeja que ahora muestro al cuadro, dice verdad: fue crucificado Cristo el Dios y realmente murió, abandonado para siempre, una vez cumplida su representación, por el Padre fantasma. Y esto es lo que Pila tos no supo: que el creador omnipotente no podía tolerar el regreso al cielo de un posible contrincante, de un nuevo Luzbel que había conocido los detestables misterios y necesidades de la humanidad caída y que podría contaminar la pureza sin tiempo ni ambiciones del cielo eterno; fue el Padre quien condenó al Hijo, Guzmán, no Pilatos, no los escribas ni los fariseos; el Padre abandonó, asesinándole, al Hijo; el Hijo de Dios sólo podía venir a la tierra para morir en la tierra. Así ahorróse el Padre, te digo, a un rebelde en el cielo; pero también se ahorró la necesidad de mostrar su propia faz: Jesús el hombre lo haría para siempre en su nombre y en la historia. Y así tú cree conmigo, Guzmán, que la razón es el intermediario entre Dios y el Demonio, ya que ni los males de éste ni las virtudes de aquél serían tales o nos afectarían sin el auxilio de la razón; nos limitaríamos, Guzmán, a aceptar los males como hechos y las virtudes como misterios; y entonces, ¿me entiendes?, yo volvería a nacer de vientre de loba y sería cazado en estas mismas tierras por mis propios descendientes; yo quiero el cielo y el infierno prometidos, Guzmán, quiero condenarme o salvarme para toda la eternidad, quiero la parcela de total inexistencia que el Padre le negó al Hijo y al Hombre, a Cristo y a Jesús, no quiero regresar con garras, colmillos y hambres a este mundo: no quiero que mi muerte sea el abono material de una nueva vida, de una segunda vida, de otra vida, sino eso: mi muerte absoluta, mi absoluta remisión a la inexistencia, a la incomunicación hermética con toda forma de vida; éste es mi proyecto secreto, Guzmán, óyeme: construyamos el infierno en la tierra para asegurar la necesidad de un cielo que nos compense del horror de nuestras vidas; el horror que damos y el que nos dan… Dudemos entonces de nuestra propia Fe, siempre dentro de ella, para merecer primero el infierno en la tierra, la tortura, la hoguera, contra nosotros por herejes, contra las bárbaras naciones por idólatras; y sólo así, liberando primero las potencias del mal en la tierra, mereceremos, algún día, la beatitud del cielo en el cielo. El cielo, Guzmán: olvidar para siempre que una vez vivimos. ¿Qué hiciste de mi fiel alano Bocanegra?
—Señor: ya os lo he explicado. Tenía rabia.
—Jamás conoció su hora de gloria. Murió sin poder defenderme. Vivió adormilado, embrutecido, a mis pies. Pobrecito mi fiel Bocanegra.
—Era el perro fantasma.
—¿Quieres decir que ésa fue la gloria que tanto esperó? ¿Por eso lo mataste aparejado para la cacería suprema?
—Quizás.
—Tú lo mataste.
—Era mi deber, Señor. Tenía rabia…
—Nadie lo certifica más que tú.
—Era preciso; espantaba a las monjas, a los obreros; ya vio usted el loco mal de madre que les vino a las religiosas; usted mismo sintió su amenaza; las sórores y los trabajadores de la obra se miran a hurtadillas, Señor, se excitan; los contagios pueden pasar de los claustros a los tejares con facilidad…
—¡Ay! Ahora que me falta, siento que ese can era mi único aliado, mi único guardián…
—Amodorrado se la pasaba; había perdido el gusto de la montería.
—¿Murió siquiera en gracia de Dios?
—Era un perro, Señor. ¿Qué sabemos…?
—¿Sin dolor? ¿Qué sabemos? ¿Era uno de mis antepasados? ¿Por eso era tan cercano a mí, pretendía advertirme contra los peligros, jamás me abandonaba, jamás, salvo para protegerme…? ¿Por qué salió corriendo aquel día de mi tienda en el monte? Al regresar, traía la arena de la playa en las patas, en la herida… ¿Quién le hirió?
—Era un perro. Señor. No hablaba.
—¿Qué quería contarme, pobre bruto, pobre, fino, supuestamente fiero alano? ¿Era uno de mis parientes? ¿Hemos enterrado aquí el cuerpo inerte de un príncipe muerto hace siglos sin saber que al mismo tiempo matábamos, en mi can maestro, su alma resurrecta, viva, dotada, aunque hubiese perdido la sabrosura de la sangre de jabalí, de altos merecimientos como son la fidelidad, dime, Guzmán, la indudable adhesión a mi persona? No me mires así, vasallo, nada te reprocho; escribe, escribe mi testamento: En nombre de la Gloriosísima siempre Virgen María Nuestra Señora, mira, pronto, Guzmán, mira conmigo las escenas que pasan por el cuadro de Orvieto…
El cuadro: Madre del hijo del carpintero, todo lo recuerdo como un sueño, no sé dónde está la verdad, no lo sé ya y no lo supe nunca, no sé si me preñó el carpintero, o algún gozoso aprendiz del viejo artesano José con el que me casaron siendo yo una muchachita, o algún viajero anónimo que se detuvo a pedir agua para sus camellos y a contarme historias encantadas, yo casada con José el carpintero, yo madre del niño… yo, la verdadera hija de la Casa de David, y no el carpintero: las historias dirán lo contrario, porque son escritas por los hombres: yo, la mujer, hija de David…
—Mira cómo se mudan las formas, mira cómo giran y avanzan y salen y entran las figuras, como por un lujoso retablo, mira al niño convertido en hombre, míralo en compañía del Espíritu Santo que desciende en forma de paloma para acompañarle el día de su bautizo en las aguas desérticas del Jordán; mira el fluyente y ardoroso río que ahora cruza de extremo a extremo el cuadro que miramos, Guzmán, y duda, imagina a un carpintero impotente y ve la minúscula escena que se desarrolla allá arriba, sobre esas rocas y bajo ese humilde tejar, en una esquina del cuadro.
El cuadro: Él me besaba, sólo me besaba, me decía que estar casados era esto, unos besos bruscos, jadeantes, angustiosos, estériles como los caminos del Sinaí, él lo decía y por eso cuando vio crecer mi vientre me repudió; yo era de la casa de David, sus antiguos secretos, en nosotros se reúnen muchas sabidurías, líquidas, fluyentes recetas de los ríos, el Nilo y el Tigris, el Ganges y el Jordán, un solo caudal de viejas memorias, de mágicos conocimientos nacidos a orillas de las aguas donde los hombres fundaron las primeras ciudades, catorce generaciones desde el cautiverio de Babilonia, de noche le serví filtros delirantes al carpintero iletrado y le hice soñar con los ángeles cercanos, priápicos, sobornables, luciferinos del cielo más cercano, el que todas las mujeres podemos ver a simple vista, el corrupto cielo que tenemos a la mano, el cielo de los cuerpos; en el sopor del cuerpo hice que esos falsos ángeles visitaran al carpintero y en el sueño le hiciesen creer que yo había sido preñada por el Santo Espíritu y que daría a luz al hijo de Dios, el anunciado Mesías, el descendiente de David el Rey.
—Escucha la carcajada de los ángeles, Guzmán, escúchala retumbando de cielo en cielo, a lo largo de los años que para el padre fantasma son instantes, hasta que el Padre nonato —mira su pérfido ojillo triangular allá arriba, en el centro superior del cuadro que contemplamos y nos contempla— se entera de la descomunal broma y decide avalarla enviando, en el instante de su capricho, a la paloma.
El cuadro: ¿No ves una luz que rodea nuestros cuerpos inmersos en el río?, ¿no oyes un aletear de ave invisible, Juan?, bautízame, Juan, maestro, quiero ser hombre contigo, Juan, muéstrame el camino de la vida, Juan, mi madre dice que soy hijo de Dios, Juan, pero junto a ti me siento sólo un pobre galileo, débil, humano, demasiado humano, ansioso de gustar los frutos de la vida, aburrido de tantas horas de lúgubre estudio bíblico, la disciplina impuesta por mi madre, lee, debes saberlo todo, desde niño, asombra a los doctores, debes desempeñar bien tu papel, no puedes ser un hombre torpe e ignorante como tu padre, bautízame, Juan, báñame, Juan, tómame entre tus brazos, Juan, en mi sangre se mezclan la humildad iletrada de un carpintero con la soberbia sabiduría de una casta de reyes, dime qué hago con esta doble herencia de esclavo y rey, Juan, ayúdame a conducir a los esclavos y a humillar a los reyes, Juan.
—Mira la paloma, Guzmán, que se posa en la cabeza, sí, del humano, sí, demasiado humano, sí, galileo, sí, el día de su bautizo que quizás sólo fue el día de sus nupcias sodomitas con Juan el Bautista que quizás era un hombre bello que quizás murió, como el otro día murió el muchacho quemado aquí junto a las caballerizas, por sus amores nefandos con el hijo del carpintero y en consecuencia por los combinados despechos de las mujeres que le deseaban pero nunca pudieron seducirle: Herodías y Salomé, la vieja y la joven náyades de la corte de Israel; mira, Guzmán, velo en el cuadro: cómo se acerca la figura del Cristo sin luz a la de ese hombre vestido con una breve túnica de pieles, cómo se toman de la mano, se abrazan, se besan en la boca… cómo consuma el Bautista las bodas con Jesús, lo que yo pido en mis oraciones, el divino amplexo, el castísimo ósculo…
—Señor: por menos dichos han muerto en estas tierras otros hombres, clavados a la estaca que por los fondillos les penetró, rasgándoles las entrañas hasta salir por la boca o el ojo, ya que estas similitudes invocan vuestras fábulas…
—Calla y mira; calla y entiende; mira a Jesús, nacido de María y padre ignoto, visitado por Cristo, enviado del Padre fantasma nonato; sólo a partir de ese instante bautismal en el río ambos conviven; pragmático Cristo, Guzmán: óyelo…
El cuadro: Haré rápidamente lo que tengo que hacer y negaré en cada oportunidad que se me presente a mis padres terrestres para que todos comprendan que mis virtudes y mis milagros no son de este mundo ni lo serán jamás; para ofrecerles a los hombres la imagen de Tántalo, para invitarles a beber el agua y comer los frutos que, apenas alarguen la mano o abran la boca, huirán de su sed y de su hambre.
—Ésta es la broma, Guzmán; para recordarnos su desconocida y olvidada existencia anterior a todo cielo y a toda creación, el Padre fantasma envía a su imposible representante, lo mete dentro de la piel de un hijo del populacho hebreo, ofrece la desvanecida ilusión de una virtud que calca la de un Padre que jamás nació, Guzmán, que jamás supo lo que significa temblar de miedo, suspirar de placer, anhelar, envidiar, despreciar lo que se tiene cerca y correr locas aventuras por lo que jamás podrá alcanzarse, que jamás supo lo que es eyacular, toser, llorar, cagar, mear, Guzmán, lo que tú y yo y el fraile y el Cronista y el obispo y el estrellero y los sobrestantes y oficiales y herreros hacen… hacemos.
El cuadro: Tiemblen de miedo, suspiren de placer, anhelen, envidien, eyaculen, tosan, caguen, meen, lloren, y atados a tanta miseria intenten, además, imitarme; pero si atados a la pasión, a la fragilidad y a la basura de la tierra logran, a pesar de todo, despreciar lo que tienen cerca y correr locas aventuras por lo que jamás podrán alcanzar, entonces sí, entonces sí, en verdad os digo, no sólo me imitarán, entonces me superarán, serán lo que yo nunca pude ser, estiércol y coraje, polvo enamorado.
—No, no oigas al falsario, Guzmán, no es cierto, la crueldad de Cristo es demostrarnos que nunca podremos ser como él, la crueldad del excremento es que a todos nos iguala, y entre ambas crueldades intentamos construir una diferencia personal que nos identifique: eso hacen mi madre mutilada y ese falso príncipe que ha traído en su séquito, ese falso heredero, tan falso como Cristo el divino lo era para la humanidad de Jesús en cuyo cuerpo se introdujo.
El cuadro: Tan falso como tú, Jesús, lo eres para mi divinidad de Cristo: sin consultarte, me he apropiado de todas las culpas, defectos y necesidades de ese cuerpo, el tuyo, Jesús, escogido entre miles; mi Padre ha metido a su fantasma dentro de tu carne mortal, hijo de María, a fin de ofrecer a los hombres el espejismo de una virtud imposible; pero apenas sienta el vinagre en la garganta, te lo advierto, apenas sienta las espinas en la frente, abandonaré tu cuerpo y te dejaré en manos de la crueldad humana.
—Mira el cuadro de Orvieto, Guzmán, atiende su sutil movimiento y sus sutiles frivolidades italianizantes, mira cómo se transforma un cuadro de intención piadosa en escenario de un drama de entradas y salidas imprevistas, mira cómo los veleidosos artistas de la otra península desplazan las sacras representaciones de los atrios eclesiásticos a estos profanos teatros de ilusorios espacios, cortinajes, arcos y sombras y ficticias luces, mira cómo entra a la escena ocupada por el hombre Jesús un doble a él idéntico, lo abraza, lo besa, y ambos cuerpos parecen fundirse en uno solo para representar la comedia del maestro de burlas, el Padre nonato. Multiplica las dudas, Guzmán, relata todas las posibles historias y pregúntate otra vez por qué escogimos una sola versión entre esa baraja de posibilidades y sobre ella fundamos una Iglesia inmortal y cien Reinos pasajeros.
—Vos encabezáis uno de ellos, Señor; haced por no perderlo.
—Te digo que dudes, Guzmán: el cuerpo humano de Cristo era un fantasma, sus sufrimientos y muerte fueron mera apariencia, pues si sufrió no era Dios y si era Dios no pudo sufrir. Duda, Guzmán, y mira la representación que ante nuestros ojos, dentro del marco de ese cuadro, tiene lugar.
El cuadro: Si soy Dios no puedo sufrir; si sufro no soy Dios; bástanme el vinagre y las espinas; ahora me sacarán de la celda, me conducirán por los hondos pasajes de la sombra hasta la gran puerta donde deberé cargar mi propia cruz y ascender penosamente a esa polvosa colina, tantas veces vista en mis sueños, donde ya se levantan, como raíz de mi destino, otras dos cruces; milagros, milagros, ahora es el momento de concentrar todos mis poderes de transfiguración, de convocación, de prestidigitación, si pude hacerlo para llenar de vino las ánforas de Canán, para multiplicar los peces y revertir las horas de Lázaro, ¿cómo no he de hacerlo ahora, cuando por la rendija del dolor puede colárseme mi propia divinidad? Mientras me daban vinagre a beber, mientras me azotaban y me coronaban de espinas, evadí el sufrimiento pensando intensamente en un hombre manso, rudo, y por ello receptivo, Simón el de Cirene, invocándole para convocarle a mi lado, rogando intensamente, con la misma intensidad con que rogué a Lázaro que renunciara a la apacible muerte y aceptase la agitada vida mediante el sencillo recurso de suicidarse en muerte, rogando así para que Simón me escuchase desde lejos y se presentase a la hora y en el lugar y con los socorros necesarios; esa tarde fui conducido entre guardias a lo largo de los oscuros y musgosos pasajes que llevan de las celdas a la gran puerta del pretorio, mi mirada penetró la oscuridad, mi nariz olfateó pescado y ajo y sudor: Simón me había escuchado desde lejos, Simón había venido vestido como un simple vendedor de vituallas, cargado de verduras y peces, a obedecerme: a sustituirme; fingí una imprevista caída; los guardias perdieron su marcial compás, se detuvieron, se regresaron, se adelantaron, giraron sobre sí mismos, confundidos, me golpearon, golpearon e injuriaron al Cirenaico que ya había tomado mi lugar, que ya cargaba la cruz mientras yo cargaba las cebollas y los peces secos y salados, los ofrecía a los centuriones, era rechazado, la procesión seguía camino y yo agradecía la ceguera del amo extranjero ante la raza extraña y sometida, pues si nosotros sabemos distinguir el rostro de cada opresor extranjero ya que en ello nos va la vida, ellos nos miran como lo que somos: una masa de esclavos, sin fisonomías individuales, cada uno indistinguible de todos los demás… Luego, esa misma tarde, pude mirar a Simón crucificado en la ignorancia y el error; pude contemplar mi propia tortura y muerte, pues los centuriones, los apóstoles, Magdalena y María y Juan de Patmos creían que Simón era yo; y yo, al penetrar con la mirada las encontradas ráfagas de granulado sol y tormentosa sombra, vi a Simón el Cirenaico en la cruz y no pude creer lo que veía: en el gesto de la agonía, el manso y burdo hombre de Cirene había asumido mis propias facciones; las suyas quedaron estampadas con un doloroso sudor en el pañuelo de la Verónica. Y así yo Jesús, fui el testigo en el Calvario de la crucifixión de Simón y éste fue mi más milagroso, aunque menos difundido, hecho.
—Pero mira, Guzmán, con qué rapidez gira el escenario del cuadro, se mantiene el telón de fondo pero cambian de ropajes las figuras, se desplazan los elementos del decorado, el invisible, cruel y caprichoso retablista ordena de manera nueva su relato y ahora nos hace ver esta nueva representación.
El cuadro: Ni divinidad ni milagro: soy un agitador político palestino; convenzo a mis acompañantes y familiares de que la apariencia de un martirio es indispensable para nuestra causa; echarnos suertes para decidir quién ha de delatarme a las autoridades y quién ha de suplantarme si, como lo espero, soy condenado a morir. Las suertes favorecen a Judas y a Simón de Cirene. Nuestro grupo es reducido por razones de seguridad, movilidad y pureza de convicciones; pero también porque lo integramos hombres muy similares físicamente. De esta manera, podemos disfrazarnos unos de otros, aparecer simultáneamente en diversos lugares con el nombre genérico de Mesías y asombrar al populacho ignorante con falsos milagros ejecutados organizadamente no por uno, sino por varios compañeros, pero siempre atribuibles a mí, que soy el símbolo de la rebelión y su autor intelectual. Sólo en esto me distingo de mis compañeros; mi madre me obligó a quemar tardías velas sobre los escritos sagrados; yo articulé la espontánea rebeldía de mis iletrados compañeros y le di cauce, organización e ideas. Lamento que Judas y el Cirenaico hayan sido los elegidos por el azar. Hubiese preferido perder a Pedro, el más inseguro y débil entre todos, o a Juan de Patmos, demasiado fantasioso para ser políticamente efectivo. Pero los sentimientos no deben intervenir en estas decisiones que superan nuestros gustos y disgustos personales. Así, todos seguimos por el camino de la cruz a un sosias dispuesto a dar la vida por mí y por mi causa; allá vamos todos fingiendo llanto y desesperación; fingiendo hasta cierto punto, es verdad, pues Simón el de Cirene es un hombre bueno y un luchador leal, aunque dispensable; llanto y desesperación a fin de engañar a las autoridades, cimentar la leyenda subversiva y luego retirarnos todos los actores del drama a la oscuridad de la cual emergimos por poco tiempo a fin de representar el auto de la insurrección individual de los esclavos contra la ética colectiva de Roma y contra la pesada tradición de Israel. Esa tarde en que el clima tan oportunamente colaboró con nosotros, esa tarde iniciada en el calor, el sol y el polvo y terminada en la tormenta, la noche prematura y la inmóvil violencia de las piedras, era necesaria para que la rebelión volase con las alas de la leyenda sacrificial. Sólo del sacrificio nacen mundos nuevos. Pero siempre han sido hombres los sacrificados. A mí se me ocurrió: sacrifiqúese a un Dios. Del sacrificio humano nacieron los antiguos dioses y su historia divina. Del sacrificio divino nacería la historia humana. Fue una inversión muy efectiva; valió la pena. Mi destino y el de mis seguidores no importan. Nadie volvió a saber de nosotros. Pero nadie dejó de saber lo ocurrido esa tarde en el Golgota. Nuestra creación se llama la historia.
—No dudes más, Guzmán: el alma de Cristo abandonó el cuerpo sufriente de Jesús, quien al morir era sólo, de nuevo, el hijo de María y padre ignorado. Escribe, Guzmán, escribe el texto capitular de mi testamento, dictado hoy, el día del entierro final de todos mis antepasados a los cuales algún día habré de unirme, escribe: En el nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo que son un ser solo y único, tres nombres adheridos a una sola sustancia, como una sola sustancia son el cuerpo, la inteligencia y el alma de cada hombre, y si de esta existencia unitaria aunque misteriosa en cada uno de nosotros no dudamos, ¿por qué hemos de dudar de la sustantiva unión del dogma: inteligencia el Padre, cuerpo el Hijo y alma el Espíritu Santo, como el Sol, sustancia única que se manifiesta en la luz, el calor, y el orbe en sí: luz el Espíritu, calor el Hijo, orbe el Padre? Así fue emitido el Hijo un día, como un rayo de luz; y de esto duda también y cree en lo que nos dice ese cuadro que, te lo dije, nos hablaría mientras le hablamos, mira su espacio súbitamente vacío, o invadido de una luz tan blanca que todo lo borra, todo lo ciega, todo lo convierte en negra ausencia…
El cuadro: Por ser Dios soy único; y Yo, ese único Dios, fui quien descendí sobre María la virgen y la preñé y de ella nací Yo, el Dios único que antes nunca había nacido; yo, Padre de mí mismo; yo, Hijo de mí mismo: Dios único, indivisible, Yo mismo sufrí y Yo mismo morí, los hombres crucificaron al Dios único, al Padre que soy Yo.
—Y así aceptarás, Guzmán, que por la aritmética más simple sangra esta nuestra cristiandad que con el arma del demonio pretende explicar lo inexplicable, en vez de vencer para siempre al demonio negándole la tentación racional, arrebatándole las espadas de lo prohibido, aceptando que todo es magia, que todo es misterio, que todo es libertad intelectiva de unos cuantos, fieles, perseguidos, eternamente heréticos, eternamente inconformes: el triunfo de Dios, Guzmán, es la ínfima comunidad cristiana perseguida siempre, jamás triunfante; el cristianismo existe porque Jesús fue derrotado, no porque Constantino triunfó; yo conozco la tentación de Nerón, la sueño a veces, me pregunto si para fortalecer mi Fe no hay, en verdad, más que dos caminos: ser perseguidor o ser perseguido…
—Usted, Señor, mandó matar a las turbas levantiscas en el alcázar de su padre y encabezó a los ejércitos en las cruzadas contra los herejes valdenses, abelitas, adamitas y cátaros. ¿A quiénes, entonces, persiguió?
—Alivia mi pesado espíritu, Guzmán; quizás esa mínima comunidad de los verdaderos cristianos se refugia en el alma de los locos y los rebeldes, de los niños y los enamorados; de los que viven sin necesidad de mí o de la Fe… y al perseguirles y matarles he fortalecido, quizás, sin saberlo, esa Fe.
—Sois el Defensor; así lo proclaman vuestras batallas, escudos y leyes; así lo dice una Bula.
—Sí, sí, el Defensor, sella mi boca, Guzmán, como sellarás mi testamento al terminarlo y repite conmigo, ya, ahora mismo, de rodillas, la verdad invariable: Creemos en un Dios, Padre sobrenatural, artífice, creador y monarca providencial del Universo, de quien provienen todas las cosas, y en un solo Señor Jesucristo su hijo, Dios procreado por el Padre antes del comienzo del tiempo, Dios del Dios, totalidad desprendida de la totalidad, unidad de la unidad, rey del rey, señor del señor, verbo encarnado, sabiduría viviente, luz verdadera, camino, resurrección, pastor, puerta, esencia, propósito, poder y gloria del Padre: imagen invariable de la deidad, imagen insustituible, imagen única que ningún infiel podrá trocar por la de la piedra hosca y sus horripilantes muecas: tu imagen, Señor, es la dulce faz del óleo italiano que me contempla mientras arrodillado te alabo y te nombro y ninguna otra puede ser: Dios creador, divino Cristo, humanísimo Jesús, pero sólo con ese rostro consagrado por la tradición y nunca con las máscaras de piedra de los ídolos salvajes: los que intenten cambiar tu rostro, Dios mío, verán sus obras quemadas, derrumbadas, destruidas por la cólera y la piedad reunidas de mis ejércitos; nunca más se levantarán nuevas Babilonias para deformar tu dulce efigie, mi Dios. Repite este credo conmigo, pues si la duda transforma el dogma trinitario o macula la concepción de María o separa la divinidad de Cristo de su humanidad o cambia el preciosísimo rostro de Jesús, avasallados por las herejías que aquí he expuesto a fin de exorcizarlas, entonces yo perdería mi poder y lo ganarían los locos, los rebeldes, los niños y los enamorados; y no es que no lo merezcan, no: es que no sabrían usarlo, les sería inútil y, sobre todo, les sería contradictorio: dejarían de ser, al tenerlo, lo que son: niños y locos, enamorados y rebeldes. Mejor esto, mejor yo, mejor un solo dogma, cualquiera, que un millón de dudas y debates, cualesquiera. Entiende ahora el razonado concierto de mi aparente sinrazón, Guzmán: las dudas quedan consignadas a un papel, por mí dictado, por ti escrito. Allí son, porque escritas quedan; pero quedan en posesión mía, como negro envés de la verdad luminosa de la Fe, y no andan sueltas y regadas, llevadas y traídas por el viento de la tentación y el rumor incoherente de la, burla. Incorporemos el mal a nuestro conocimiento, Guzmán, y será apenas contraste y advertencia saludable para la vida de la verdad y el bien. Escribe mis palabras, Guzmán: el mal es sólo lo que desconocemos; sólo lo que nos desconoce es el mal; y es ese mal desconocido y que nos desconoce, insumiso, irreducible a nuestra posesión mediante la escritura que es nuestro privilegio, el que debemos extirpar sin misericordia.
—Amén, Señor, amén.
—Paz y pronta muerte, Guzmán. Más afortunado que nosotros fue Bocanegra; lo que pedimos, él ya lo obtuvo.
—El Señor es injusto conmigo. Sólo cumplí con mi deber, como lo cumplo ahora, escribiendo las palabras del Señor.
—Y yo, en verdad, nada te reprocho. Ven, Guzmán, acércate; déjame decírtelo al oído…
—Señor…
—Ese perro me atacó en la escalera… una mañana… me ataco… me desconoció… por eso le arranqué las vendas… para defenderme de él… y tú lo curaste, Guzmán… tenías razón; tenía rabia… Tú lo curaste mientras no lo supiste; lo mataste al saberlo… Leal, eficiente Guzmán; gracias, Guzmán, gracias por hacer lo necesario mientras yo hago lo indispensable; gracias; nada te reprocho…
—Señor: os lo ruego: pongamos punto final a vuestras palabras. Hoy es un día memorable; habéis reunido a todos vuestros antepasados en vuestro propio palacio, para ello erigido; habéis, así, levantado a vuestra dinastía por encima de todas las de esta tierra. Reposad, Señor; vuestras palabras las dicta la fatiga del alma…
—Guzmán, Guzmán, qué intolerable dolor… ven, ponme la piedra roja en la palma de la mano… Ves, más me duele el cuerpo; Guzmán, ¿tú nunca dudas?
—Si yo tuviese el poder, Señor, jamás dudaría de nada.
—Pero no lo tienes, pobre Guzmán; anda, bésame el anillo de huesos, bésame la mano, agradéceme que te haya sacado de la ruina e incorporado a mi servicio, en el cual has ascendido, lo reconozco, por tus méritos propios y bien probadas habilidades. Déjame ver el escrito… ¿Dónde aprendiste tan buena caligrafía?
—Pude pasar un año, aunque en estrechas circunstancias, por Salamanca.
—Bonita caligrafía aprendiste.
—Y otras cosas, Señor. Los estudiantes suelen ser bellacos y capigorristas. Agradezca el Señor que mis defectos están al servicio de sus virtudes.
—Ah, sí. Anda, besa mi mano con respeto y gratitud.
—Lo hago, Señor, lo hago con grande humildad…
—¿Sabes algo, Guzmán? Te bastaría mostrarle al obispo este escrito alegando que es una confesión e imaginando que puedo ser llevado ante el Santo Oficio, juzgado y condenado a la hoguera; pierde la esperanza; de nada te serviría, por más bellaco y capigorrista que te sientas; no te creerían, todo está escrito con tu puño y letra, así, así, espolvorea la arena sobre las palabras para que la tinta se seque; y aunque te creyeran y me condenaran, Guzmán, de nada te serviría, pues si tú usurparas mi poder…
—Señor, me juzgáis sin caridad.
—Chiton, Guzmán; pues si tu usurparas el poder en mi nombre, tú o un hombre como tú, no deseo ofenderte a ti, uno como tú, un hombre nuevo, no sabrías qué hacer con él, te volverías loco, crees que no dudarías y no harías más que dudar, el día entero, te carcomería la duda por lo que hiciste y por lo que dejaste de hacer, entre el deber moral y el deber político, 3a duda eleva su reino, no hay salida posible, no la hay Guzmán, agradécele al cielo que eres un servidor y no un amo…
—Yo no me quejo, Señor…
—Óyeme, sólo se puede tener el poder cuando detrás se tiene una legión de fantasmas asesinos, crueles, incestuosos, locos, mortalmente dañados por el mal francés y aptos a desangrarse con un rasguño. ¿Qué no es canje entre los hombres? Y si unos sirven y otros mandan, Guzmán, es porque unos logran ofrecer algo para lo cual los demás no tienen respuesta: nada pueden dar a cambio. ¿Y quién, en esta tierra, puede darme algo a cambio de mis treinta cadáveres desangrados, corruptos, dementes, incestuosos, criminales, enfermos, hasta en la muerte enfermos, Guzmán, ven conmigo, míralos en sus sepulcros fastuosos, mira sus muecas y lepras y canijas y calaveras y raídos armiños, mira a mis treinta fantasmas con las testas coronadas de sangre y los cuerpos brillantes de chancros y bubas y heridas que jamás, ni en la muerte, cicatrizaron? ¿Quién, Guzmán? Sólo yo, Guzmán, solo yo puedo ofrecerme a mí mismo un regalo superior, sólo yo puedo decir: conmigo morirá esta dinastía, óyelo bien y ahora toma mi anillo y enrolla bien el pergamino y séllalo con la lacra, obedéceme, Guzmán; haz lo que te digo ¡hazlo!, ¿por qué permaneces allí, inmóvil? ¿Tanto te horroriza ver tanta tumefacción? Son cadáveres muy viejos; ni hieden ni espantan.
—Es que falta algo, Señor.
—Te digo que nada falta; en este testamento dejo mi duda, mi vida, mi angustia, y algo más: la sospecha que niega mi singularidad, la sospecha de que cuanto existe, existe porque se relaciona, circula, carcome lo que creíamos único y lo devuelve a un hirviente lodazal común; y la sospecha paralela de que nada es singular porque todo puede ser visto y contado de tantas maneras como hombres hayan sido, sean, o serán. ¿No basta? ¿Puedo arriesgarme más en la empresa de salvar la verdad acumulando las mentiras que la niegan?
—Falta sólo vuestra firma, Señor, pues sin ella, como habéis dicho y dicho bien, estos papeles carecen de valor, pude haberlos escrito yo, enrollado y luego lacrado con el anillo del Señor mientras Vuestra Merced dormitaba.
—Cierto, Guzmán, ¿cómo podría tentarte si no firmo los papeles?
—El Señor debe estar a la altura de los desafíos que propone. Firme, Señor, aquí…
—¿Qué quieres, realmente, Guzmán?
—Una prueba indudable de la confianza del Señor. De otra manera, no podré ocuparme de disipar los peligros que se ciernen sobre su cabeza.
—¿De qué hablas? Todo está en calma; la borrasca ha terminado; las monjas están quietas; los obreros, te digo, han regresado al trabajo; Bocanegra ha muerto; los cadáveres yacen en sus criptas; la procesión ha terminado; ya estamos completos; ya pueden cerrarse para siempre los caminos que conducen a este sitio; ya estamos todos reunidos. Ha sido un día memorable. Nada queda por hacer. Nada queda por decir. Al menos, tal es mi fervoroso deseo.
—Un día de gloria, Señor; muchos días de gloria, pues los muertos han paseado vuestro renombre por toda nuestra tierra, no sólo hoy, sino durante los meses, las semanas que los cortejos tardaron en reunirse y comenzar su viaje entre poblaciones en duelo, a lo largo de ciudades catedralicias, escoltados por clérigos, por capítulos de todas las órdenes, por conventos enteros que se unieron a la procesión. Toda la tierra ha visto vuestros cadáveres en marcha, colocados dentro de las literas aderezadas y tendidas de negro; todo sea por vuestra gloria, Señor. Pero al entrar esta tarde las procesiones a este palacio sin terminar, al escuchar las campanas fúnebres, las salvas, las salmodias de los monjes y los rezos de la multitud, al celebrarse en todos los rincones del palacio las misas, los sermones y oraciones fúnebres que mandasteis, tuve que preguntarme, Señor, por qué la naturaleza parecía levantarse contra vuestros propósitos con afán de vencerlos; vi un signo en esa tempestad que, en un instante, despojó a los catafalcos de todos sus adornos, arrancó las telas y permitió que el viento se llevara el tabernáculo y los moños negros, rasgándolo todo al grado de que hoy esta llanura está cubierta por los despojos de vuestros despojos. Vuestros cadáveres han sido abatidos por la tempestad. Ahora yacen en paz, pero creo que no volverán a ser nunca los mismos; les habéis dado una segunda vida, Señor, una segunda oportunidad.
—No, nadie tendrá una segunda oportunidad, ni los muertos ni los vivos ni los que jamás nacerán ya; cuanto te he dicho vano sería si no asegurase, con palabras escritas, el deseo que sin palabras se hace sentir en cada pulso de mi vida: muerte, sé realmente muerte, inexistencia, radical olvido y desaparición; mi poder es absoluto porque seré el último Señor, sin descendencia, y entonces tú y los tuyos, sin necesidad de delatarme, podrán hacer lo que quieran con mi herencia…
—Señor, de pie, por Dios, no beséis mis pies, yo…
—No habrá más hijos desgraciados, tarados, obligados a matar los sueños ajenos para que el poder pueda transmitirse de generación en generación, no habrá más…
—Señor, Señor, de pie, así, apoyáos en mi brazo, Señor…
—Sí, déjame firmar, si lo que digo es cierto, qué más da…
—Confiad en mí, Señor; habéis construido una casa para los muertos con el trabajo, los accidentes y la miseria de los vivos; yo tengo orejas, Señor, yo tengo ojos, yo sé oler; la borrasca es sólo una advertencia natural de lo que sucede en el ánimo de los hombres; dejadme obrar, Señor; dejadme actuar contra los hombres pues, como Vos, nada puedo contra la naturaleza; dejadme obrar allí donde el acto natural y el acto humano se confunden: tal es el privilegio que nos habéis acordado a los hombres nuevos, actuar sin la duda que se levanta entre la moral y la práctica: ¿se incendiaron las campanas de la torre a causa de un rayo, o a causa de un premeditado fuego encendido allí por manos muy humanas?
—¿Dudas, Guzmán?
—Señor: estos campos están sembrados con las negras flores de brocado que la tormenta arrancó a los catafalcos. En estos momentos, un cincelador, un herrero, los antiguos pastores de estos lugares, andan por las tierras resecas recogiendo crespones y pensando, recordando que la gente del lugar fue desposeída, desalojada de sus pastos, desviados sus arroyos, agotadas sus reservas de agua, para que sobre la ruina de la tierra se levantase una ciudad funeral. Dejadme obrar, Señor; y que en mis obras encuentre su mejor aliado vuestra voluntad de conquistar el infierno en la tierra; y que mis obras de servicio terminen por identificarse con la obra de muerte y desaparición que tanto anheláis…
—Guzmán… ¿qué haces? ¿por qué separas esa cortina?, ¿qué se mueve detrás de esa cortina?, ¿no estábamos solos, tú y yo?, ¿quién es?, ¿quién es, Guzmán, qué me muestras, qué me ofreces, quién es?
—Ved, Señor, hay un testigo; lo ha escuchado todo…
—¿Quién es? ¿Por qué tiene el pelo tan corto? ¿Es un muchacho? No, el camisón no puede ocultar la forma de los senos, quién es, por favor…
—Venga a la alcoba, repose, recuéstese…
—¿Qué me muestras, quién es esta muchacha, qué hermosa muchacha, qué blanca, qué ojos tan negros, qué piel de azucena, qué ojos de aceituna, por qué la has traído aquí, quién es?
—Repose, Señor; ella llegará hasta usted; usted no necesita moverse; ella lo hará todo. Aunque virgen, es sabia; así como usted es quien es a causa de la vida y de la muerte de esos despojos que aquí enterramos hoy, ella es quien es a causa de la tierra donde nació…
—Guzmán, ¿qué haces?, estoy enfermo, yo estoy enfermo…
—Ella es un río lento y ancho…
—Aléjala, Guzmán, yo estoy podrido…
—Ella es un olor a geranios mojados y cáscaras de limón, pasa, Inés, pasa, no tengas miedo, nuestro Señor te necesita, después de tanta fiesta de la muerte los cuerpos exigen la celebración de la vida, es ley de natura, nuestro Señor te dará todo el placer que tú necesitas, deja de pensar en los aparejadores y herreros y plomeros, deja de torturarte imaginando amores imposibles con la escoria que trabaja en esta construcción, pierde tu virginidad en brazos de nuestro Señor, ven, Inésilla, tú necesitas al Señor y el Señor te necesita a ti, ven, Inesilla, estás advertida, debes dejarte preñar por nuestro Señor…
—No, Guzmán, no, ¿no te he dicho…?
—… pues si el Señor no puede ofrecer un heredero, así sea un bastardo, la madre del Señor impondrá su voluntad, hará creer a todos que ese muchacho imbécil que trae en su séquito es el verdadero príncipe, el soberano providencial anunciado en todas las profecías del vulgo, el último heredero, el usurpador universal, el hijo verdadero del verdadero padre; tema a su madre, Señor, témala, pues aun mutilada como está, simple bulto envuelto en trapos negros, sin piernas y sin brazos, suple sus miembros con la intensidad de su voluntad y la lucidez de su vieja cabeza, yo sé ver. Señor, yo sé olfatear, yo escucho va el rumor amotinado, el descontento porque este reino carece de legítimo heredero, el descontento si la Dama vuestra madre impone a un idiota como príncipe; de todos modos, la rebelión…
—Guzmán, no traiciones mis propósitos: no quiero heredero, quiero ser el último Señor y luego nada, nada, nada…
—Escoja pronto Señor, no hay tiempo: o sacrifica usted su voluntad de muerte personal y renueva su vida con la fértil semilla de esta muchacha del pueblo, o se enfrenta una vez más a la rebelión y al deber de reprimirla, como antes lo hizo de joven, llenando una vez más de cadáveres las salas de su palacio; escoja, Señor, la sangre renovada o la sangre derramada; y vea, Señor, cómo le ofrezco lo que niega la deslealtad que usted sospecha en mí: la continuidad de su dinastía. Señor…
—¿Por qué, Guzmán?
—¿Qué sería de mí en un mundo gobernado por niños, enamorados y rebeldes? Basta; tome pronto a esta muchacha, métala entre sus sábanas negras, acaríciela, Señor…
—Guzmán… el cuadro… qué negro espacio… la luz se ha ido…
—No mire más la pintura; mire la carne, Señor, no podrá usted imaginar que haya tanta suavidad en el mundo, debe tocarla para creerlo…
—Qué horrible voz… ¿quién habla desde las sombras del cuadro?… no entiendo… horror…
—Piérdase en su placer, Señor, y déjeme obrar. Y si dispuesto está a morir, muera en brazos de esta doncella, eyacule entre sus muslos redondos y entregue su alma al demonio.
—Sí, que venga, que venga, acércamela, Guzmán, déjame tocarla, déjame…
El cuadro: Siempre apagan las luces cuando yo hablo. Siempre hablo en la oscuridad; la atención está en otra parte; nadie me ha hecho caso nunca; y con razón. Un personaje secundario, un miserable carpintero judío que no sabe leer ni escribir, un trabajador honrado que siempre se ha ganado el sustento con las manos. Ellos no saben de eso. Ellos desprecian mis callos y mi sudor. Pero sin mí, ¿en qué se sentarían, en qué dormirían? Bah; no podrían sentarse a discutir sus problemas idiotas ni acostarse a soñar sus sueños igualmente imbéciles. No; apagan las luces cuando yo hablo porque me tienen miedo. Miedo a la sencilla verdad de un hombre viejo, velludo, encallecido, ignorante, pero que sabe la verdad y por eso me temen y me ocultan como una fea enfermedad. José no existe. Ese carpintero se conforma con un buen atracón de cordero, ajo, pimientos y vino. Puede que sea cierto. Le seguí los pasos al bastardo y la verdad es que nunca me fijé demasiado en lo que dijo o hizo porque había otras cosas más interesantes que ver alrededor; la ultima vez que se reunió con sus amigotes a cenar yo los espié desde afuera, no pude oír lo que decían, no me importaba, yo estaba afuera, confundido entre los perros, los afanadores y los pasantes, y mirando hacia adentro preferí fijarme en la actividad de los cocineros y las mozas, en los braseros y su sabroso olor, en los platos de comida y el pan y el vino que les sirvieron. Es verdad; me distrae mucho todo lo que sabe bien, lo que se puede tocar y oler y masticar; no tengo paciencia para las palabras complicadas de esta banda de maricones, que lo son: lo único que vi claro fue que Judas le dio un beso al bastardo. Eso prueba que no era hijo mío; un hijo mío dejarse besar por un hombre, bah… Se apagan más y más las luces, no quieren oírme, me temen. Me han inventado una personalidad que no es la mía, un viejo manso e ignorante que se traga todas las mentiras y apenas si juega un papelito oscuro y a las orillas de cuanto sucede. Se reirían si supieran la verdad. Desde jovencito, José fue el macho, el bravucón, el buen comedor y el buen bebedor; que lo digan, si creen que miento, los burdeles de Jerusalén, las tabernas de Samaría, los establos de Belén donde me conocieron, sobre la paja, más de veinte mozas recalentadas por los ardientes días del desierto y que de noche se hubieran muerto de frío si no es por mí; ése soy yo, José, y gracias debían darme María y su familia porque tomé en matrimonio a la muchachita, la saqué de su casa arruinada pero eso sí, muy pretenciosa y todos dándose aires de reyes, aunque muy dispuestos a que un honrado trabajador de la carpintería les diera de comer. Bah. Así me pagó la muy desgraciada. Primero que no, no me puedes tocar, tengo miedo, deja que me acostumbre, poco a poco, me duele, ahora no, otra noche quizás, y un buen día noto que siendo virgen, está embarazada y bien embarazada y vaya golpiza que le propino y ella jurando que todo fue obra de una paloma, ¿de qué me vio cara?, ¿José el macho cornamentado por una paloma?, vaya golpiza, vaya, vaya… La abandoné; fuime a Belén a reanudar amistades; allá me siguió y tuvo a su hijo y en seguida la muy habladora empezó a contarle a todos los pastores del lugar que su niño era el hijo de Dios y esto lo oyeron tres saltimbanquis disfrazados con turbantes, magos y titiriteros de profesión y también chismosos profesionales que se encargaron de llevar la noticia hasta la corte; y luria y miedo de Herodes y niños descuartizados por toda la Judea y yo rumbo a Egipto lejos de todo ese barullo en que me había metido la bruja de mi mujer y ella en burro detrás de mí, que ahora no me puedes abandonar, que mucha lágrima, que por fin sí, seré tuya, tómame y la carne es flaca y ella muy linda, así que me conformé. Tuvimos varios hijos más, en Egipto y una vez de regreso en Palestina, pero todos los cariños y cuidados de ella eran para el bastardo, los demás crecieron como cabras, libres y sucios; el bastardo no, todos los mimos, secreteos, brujerías, viejos rollos de papiro sacados de la casa de mis suegros que sólo cosas inservibles guardaban, el chico atiborrado de cosas a los doce años, discutiendo con los doctores, el muy sabihondo, lleno de ideas desagradables, delirios de grandeza, pedanterías increíbles y luego sale al mundo a despreciarnos a los que le dimos techo y comida, te lo dije, mujer, es un desagradecido, nos desprecia, no nos saluda en público, nunca nos menciona, le recomienda a todos que abandonen padre y madre, es un hijo desnaturalizado, además es un falsario, lo espío y lo sigo, veo cómo se pone de acuerdo con Lázaro, un hombre enfermo de Betania, para que finja que se muere y lo entierran y luego el bastardo lo hace volver a la vida, y todo esto de acuerdo con Marta y María, las hermanas del enfermo, pura intriga, algo le deben las hermanas y por eso acceden a la comedia, y los discípulos metidos debajo de las mesas de las bodas con canastos llenos de pan y ánforas colmadas de vino y luego milagro, milagro, y yo escondido, olvidado, despreciado, humillado, cornudo; ¿cómo no lo iba a delatar?, ¿cómo no iba darme el gusto de ser yo mismo, el carpintero, con mis viejas manos encallecidas, de hombre del pueblo, bruto pero honrado, el que tomó el serrucho y cortó dos tablas y las unió en cruz y las clavó muy bien para que resistieran el peso de un cuerpo? Treinta dineros. Nunca había visto tal suma. Pesé la taleguilla en mis manos mientras lo vi morir, confundido entre toda esa multitud de curiosos, sobre la cruz por mi construida. ¿Me oyen? Yo, José, yo… Bah. Siempre me apagan las luces. Siempre hablo al vacío.