Desastres y portentos

Así se sucedieron estas cosas: Martín se lo contó a Jerónimo, Jerónimo a Catilinón, Catilinón a Nuño, uno se lo susurró al otro, éste se acercó a la oreja de aquél, mientras mascaban los garbanzos o atizaban los fuegos o quemaban la cal, envueltos en una atmósfera de humo y polvo que mataba los tonos de las voces inquietas, secretas, rebanadas por el sol de navajas de este llano. Primero, un hecho muy sencillo: un sobrestante fue a cortar nogales, trepó por las ramas, cortó una al tiempo que caía, trató de salvarse tomando otra rama, no pudo y se mató; y luego unos destajeros andaban en el lienzo del mediodía del claustro grande en construcción, cuando cayó un oficial del andamio, de la cual caída murió; y luego cayó un carpintero de una grúa en el claustro pequeño junto a la portería principal y se mató, Nuño, se mató y ya son tres en otros tantos días; cuidado con subir a una grúa, Catilinón, o de nada te servirán tus mezquinos ahorros ni podrás ir a gastarlos una noche de verano en los figones de Valladolid; pero estas cosas no sólo le pasan a las gentes, Martín, sino a las cosas mismas, es como si nosotros mismos fuésemos cosas, pues lo que está pasando no hace distingos entre una barda y un cincelador; oye, Jerónimo, oye cómo arrecia el viento y derriba andamios, daña los tejados y cubre con una costra de polvo el agua escasa de los estanques; y al despuntar el alba, entra escondido, Martín, al terreno aplanado y bardeado donde piensan arreglar el jardín del palacio y mira a la Señora asomarse entre las cortinas de su recámara; puedes distinguirla por el brillo de sus arracadas, que a esa hora están a la altura del sol y le devuelven la mirada naciente; mírala mirando esa costra reseca y trata de figurártela imaginando un jardín de frescas y rumorosas fuentes, rosales y alelíes, lirios y azucenas, imagina, Martín, su deseo de apartar esas cortinas eternamente cerradas y abrir las ventanas de su recámara al olor tempranero de inexistentes madreselvas, olvidados jazmines y anhelados mosquetes, o permanecer sobre su lecho oliendo, escuchando y sintiendo la presencia, el rumor y la fragancia del jardín que le prometieron al traerla de las brumas inglesas, al casarla con nuestro Señor, al arrebatarle sus muñecas y sus huesos de durazno, ¿cómo sabes todas esas cosas, Jerónimo?, contórnelas la camarera mayor, Azucena, cuando vino a pedirme de favor que siendo yo el herrero de la obra le desaherrojara la cintura de castidad con que la ciñó su marido mi aprendiz al irse a una cruzada de la cual nunca volvió, y tú, Jerónimo, qué le pediste a cambio del favor, ¿eh? juguetear con sus blancos copos y luego meterle el mazorcón en la liebre a la éscanfarda Azucena, ¿eh?, calla y no te quejes, Catilinón, que quién no ha fornicado con el pellejón de Azucena o su ayudante la Lolilla, que por todos los obreros han sido sobajadas y chismes traen de allá y llevan de aquí; tú mira ese prometido jardín muy de mañana, Martinejo, y luego huye, temeroso de que te descubran en los espacios prohibidos de este palacio que nosotros construimos para ellos y espera con una inquietud tan frágil que mal se aviene con la rudeza de tu cuerpo y una zozobra tan honda que no puedes explicarla al mirar tus manos embarradas de yesca a que ese espejismo de sedas y holandas, nuestra Señora, pase junto a ti sin mirarte, con el azor encapuchado sobre una mano, en el diario recorrido entre la capilla y la recámara; escucha, Nuño, el polvo va a calmarse, la fatiga del sol encontrará descanso: la tempestad se desata en las cimas de las sierras de granito, desciende por los portillos y padrones con figura gris y amenazante de brazos abiertos y voces gemebundas y dedos ávidos, derrumba la barda de la cerca de una viña y da con ella en las cabezas de las mulas y caballos; derriba un taller donde trabajan los oficiales de cantería y mata a uno de ellos; entonces nos alejamos todos de las grúas, los hornos y los cimientos, abandonamos el picón y los fuelles, nos juntamos atemorizados en los tejares donde se acumulan los ladrillos, la pizarra, la madera, como si esos materiales pudieran protegernos contra la furia de la tormenta y el Señor ordena, porque Guzmán se lo sugiere, que el obispo salga de su retiro; gordo y viejo, apenas si puede oficiar y nunca deja verse, pero ahora sale portado en un palanquín por los monjes del palacio y tosiendo, amoratado de las manos, cubriéndose el rostro con un pañuelo, es llevado en ancas hacia los rincones de las fraguas, de los tejares, de las canteras, escupiendo flemas en la tela de batista y tratando de vencer al viento con sus gritos mientras los monjes intentan mantenerle la alta mitra sobre la cabeza, el báculo de plata entre las manos, el cíngulo amarrado a la panza vasta y fofa y la dalmática sobre los hombros redondos:

—¡Esto hace el demonio para nos engañar, pero no sacará provecho de ello, que pasar tenemos delante y él quedará por ruin! ¡Regresen al trabajo, hombres de Dios, amada grey, que la recompensa de tantos esfuerzos es nada menos que el cielo prometido! ¡Vade retro. Satanás, que de aquí nada tendrás! ¡Al trabajo, al trabajo, y luego al cielo, al cielo!

Levanta los dedos hacia las veloces nubes y, como si lo hubiese convocado (tú lo viste, Jerónimo, pues su luz apagó la de tus fraguas) aparece en el cielo un cometa de cabellera ancha, bella y grande, con la raíz hacia tierras de Portugal y la cabellera volando hacia Valencia; corre con su larga crin plateada y sigue brillando en la noche, cuando los palafreneros se han llevado al agotado obispo y nosotros seguimos arrejuntados en los tejares, temiendo salir o comer, pues no sabemos qué significado atribuir a estos portentos y sólo escuchamos, en la gran quietud de la noche, el aullido de un perro; un aullido que reúne la rabia y el dolor, lastimero y amenazante, que nos da más miedo que la tempestad, el cometa y las muertes de nuestros compañeros; y no sólo nosotros, Martín; los ánimos se están caldeando; allá adentro el obrero mayor riñó con los oficiales y el arquitecto mayor con el aparejador y fue tal el pleito que la guía sobre la que estaban parados se quebró y el primer destajero cayó y murió estrellado contra las baldosas de granito; ¿qué sabemos nosotros, Jerónimo?, lo que llega a nuestras orejas, Catilinón, nomás lo que logra romper nuestras costras de cerilla, nomás, lo que sale de esas alcobas que jamás veremos y se cuela por las criptas vacías y las capillas heladas a lo largo de los claustros y patios y soportales y porterías de este palacio en el que, a pesar de haberlo construido con nuestras propias manos, nos perderíamos, pues tú y yo, Martín, sólo conocemos, día con día, el sitio de un cimiento o el espacio de un muro revocado y luego nos dan cinco ducados por cada ventana sin que sepamos qué se podrá mirar desde ella y dieciocho reales por cada puerta sin que averigüemos a dónde se entrará cuando se abra, nosotros vemos como los ciegos, con las manos, a tientas, lo que vamos construyendo, pero nunca sabremos ni cómo fue este palacio entero en la cabeza de quienes lo concibieron ni cómo será una vez que quede terminado y habitado por nuestros señores; júralo que nunca miraremos de las ventanas hacia afuera y júralo que nunca entraremos por las puertas hacia adentro; si algún día florecen los rosales que la Señora tanto desea en su jardín, no serás tú quien los mire; y a cambio de nuestros sentidos, Catilinón, se nos dieron cinco ducados para no mirar y dieciocho reales para no oír, socarrón Cato pero ciego y baldado y que te llenen de garbanzos la bocaza blasfema; cágate en Dios, podricajo, jura mala en piedra caiga y para bien tus atascadas orejas: por las cocinas y establos nos llegan los decires de allá adentro, más pesados y duros que las planchas de plomo que aquí derretimos todos los días para los terrados: cometa en verano quiere decir sequedad y muerte de príncipes; cometa bajo el signo de Cancro donde ahora se halla la estrella de Marte quiere decir desventura: eso dijo allá adentro el astrólogo fray Toribio y eso llegó a nosotros por el camino de los pasillos y los corrales y las bocas de Azucena y Lolilla, pero tú y yo sólo sabemos que tenemos miedo. Nuño, y que el perro aúlla como si quisiera avisarnos algo, ¿qué dices, Martín?, ¿que el perro no quiere asustarnos, sino otra cosa: advertirnos?, ¿qué cosa, viejo Jerónimo, qué cosa crees tú que quiera decirnos, tú que traes en los ojos el mismo fuego de tus hornos y en la barba el mismo rojo vivo de tus tizones?, ¿qué dice ese perro que espanta todas las noches, corriendo y ladrando a lo largo de los pasillos y capillas y metiéndose en el claustro de las monjas a matarlas de miedo, y aun a la recámara del Señor y a los aposentos del prelado, arrastrando cadenas y bocinas que chiflan por su cuenta, pues tal es la rauda carrera de ese perro invisible que todos oyen mas nadie ve, que nadie temería si pudiese verlo, ese perro jadeante, bahanero, porfioso y de gran viento que todas las noches corre detrás de un rastro secreto y antiguo como si fuera nuevo, latiendo como si en ello le fuese la vida?; óiganlo: ¿el perro nos dice que no tengamos miedo?; oye lo que nos cuentan, Nuño: tú y yo sabernos que desde ayer el cometa desapareció pero que la tempestad sólo se agazapó, se cubrió con sus propios velos para engañarnos y sigue allí, aplomada y nerviosa, disfrazada de bajo cielo, oscureciendo el perfil de la sierra; eso lo sabemos porque lo vemos; y escuchamos al perro que de noche corre por las galerías desiertas del palacio; pero ahora vienen a contarnos que a la cuarta noche de las correrías del can5 las monjas, a fuerza de oírlo y no verlo, decidieron que era un perro fantasma, un alma del purgatorio, el mensajero de la desgracia, el guía de los muertos y se juntaron todas a la medianoche en la capilla, junto a la alcoba del Señor que se moría de jaquecas, bajo la mirada del cuadro italiano y junto a las estatuas de los sepulcros reales, y allí empezaron a rezar primero, luego a cantar y finalmente a ladrar más fuerte que el propio perro, para acallarlo, a chiflar más fuerte que las bocinas arrastradas, para darse ánimos o quizás para parecerse al can espectral, pues nos han venido a contar que en sus arrebatos las piadosas hermanas, luego de caminar de rodillas hasta sangrarse, empezaron a azotarse entre sí con los látigos penitenciarios y terminaron por orinar, muertas de miedo, cuando aumentó el ruido de cadenas, junto a las columnas del sacro aposento, más atemorizadas ahora de sí mismas que del perro, arrejuntadas, abrazadas y olfateándose unas a otras por lado de los sobacos y entre las anchas faldas de sus hábitos negros, lloriqueando y gimiendo cada vez más bajo hasta que las cadenas, las bocinas y los ladridos del perro invisible llenaron todo el espacio dejado vacío por el miedo de las hermanas, aunque ellas siguieron abriendo las bocas sin emitir sonido alguno, como si bostezaran, y los aullidos del can parecían salir de esas bocas abiertas, pasmadas, sin labios, puras rajadas en la carne del rostro, como las bocas de las víboras y las mandrágoras, Madre Milagros, que dicen se arrastran las culebras y nacen los hombrecillos mágicos al pie de los cadalsos y de eso sobra en España, Catilinón alegre, ruin en tu tierra y fuera de ella, no lo olvides: en España los cadáveres no se los comen los gusanos, sino que los gusanos son devorados por los cadáveres y así todos sirven para cebar a las víboras que acaban comiéndoselo todo; y haz por llorar mucho, Nuño, si algún día mueres en la horca, para que tus lágrimas engendren a la mandrágora: tendrás descendencia, pobrecito cabrón desgraciado.

«¡Nadie ha muerto! ¡Nadie ha muerto! ¿Por qué lloran así?», les gritó a las hermanas la Madre Milagros, que no temía, en las voces de sus monjas, la certificación sino el portento, pues guiadas por la joven novicia Inés, las sórores se habían ido volteando lentamente, hasta dar las caras a la recámara del Señor que daba directamente a la capilla a fin de que él pudiese, de así desearlo, asistir a los oficios divinos sin moverse de la cama; y las monjas lloraban a gritos mirando hacia esa cortina púrpura detrás de la cual el Señor era sostenido por los brazos de Guzmán, desfallecido, gimiendo, la excrecencia me invade por todas partes, Guzmán, al nacer en letrina flamenca, en el altar de mis victorias, ahora mismo, en este altar construido para exorcizar los horrores del cuerpo humano y condenarlos a muerte, vuelvo a oler los orines de estas hermanas, la excrecencia humana es una marea que acabará por ahogarme, Guzmán, lo mismo le digo a Guzmán que a ti. Catilinón, quien es ruin en su tierra será ruin fuera de ella, pero ya ves, villanos los dos, Guzmán se las arregla para andar con el tiempo y metido en las alcobas señoriales mientras tú, Catilinón, andas de pie quebrado y mientras él echa de la gloriosa, tú pobrecito de ti, llegaste al mundo entre once y nona y todavía piensas guardarte la pitanza que aquí ganaste y eso cabrón, se llama remendar y dar a putas; y la Madre Milagros exclamaba: ¡Nadie ha muerto! y el Señor temblaba más, pues ahora Guzmán le había dejado solo y encerrado entre las cuatro paredes, tres cubiertas por los paños oscuros, la cuarta por el mapa ocre de un mundo que no se extendía más allá de ciertos temerosos confines: los pilares de Hércules, las bocas del Tajo, y este muro carnal de plañideras que del otro lado de la cortina le amenazaban de esta manera; pues el Señor (vino el rumor, pasillos, galerías, cocinas, establos, tejares humeantes) temió que al no poder ubicar al perro invisible, las monjas enloquecidas por el miedo o el pretexto del miedo, se convirtieran en turba vengadora: tú nos encerraste aquí, Señor, nosotras buscábamos la paz de un claustro y tú nos trajiste a este lugar amenazante, polvoriento, desértico, donde vivimos rodeadas de obreros zafios, de rudos sobrestantes, de temibles aparejadores que liman y cincelan la piedra el día entero con esos dedos ágiles e inquietos, de deseables plomeros que derriten acalorados las planchas, sin más vestimenta que un taparrabos de cueros por donde les asoman las vergüenzas, de yeguas y burros que fornican al aire libre y se cruzan para poblar de esterilidades esta meseta; oh Señor, nos arrancaste de nuestra deseada tranquilidad y nos llenaste la cabeza de otros, temibles deseos: que se derrumben los muros de este palacio, las celdas que nos separan a unos de otros y nos juntemos todos, monjas y obreros, en una inmensa bacanal de tactos, voces, embriagueces, regüeldos, pellizcos, botes y rebotes bajo el sol de esta meseta; sólo unos muros sin acabar nos separan de tan promiscua posibilidad; tiren las yeguas, cojan los burros, hinchen la medida los obreros, enloden las monjas; qué no habrán visto nuestros ojos, Madre Milagros, desde que nos trajiste a este desierto de muleros salvajes, lejos de los guarecidos conventos de nuestros dulces solares, Sevilla y Cádiz, Jaén y Málaga, Madre, mira que traer acá arriba, a estas arideces, a este calor sin sombra, a este frío sin resguardo, a un grupo de monjas andaluzas, a la más bella de todas, a Sor Inés que parece un olivar en llamas, una aceituna negra por el pelo y los ojos, una blanca azucena por la piel, un clavel reventón por los labios, quién la viera, aullando como perra en celo, de rodillas, oliéndose los sobacos y meando en las esquinas de la capilla que más parece mazmorra por lo honda y sombría, de Nuestro Amo y Señor, Amo de los Perros, Señor de Todos los Diablos: ¿qué hacemos aquí, Madre Milagros, dígamelo usted que es nuestra superiora; a usted también la pusieron nerviosa esos hombres terribles que nos rodean de día y de noche y que con el escándalo de sus picas, grúas, fuelles y martillos apagan por igual los maitines, los alabados y las vísperas de nuestras devociones plañideras?; ¿también usted miró por el rabo de sus ojillos de puma los brazos de los albañiles desnudos en el verano, el sudor de sus torsos, el pelo de sus axilas, el abultado peso de sus taparrabos? Oh Madre María Santísima, aleja de nosotras estos pensamientos turbadores, acalla en nuestras voces el aullido del perro fantásmico, entierra en nuestros pechos el dulce emblema del Sacratísimo Corazón de Jesús, cubre con un escapulario carmelita nuestro negro triángulo palpitante, corre un velo, Madre Piadosa, sobre ese cuadro pagano que cuelga encima del altar de la Eucaristía, no queremos ver más piernas de hombre, no queremos soñar más con cuerpos de hombre, no queremos tener que acercarnos las unas a las otras, de noche, escabulléndonos de nuestras celdas, sollozantes, angustiadas, sin solaz, sabiendo en silencio lo que nos sucede, buscando un pretexto para quitarnos los blancos camisones almidonados que tú nos proporcionaste y ponernos los burdos cilicios penitenciarios, las camisas de pelo, los sayales que nos permiten, en el cambio de ropas, mirar nuestras formas andaluzas, adivinar nuestras pesadas naranjas y olfatear nuestras negras aceitunas, Madre, Madre… Madre Milagros… ¿qué silencio es éste?, ¿no oye usted?, ¿no oye que no se oye nada?, ¿no ve que el perro invisible ha dejado de aullar?, ¡Madre, Madre!, qué silencio… y ahora, Madre… ¿qué nuevo rumor viene a romperlo?, ¿qué botas duras y arrogantes son esas que avanzan por la capilla, qué cosa viene arrastrada por este suelo de granito, qué rumor es ese de metal pegando contra la piedra? Pasillos, cocinas, establos, Azucena, Lolilla: despierta, Cato dormilón, ya se ve que tú nada debes, pero sábete que mucho dormir causa mal vestir y oye lo que Guzmán mandó decir para que hasta nosotros llegara: él lo sabe todo, él es el sotamontero del Señor, él dice que hay sabuesos muy codiciosos que ningún castigo los puede templar, pero tienen una tacha: son muy aficionados, en cuanto los suelta el perrero, en dar con un rastro, aunque sea viejo; empiezan a latir como si fuera rastro nuevo, engañando con su voz a los demás perros; éstos, siguiendo al sabueso codicioso, arman una algarabía de voces que confunden al montero y ponen en peligro la caza; tal es el resultado de la pesadumbre y de la sobrada codicia de este tipo de sabuesos; quieren alcanzar lo que no pueden y por ello mueren locamente ira (lindos y te lo digo, Jerónimo, para que me entiendas, Martín, y oigan lo que pasó anoche, que estando las monjitas alborotadas en la capilla, todas ellas andalucitas lozanas pero ninguna tan real hembra como esa que llaman la Inesilla, ¿tú no la has visto, Martín, joder, que Martín sólo tiene ojos para lo que nunca ha de tocar, la Señora, lo inalcanzable, lo sagrado, cómo se le ocurre preguntarle? Ojos para Sor Inés solo Nuño y yo, ¿eh, Nuño, aquí padecernos pero no putecemos?, pues mira nada más, cuánto pintarratenes y cuánta mula guiñosa en esta compañía de villanos, pero calma, hermanos, que a escudero pobre muéresele el caballo y a escudero rico muéresele la mujer, si consolación desean, que todos nos hemos acercado a ese patio y a esas celdas a mirar y a que nos miren, a ver si logramos espiar la hora en que se desvisten esas santas hermanitas andaluzas o bilbaínas o turcas, qué más da, que el hábito no ha de quitarnos las calenturas ni a ellas ni a nosotros, sobre todo cuando este gaitero del Gato se levanta el taparrabos y les muestra a las monjitas los compañones; que estando reunidas todas en esa capilla que construimos bajo la tierra, ¿la recuerdas?, con una cripta o calabozo con treinta y tres escalones que conducen al llano, gritando como locas por los aullidos del perro fantasma, entró Guzmán arrastrando con una cadena el cadáver de Rocanegra, el can maestro del Señor, todo aparejado como para la caza, con los cordones para las bocinas y sus borlas, las carlancas de púas con las armas y divisas del Señor, las uñas quemadas, las piernas hinchadas, dicen que las tripas frías, las llagas en la garganta y en la cabeza, y el olor de todos los ungüentos con que fue curado en vida, resina de pino, alumbre de piedra, cominos y bayas descortezadas, cenizas amasadas y leche de cabra: a todo eso olía el perro muerto, fiero el alano, decían, pero como contagiado, Catilinón, por las mortificaciones y modorras de nuestro Señor, que siempre tuvo el perro a sus pies y nunca le permitió salir a la montería, de modo que sólo muerto lo aparejaron y en vez de cazar, cazado fue: subió Guzmán al altar con el cadáver del perro en una mano y la vasca aún sangrienta en la otra; colgó al alano de un antepecho y se volvió a las monjas, diciéndoles:

—Allí tienen a su perro fantasma. No volverá a aullar más. Regresen a sus celdas. Respeten el reposo del Señor.

Ale pues, se acabó el miedo, se acabaron los espantos, se acabó el Babilón y se fúe a dormir el Papa Resolla, vamos de regreso a las tinajas, a las canteras, a los hornos, ¿y el viento, Martín, y el viento que no cesa?, ¿y la orden, Jerónimo, y la orden de no trabajar hoy, de ir todos a la explanada frente al palacio para la ceremonia?, ¿cuál ceremonia?, quién sabe, una ceremonia, un día de fiesta, será un circo, será un retablo de titiriteros, quién sabe, pues vaya ceremonia de todos los perros, con rayos y relámpagos que nada más se ven pero no se oyen, igual que el perro fantasma que resultó ser el can maestro del Señor, seguro enfermo de rabia, con las llagas cubiertas de alquitrán, cuidado, Catilinón, la rabia la transmiten los zorros, no te acerques nunca a ellos: Dios ha pintado con pizarras su cielo y la cercanía de la tempestad ya puede olerse en la tierra, ¿no hueles la tormenta, Catilinón, por qué crees que el polvo ya se volvió a aquietar, como si se recogiera, se guareciera, se tapara los ojos con una manga gris? Pero vamos todos, Nuño, Jerónimo, Martín, Catilinón, el perro no era un fantasma, lo demostró Guzmán, era un perro rabioso cualquiera, por más que haya sido el can maestro del Señor, por más que haya muerto con el ancho collar de las divisas alrededor, del cuello llagado, al darle la rabia dejo de ser el perro preferido, y judío ni puerco ni perro rabioso no los metas en tu huerto y Guzmán lo mató enterrándole una vasca puntiaguda en la nuca, muerto y bien muerto está, muerto como el mozo que quemaron el otro día junto a las caballerizas, muerto como el oficial que cayó del andamio y el sobrestante que fue a cortar nogales y el primer destajero que se estrelló contra las baldosas, muertos todos y larga soga tira quien por muerte ajena suspira, muerto está Bocanegra, colgando del antepecho de la capilla, ya no habrá más accidentes, mataron al perro fantasma que los causaba, el cometa desapareció, ya ven, todo ha vuelto a la normalidad, todo ha vuelto a ser como antes, vamos todos que ya se escuchan los claros clarines y las voces cantando, de prisa, no, lento, Catilinón, que a gran prisa más vagar y al fin vamos a ver algo con nuestros propios ojos, no contado, mira Nuño, mire Madre Milagros, ¿ya los contó usted?, uno, dos, tres… trece, catorce… veintitrés, veinticuatro religiosos mendicantes, dos hileras de señores y caballeros, y ocho religiosos jeronimitas junto a los capellanes y los capellanes junto a las literas; mire qué fila más larga. Madre, bajan desde la sierra, Martín, mira, vienen levantando el polvo manso, abriendo la maleza, dejándose arañar por la breña, qué larga, interminable, negra fila, Madre, vienen atravesando el soto y aplastando aún más las zarzas parrillas de este suelo chato y seco, tan distinto de nuestras huertas andaluzas, míralos bajar, Catilinón, por ese valle de peñas y evitar los peligrosos tórrales; todos van llegando a la explanada, la procesión es muy larga y detrás de las literas van los arqueros de a caballo armados con lanzas y en las lanzas llevan banderetas de tafetán negro; más recato, Inesilla, aunque te caiga un rayo encima, no te asustes de esas nubes negras, baja la mirada y olvida que las nubes traen agua, vientos, truenos y relámpagos, no Madre Milagros, no me asusta la tormenta, levanto la cara para que me laven esas gotas gordas de lluvia, para que me refresquen de tantos ardores en esta maldita meseta donde usted nos trajo, lejos del mar y los anchos ríos, calla y mira que alrededor de cada litera hay esa espléndida guardia de a pie y veinticuatro pajes de a caballo, cuéntalos bien, con hachas de cera en las manos, y todos están de luto, hasta las acémilas de las literas están de luto, ¿pero qué hay en esas literas, Martín?, súbete a mis hombros, Catilinón, mira bien, por encima de las cabezas de los demás obreros, las monjas, los alabarderos y las dueñas de la Señora, mira bien y luego cuéntame, voy, detente, mira, ahí está el Señor, todo enlutado, de pie en la puerta de entrada al palacio, pálido, casi asustado, como si quisiera verse en lo que está viendo, y a su lado, sentada, está la Señora, Martín, la Señora con la cara inmóvil, vestida toda ella de terciopelo negro y con el halcón encapuchado en un puño, y detrás de ella está Guzmán, Martín, Guzman, con los bigotes de trencilla y la ruano posada sobre la vasca, la misma daga con la que mató al perro Bocanegra y sí, sí, Martín, el Señor alarga la mano como si buscara a] perro fiel y ya no está, pero que es lo que estamos viendo, Catilinón, déjate de dimeles diteles y cuéntame qué es lo que viene en las literas, ¡son cuerpos, Martín, son cuerpos!, ¡son cadáveres, Madre Milagros, por eso estábamos tan espantadas, por eso aullaba el perro, porque los olía acercándose, porque sabía más que nosotras, y usted decía que nadie ha muerto!, son cuerpos muertos, Martín, como crondiós que son fiambres, cojón, algunos son esqueletos pero vestidos con trapos muy ricos, negros y rojos y con medallones de oro, esqueletos trajeados, Martín, otros son como momias, pues tienen todavía muecas y pelos, ahora los alabarderos los bajan de las literas y los llevan a esos túmulos, Madre; tú calla Inés y mira que han salido los cuatro cantores de capas y míralo Martín otra vez ese obispo gordo, tosijoso y amoratado que dicen es amarionado y con sus ministros, todos de brocado. Madre, y los religiosos cantan el Subvenite, yo también lo sé cantar, pero el viento, la lluvia, los aderezos de los túmulos vuelan, el viento se va a llevar a los muertos, son nuestros muertos, hijas, todos los antepasados del Señor han llegado hasta aquí, venciendo páramos y sierras, tormentas y foces, navas y cenagosos zacachares para recibir sepultura final en este palacio de los muertos, toda la dinastía, desde su fundación, los treinta antepasados en sus treinta literas destinados a sus treinta sepulcros, los treinta fantasmas de la dinastía que nos rige, hermanilas, bajo la divisa invencible. Aún No, Aún No, inscrita en el centro del abismo que es el centro mismo de los escudos, Aún No, Nonduin, Nondum, el primer Señor de las batallas contra los moros; el valeroso Señor su hijo que se arrojó desde las torres de su alcázar sitiado contra las lanzas de Mahorna antes de rendirse; el rey arriano y su hijo desobediente al cual el padre mandó decapitar una mañana de Pascua; el Señor que murió incendiado entre sábanas incestuosas al violar a su propia hija, cuyos restos al padre siempre unidos con él viajan, y el hijo y hermano de éstos, quien para evitar tentaciones dedicóse a coleccionar miniaturas; el Señor astrónomo, hijo del anterior, que del estudio de lo mínimo pasó a la investigación de lo máximo, pero al hacerlo se quejó de que Dios no le hubiese consultado sobre la creación del mundo; el bravo Señor que murió de sus pecados, pues de sus virtudes se alimentó su vida; y su Señora que luchó como leona contra los infantes usurpadores; el Señor llamado el Doliente no se sabe si por sus penas espirituales o su bien sabido estreñimiento corporal y su nieto, el taciturno e impotente Señor cuyo único placer era oler las costras del polvillo de mierda que acostumbraba dejar en sus calzones; el joven Señor asesino que mandó arrojar de lo alto de las murallas a dos hermanos sus rivales que al morir le emplazaron al juicio de Dios treinta y tres días y medio después, pasados los cuales el Señor fue encontrado muerto en su cama, envenenado por el constante tacto con un ponzoñoso rosario de plomo; míralos, hija, son todos nuestros amos y gobernantes muy sabios y queridos: el cruel Señor que abandonó a su legítima esposa por el amor de una barragana y luego obligó a los cortesanos a beber el agua de baño de su favorita; la Señora abandonada que debió confeccionar una bandera con los colores de su sangre y de sus lágrimas, pues ocupación más digna de su aparentada viudez nadie pudo proponerle o ella imaginar; a batallas contra impíos herejes cataros fue la dicha bandera de los dolores; y así vais viendo, Inesilla, tontuela, que todo en este mundo se compensa y para algo sirven hasta las devociones más insulsas; y el duro Señor que mandó erigir estatuas en los lugares de sus crímenes nocturnos, pues muy dado era a salir embozado de noche y provocar duelos callejeros por un quítame allá esas pajas, y luego celebrar sus asesinatos conmemorando en mármol a sus víctimas, hasta que una noche uno de esos brazos de piedra cayóle encima de la cabeza, y matóle; y la virgen Señora asesinada por un alabardero de su esposo mientras rezaba, para asegurarle así rápido tránsito al paraíso; el Señor rebelde levantado en armas contra su padrastro, asesino de su madre la que murió en oración; la Infanta revoltosa que en su batalla por la sucesión asoló las llanuras, quemó los palacios y decapitó a los nobles leales; el Señor que empleó todos los días de su reinado en asistir a sus propios funerales, considerando así su humana servidumbre y equiparándose a los leprosos, que por ley deben celebrar sus entierros antes de morir, y así él metíase en su propio féretro y entonaba el De Profundis; el Señor que a temprana edad quedóse viudo y cuyos hijos pequeños fueron secuestrados, descubriéndose en seguida que todo fue obra de una conspiración judía, pues judío era el famoso doctor Cuevas que atendió a la Reina y los tres infantes fueron raptados por hebreos para luego degollarlos a la luz de la luna y fabricar grasas mágicas con ellos, por lo cual el Rey tuvo a bien quemar vivos a treinta mil falsos cristianos, en realidad judíos pertinaces, en la plaza de Logroño; ved el pequeño féretro, Inesilla, en el que viaja un cuerpo de niño, simbolizando a los tres infanzones perdidos; y la abuela del Señor, nuestra Castísima Señora que jamás se mudó de ropas, así dijo que el Diablo jamás vería lo que sólo era de Dios y al morir hubieron de arrancarle con espátula las medias y el calzado pegados a la carne y el enloquecido Señor su marido, abuelo del nuestro, que gustaba de cocinar vivas las liebres, reunía nieve en su bacinica y hacía teñir con tinta su azúcar: dícese que fue ahorcado una noche, mientras se libraba a placeres inconfesables, por cuatro esclavos moros con una horca de seda; dícese; y el padre del Señor, en fin, Inesilla, el príncipe putañero cuyo cadáver ha sido arrastrado por su viuda, la Dama Loca, la madre del Señor, por todos los monasterios de esta tierra exhausta de tanta batalla, de tanto crimen, de tanto heroísmo, de tanta sinrazón: aquí encontrarán todos reposo, en estas criptas de granito y mármol, para siempre, hija, para siempre, pues este palacio es tumba y es templo y está construido para la eternidad, pero nada es eterno, Madre Milagros, más que la verdadera eternidad del cielo y el infierno, tú calla, novicia respondona, que en tanto huesos y calaveras de aquí ya no se moverán, ¿y la resurrección de la carne, Madre, y el día del juicio final, no subirán al cielo nuestros amos con el cuerpo que en vida tuvieron?, maldita Inesilla, no trates de confundirme, de cascabeles debieron vestirte, raza de alborotadoras y bullangüeras, y no con los hábitos de nuestra santa orden, ¿quieres confundirme?, pues el cuerpo con el que resucitaremos no será más el cuerpo de la lujuria con el que morimos, sino que será nuevamente el cuerpo del cristiano, el mismo pero renovado, otra vez el cuerpo convertido, por un segundo bautizo, en templo del Espíritu Santo, repite, pobrecita de ti, repite, pregúntate, tollens ergo membra Christi faciam membra meretricis? y recuerda la exhortación del Santo Crisostomo, «No teneis derecho a manchar un cuerpo que no es vuestro, que es del Señor» y recuerda también que el Santo Padre de Roma ha mandado denunciar a la Inquisición a todo el que pretenda que el beso, el abrazo o el tacto en vista de la delectación carnal no sean pecados mortales, recuérdalo, pero Madre, si yo ni siquiera deseo mirar esas momias y esqueletos repugnantes, si yo sólo tengo ojos para esas arcas de madera aforradas de tafetán verde con alamares de plata y aldabas doradas, ¿no ve usted?, sí hijita, ahí vienen las reliquias de los santos y beatos y otras pertenencias de la sucesión de nuestros muy ilustres señores, pero el tiempo sigue entristecido, oye Catilinón, que traen en esas cajas, dime, ahora las abren, Martín, yo veo muy bien, tus hombros son una buena atalaya y ahora el Señor avanza hacia una de las cajas que le ofrece un religioso y saca una canilla, oye, una canilla desde la rodilla abajo con parte del carcañal, cubierta mucha parte de ella con su cuero y sus nervios y ahora el Señor se la lleva a los labios, la besa, y eso, Jerónimo, y eso, que cayó un rayo en el campanario y derribó muchas piedras, pero mira, es el fin de la procesión, es un pequeño carruaje de cuero que avanza bajo la lluvia, rodeado de una multitud fatigada de alabarderos, cocineros, alguaciles, damas de compañía y pinches con venablos, y cabezas de jabalíes en la punta de los venablos, y cebollas, y cecinas de puerco, y candelas de sebo y detrás, mira detrás, una carroza fúnebre, la última, la que faltaba, Inesilla, para completar los treinta cuerpos que han de reposar en los treinta sepulcros de esta casa, la más vistosa, la más aderezada de las carrozas, cubierta de vidrio por donde resbala la furiosa lluvia, se detienen, Martín, ¿quién viene allí, Madre, ya se acabó la procesión, mi hábito está empapado, la tela se me pega a las ícticas, Madre, vamos a cambiarnos, vamos a secarnos desnudas junto al fuego, quién viene allí?, se acercan cuatro alabarderos y abren la puerta del coche de cuero, la tormenta crece, el viento temible recibe a los cadáveres, el tabernáculo cae deshecho en pedazos, el viento levanta los brocados de los túmulos, mire, Madre, mire, mira, Martín, una centella de fuego en lo alto del capitel de la torre, debajo de la bola dorada, mira, la bola está ardiendo, como si le hubieran puesto una hacha de cera ardiente; y al arder la bola estallan los cánticos, y las campanadas fúnebres, las salvas, las salmodias y los rezos de la multitud; los cuatro alabarderos sacan del pequeño carruaje de cuero un bulto negro, nervioso, móvil, sollozante; unos ojos amarillos brillan en medio de los trapos y nadie puede saber si eso que escurre por las mejillas secas cuando la Dama Loca muestra la cara son lágrimas o gotas de lluvia; y detrás de ese bulto envuelto en trapos mojados bajas tú, bajo la tormenta, tú, beato, hermoso y estúpido, tú con el gorro de terciopelo, la capa de pieles, el toisón dorado sobre el pecho, las calzas color de rosa, tú el príncipe resurrecto bello beato e idiota, tú el náufrago usurpador de estas insignias y ropajes y apariencias puras, tú con la boca abierta, el labio colgante, la mandíbula prógnata, la mirada de cera, la respiración jadeante, y detrás de ustedes se detiene el carruaje de la muerte donde un joven encontrado en las dunas yace, con las ropillas rasgadas, en el lugar del Muy Alto Señor putañero que murió de catarros después de jugar muy recio a la pelota y otro día fue embalsamado por la ciencia del doctor don Pedro del Agua. Te llaman, Jerónimo, eh, te necesitan, el rayo ha prendido fuego a las campanas mismas, las campanas se deshacen, se derriten, y nosotros:

—Hemos dado la vida construyendo una casa para los muertos.