El hermoso joven la miraba con los ojos distraídos y las pupilas agrandadas, mientras ella se acercaba y luego se alejaba, arreglándole primero los almohadones perfumados entre los brazos y bajo la cabeza; en seguida retraída, mirándole, admirada, agradecida; luego otra vez cerca de él, besándole los pezoncillos dormidos, tratando de despertarlos, metiendo las manos entre las axilas del muchacho, rizándole con los dedos el vello rubio y húmedo; alejada: contemplándole recostado sobre la cama, completamente desnudo, ajeno, sometido al poder de la belladona y la mandrágora, inconsciente del lugar, de la hora y también de la mujer que le adoraba, le limpiaba el ombligo con la lengua, le acariciaba el vientre duro y cerraba los ojos al besarle la mata de vello cobrizo que coronaba el sexo dormido; entonces la Señora volvía a abrir los ojos zarcos, tomaba con rapidez medrosa la mano del joven y con la otra le ofrecía la recámara.
—Tómalo todo, todo es tuyo; no hay otro lujo en este panteón construido por mi esposo el Señor, y todo el lujo lo reuní para ti, esperándote en mis sueños y en mis vigilias, en mis cóleras y en mis tristezas, en mis engaños y en mis desengaños, siempre te he tenido ardiendo entre mis pechos y entre mis piernas, esperándote, todo es tuvo y todo es nada sin ti…
Le ofrecía al muchacho bello y ausente, con la mano extendida, las telas preciosas que colgaban sobre los muros de piedra, las arcas abiertas llenas de dinares de oro y dirhems de plata, los tapetes orientales, la orfebrería bárbara y las pieles tatuadas con motivos de las estepas; los pebeteros humeantes y las cárceles de cristal en las que rondaban capturados, estériles, abúlicos, embrutecidos, revestidos con pesados cobres y cargando esmeraldas engarzadas sobre los caparazones, las moscas gigantescas, las abejas, las arañas y los escorpiones. Le ofrecía este reducto, esta madriguera, suntuosa ganada con el engaño y el cohecho y ganada, sobre todo, gracias a la indiferencia del Señor. Ella suplicó; quería un baño, quería escuchar el canto de los pastores…; él se lo negó: el palacio era la tumba de los vivos; ella comprendió que, obsesionado por y con la muerte, su marido no tendría ni tiempo ni voluntad para husmear, acechar o perseguir lo vivo hasta sus escondites; comprendió lo dicho por Guzmán: el Señor sólo da fe de lo que queda escrito, no de lo visto, no de lo dicho, y mientras alguien no escriba la alcoba de la Señora, la Señora puede vivir en paz; ella regaló un collar al oficial de la obra y un anillo al sobrestante; se hizo construir, detrás de los cortinajes de la cama, un espléndido baño morisco de azulejos y cubrió el piso de la alcoba, como las más antiguas sinagogas del desierto, de blancas arenas. El Señor le dictó a Guzmán un folio declarando que en este palacio no cabrían costumbres de moros o judíos, y que todos se morirían con el calzado que llevaban puesto desde siempre, como la abuela del Señor. Esto le contó Guzmán a la Señora y ella suspiró: al Señor le bastaba consignar algo al papel para creer que tenía existencia propia; no se volvería a ocupar de estas minucias sensuales. Debajo de las almohadas, la Señora había colocado minúsculos saquitos líenos de hierbas aromáticas, guantes perfumados y pastillas de colores.
Entonces el joven le devolvió la presión de la mano, la liberó y tocó el brazo de la Señora. Miró la arena blanca que cubría el piso de la alcoba y distinguió en ella las huellas de sus propios pies; imaginó que continuaba en la costa, en la misma playa de su naufragio sólo que amueblada, perfumada, recubierta de pieles y telas. Y la arena había cambiado de color. El joven movió los labios:
—¿Quién eres? ¿Dónde estoy?
Ella le besó la oreja, tomó una arracada de uno de tantos cofrecillos cercanos y se la prendió al muchacho en el lóbulo; lo hizo con alegría, disimulando cierta turbación que quería abrirse paso detrás del gesto gozoso; desnudo, desposeído, le había recogido en la playa del Cabo de los Desastres; ahora le prendía una arracada a la oreja; ahora, quizás, con ese solo, simple, gustoso acto, comenzaba a imponerle una personalidad y un destino a este hombre que era, como las arenas de la costa o de la recámara, un blanco papel sobre el cual nada podría escribirse, pues todo signo sería borrado inmediatamente por las olas y el viento, por otras pisadas; pero el arete pendía ya del lóbulo de la oreja, mientras ella le decía al muchacho que se encontraba en un palacio lejano donde los espacios coexistían y los moradores, a su placer, podían imaginarse en Bagdad, Samarkand a, Pekín o Novgorod y que ella era, al mismo tiempo, su dueña y su sierva… Las emociones más encontradas se sucedían en el rostro de la Señora, dueña y sierva, se preguntó si le daba o le quitaba una vida a este hombre capturado en la rica alcoba, si le desviaba de su verdadero destino trayéndole aquí, si al contrario el hombre para llegar aquí había nacido, si le servía o le deformaba adueñándose de él, si era la dueña de un poder de creación de divinas similitudes: prisioneros los dos, encerrados, solos, frente a frente, ¿acabaría el joven por ser un remedo de su dueña, o ella por ser la sierva imitativa de los puros poderes, hasta ahora intocados, súbitamente nacidos como las alas de una mariposa o un inesperado rayo de luz en las tormentas de este joven?; besó los labios del muchacho, se abrazó a su cintura, suspiró, se apartó de él, encogió los hombros cuando él repitió las palabras:
—¿Quién eres? ¿Dónde estoy?
Ten piedad de mí, contestó la Señora y narró, sentada al filo de la cama, lo siguiente:
Fui traída siendo una niña desde mi patria, Inglaterra, al castillo de uno de los grandes señores de España, mi tío. Vine contenta, pues desde la cuna me habían contado historias de la tierra del sol, donde florece el naranjo y las brumas de mi país son desconocidas. Pero encontré que aquí, como si el sol fuese una plaga y la alegría que hace nacer en los cuerpos un pecado, se expulsaba, su luz, se le condenaba a perecer en hondas mazmorras, se le oponían murallas de granito y se sometía el simple deleite corporal a las contriciones del ayuno, la flagelación y la etiqueta. Llegué a añorar la ruidosa vulgaridad de los ingleses; allá, la borrachera, el baile, el insulto, la gula y la sensualidad carnal compensan el clima de heladas lloviznas. Cada noche había fogatas y banquetes en la mansión junto al río de mis padres, muertos finalmente del cólera él y de los malos partos ella. Llegué a España; era una infanzona con bucles de tirabuzón y tiesas enaguas de calicó. Fui una niña largo tiempo, amado mío, y mi único entretenimiento era vestir muñecas, juntar huesos de duraznos, despertar a las tardonas y vestir a mis dueñas como los comediantes que mi padre me llevó a ver en Londres.
Creo que dejé de ser niña una mañana en que, estando en periodo de menstruación, fui a la capilla a recibir la Eucaristía; la hostia, apenas colocada sobre mi lengua, se convirtió en serpiente; el vicario me injurié) en público y me expulsó del sagrado lugar. Oyeme, mi amor; aún no comprendo cuánto mal desencadenó ese horrible hecho; aún no lo comprendo. Quizás mi primo, el hijo del Señor mi tío, me amaba desde antes, en secreto: él me ha dicho que esa mañana de la comunión en la capilla me miraba de lejos, adorándome ya; yo no lo supe. Sólo entendí una orden de labios de su padre, varias semanas más tarde, en medio del horror y del crimen, en una sala del alcázar llena de cadáveres que los guardias se llevaban arrastrados de los pies, rumbo a una pira monstruosa que durante días infestó con sus olores nauseabundos la comarca. Sólo supe que esa matanza de rebeldes, comuneros, heresiareas, moros y judíos engañados y conducidos a una ratonera por el joven príncipe Felipe había sido la prueba que éste daba a su padre: merecía tanto el poder como mi mano.
Entonces supe y debí obedecer. Yo iba a ser la esposa del heredero y nuestras bodas se celebrarían en el altar de la sangre derramada. Tuvo lugar la ceremonia: desde ese momento debieron cesar mis juegos. La serpiente surgida de mi lengua impura me amordazaba ahora, ataba mis pies y mis manos, me sofocaba y me hería. Yo era la esclava de esas serpientes: las dueñas y las camareras mayores me arrebataron mis muñecas, escondieron mis disfraces, descubrieron el escondite de mis duraznos y me impusieron un horario de clase estricto e interminable: cómo hablar, cómo caminar, cómo comer: como convenía a una Dama española.
Me doblaron a los usos. Me convertí en una prisionera de la infalible simetría. Y al cabo de diez años de hablar con frases preparadas para cada ocasión, de aprender a caminar alta, rígida, con un azor posado sobre mi puño (infalible simetría: como las aldeanas van a la fuente con un cántaro sobre la cabeza, así mi halcón y yo), de comer poco y mal unos bocadillos tomados siempre con los dedos tiesos y la cabeza erguida, seguía tan añorante como inocente: pero ni mis manos podrían, nunca más, jugar con las muñecas, ni mis piernas correr alrededor de las dueñas disfrazadas, ni mis rodillas doblarse para enterrar en el jardín los huesos de durazno. Resignéme. Toma mucho tiempo perfeccionar un gesto, tal es el sentido de la tradición, escoger una de las posibilidades de la vida, mantenerla, acariciarla, disciplinarla, excluir cuanto la ofenda o hiera: esta actitud nos asimila a los señores y a los pueblos, ambos hemos durado mucho, no nos interesa cambiar los usos cada año. Tradición, señores, pueblo: esto me lo explicó mi favorito amigo, el fraile Julián, que es el pintor miniaturista de esta corte.
No entendí el extremo de protocolo que ahora marcaría mi vida (mi cuerpo olvidándose de todo lo aprendido naturalmente) hasta un día que regrese en la litera de un paseo por los vergeles circundantes, estando mi marido ausente en una de las guerras contra príncipes rivales y protectores de herejes y al descender perdí pie y caí de espaldas sobre las losas del patio del alcázar.
Pedí auxilio, pues arrojada bocarriba y vestida con miriñaques de fierro y abombadas basquiñas, me era imposible levantarme por mi propia cuenta. Pero ni los camareros ni los alguaciles, ni las dueñas que acudieron a mis voces, ni el gentío de monjas y capellanes, botelleros y sacerdotes, palafreneros y alabarderos que, hasta el número de cien, se reunieron en torno mío, adelantaron un brazo para levantarme.
Formaron un círculo y me miraron con pena y azoro; y el alguacil mayor advirtió:
—Que nadie la toque. Que nadie la levante, como no lo haga por sí sola. Ella es la Señora y únicamente las manos del Señor pueden tocarla.
En rebeldía contra estas razones, grité a las camareras: ¿no me visten y desvisten cada día, no me peinan, no me espulgan la cabellera, por qué no me pueden tocar ahora? Me miraron ofendidas.
Y sus miradas agraviadas me estaban diciendo:
—Una cosa es lo eme sucede recámaras adentro, Señora, y otra muy distinta la que tiene lugar a los ojos de todo el mundo: la ceremonia.
Volví a añorar, prenda amada, los desenfados de mi patria, Merrie Englande. Y pensé que mi destino sería peor que el de las peregrinas inglesas, por cuya mala fama prohibió San Bonifacio las peregrinaciones femeninas, pues la mayor parte se pierde, pocas llegan puras a su dirección y pocas ciudades hay en Lombardía o Francia donde no haya puta o adúltera de la raza inglesa. Mil veces peor, te digo, mi destino: peregrina perdida por la etiqueta y la castidad, pues una y otra pesaban sobre mi corazón como duras penas.
Pasó la tarde; cayó la noche, y sólo las más fieles camareras y los más rudos soldados permanecieron cerca de mí: el armazón de fierro de mis vestidos crujía bajo mi peso: vi pasar las estrellas, algunas más fugaces que de común; vi nacer el nuevo sol, más lento que en días recordados. Al segundo día, hasta las dueñas me abandonaron y sólo los alabarderos permanecieron a mi lado, aunque a veces olvidasen quién era, o siquiera que yo estaba allí, y comían, orinaban y juraban en el patio. Soy de piedra, me dije resignada; me estoy convirtiendo en piedra. Dejé de contar las horas. Impuse a la noche mil albores imaginarios; teñía de negro el día. Pero el sol me pelaba la piel del rostro y me hacía brotar oscuros hongos en las manos; llovió una noche y un día, se escurrieron mis afeites y se empaparon mi cabellera y mis faldones. Con sumo retardo, pues el hecho imprevisto en el ceremonial les llenaba de confusión inmóvil, las dueñas se turnaron manteniendo grandes sombrillas negras sobre mi cara. Cuando volvió a salir el sol, olvidé el pudor y deshice los lazos de mi corpiño para que mis pechos se secaran. Alguna noche, los ratones buscaron acomodo en la amplia cueva de mis enaguas levantadas: no pude gritar, los dejé acosquillarme los muslos y al que más se aventuró entre ellos le dije, «Mur, has llegado más lejos que mi propio marido».
Solo los brazos de mi esposo tenían derechos para levantarme de esta postura, primero accidental, luego ridicula y finalmente patética. ¡Pero si esos brazos jamás me han tomado para mí, nunca! ¿A quién le dije, en aquel instante, estas palabras? No te engaño, mi amor: se las dije al más fiel de los ratones, el que acabé por establecer domicilio en las hoquedades de mi guardainfante, pues mejor interlocutor le consideré, desde luego, que mis atarantadas dueñas, pomposos alguaciles y rígidos alabarderos. Recordé el melancólico rostro del que sería mi esposo, duro y melancólico, la primera vez que me miró con mirada de amor, aquella lejana mañana en la capilla, cuando fui expulsada por el vicario, Pero yo, de amores, Mur, ¿qué sabía? Algo demasiado brutal: esa misma mañana, una perra había parido en mi recámara; yo había menstruado; mi dueña la Azucena se encontraba aherrojada por un cinturón de castidad. ¿Qué sabía? Lo que había leído en secreto en el libro de los honestos amantes de Andreas Capellanus: el verdadero amor debe ser libre, mutuo y noble; un hombre común, un villano, es incapaz de darlo o recibirlo. Pero sobre todo, debe ser secreto, ratón; los amantes, en público, no deben reconocerse sino mediante gestos furtivos; los amantes deben comer y beber poco; y el amor es incompatible con el matrimonio; todos saben que nunca hay amor entre marido y mujer. Mi marido, rata, jamás me había tocado; ¿era ello prueba de que, en efecto, no hay amor entre esposos, al grado de jamás estar reunidos en un tálamo?, ¿o era prueba de que, cual verdadero amante, mi esposo me quería en secreto y furtivamente, como tú, mur, como tú, Juan? Al ratón le conté estas penas, y este pensamiento: mi propia suegra, la madre del Señor mi marido, sólo a oscuras conoció las obras de varón, pues sólo para engendrar príncipes la necesitaba el Señor mi tío español; yo, ni eso; yo, virgen como el día que desembarqué de Inglaterra mi patria. Poco podía comer y beber en mi absurda posición; presencia secreta y furtiva, presencia de verdadero y honesto amante, sólo la del ratón que noche con noche me visitó, me mordisqueó, me conoció…
Así pasé treinta y tres días y medio, amor: la vida del alcázar reasumió sus hábitos; las dueñas me daban de comer en la boca, con cucharones soperos; debían molerme las viandas en retortas, pues de otra manera no podía tragarlas; bebía de las botas más burdas, pues todo lo demás se me escurría por la barbilla; y a grandes gritos apartaban las dueñas a los socarrones guardias cuando ellas me acercaban la porcelana, aunque muchas veces no pude contener mis necesidades naturales antes de que las camareras llegasen, siempre a horas fijas, sin atender a mis urgencias y caprichos. Y todas las noches, el furtivo ratón me visitaba, salía del hoyo de mi guardainfante para roer un poco más en el hoyo de mi virginidad. Él fue mi verdadero compañero en ese suplicio.
Una tarde, cuando ya había dejado de contar el tiempo, imaginar mi rostro deslavazado o mirar las faldas desteñidas, mi esposo entró al patio al frente de la tropa victoriosa. Se había enterado, en el camino, de mi infortunio. Pero al entrar, pasó de largo y se dirigió a la capilla a dar gracias, sin detenerse a mirarme. Yo había jurado no reprocharle nada; imaginé que podía ser muerto en batalla y entonces mi destino hubiese sido esperar mi propia muerte, sin brazos dignos de recogerme, yacente en el patio, amenazada por los elementos hasta convertirme, tarde o temprano, vieja o joven, en uno de ellos: un montón de huesos y pellejos a la intemperie, sin más compañía que un ratón. Sólo los brazos de mi marido el Señor eran dignos de recogerme; muerto él, muerta yo; muerto él, sólo una vida podía acompañarme hasta la hora de mi propia muerte: la de un diminuto, sabio, pelraso, royente mur. ¿Cómo no iba a entregarme al ratón, pactar con él, acceder a cuanto me pedía? Perdón, Juan, perdón; no sabía que te habría de soñar y, soñándote, encontrarte…
Más tarde, mi esposo se acercó a mí; dos mozos le acompañaban, portando entre ambos un gran espejo de figura entera. A una orden de mi marido, los mozos acercaron el espejo a mi cara; grité horrorizada al ver ese rostro que ya no era el mío, y sólo en ese instante se acumularon los treinta y tres días y medio de mi grotesca penitencia y se sumaron a la humillación que, con intenciones mortales por eternas y eternas por mortales, mi marido el Señor me ofrecía: en ese momento, creyéndome virgen aún, perdí para siempre la inocencia.
Miré a mi marido y entendí lo que pasaba; él mismo había envejecido, sin duda paulatinamente; pero en ese momento, al regresar victorioso de una guerra más, el paso del tiempo se hizo actual; algo que yo desconocía había sucedido: el Señor había regresado de su última batalla; me di cuenta de que asistía al momento de su vejez, de su renuncia, de su dedicación a las obras de la memoria y la muerte; traté de recordar, esta vez en vano, los ojos soñadores del grácil joven en la capilla o los ojos crueles del hombre en la sala del crimen, que sólo gracias al crimen se había sentido con derecho de merecerme; estos ojos, los que ahora mirábanme como yo los miraba, eran los de un viejo agotado que me ofrecía, para acompañarle en su prematura senectud, mi propia imagen descascarillada, polvorienta, sin cejas ni pestañas; mi nariz afilada y temblorosa como la de una loba en ayunas; mi cabellera sin color, convertida en pelambre gris como la de las ratas que me habían visitado. Cerré los ojos e imaginé que desde los lejanos campos de batalla de Flandes, el Señor mi esposo, con la asistencia diabólica, había ordenado el ridículo traspiés que dio con mi cuerpo en las baldosas del patio, obra de lémures chocar re ros, a fin de igualar nuestras decadentes apariencias al reunimos. Pero no eran las del Señor obras del diablo, sino divinas dedicaciones al fervor cristiano; y si él había escogido por aliado a Dios para que esto me sucediera, yo escogería al Demonio para responderle.
Sólo entonces, después de mostrarme a mí misma en ese turbio espejo de horrores, el Señor me ofreció sus manos, pero yo carecía de fuerzas para tomarlas y levantarme. Hubo de hincarse y tomarme, por primera vez, entre sus brazos y así conducirme a mi alcoba, donde las camareras habían preparado ya, por iniciativa propia y con el dudoso disgusto del Señor, para el cual el baño era medicina extrema, una tina hirviente. Mi marido me desnudó, me introdujo en la bañera y por primera vez vio mi cuerpo sin ropa. Yo no sentí la temperatura ardiente del baño; estaba paralizada e insensible. Él me dijo que dejaríamos el viejo alcázar de sus padres y que en la meseta se construiría un nuevo palacio que a la vez sería mausoleo de los príncipes y templo del Santísimo Sacramento. Así conmemoraría, añadió, la victoria militar y también… No pudo terminar. Cayó de rodillas ocultando su mirada con una mano, y me dijo:
—Isabel, tú nunca sabrás cuánto te amo y sobre todo cómo te amo…
Le pedí que me lo dijera; lo pedí con desdén, con arrogancia y más que nada con rencor, y él contestó:
—Desde aquella mañana en la capilla, cuando escupiste la culebra, te amo de tal manera que jamás te tocaré; mi pasión por ti se alimenta del deseo: jamás puedo, ni debo, satisfacerlo, pues dejaría, saciado, de desearte. En este ideal fui educado; es el ideal del auténtico caballero cristiano, y a él he de ser fiel hasta mi muerte. Otros pueden ser fieles, y morir por ello, al sueño de un mundo sin poder, sin enfermedad, sin muerte, de plena satisfacción sensorial o de humana encarnación de la divinidad. Yo, por ser quien soy, sólo puedo ser fiel al sueño de un deseo en vilo, siempre mantenido pero jamás realizado; semejante a la fe, pues.
Sonreí; le dije que su propio padre, famosamente, había saciado sus deseos ejerciendo en mil ocasiones el derecho de pernada; mi esposo contestó que él, con la cabeza baja, admitía sus propios pecados al respecto, pero una cosa era tomar a mujeres del populacho y otra tocar a su ideal femenino, la Señora de su casa; con saña, le hice notar que su padre, así fuese a oscuras y sin placer, había tomado a la madre de Felipe para tener un heredero; ¿cómo resolvería él este problema: estaba dispuesto a heredar un trono acéfalo?; mi marido murmuró varias veces, bastardos, bastardos y a pesar de sus palabras, en extraño contraste con ellas, él también se desnudó ante mí por vez primera y última, en medio de los espesos vapores de ese mi baño, y fue como si ahora yo hubiese ofrecido el mismo espejo indigno al cuerpo del Señor y en lugar de observar los estragos pasajeros que la intemperie me impuso, pude ver las taras permanentes que la herencia dejó en él, los abscesos, los chancros, las bubas, las visibles úlceras del cuerpo, la prematura debilidad de sus partes. El agua hirviente me llagaba, me llenaba los muslos y la espalda de amapolas; por fin la sentí, grité y le rogué que se retirara. El instante me lo pidió; pero también el tiempo más largo; no quería que mi marido volviese a penetrar el sagrado de mi alcoba; sabía que la vergüenza de ese momento sería el mejor cerrojo de mi anhelada soledad; y esta vergüenza culminó con las palabras que el Señor mi esposo dijo al retirarse:
—¿Qué cosa nacería de nuestra unión, Isabel?
Felipe se retiró con una actitud que quería decir más de lo dicho por el espantoso contraste entre sus palabras de amor ideal y su cuerpo de asquerosas taras; su silencio me pedía que atara cabos, dedujera, perdonara. Carecí de fuerzas para ello. Salí del baño; caminé envuelta en sábanas por las vastas galerías del alcázar. Alucinada.
Y a la larga fila de mis dueñas que me daban la espalda mientras pasaba. Sus figuras se recortaban a contraluz; ofrecían los rostros invisibles a las ventanas de emplomados blancos y a mí las espaldas cubiertas por hábitos monjiles y las cabezas cubiertas por cofias negras. Me acerqué a cada una, preguntando:
—¿Qué habéis hecho de mis muñecas? ¿Dónde están mis huesos de durazno?
Pero al mirarlas a la luz, vi que los hábitos sólo les cubrían las espaldas; de frente, mostraban sus cuerpos viejos y obesos, desnudos o enclenques, varicosos y vencidos, lampiños, amarillos, lechosos o purpurinos; reían con voces agudas y tenían entre las manos, a guisa de rosarios, raíces pulidas y nudosas, semejantes a zanahorias sin sangre, y ine las ofrecían. La Camarera Mayor, Azucena, escupía entre los dientes rotos y la saliva le escurría por los inmensos pezones morados e irisados; ella me dijo:
—Toma esta raíz, que es la mágica mandrágoraque hemos encontrado al pie de las horcas, los potros de suplicio y las hogueras de los condenados; acéptala en lugar de tus juguetes para siempre perdidos; acéptala en nombre de tus amores para siempre aplazados; no tendrás más juguete y más amante que este cuerpo diabólico nacido de las lágrimas de los ahorcados, de los torturados, de los quemados en vida; agradece nuestro regalo; hemos debido exponernos a terribles peligros para conseguírtelo; nos rapamos las cabezas y con nuestras grises trenzas amarrarnos un extremo de la cabellera al nudo de la raíz y el otro al cuello del perro negro que, espantado por los gritos de la mandràgora, salió huyendo y así la arrancó de su húmeda tumba, que también fue su cuna; nosotras nos tapamos las orejas con estopas, el perro murió de miedo; toma la raíz, cuídala, pues en verdad nunca tendrás otra compañía; críala como a un recién nacido; siembra trigo en su cabeza, y crecerá como sedosa cabellera; ensártale dos cerezas en el lugar de los ojos: verá; y una tajada de rábano en la boca: hablará; no te espantes de su cuerpo lívido y nudoso, ni de su escaso tamaño; hazlo pasar por el enano de la corte; él será tu sirviente, tu amigo y el buscador de los tesoros escondidos… tómalo…
Azucena colocó la pálida raíz en mis manos, me obligó a cerrar los puños en torno a ese inmundo nabo palpitante, quise deshacerme de la ofrenda pero la piel babosa de la mandrágora se pegaba a la mía y huí llena de terror, de regreso a mi recámara, afiebrada, temblando, recordando el deseo de mi marido y supliéndolo con otro, real, vivo, tangible, un deseo que me estallaba en el cerebro y cursaba con fuego por mis pechos, mi vientre, mi sexo cerrado, mis brazos y mis piernas y mi espalda: un cuerpo, un cuerpo, quiero un cuerpo. Señor, un cuerpo mío, para mí; no una babeante raíz, no un tiñoso ratón, no un ulcerado marido: un cuerpo. Febril y enloquecida, me miré desnuda, lavada, limpia, nueva, en el espejo de mi recámara; toquéme; y al llegar mis dedos a la flor de mi castidad, descubrí que podía introducir uno de ellos, quebrando los restos de una membrana roída, hasta lo hondo de mi inédito placer; no entendí; yo me sabía virgen, yo era virgen, y sin embargo el soberano pórtico de mi virginidad era una confusión de hebras adelgazadas. No pude más; las sensaciones me vencieron; caí en cama y soñé; y de la plétora de mis experiencias inmediatas nació un sueño que era un recuerdo; te soñé y te recordé a ti: te vi arrojado bocabajo sobre una playa, barrido por el oleaje, sellada tu espalda por una cruz de color púrpura, clavadas en la lodosa arena las doce uñas de tus seis dedos en cada pie; y al soñarte te recordé, nacido de las cenizas de mi ridículo martirio, de las visiones patéticas de mi marido y yo en aquel baño, de la fila de hechiceras, del contacto con la mandràgora: el bufón de la corte, al morir, dejó un niño desconocido, escondido entre la paja de su almohadón; la camarera Azucena le recogió, tuvo compasión de él, pidió permiso para que lo amamantara la perra recién parida; te conocí; regresaste; te soñé, náufrago en una playa desconocida…
Al despertar, me dije que merecería mis pecados y llamé, sin saber lo que hacía, al miniaturista de la corte, al fraile Julián que me había ofrecido los únicos momentos de alegría dejándome mirar sus estampas, medallones y sellos y pasándome secretamente los volúmenes del De Arte Honeste Amandi; y ante él me mostré desnuda y él, sin decir palabra, tomó sus pinceles y me pintó de azul las venas de los senos. Así resaltó todavía más la blancura de mi carne y luego el fraile me tomó a mí y por fin dejé de ser virgen. Recuperé mi perdida naturaleza. Mis muñecas. Mis disfraces. Mis huesos de durazno. Volví a ser yo; volví a ser niña. Digo: dejé de ser virgen en brazos de un hombre. Pues mientras el fraile me amaba con una precisa pasión que nada de mí desperdiciaba, yo me iba convenciendo de que, antes, había dejado de ser virgen con animal royente. Dormimos juntos después del placer. Me despertaron más tarde unos nimios rumores. Algo se movía entre las sábanas de mi lecho. Algo despedía un fétido olor. Un ratoncillo se agazapaba, se asomaba, nos miraba a Julián y a mí, volvía a esconderse; una blanca y nudosa raíz con figurilla humana, casi un hombrecillo, se iba acercando a nuestros rostros unidos, diseminando sueño, deseo y alucinación… Las mandrágoras nacen al pie de los cadalsos. No lloremos por los muertos: ceniza a la ceniza, arena a la arena. Cuando mudamos de casa, enterré a la mandrágoraen esta la arena de mi alcoba. A ti te encontré al pie de las arenas del mar, Juan Agrippa.
La Señora se desvistió lentamente. Sin turbar el reposo del joven, llamándole pequeño escorpión dormido, como los bichos soñolientos que se paseaban dentro de las cajas de cristal, diciendo que había vuelto a encontrar sus duraznitos perdidos, a la vez suaves y rugosos y con sus duros huesos en el centro de la sabrosa y pulposa carne, colgando como dos frutas maduras del árbol de su dorada piel, lo lamió, lo besó, y cuando lo tuvo despierto y fuerte como una espada de fuego y mármol, tan fría que quemaba, tan ardiente que helaba, se sentó encima de él y lo clavó entre sus piernas, lo sintió quebrar la selva negra, separar los labios húmedos, entrar suave y duro; así deben ser las llamas que consumen a los condenados, se (le) dijo, condéneme entonces, acérqueme de prisa al infierno, pues no sé distinguir entre cielo e infierno, si éste es el pecado confúndanse en mi carne la salvación eterna y la eterna pérdida: llamarada de carne, serpiente devora dora de mis negros murciélagos, hijo del mar, Venus y Apolo, mi joven dios andrógino, acaricíame las nalgas, hazme sentir la respiración de tus compañones bajo mis muslos bien abiertos para ti, entiérrame un dedo en el culo, ábreme bien los labios, allí siento, juguetea con mis pelos lacios y mojados, déjame pegarlos a los tuyos, allí siento, allí, allí, allí muero porque no muero, allí, allí, clávame tu micer que es mi verdadero señor, méteme tu mandragulón que es mi verdadera raíz, sé mi cuerpo y déjame darte el mío, dame tu leche caliente, ya, ya, ahora, dámela, ya…
Más tarde, recostada al lado del nuevo y hermoso joven que desde ahora sería el habitante de esta alcoba, tratando de olvidar al joven anterior, la Señora dijo en voz muy baja, mírame bien, pues no verás a nadie más aquí; tomaré ese riesgo: que te hartes de mí, pero nunca saldrás de esta recámara ni verás a nadie y a nadie le hablarás, y a nadie más tocarás, sino a mí; antes quise ser generosa, le permití a ese muchacho escogido mientras te encontraba a ti, mientras buscaba la encarnación de mi sueño, le permití, te digo, vagar por el palacio e incluso salir afuera; le seduje con mi propio deseo, le hice soñar con una vida diferente, libre de las prohibiciones estrictas de la moral y la etiqueta que aquí nos sofocan y él llevó esa libertad a los corrales, a los establos y a las cocinas; por eso murió, y por la insensatez de querer dejar, en un poema, más de lo que pudo vivir; tú no vas a morir, mi bella mandràgora, tú sólo vas a vivir conmigo, mi rubio ratón, aquí, para siempre aunque siempre sea un fugitivo reloj, sólo conmigo, aunque me odies o te repugne, y de nada valdrá fingir, pues yo sabré en qué momento dejo de apasionarte, en qué momento comienzas a anhelar el aire y la compañía ajenos; quizás sea el momento en que tu semilla crezca dentro de mi vientre y, creyéndote escogido por el placer, rechaces las prisiones del deber; pero yo desde ahora te lo digo: sólo muerto saldrás de aquí, Juan Agrippa…
La Señora dejó de hablar, sorprendida otra vez por los rumores y los alientos que parecía emanar ese suelo de arenas blancas de su recámara; algo crecía allí, algo corría velozmente oculto, algo la miraba y, desde ahora, les miraba. Ella sólo miró al joven capturado, en apariencia soñador, playa sin huellas, muro sin signos, receptivo, escuchándolo todo sin decir palabra, oyendo la contestación a sus obsesivas preguntas, ¿quién soy?, ¿quién eres?, ¿dónde estoy?: el llamado Juan abrió un solo ojo y ese ojo, sin necesidad de palabras, le dijo a la Señora: un hombre sin pasado empieza a vivir en el momento en que despierta, oye y ve; el mundo para él es esto que primero mira, escucha y toca: tú, tus palabras; debo aceptar el nombre y el destino que me des, pues fuera de ellos nada tengo y nada soy; así lo quisiste tú: y conociéndote, ¿no temes que sea idéntico a ti, pues otra cosa que no seas tú no conozco?
Y en ese ojo abierto, tan inocente al ser rescatado de la orilla del mar, la Señora miró la incredulidad, la duda. Señora, mucho me has contado, pero no me lo has contado todo; y lo que tú no me cuentes, por mi cuenta lo he de vivir yo.