Vida breve, gloria eterna, mundo inmóvil

Cuando despertó, el Señor atribuyó la inmundicia de su lecho al ataque de las águilas y a la burla de los azores durante el sueño de piedra; Bocanegra, atado a una tabla, dormitaba, agotado. Capturado en lo que creía la prolongación física de su pesadilla, el Señor no tuvo tiempo para sentir asco; los humores de la alcoba, la inexplicable presencia de gruesas babas, extreñidos cerotes, placentas animales y manchas de orín y sangre, semen y manteca, eran menos fuertes que al ánimo de descifrar la triple oración que acompañó su sueño como un refrán aéreo: vida breve, gloria eterna, mundo inmóvil.

Pero le venció el recuerdo de la catedral profanada el día de su victoria: mierda y sangre, cobre y fierro, ¿de qué eran signos: de una herencia o de una promesa; residuo o albor?

Sintió un destello cerca de su rostro; giró la cabeza: se miró en un espejo de mano apoyado junto a un cántaro cerca de la cabecera de su cama. Y en él se vio con la boca abierta, como de hombre que aúlla. Pero de su boca sin aire, sofocada, ningún grito salió.

Tomó el espejo de mano y salió a la capilla, huyendo del silencioso terror de su recámara inmunda. Había peligros más grandes, peligros reales, lejos de la intangible amenaza de su alcoba, en la capilla.

Allí, sí encontró tiempo para interrogar, una vez más, al Cristo sin luz que ocupaba una esquina del cuadro traído de Orvieto. No recibió respuesta de él y caminó hacia la escalera.

Se detuvo ante el primer peldaño, con el espejo en la mano.

Lo levantó a la altura de la mirada y allí se observó.

Él era él. Un hombre nacido treinta y siete años antes: frente despejada, piel semejante a la cera, un ojo cruel y otro tierno (ambos pesados, cubiertos por párpados lentos, saurios), nariz recta y aletas anchas, como si Dios mismo las hubiese, misericordiosamente, ampliado para facilitar la dura respiración: labios gruesos, quijada saliente: labios y quijada disfrazados así por la barba y el bigote sedosos como por los volantes de la alta gola blanca que escondía el cuello y separaba la cabeza del tronco; encima de la gola, la cabeza semejaba el cuerpo de un ave capturada.

Se miró y quiso recordarse durante los años mozos, cuando huyó por el bosque con los hijos de Pedro y llegó con Celestina al mar; cómo azotó esa vez el viento su cabeza entonces rizada y su pecho abierto; cómo rasgaron las espinas sus botas y las enramadas su camisa; qué fuertes eran sus piernas y cómo había imaginado el lustre de sus brazos asoleados, tirando el velamen de la barca al lado del estudiante Ludovico, entonces.

Ya no era aquél; pero tampoco, todavía, éste: ascendió al primer peldaño, mirándose en el espejo; y el cambio, aunque imperceptible, no podía escapar a su afilada atención, a su secreto propósito: la boca estaba más abierta, como si la dificultad para respirar hubiese aumentado. Ascendió al segundo escalón: en la imagen del espejo, la red de arrugas se trenzó con hilos muy tenues en torno a los ojos un poco más hundidos y ojerosos.

Subió al tercer escalón, indiferente a los cambios veloces e inexplicables de la luz, atento sólo a la imagen variable del espejo; le faltaban los dientes delanteros y era imposible deshacer la malla de arrugas alrededor de los ojos y la boca; subió al cuarto escalón y su barba y cabellera se reflejaron blancas, nube de agosto, campo de enero; la boca, completamente abierta, solicitaba angustiosamente un aire que jamás la llenaba y los ojos de sangre inyectados recordaban demasiado y por ello pedían clemencia.

Llegó al quinto peldaño y tuvo que hacer un esfuerzo para no descender, rápidamente, al anterior escalón: su rostro asfixiado en el espejo era la imagen de la resignación previa a la muerte. Tenía el cuello vendado, de las orejas corría el pus y por las ventanillas de la nariz asomaban los gusanos. ¿Muerto ya, muerto en vida? Para averiguarlo, tuvo el valor de subir al sexto escaño; en el espejo, su rostro ya no se movía y las vendas del cuello, ahora, amortajaban sus quijada.

Huyó de esa imagen, ascendiendo; ahora era sumamente difícil penetrar las sombras del espejo y distinguir, después de acostumbrarse a esa oscuridad refleja, las vendas de la quijada destruidas por un trabajo minucioso y lento y la quijada misma devorada por la humedad y el peso de la tierra; pero la boca, al fin cerrada, ya no pedía más aire. En la séptima grada, el espejo parecía contener varios espejos dentro de su azogue, pues el rostro se multiplicaba en sucesivas capas blanquecinas, plateadas, fosforescentes, a medida que la carne cedía sus privilegios al hueso; sólo hueso se reflejaba a la altura del octavo escalón: una calavera que le espantó menos que las anteriores apariciones: ¿por qué había de ser la suya?, ¿en qué se distinguía una calavera de todas las demás, si el botín de la muerte era siempre la pérdida del rostro propio?; subió rápidamente: la calavera persistió a lo largo de cuatro eternos peldaños; pero en el treceavo, la prolongada tiniebla en cuyo centro brillaban los huesos se disipó.

En su lugar, un cielo extraño, a la vez opaco y transparente, como la bóveda de metal de los eclipses solares, como si a fuerza de añadir capas de blanca luz acabara por formarse una nueva, espesa, velada diafanidad, manchó el óvalo del espejo; sólo entonces el Señor se dio cuenta, retrospectivamente, de que los rostros anteriores no habían aparecido solos, sino acompañados de sonidos que, ahora, él trató de recomponer: eran pájaros, sí, y pisadas y rumores de telas; eran trozos musicales demasiado veloces, demasiado evanescentes para ser atendidos o juzgados; eran voces demasiado bajas y truenos tan ruidosos que sólo el recuerdo permitía recuperarlos; era el sonido de las hierbas creciendo cerca, muy cerca, demasiado cerca, y en la lejanía balidos, relinchos, rebuznos, mugidos, ladridos, aullidos, zumbidos. Tuvo que recordarlos porque en ese momento de la nada, también los ruidos cesaron y lo que el Señor más añoró fueron los pájaros ausentes.

El cielo abovedado se abrió en la siguiente grada; se desintegró la luz metálica: pero el paso de las ráfagas de viento y de las luces encontradas, resueltas en glóbulos de color puro jamás visto, en triángulos de luego y columnas de fósforo, en bloques de asombro total y espirales enigmáticas, impedía ubicarse en ese espacio total, fugitivo e infinito, sin principio ni fin; el Señor pensó que si su cara aún existía, así fuese en forma de polvo disgregado aunque reconstituible, sería la cara de la locura contemplando algo que jamás tuvo origen y nunca terminaría; recordó al estrellero de palacio, fray Toribio, quien alguna vez le habló de Eridanus, el río de arenas luminosas que en el cielo fluye bajo los cetros de Brandenburgo, iluminando las murallas de los astros e irrigando la tumba del Fénix; desde allí sintió que caía, desde ese rebaño de estrellas en flujo, al ascender al siguiente escalón y mirar, en el espejo, las honduras vegetales de una selva en la que no brillaba el sol ni se movían los follajes tupidos, petrificados, arcaicos, de una flora muerta que sólo en el escalón siguiente cobró vida, volviéndose acuosa, marina, plástica, ondulante.

En el centro de esta vegetación líquida y carnal, brilló de nuevo un punto en el cual el Señor pudo distinguirse sin reconocerse. P21 punto era una gota blanca; él supo que tenía vida y desesperadamente imaginó que era suya. Subió; el reflejo volvió a enturbiarse; era un mar de lodo en el centro de la noche, el reverso de todas las medallas, el horario de la luna, el palacio de las cenizas, el recuerdo de la lluvia, la primera palabra, los animales soñándose unos a otros y otorgándose, así, el primer soplo de existencia; no creados, soñados; y al soñarse, creándose.

Estremecido, llegó al peldaño que le aguardaba: un ser blancuzco, sin pelo y de escasa forma, nadaba en un líquido pardo. Ahora avanzó con rapidez: el feto informe poseía ya dos brillantes aunque dormidos huevos en la mirada: dos ojos prendidos al cuerpo por una delicada red de venas y nervios; el cuerpo blancuzco se cubrió de pelo; las patas recogidas empezaron a moverse, como queriendo salir de la prisión; escuchó un aullido feroz: de un golpe, regresaron todos los rumores perdidos, el mundo volvió a llenarse de ríos y cataratas, de oleajes y trinos, de incendios y marchas, de trompetas y silbidos, de tafetanes rozados y de platillos raspados, del rumoroso trabajo de hachas y fuelles; pero en el espejo sólo se veía a un lobezno recién nacido y por fin el Señor detuvo su febril ascenso y contempló con un temblor creciente esos ojos, uno cruel y el otro tierno, y ese hocico abierto, pidiendo aire; y esos afilados colmillos. Subió lentamente sin abandonar la visión del espejo. El lobo había crecido y corría por campos que el Señor pudo adivinar, perseguido por armas e insignias que el Señor pudo reconocer como suyas: Nondurn, Aún no.

Aterrado, arrojó desde lo alto de la escalera el espejo que se estrelló contra las baldosas de granito de la cripta. Descendió velozmente, jadeando, coronado desde lejos por las luces disímbolas de los años refractarios; y perseguido por el pasado del futuro, se arrojó con los brazos abiertos frente al altar; la luz pareja que nacía en el claro espacio pintado de una plaza italiana iluminó la cruz de su capa; atrás quedó el futuro, vasto a medias, pues el Señor no pudo recorrer la totalidad de los treinta y tres escalones. Entonces su cuerpo exhausto pidió que vinieran en su auxilio las palabras memorizadas:

—De todo necesita mi flaqueza, para no ser vencida de tan importunas y astutas tentaciones, como fabrica contra mí la antigua Serpiente. Fortísima es la guerra del amor; sus armas poderosas son los favores, y éstos llevan confusos a los ingratos. Sucede como dice el Espíritu Santo del impío y malhechor, que huye sin que nadie le persiga, porque él mismo se acusa y su propio delito le hace pusilánime y cobarde. Oh Señor, yo sé que el testimonio de la propia conciencia es un predicador continuo, que no le podemos echar de casa, ni hacerle callar. A los Justos les sirve de glorioso consuelo, como dice San Pablo, y a los ingratos de continuo tormento. ¿Seré yo el ingrato y no el justo; seré yo el impío y el malhechor, y por ello me reservas, a pesar de mi intensa devoción, estas visiones?

Rechazó, tendido, llorando, ahogado por el sentimiento de confusión y culpa, estas ideas; pero con ello sólo intentaba, inconscientemente, rechazar la terrible memoria duplicada: él, desde ahora, podía recordar su pasado y también su futuro. Y esto no podía ser obra del Dulcísimo Cordero:

—Con rabioso furor procura el Demonio estorbar el ejercicio santo de la oración mental. Para este diabólico fin aplica el astuto Dragón cuantos medios y embarazos puede arbitrar su obstinada e infatigable malicia; pero cuando no lo puede conseguir, muda las diligencias para sugerir disimulados engaños en este mismo santo ejercicio. Señor, no dejes que el Demonio se aproveche del intenso fervor de mi oración; asegúrame que en este instante, postrado ante Ti, llena mi cabeza de horrendas visiones, no están mis afectos menos purificados ni puede comenzar desde esta mi postración y este mi abandono el enemigo de Dios a sembrar su maldita cizaña y a engañar sin desvelo, sin perder tiempo, ni ocasión, ni lugar, ni ejercicio sagrado, la penosa devoción de mi pobre alma. No sé, Dios mío, no sé si la ocasión de mi penitencia puede ser la mejor oportunidad del Demonio, pues la serpiente venenosa muerde en silencio; y no hay cosa peor que su cabeza, pues no tiene pensamiento bueno; y sólo ella pudo develarme el cuadro de mi porvenir, y no Tú, que nos has hecho el favor de mantenernos ignorantes de lo que habrá de acaecemos, reservándote esa sabiduría sin la cual no serías Dios. Y reservándonos, a nosotros, sólo la certeza de la muerte, pero no el cuándo ni el cómo ni el por qué ni el para qué. Ni Tú serías Dios si nos revelaras, al nacer, cuál será el curso entero y el punto final de nuestras vidas, ni nosotros tus amorosas criaturas si lo supiésemos: tal inteligencia sólo puede ser falso favor del Maligno.

Chisporroteaban las velas y el incienso sofocaba la cripta; el Señor miraba con pasión, desvelo, duda y entrega la figura principal del cuadro traído de Orvieto, y a ella dirigía sus preces.

—Líbrame, Señor, de la vana complacencia y oculta soberbia; de hacer penitencias desordenadas y de las visiones imaginarias y revelaciones. ¿Cómo puedo distinguir las verdaderas hablas interiores, que son de Dios, los éxtasis y raptos sobrenaturales y divinos en que Dios amoroso se comunica con mi alma, de los modos del Demonio, que como Simia Figura de las obras de Dios, las quiere remedar y contrahacer? Que no se engañe mi alma imaginando que Dios le habla y le ofrece visiones, y no le habla Dios, sino mi espíritu propio y mi veloz imaginación. Rechazo, rechazo la oculta satisfacción y la sombría soberbia que me hace pensar que Dios me habla; acepto que el Demonio ha fingido estos raptos y éxtasis, causando visiones, aprovechando que mi mente es criada de arcilla, transfigurándose en Angel de Luz y aun apareciendo en la forma de Jesucristo si Su Majestad le da permiso… Pero entonces, Dios mío, ¿cómo distinguir las hablas del Creador de las hablas de la Criatura, y éstas de los parlamentos del Demonio que todos llevamos, por la Caída de nuestro primer padre Adán, adentro? ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Qué nos dice la doctrina para evitar que la ocasión de hablar con Dios se convierta en ocasión de hablar con el Demonio? ¿Cómo distinguir Tus visiones de las mías y ambas de las de Luzbel? ¿Y cómo saber si éstas, las fantasías demoniacas, tienen que ser aceptadas y sufridas y entendidas, puesto que Tú las has permitido y por algo, desde tu Alta Omnipotencia, permites al Demonio actuar en vez de aniquilarlo para siempre bajo la planta de tu Divino Pie? ¿Cómo?

Se acercó, arrastrándose, al altar, con los brazos siempre abiertos en cruz; tocó con los dedos exangües el gran cuadro, recorrió con las yemas aplastadas la figura del Cristo sin luz que en el ángulo de la plaza italiana predicaba a los hombres desnudos.

—El Cáliz que tienes, Señor, en tu poderosa mano, está mezclado de trabajos y consuelos y sólo tu Divina Majestad sabe y comprende a quién y cuándo conviene dar lo uno y lo otro; por desiguales partes has llenado el mío, Jesús, aunque mis parcos bienes sirvan para ocultar mis inmensas desgracias, que nada son, ni bienes ni infortunios, comparados con el deseo que avasalla mi vida: oh Jesús, permíteme llegar a la sustancial unión contigo, a la unión del espíritu purgado y purificado de todos los sentimientos de la parte inferior del alma, y así dejar de preocuparme para siempre de gobierno y guerra, de persecución herética y de simbólicas monterías: déjame gozar de la unión fruitiva contigo, con lo cual nada importará lo que tuve o no tuve en esta vida; permite a mi voluntad conocer el excesivo gusto y deleite de experimentar el toque inmediato de la divinidad y quedar embriagado y anegado en un mar inmenso de suavidades y dulzuras, fuera de mí y transportado enteramente en mi Dios y Señor que eres Tú, Cristo Jesús: lejos de este palacio que de la piedra salió y a la piedra regresará; lejos de mi esposa; lejos de las exigencias de mi padre muerto y vivo y de mi madre viva y muerta; lejos de lo que él, mi padre, me pidió, poder y crueldad; lejos de lo que ella, mi madre, me pide, honor y muerte; poder y crueldad, honor y muerte: en tu mística, Jesús, se disuelven y olvidan tan ingratos deberes de la legitimación política, en Ti, y no, como ella cree, en el satánico hoyo negro de la Señora mi mujer muy virgen.

La mirada del Señor, por momentos desorbitada, por instantes sospechosa, mirada caliente, mirada fría, se desplazó de la fatiga del Cristo de Orvieto a la transparente predela del Sacramento y de allí, sobre su hombro, a las filas de sepulcros abiertos que a sus espaldas aguardaban la llegada de los Señores y Señoras e Infantes sus antepasados: como el cadáver sería contenido en la piedra sepulcral, así quería el Señor unirse a Jesús:

—Yo sé que en esta divina unión hay grados de más y de menos, pero tú eres libre en todas tus obras y aun respecto a los Bienaventurados, como espejo voluntario que eres, te manifiestas más o menos bien: manifiéstate a mí, Jesús, en el estado de la unión pasiva del alma con Dios, en la que se cumplen los grandes misterios que están escritos en la Epístola Santa de los oscuros Cánticos de Salomón. Mi alma feliz quiere entrar como una esposa en la Bodega Mística del Esposo Santo que eres Tú, donde el amor purísimo y santísimo es el vino generoso que inflama y embriaga los corazones en amor soberano. Dame, Jesús, tu ósculo castísimo y misterioso, pues por él suspiro como una esposa santa. Tu beso es aquella preciosa Margarita, que no tiene precio en la tierra. Éste es el íntimo Reino de los Cielos que tú puedes comunicarme; déjame participar, Dios mío, del tálamo florido del Divino Esposo y del Paraíso de tus celestiales delicias. Contrae este Matrimonio rato conmigo en esta nuestra vida mortal, para luego consumarlo deliciosamente, ambos, tú y yo, en la felicidad eterna de la Gloria.

Pesadas laudas sepulcrales, pesados basamentos en forma de pirámides truncas, efigies labradas de los Señores, cuerpos de mármol yacente de las Señoras, esposos de piedra durmiendo el uno al lado del otro en los gemelos lechos de la muerte, Infantes inmóviles, yacentes, esperando la llegada del cadáver cuya vida representaban estas estatuas pálidas, y tan naturales que parecían vaciados: testigos de la oración del Señor.

—Dame tu divina presencia y tu divino contacto y el soberano amplexo del Divino Esposo; no vivo más estando ausente de ti; dame vida breve para apresurar mis nupcias contigo; no tolero más mi ansia inflamada; dame la gloria eterna en la que ya no será necesario esperar más, esperar nada, desesperar de que lleguen o no lleguen los desenlaces del tiempo nuestro tirano; ¡oh Jesús mío, cuándo será!, aún no, aún no, rezan mis divisas dinásticas, pero yo te ruego: déjame abandonar este mundo inmóvil, más igual a sí mismo, a su pecado y dolor iniciales, mientras más cambia, y reunirme contigo en la deleitosa variedad del cielo prometido… Ven, Jesús, ven a mí, ven, ven ya, ya, ya…

Entonces, implorando, el Señor levantó la cabeza y vio que las figuras del cuadro giraban; él mismo giró la cabeza para saber si todas las figuras inánimes cobraban vida; pero sólo los hombres desnudos que escuchando al Cristo le daban las espaldas al mundo, giraron y le mostraron las caras al Señor; a espaldas del Señor, las estatuas yacentes, los dormidos relieves de las losas sepulcrales permanecían ciegos e inmóviles; y el Cristo sin luz que en el cuadro predicaba de frente, comenzó a darle la espalda; y los hombres desnudos tenían los miembros viriles enormes y erectos, cabezones, pulsantes de sangre y semen, rojos y brillantes, y los testículos tensos, peludos, irisados de placeres; y el Cristo de las tinieblas tenía una cruz de carne roja grabada entre las cuchillas de la espalda y le escurría una espesa sangre entre las nalgas.

El Señor gritó, alargó la ruano y tomando un látigo penitenciario comenzó a fustigarse la espalda, la mano, el rostro, mientras le miraban sus antepasados las estatuas de blancos ojos y mármol inlacerable. Sangró también el Señor. Luego dijo en voz muy baja, con los dientes apretados:

—No quiero que el mundo cambie. No quiero que mi cuerpo muera, se desintegre, se transforme y renazca en forma animal. No quiero renacer para ser cazado en mis propios predios por mis propios descendientes. Quiero que el mundo se detenga y libere mi cuerpo resurrecto en la eternidad del Paraíso, al lado de Dios; una vez muerto, no quiero, por favor, por piedad, no quiero regresar otra vez al mundo. Quiero la promesa eterna: ascender al reino de los cielos y allí olvidarme del mundo inmóvil y perder para siempre toda memoria de que tuve vida, de que hay vida en la tierra; pero para llegar al cielo, para que el cielo mismo exista, este mi mundo actual no debe cambiar, pues sólo de su infinito horror puede nacer, por contraste, la infinita bondad del cielo. Sí, sí, tal es el contraste requerido; y por eso, de joven, oscuramente, sin saber bien lo que hacía, maté a quienes se atrevían a ofrecer el cielo en la tierra, por eso, padre mío don Felipe y no por mi promesa de nunca volver a decepcionaros y hacerme digno heredero de vuestro cruel poder, por esto y no, madre mía doña Juana, para consumar las nupcias del honor y la muerte; por esto; y por eso ahora que envejezco, conscientemente, edifico el mal en la tierra para que el cielo siga teniendo sentido. Que haya un cielo, Señor, Tu cielo; no nos condenes al cielo en la tierra, al infierno en la tierra y al purgatorio en la tierra, pues si la tierra sola contiene todos los ciclos de la vida y la muerte, mi destino es ser un animal en el infierno. Amén.

Pero ni el Cristo que le daba la espalda ni los hombres con las vergas levantadas ni las estatuas sepulcrales que esperaban los cadáveres de los treinta fantasmas sus antepasados, le atendían. El Señor lo supo y levantó el látigo:

—Demonio… Demonio disfrazado… Demonio que asumes a voluntad las figuras de otros hombres, de otros fantasmas, del solo Dios… Cruel Dios que regalas o retiras tus dones a tu antojo y aún permites que Luzbel usurpe tu figura y engañe a mi pobre alma… Manifiéstate, Dios mío, hazme saber cuando me tocas Tú y cuando me toca el Demonio… ¿Por qué nos sometes a los cristianos a la ruda prueba de nunca saber, en la cima mística, si hablamos Contigo o con el Enemigo?; ¡manifiéstate, cabrón Jesús, danos una sola prueba de que nos oyes y en nosotros piensas, una sola prueba!, ¡no me humilles más, no me ofrezcas más como espejo de mi vida el excremento, el que me rodeó al nacer en una letrina flamenca, el que me invadió en Tu altar el día de mi victoria contra los herejes adamitas, el que me cayó encima esta misma mañana, mientras dormía!; hijo de la mierda, Dios de la mierda, ¿cómo sabré cuándo me hablas Tú? ¡Déjame gozar del ascenso místico sin dudas ni visiones, pues sólo en esta epifanía puedo resolver el conflicto de mi pobre alma, capturada, aquí abajo, entre la deuda del poder para con mi padre y la deuda del honor para con mi madre y la deuda de la sensualidad para con mi esposa: sólo a Tu lado puedo dejar todo esto atrás, pero Tú no quieres decirme si sacrificando poder, honor y sexo hasta Ti llego o al Demonio me abrazo!

Con una fuerza de la que se creía incapaz, el Señor se incorporó y fustigó los cuerpos pintados con el látigo, hasta imaginar que había hecho sangrar la tela misma del cuadro; y entonces lanzó su furia contra la espalda del Cristo volteado, la espalda marcada con la cruz de carne; pero al intentar hacerlo, el brazo se le paralizó, el látigo se detuvo en el aire con contracciones propias, como si adquiriese la vida de una negra serpiente; y la figura del Cristo volvió a girar, le dio la cara al Señor y en la cara del Cristo había una carcajada soberana, que retumbaba por encima de todas las dudas, todos los deseos, todas las cóleras, todos los terrores y todas las humillaciones del Señor detenido como una estatua, a punto de asimilarse a los treinta sepulcros de esta cripta, mientras las figuras del cuadro giraban y mostraban la infinita variedad de las formas.

Y la mandíbula prógnata del Señor se adelantó buscando el aire escaso de este hipogeo donde su vida se centraba y resumía cuando, al fin, se movieron los labios del Cristo del cuadro y dijeron:

—Muchos vendrán en nombre mío, diciendo: Yo soy el Cristo, y seducirán a mucha gente. Y de nuevo surgirán los Anticristos, y los falsos profetas; se anunciarán mediante signos prodigiosos y cumplirán falsos milagros, a fin de inducir en error a los elegidos. YT es cierto el testimonio de San Juan: los Anticristos serán numerosos. Pues cuando el Anticristo viene, los Anticristos se multiplican. Pero sólo uno entre ellos será el verdadero. Haz por reconocerlo. En ello te va la salvación que tanto imploras. Tú pretendes imitarme; los herejes que has perseguido se inspiran también en la imitación de Cristo. Necios. Si soy Dios, mi leyenda y mi vida en la tierra son insustituibles e inimitables. Pero si sólo fui Él hombre Jesús, entonces cualquiera puede ser como yo. ¿Para qué diablos caí en la tentación de nacer como hombre, inscribirme en los signos precisos de la historia, vivir bajo el reino de Tiberio y durante la procuración de Pilatos, actuar en la historia y hacerme su prisionero? Necio yo, sí, pues los verdaderos Dioses presiden el origen irrepetible del tiempo, no su accidentado curso hacia un futuro que para los Dioses carece de sentido. Resuelve este dilema. Y además, cabrón tú.