Vienen los perros

Guzmán se había paseado alrededor del cuerpo dormido con el largo puñal en alto y Bocanegra, adolorido y azorado, gruñía en tono bajo; entonces Guzmán rio y enfundó la daga. Caminó hasta la puerta donde el gruñido de Bocanegra se multiplicaba ferozmente, la abrió y tomó de manos de los fieles ayudantes de la armada de montería las correas de los lebreles humeantes, amontonados, expectantes, y las vasijas con diversas mezclas. Hizo entrar a los perros a la recámara; Bocanegra, atado a la tabla, no pudo moverse pero ladró con desesperación; los otros perros se acercaron a olerlo, mientras Guzmán los llamaba por sus nombres: aquí, Fragoso; aquí, Hermitaña; abajo, Preciada; quieto, Herreruelo, aquí, Blandil. Tomó de las patas a la hinchada Hermitaña y le fregó las ubres y los pezones negros y adoloridos por el parto que se retardaba; luego la echó sobre la cama del Señor dormido; tomó la vasija de ceniza amasada con vino aguado y se la untó fuertemente a la perra en el sexo entreabierto. Entonces se dirigió a la Preciada con grandes risas y le dijo:

—¿Cómo te hallas, Preciadilla? ¡Te sienta bien no comer un día entero! Vieras qué ojillos más tiernos tienes… toma… toma…

Le acercó a la perra un poco de levadura y mientras la famélica comía, la sorprendió metiéndole tres granos de sal en el culo; solté) entonces a Herreruelo, que se fue directamente al hoyo negro de la perra, atraído por temblores de salada hambre, se le montó y comenzó a follarla sobre la cama del Señor; y convocó Guzmán a Blandil sobre la misma cama, le sirvió la mezcla de estiércol de hombre y leche de cabra y el perro comenzó a orinar sobre el lecho mientras Herreruelo y la Preciada fornicaban trabados como un monstruo de dos cabezas y ocho patas y la Hermitaña, por fin, paría en el lecho del amo, un cachorrillo tras otro, y a cada uno, nacido en el remanso de seda entre las patas recogidas y el hocico tibio, los iba limpiando con la lengua y con los colmillos los cortaba del cordón y luego, con el hocico, los acercaba a las tetas palpitantes. Bocanegra ladraba, incapaz de defender, al fin llegada su hora, al amo; Guzmán le arrancò tres pelos del rabo y el can maestro se quedó quieto, como temeroso de ser expulsado de su casa. El sotamontero tomó a Fragoso del cuello y lo arrastró hasta la silla curul del Señor, donde estaban arrojadas las ropas del amo.

—Fragoso, Fragosito, bicho, le murmuró junto al pabellón velludo de la oreja, huele bien la ropilla de nuestro Señor, huele bichito… y anda sobre él. Anda, Fragoso, encima de él.

Guzmán tentó bien los testículos y el pene del perro y lo soltó, lo echó a correr y saltar sobre la cama y a echarse sobre quien dormía, narcotizado por los espesos vapores de la mandràgora, en ella. Sentado en la silla curul sobre las arrugadas ropas del amo, Guzmán miró el espectáculo, riendo, dueño del sueño infinito de su Señor.

«Sé todo lo que se le debe hacer a los perros, pero no al Señor. ¿Qué son tus miserables amuletos, Felipillo, al lado de mis untos de mierda y sebo de puerco? Llegada la hora, no sabré salvarte, mi Señor.»

Luego miró al agazapado, adolorido, desconcertado, resentido Bocanegra y a él le dijo:

—Te conozco, bruto, y sé que tú me conoces a mí. Sólo tú sabes lo que realmente pienso, hago y me propongo hacer. No tiene el Señor más aliado, ni más fiel, que tú. Lástima que nada puedas contarle a tu amo de lo que oyes y ves; de lo que sólo tú sabes; lástima, infeliz Bocanegra. Cómo no: rivales somos. Cuídate de mí, que yo sabré cuidarme de ti. Tienes armas, aunque no la voz, para amenazarme. Yo, para usarlas contra ti, tengo hierro y voz.

En el fondo del despeñadero, acompañado de un joven y de un anciano, el Señor murmuraba oraciones en las que pedía tres cosas: una vida breve, un mundo inmóvil y una gloria eterna.