Duerme el Señor

El Señor desfalleció a la mitad de su narración, cuando recordó los amores con Ludovico y Celestina (imaginarios en la nave del viejo Pedro; ciertos en el ensangrentado alcázar; más alucinantes, sin embargo, los soñados que los verdaderos). Guzmán le sirvió entonces una poción para calmarle; y ahora, al terminar la historia con la repetición del discurso exhortatorio del monje Simón, fielmente transcrito al Señor por el Cronista de la corte, el amo pidió un segundo brebaje; Guzmán, solícito, se lo preparó, mientras el Señor murmuraba:

—Ésta es la historia que deseaba recordar el día de mi cumpleaños, que también será el día del segundo entierro de todos los muertos mis antepasados. El Señor, que Dios tenga en su gloria, fue mi padre; y mi nombre de juventud fue Felipe.

—¿Y la joven castellana?, inquirió Guzmán al ofrecerle el narcótico a su príncipe.

—Es nuestra Señora, que aquí habita…

Repitió, con los párpados unidos, «nuestra Señora», y no pudo terminar la oración; el somnífero le arrastró al fondo de un pesado sopor en el que se imaginó asediado por águilas y azores en la hondura de un valle de piedras. Buscó, con movimientos lentísimos, una salida; pero el valle era una prisión al aire libre, un solo vasto y profundo calabozo de escarpados muros. Una sola, lejanísima ventana sin barrotes: el parche azul y quebrado del cielo, allá arriba, accesible sólo a las aves. Y éstas, las rapaces, podían volar lejos de allí y luego descender en picada, con saña, a atacar el abandonado y prisionero cuerpo del Señor, lleno de pesadumbre más que de miedo. Y después de herirle, las águilas y los halcones ganaban de nuevo las alturas. En seguida, sin lindero causal, soñó que él era tres hombres diferentes, los tres un solo hombre aunque dueño de tres rostros distintos propios de tres distintos tiempos; los tres, siempre, capturados en este valle pétreo y sin puerta o sin más puerta que el cielo. Se acercó, arrastrándose entre las rocas picudas del ventisquero, a las pupilas del primer hombre que era él y pudo ver, en uno de los ojos de ese sosias, a los hijos de Pedro despedazados por los canes; y en el otro ojo se pudo ver a sí mismo, en la adolescencia, protegiéndose de los halcones de su padre. Pero el rostro del primer hombre que era él, y en cuyas ventanas se proyectaban estas escenas, ya no era el del joven en fuga con los hijos del campesino, o el del joven temeroso de los halcones, sino el rostro exacto del hombre que un día mortal se paseó entre los cadáveres de los niños, las mujeres, los campesinos, los artesanos, los mendigos, las prostitutas, los leprosos, los judíos, los mudéjares, los penitentes, los heresiarcas, los locos, los prisioneros y los músicos conducidos a la matanza del castillo a fin de que él, Felipe, demostrase al Señor que el joven era digno de heredar el poder del viejo.

¿Por qué persistían, en los ojos de ese rostro a la vez seductor y cruel, las imágenes dolientes de un joven temeroso? El soñador no pudo contestarse su propia pregunta; huyó del primer hombre y encontró al tercero: se reconoció ahora en un viejo vestido de negro, tendido sobre un peñasco plano, de cara al sol; pero el sol no lograba iluminar, ni derretir, ese rostro de cera, que repelía la luz y por cuyos orificios faciales asomaban gusanos menos blancos que la piel del anciano: en las orejas, entre las comisuras de los labios, por las aletas nasales, torcidos y pululantes; y húmedos detrás de la cortina cóncava y nevada de los ojos, pues bajo la córnea transparente se agitaba una colonia de huevecillos amenazantes.

Se alejó del tercer hombre y se tendió —él, el soñador, el hombre segundo, el actual Señor presa del pesado sueño inducido por los brebajes de Guzmán— boca abajo entre las piedras; abrió los brazos en cruz y pidió perdón; pero su dominio sobre el tiempo mensurable había terminado; supo que permanecería allí para siempre, bocabajo, con los labios separados, respirando inútilmente, prisionero de este palacio de rocas desgajadas, hasta que las golondrinas formaran sus nidos en las palmas abiertas de sus manos y así los falcones y las águilas, en virtud de un falso e increíble sentimiento de amor hacia la especie, no se acercasen más a picotearle: él también sería un águila, sólo que vencida, sólo que de piedra. «Un lobo a otro no se muerden», murmuró el Señor en la oración de su sueño; no dudó del instinto oscuro de las correspondencias que, en esta cárcel de aves de presa, lo llevaba a pensar en otras, vulpinas amenazas. Águila y lobo, murmuró, lobo y cordero, golondrina y águila, amante espiritual y libertino, devoto cristiano y criminal sediento de sangre, puntual lector de la verdad e inescrupuloso manipulador de la mentira, sólo soy uno de ustedes: un caballero español.

Alta cárcel, helado sol, carne de cera, carnicera, el sonador sollozó: ¿dónde, mis hijos; a quién heredar lo que yo heredé?