Las cenizas de la zarza

—Esa mujer, ¿eres tú… Celestina?, preguntó el muchacho sentado donde las olas quiebran, cuando terminó la narración del paje y atambor.

Yo también me llamo Celestina, contestó ella.

¿Por qué viajas vestida de hombre y en compañía de un cortejo fúnebre?

El paje miró al joven con tristeza; los hermosos ojos grises preguntaron, ¿ya no me recuerdas?, ¿tan débil ha sido la impresión que dejé en tu memoria?, pero los labios tatuados contaron otra historia:

Vivía con mi padre en el bosque. Él decía que el bosque es como el desierto en otras tierras; el lugar de la nada, el lugar a donde se huye, pues de demasiadas cosas debía huirse en el mundo que nos tocó en suerte. Que el vacío nos proteja: él, y sus padres antes de él, me dijo el mío, huyeron del mundo porque el mundo era la peste, la pobreza, la temprana muerte, la guerra. Cuando cumplí once años, quise saber por qué; nunca entendí muy bien su respuesta. En la memoria de los antepasados (sólo retuve estas imágenes; a mi propia memoria se filtraron, filtradas ya por los recuerdos de mi padre) pasaban como fantasmas diurnos esas ciudades pestilentes, esas guerras y esas invasiones, las hordas sin concierto y las concertadas falanges; la esclavitud y el hambre. Yo nunca entendí muy bien; sólo me quedaron, te digo, ciertas imágenes y todas me hablaban del derrumbe de un mundo cruel y de la lenta construcción, en su lugar, de otro mundo, igualmente cruel. Nuestra vida era muy simple. Habitábamos una sencilla choza. Yo pasaba casi todo el año dedicada al pastoreo. Recuerdo muy bien los tiempos de mis años jóvenes. Todo tenía un sentido y un lugar. El cielo dormilón del verano y la temprana escarcha del invierno; los cencerros y los balidos; el sol era un año y la luna se convirtió en un mes: el día: sonrisa; la noche: miedo. Pero yo recuerdo sobre todo la temporada de los otoños; entre septiembre y diciembre, mi vida se llenaba de olores inolvidables; era la época de recoger las cenizas para usarlas en la lavandería, y también el tiempo de recoger la corteza de las encinas que me servirían en la tintorería, la resina del bosque para fabricar antorchas y cirios; y las mieles de los enjambres salvajes.

Aislados vivíamos; mi padre, cuando nos alejábamos de la choza, me señalaba los viejos caminos romanos y me decía que esas rutas ahora crecidas de hierba y despedazadas por las invasiones, fueron un día orgullo del viejo imperio; rectas, limpias, empedradas. Nosotros vendíamos la miel y las antorchas, los cirios y las tinturas; yo comencé a coser y a teñir trajes que encontraron compradores entre los viajeros que trazaban los caminos nuevos, a golpe de zahón, decía mi padre, entre las ferias, los lugares santos, los puertos y las universidades; así aprendí los nombres felices y distantes de Compostela, Boloña, Venecia, Chartres, Amberes, el mar Báltico… Así supe que el mundo se extendía más allá de nuestro bosque. Tanto los caminantes como los caballeros, las bestias de carga como las carretas de los mercaderes abandonaron las rutas antiguas que sólo comunicaban a los castillos entre sí. Los viajeros me lo decían: tememos pasar cerca de las fortalezas, pues los señores, invariablemente, nos roban, violan a las mujeres y nos imponen toda clase de exacciones. Le pregunté a mi padre: ¿qué es un Señor? y él me contestó: un padre que no quiere a sus hijos como yo te quiero a ti. Yo no entendí; vendía la miel y los cirios a cambio de vestidos que luego lavaba con las cenizas y teñía con las cortezas para volverlos a cambiar por cebollas o patos. Ayudaba así a mi padre; juntos cuidábamos los ganados y después, cuando pasaba la época de trasquilar a los borregos, él viajaba al alcázar a entregar algunas pacas de lana al Señor a cambio de que nos dejara seguir viviendo en el bosque apartado. Pero poco a poco, nuestro bosque se llenó de peligros.

Recuerdo la primera vez que vi al Señor. Él nunca nos había visitado; pero un día vino a avisarnos que de ahora en adelante, todos los sábados menos las vísperas de Pascuas y Pentecostés, acompañado de los sacerdotes, de los caballeros, de los campesinos y de los pastores, se dedicaría a cazar y destruir los lobos errantes y a ponerles trampas en la comarca. Yo, que siempre había espantado a los lobos con fogatas y leños ardientes, no entendía la necesidad de matarlos o atraparlos. Pero mi padre dijo: «Quieren entrar al bosque; algún día, aquí tampoco podremos vivir en paz y deberemos huir de nuevo, en busca, siempre, del agro desierto.» Yo sólo reconocí, en la mirada dura y temerosa del Señor, un afán de hacerse presente y el miedo de que alguien, algún día, en alguna parte, dejase de reconocerle. Esto lo entendemos las niñas de doce años, pues también tememos que al dejar de ser niñas y convertirnos en mujeres, dejemos de ser reconocidas por las gentes que hasta entonces nos han amado.

Sucedió entonces el hecho más extraño de mi niñez. Cuidaba una noche clara de primavera a mis ovejas y había preparado, a pesar de la luna llena y el bálsamo del aire, el acostumbrado fuego para protegerme y proteger a mi rebaño, cuando escuché un bajo lamento animal cerca de mí; recogí uno de los leños, segura de que un lobo se acercaba; y así fue, sólo que esa queja debió advertirme; no era el aullido lejano ni el cercano sigilo que yo conocía en las bestias feroces, sino una queja muy tierna y muy adolorida y muy próxima; bajé la llama: iluminé a una loba larga y gris, con las orejas muy tiesas y la mirada afiebrada. Desde que aprendí a hablar conocí, antes que nada, los dichos sobre lobos, por ser ellos nuestro mayor peligro; y a pesar de la mansedumbre de esta loba, yo me dije: muda el lobo los dientes y no las mientes. Pero la loba me mostró la pata herida por una de las trampas puestas por el Señor durante las cacerías sabatinas y yo, de manera infantil y espontánea, me hinqué junto a la bestia y le tomé la pata que me ofrecía.

La loba me lamió la mano y se recostó junto a mi fogata. Vi entonces que su vientre era grande y que la bestia no sólo gemía por el dolor de la herida, sino por algo más grave: había visto parir a mis ovejas y entendí lo que pasaba. Acaricié la cabeza aguzada de la loba y esperé. A poco, el animal dio a luz; imagina mi sorpresa, joven náufrago, cuando vi salir de entre las patas de la loba dos piececitos azules, idénticos a los de un niño; y mi sorpresa fue doble, pues hasta los carneros, animales amigos de la monstruosidad, nacían, incluso cuando nacían con dos cabezas, con éstas por delante, mientras que la loba paría a un niño y lo primero que mostraba ese niño eran los pies.

Era un niño; no tardó en salir, recogido y azuloso; quise tomarle, llena de temores porque nacía sobre el suelo del bosque, entre las zarzas y el polvo y los balidos de las ovejas y el rumor de los cencerros que parecían celebrar el evento; sólo entonces la loba gruñó, y ella le lamió y cortó con los colmillos el cordón. Yo me llevé las manos a los pechos y me di cuenta de que, aunque sabía mucho, no era más que una niña; la loba, con las patas, acercó al recién nacido a sus pezones, y lo amamantó. Vi entonces, sobre la espalda del niño, el signo de la cruz; no una cruz pintada, sino parte de su carne: carne encarnada, joven náufrago.

No supe qué hacer; hubiese querido conducir a la loba y a su cría a casa de mi padre, pero apenas traté de separarles o de arrastrarles lejos de las zarzas, la loba volvió a gruñir y trató de morderme la mano. Regresé a nuestra cabaña llena de miedo, asombro y remordimiento; le conté lo sucedido a mi padre y él primero se rio de mí y luego me dijo que me cuidara; repitió una de las consejas que digo: «El lobo, harto de carne, métese fraile.»

Al día siguiente, muy temprano, regresé a las zarzas, pero ni la loba ni el niño estaban allí. Lloré y temí por ellos. Rogué que la loba encontrase una madriguera honda y perdida donde proteger a su hijo; de lo contrario, ambos morirían durante la cacería del próximo sábado. Mi padre llegó al lugar de los hechos y al no encontrar, como yo, nada, dijo que no volviese a dormirme mientras cuidaba los ganados, pues ya se veía que en mis sueños se aparecían los lobos y un día se aparecerían de verdad mientras yo soñaba.

Yo nunca olvidé ese extraño hecho, por más distracciones que me ofreciese nuestro bosque a medida que sus límites se reducían. Cada año de mi adolescencia recuerdo a más gente de paso. Conocí a los estudiantes que viajaban a las universidades; a caballeros y a clérigos; a juglares, menestreles, vendedores de drogas, brujos, trabajadores de temporada; siervos liberados, soldados sin empleo, mendigos y peregrinos descalzos armados de altas varas con un gancho para sus botellas: los viajeros de las rutas de nuestra cristiandad. Y campesinos que pasaban, quejándose, pues habían perdido sus tierras o no podían pagar el tributo exigido por el Señor y al mismo tiempo los impuestos demandados por las ciudades que se salían de sus murallas y tomaban para sí los campos y los bosques. Y yo no dejaba de preguntarme si de alguna manera tan misteriosa como su nacimiento, el del niño parido y amamantado por la loba no estaba ligado al destino de toda esta gente que ahora marchaba sobre las zarzas que le vieron nacer.

Y un día, mi pregunta obtuvo una respuesta, fugaz e incompleta, pues era la de la memoria de una niña que apenas aprendía a recordar. Meses antes del parto de la loba, recordé apenas ahora, pasaron a caballo unos empleados del Señor, anunciándose con cantantes y banderas y monos de larga cola trepados sobre los lomos de los corceles; y entre la servidumbre del alcázar iba, también trepado como un mono con las rodillas sobre la silla de montar, el Juglar del Señor, con sus calzas de colorines y su caperuza de cascabeles; y este bufón levantaba en alto a un niño muy rubio y de corta edad, lo mostraba riendo a las frescas enramadas de nuestro bosque. Ese niño también tenía una cruz grabada entre las cuchillas de la espalda. El cortejo se alejó de prisa, y cuando le conté esto a mi padre, rio, dijo que era una muchachilla bien fantasiosa, y que cortarse con puñal o grabarse con fierro candente una cruz en la espalda era vieja costumbre de cruzados y constante ley de peregrinos. Pero éste era un niño muy pequeño. Si por la ruta de nuestro bosque volviesen a pasar el niño y el bufón, entonces sí que me acercaría y diría: «Yo le conozco. Yo le vi nacer.»

Y si el bosque se había convertido en una ruta (y cuántas cosas nuevas vieron mis ojos deslumbrados: las caravanas que trasbordaban los cofres llenos de coronas y espadas y monedas con inscripciones árabes, los arcones llenos de embriagantes especias de Oriente) también había creado sus propios peligros. Aislados antes, ahora nos sentíamos cercados, no sólo por los lobos, sino por los bandidos que se ocultaban en la espesura, aguardando el paso de los viajeros; y lo que es peor, por los caballeros emboscados, los antiguos señores arrojados a la opacidad de la selva por las deudas acumuladas sobre sus antiguos dominios. Esto me lo dijo, así, mi padre. Eran los dueños de los cuchillos largos; nada más habían podido salvar del desastre.

Un día volvió a visitarnos el Señor; llegó montado en un caballo amarillo y le dijo a mi padre que desde ese momento no le bastaban los productos de la tierra y de la cría que, desde siempre, le había entregado, sino que debería pagar con dinero el uso de las tierras que utilizaba para la habitación, el pastoreo y la tañería. Mi padre le contestó que ni tenía ni usaba dinero, sino que cambiaba unas cosas por otras. El Señor nos dijo que en vez de patos y cebollas deberíamos exigir monedas a cambio de nuestras pacas de lana y mieles y tinturas. «¿No han visto tus ojos maravillados, siervo, el paso de los cofres y arcones por esta selva? Pues lo que contienen va a manos de los comerciantes de las ciudades, y para comprarlo, adornar mi alcázar y vestir a mis castellanas, necesito dinero.»

No fue esto, por más que destruyese nuestras costumbres de siempre y nos situara ante la interrogante de cómo procurarnos el dinero y ante la novedad de tratar con los mercaderes de los burgos, lo que inquietó a mi padre, sino la mirada que el Señor me dirigió y la pregunta que le dirigió a él: «¿Cuándo se casará la muchacha?»; para luego añadir: «Cásala pronto, pues rondan muchos caballeros que han perdido sus tierras, pero no sus gustos por las muchachas vírgenes; es más, desean vengarse de la pérdida de sus derechos señoriales y como la gente de las ciudades está organizada para la defensa de sus vidas y haberes, se aprovechan de las hijas de los hombres como tú, desamparados en el bosque. En todo caso —rio el Señor— recuerda que debes preservar su himen para mí, pues yo sí continúo teniendo el poder, y juro acrecentarlo así a costa de los burgueses como de los príncipes empobrecidos. De todos cuida a tu doncella, pastor; no se diga después que imposible la dejaste para ti y para mí.»

Se fue cabalgando y riendo y mi inocente padre decidió vestirme de hombre desde ese día, aunque después supiésemos que el Señor había muerto de fiebre antes de poder casarme yo o tomarme él. Vestida con un tosco sayal y toscos zahones, cortado el pelo como mancebo, continué mis trabajos de tañería y pastoreo y me hice completamente mujer. Pasaron varios años; mi padre envejeció y nuestra vida apenas cambió. Hasta que un día se aparecieron los hombres armados del príncipe don Felipe, heredero de las tierras y de los privilegios de su padre muerto. Su misión era recoger a todos los muchachos de la floresta para servicios de armas y de alcobas; me capturaron en el bosque de encinas que había sido, desde la niñez, mi morada protectora y me llevaron con la tropa mientras yo reflexionaba sobre mi ingrata suerte, ya que vestida de hombre o vestida de mujer, parejas desgracias me acechaban.

El príncipe Felipe, al verme vestida como zagal, no adivinó mi verdadera condición, aunque algo turbador parecieron despertar mis facciones en su memoria. Yo, lo juro, nunca antes lo había visto. El nuevo Señor me asignó al servicio del alcázar de su madre, donde la presencia de las mujeres, según luego supe, estaba prohibida. Como pastorcilla, había aprendido a tocar la flauta y así lo hice saber al mayordomo para poder distraerme y distraer en ese empeño, viviendo aislada de los criados y de los soldados ante los cuales jamás me desnudé. Pude vivir en los cuartos de los músicos, demasiado ocupados, de noche y al amanecer, en dormir sus borracheras para fijarse en mí, y demasiado ocupados, durante el día, en aprovechar el fúnebre ensimismamiento de la dueña del alcázar, constantemente arrodillada ante el cadáver embalsamado de su esposo, para hurtar viandas y botellas en las bodegas. La madre del hijo del Señor había proscrito toda música alegre en su casa; aunque respetó mis aptitudes musicales, me ordenó que aprendiera a tocar el tambor, pues otro rumor que no fuese fúnebre no quería escuchar, ya que vivía en permanente duelo. Y así, cuando la vieja Dama inició su larga peregrinación arrastrando el cadáver de su esposo, se me asignó el último lugar de la procesión, tocando mi tambor y vestida toda de negro como un paje anunciador de llantos. La Señora madre del actual Señor no admite mujeres en su compañía porque de todas siente celos, como si el fiambre de su marido fuese ahora capaz de cometer los abusos que en vida le dieron fama y de los cuales por mi gran fortuna pude salvarme, aunque sólo para caer, de todos modos, en desgraciada condición…

Pero me aparto de lo esencial de las cosas, y quiero terminar como termina el día sobre esta playa. Sólo por una equivocación que el alcalde y los alabarderos pagarán muy caro entramos ayer a un convento de monjas que quisieron posesionarse del cuerpo momificado del Señor. Y por eso, en vez de pasar el día en el convento, como acostumbramos hacerlo después de viajar toda la noche envueltos en la oscuridad que la Dama prefiere, salimos huyendo y viajamos de día. He podido encontrarte. Ahora tú deberás acompañarme.

—¿Quién soy?, dijo el náufrago, ¿de dónde vengo?

Pero el paje había dado por concluida su narración y no quiso contestarle. Ofreció las manos al náufrago y éste sólo una le tendió. Con la otra, recogió, impulsado por una inexplicable fascinación, una botella verde, taponeada y sellada; uno de los desperdicios arrojados por la marea a este Cabo de los Desastres.