Disurso exhortatorio

¿Qué esperas del porvenir, pobrecito de ti, niño infeliz? ¿Por qué dejaste tu hogar, tus campos fecundos aunque ajenos, donde te querían y te protegían? ¿Qué andas haciendo en esta cruzada? ¿Qué te han prometido? Escúchame, deja de bailar; no te agites; ¿cuál es tu mal, muchacho?, ¿qué te preocupa? Reúne a tus amigos; pídeles que se callen; ¡qué ruido espantoso!, así no se puede razonar, así no se puede entender nada, diles que dejen sus pífanos y gaitas y tambores y me escuchen bien: el mundo está ordenado y bien ordenado; nos costó mucho salir de las tinieblas; ustedes no saben lo que era aquello. La oscuridad, muchachos, la barbarie, sí, los ejércitos del saqueo; la sangre, el crimen y la ignorancia. Salimos con gran esfuerzo de ese infierno; más de una vez desfallecimos; más de una vez la espada del godo, el incendio del mogol y la caballada del huno derrumbaron nuestras construcciones como si fuesen de arena. Miren: organizamos un espacio, creamos un orden estable, miren los campos cultivados, miren las ciudades contenidas por sus fuertes bastiones, miren el castillo en la cima y agradezcan la protección que nos ofrece, cual un buen padre, nuestro Señor el príncipe a cambio de nuestro vasallaje. Regresen a sus aulas, muchachos, ¿qué andan haciendo por estos caminos?, regresen a Boloña, a Salamanca y a París; no encontrarán la verdad acompañando a estas chusmas de mendigos y prostitutas y falsos heresiarcas, sino en las enseñanzas de la patrística y en su cúspide filosófica: el doctor angélico, Tomás de Aquino, que ha sumado para la eternidad toda la sabiduría de la cual es capaz el ser humano; no busquen el cielo en esta orgía de sensualidad y música y exaltantes dudas e ideas heréticas, pues no hay más cielos que los definidos en el Elucidario: el corpóreo cielo que vemos, el espiritual donde habitan los ángeles y el paraíso intelectual donde los bienaventurados miran cara a cara a la Santísima Trinidad. Jóvenes: cada cual tiene un lugar bien establecido en la tierra; el Señor manda, el siervo obedece, el estudiante estudia, el sacerdote nos prepara para la vida eterna, el doctor expone las verdades invariables; no, no es cierto lo que ustedes proclaman; no es cierto que somos libres porque el sacrificio de Cristo nos redimió del pecado de Adán; no es cierto que la gracia de Dios está al alcance de todos, sin la mediación de los poderes eclesiásticos; no es cierto que el cuerpo humano redimido puede gozar de sus propios jugos, de sus propias tersuras, de sus contactos alegres con otros cuerpos semejantes, sin temor al pecado, olvidando que así como nos echamos hoy en la cama, muy pronto otros nos echarán en la tumba; no es cierto que la Nueva Jerusalén pueda construirse en esta tierra; anatema sean las enseñanzas del hereje Pelagio, en buena hora derrotado por San Agustín de Hipona, las del sospechoso Orígenes que por algo culminó su pensamiento con el atroz acto de la castración, y las del tenebroso monje italiano Joaquín de Flora, pues ni es el hombre dueño de una gracia que puede dispensarlo de obtenerla en la iglesia, como pretendió la herejía pelagiana, ni habrá un reino milenario que se realice en las almas de los creyentes, como pensó el especulador Orígenes, ni tendrá lugar en el espacio, como profetizó la locura joaquinita, una tercera época que sea el sábado y el recreo de la humanidad doliente y en la cual época Cristo y su Iglesia ya no contarán pues el espíritu reinará plenamente en su lugar; no es cierto que ustedes sean los portadores de la salud, acompañados por estas muchedumbres de vagabundos descalzos que queman las tierras, las cosechas, los establos y las aldeas, que asaltan y destruyen los monasterios, las iglesias y las celdas de los eremitas, que roban trajes y comida de los castillos devastados, que jamás trabajan y afirman vivir en perfecta alegría, y que dicen hacer todo esto para apresurar la segunda venida de un Cristo que en realidad será el Anticristo y por ello un tirano cruel y seductor, pero derrotable y por ello combatible signo de la promesa milenaria, del reino del cielo en la tierra que no podrá darse sobre la tierra donde los señores son dueños de todo y los siervos dueños de nada. ¿Qué confusión es ésta? Dicen ustedes que el reino milenario sólo se levantará sobre una tierra vacía, destruida, allanada, similar a la del primer día de la creación; pero la creación, mis queridos amigos, no tuvo historia y por ello será irrepetible. Y añaden que esa tierra demolida será la única capaz de recibir a un Cristo nuevo que en realidad será el combatible Anticristo cuya derrota asegurará, ahora sí, la época feliz del espíritu reinando sin trabas, sin encarnación singular, mas en todos encarnado. ¿Y si ese cruel y seductor tirano, lejos de ser derrotado, se perpetúa en una tercera época de llanto, terror y miseria, encarnando a la historia y con sus armas venciendo a quienes no comprenden que el acto de la creación es irrepetible y, al repetirlo, sólo lo enmascaran, inscribiéndolo en la misma historia que quisieran negar y dándole así al Anticristo la doble arma de figurar disfrazado como Creador y de actuar impunemente como Dominador? ¿Es así como dicen imitar a Cristo, cuyo reino no será de este mundo y a quien sólo encontraremos en el cielo al consumarse todos los tiempos, lejos de la tierra, lejos de la historia, lejos del delirio escatológico que pretende instalar en el curso de la historia todo cuanto no pertenece a la historia? ¿Creen realmente que la pobreza borra el pecado, que la comunidad de los bienes y la exaltación del sexo y la sensualidad de la danza y el rechazo de toda autoridad y la vida errante, sin amarres, en los bosques, las playas y los caminos, podrá suplir y aun vencer al orden establecido? Pero óiganme; no bailen; ¿por qué no me prestan atención?; no canten; ¡qué ruido infernal!, ¿cómo puedo hacerme escuchar?, ¡maldito mal de San Vito!, ustedes están locos, están enfermos, descansen, regresen a sus hogares, el carnaval ha terminado, la fiesta no puede ser eterna, las desarmadas cruzadas del alma rebelde y aspirante terminan sacrificadas en las piras funerarias de los castillos señoriales, pierdan las ilusiones, no piensen lo imposible, acepten el mundo como es, no sueñen, sí, el Señor tiene derecho a la primera noche nupcial y es dueño de las cosechas y de las honras y puede reclutar para sus guerras e imponer el tributo para sus lujos, sí, el obispo puede vender indulgencias y quemar a las brujas y torturar a los herejes que hablan de Jesucristo como de un hombre puramente humano, igual a nosotros… No duden, no piensen, no sueñen, niños, infelices: éste es el mundo, aquí termina el mundo, no hay nada del otro lado del mar y quien se embarque a buscar nuevos horizontes será un miserable galeote en la nave de la estulticia: la tierra es plana y es el centro del universo, la tierra que ustedes buscan no existe, ¡no hay tal lugar, no hay tal lugar!

Esto clamaba el monje Simón al recorrer las calles de las ciudades de su tiempo, sofocadas por la peste y sepultadas bajo la basura. Sus ojos habían perdido para siempre la claridad, aunque retenido el dolor: una voz sin timbre, jadeante, una mirada sin expresión y un rostro sin color.