La hora del silencio

Era la noche más honda del año; los guardias dormitaban y los perros estaban derrotados por la fatiga de la paciencia: ese día, el hijo del Señor había desposado a su joven castellana. Ludovico el estudiante se acercó a Celestina en la hora del silencio y le dijo que se preparase, pues ambos iban a huir del castillo.

—¿A dónde iremos?, preguntó la muchacha embrujada.

—Al bosque primero, a escondernos, contestó el estudiante. Luego buscaremos al viejo. Probablemente ha regresado a la playa y construye otra barca. O quizás podernos encontrar al monje. Con seguridad, está en alguna ciudad afligida. Yen, Celestina; date prisa.

—Fracasaremos, Ludovico, tal y como lo dijo el joven señor. Lo he soñado.

—Sí: fracasaremos una vez, y otra, y otra más. Pero cada fracaso será nuestra victoria. Ven, date prisa, antes de que despierten los sabuesos.

—No te entiendo. Pero te seguiré. Sí, vamos… Hagamos lo que debamos hacer.

—Ven, mi amor.