Cuando la matanza terminó, los soldados del Señor regresaron a sus barracas, donde habían estado escondidos durante el largo festín del breve Apocalipsis, y volvieron a envainar sus sangrientas espadas. Felipe había pedido que los cadáveres permanecieran un día entero expuestos en las salas y recámaras del castillo; luego, cuando la pestilencia se volvió insoportable, el Señor ordenó que todos fuesen quemados en una pira levantada en el centro del patio del alcázar. Felipe también le pidió a su padre que Celestina y Ludovico fuesen amparados de cualquier castigo, pues le habían dado mucho placer.
—Ese placer ha sido parte de mi educación, padre mío; todo ha sido parte de esa pedagogía que no se encuentra en los libros de latín, y que usted me pidió abarcar para ser digno de su herencia.
El Señor agradeció a su hijo lo que había hecho, pues con ello había merecido, más allá de cualquier duda, los poderes que algún día serían suyos. Apretó juguetonamente la nuca del hijo y le murmuró, con un guiño del ojo, que no estaba mal que padre e hijo hubiesen disfrutado a la misma hembra. Rio un buen rato y después le pidió a Felipe que, como premio, pidiese lo que más quisiera.
—Padre, deme usted la mano en matrimonio de esa joven castellana, nuestra prima inglesa, que fue regañada y expulsada de la capilla por el vicario.
—Ese antojo siempre pudo ser tuyo, hijo mío. Te hubiera bastado, en cualquier momento, pedírmelo.
—Sí. Pero antes debí merecerlo.