Aquí y ahora

Y así, Felipe condujo a la joven bruja enloquecida y al orgulloso estudiante y al campesino cabal y al humilde monje de regreso a la ciudad y allí les dijo:

—Miren el mundo perfecto.

Y los ojos se abrieron a lo que ya conocían, los niños jugando y chillando, los clérigos vendiendo indulgencias, los pregones de los vendedores ambulantes y los pasos arrastrados de los mendigos, los pleitos entre rivales y las disputas entre estudiantes, pero también las consolaciones de los novios, los besos de las parejas en los callejones y los fuertes olores de la ginebra y el tocino, el jabalí asado y la cebolla frita; el abigarrado conjunto de doctores con hábitos morados y guantes rojos, leprosos con abrigos grises y sombreros púrpura, prostitutas con vestidos escarlata y herejes liberados con una doble cruz bordada sobre las túnicas y los judíos con el redondo parche amarillo sobre los corazones; los peregrinos que regresan de Jerusalén con palmas en alto; los que regresan de Roma con lienzos de la Verónica sobre los rostros; los que regresan de Compostela con conchas marinas cosidas a los sombreros; y los que regresan de Cantorbery con una gota de la sangre del turbulento cura, Tomás a Beckett, en un pequeño frasco.

Pero estas visiones, rumores y aromas acostumbrados eran sólo el velo de un mundo que se movía, rápido y silencioso, desde un centro desconocido y a partir de una fuerza subterránea: así lo indicó Felipe a sus compañeros: los bailes parecían las alegres danzas de siempre, pero eran distintos; bastaba prestar un poco de atención para descubrir su diseño secreto; la gente bailaba tomada de las manos, todos bailaban juntos, la ciudad entera se iba tejiendo en una gallarda trenza, se movía como una vasta contracción de serpiente, conducida por el pífano y el laúd, por las mandolinas y los salterios y las rebecas de un grupo de músicos; y pronto, cuando los cinco amigos se tomaron de las manos y pasaron a formar parte de la trenza de danzantes, vieron otros signos del cambio, pues los monjes salieron de los monasterios y las monjas de los conventos y los judíos de las aljamas y los musulmanes de sus alquerías y los magos de las torres y los idiotas de los hospicios y los presos de las cárceles y los niños de sus casas, y hombres armados con garrotes y hachas y lanzas y las horcas de las cosechas se unieron a ellos y uno se acercó a Felipe y le dijo:

—Aquí estamos. En el lugar y la hora que tú ordenaste.

Felipe asintió con la cabeza y mucha gente subió a las carretas y otros tomaron el lugar de los bueyes y tiraron, mientras la siguiente turba de hombres vestidos con sayales desgarrados y con los cuerpos cubiertos de mugre endurecida y de costras llagadas, descalzos e hirsutos, entraron a la ciudad como gatos heridos, arrastrándose, de rodillas, flagelándose cruelmente mientras cantaban las palabras de Felipe: «El tiempo es ahora, el lugar es aquí.»

El propio Felipe se puso a la cabeza de la muchedumbre y gritó: «¡Jerusalén está cerca!»

Y la muchedumbre gritó y marchó detrás de él, le siguió más allá de las murallas de la ciudad, hacia los campos; y a su paso, las hordas quemaron y allanaron los campos y un leproso dijo acercando los brazos llagados a las negras humaredas de ese día:

—Se avecina el tiempo de la Parusia. Cristo regresa por segunda vez a la Tierra. Quemen. Allanen. Que no quede una sola piedra del antiguo tiempo. Que no quede una sola plaga del pasado. Que el nuevo tiempo nos encuentre desnudos sobre una tierra yerma. Amén.

Avanzaron cantando, bailando, llagándose las rodillas e hiriéndose los pechos; juraron que el río había dejado de fluir cuando lo cruzaron, de manera que sus piernas apartaron un inmóvil y caluroso hielo; que las colinas se aplanaron ante su marcha y que las nubes descendieron visiblemente sobre el quebradizo escudo de la tierra para proteger de las furias del sol a los nuevos cruzados del milenio, a los imitadores de Cristo, a los profetas del tercer tiempo joaquinita, el Tiempo del Espíritu, el pueblo exaltado que vivía los últimos días del Anticristo: así lo proclamaron ciertos monjes sudorosos; cosas distintas murmuraron entre dientes las chusmas de árabes y judíos que seguían a Felipe en esta caravana.

Entonces los niños cantaron y gritaron al ver la fortaleza que reposaba entre bajísimas nubes y preguntaron: «¿Es Jerusalén?», pero Felipe sabía que sólo era el castillo de su padre. Pidió a los hombres que preparasen las armas para el asalto, pero al llegar al foso del alcázar encontraron que el puente estaba tendido y las puertas abiertas de par en par.

En silencio, abandonaron las carretas. Los niños se prendieron a las faldas de sus madres. Los flagelantes dejaron caer los látigos. Los peregrinos de Roma asomaron los ojos detrás de los vernáculos, todos entraron, asombrados, al alcázar del Señor, donde un vasto almuerzo había sido abandonado de prisa; los instrumentos de los músicos yacían en desorden al lado del hogar frío y ceniciento; un venado decapitado escurría su grasa negra y su negra sangre; los tapices colgaban, inánimes, aunque sus figuras ocres y planas, oropel de unicornios y cazadores, parecían dar la bienvenida al ejército de Felipe. Entonces el asombro cedió el lugar a un exorbitante movimiento; la muchedumbre levantó los Irascos de vino y los instrumentos musicales, tomó las perdices asadas y los racimos de uvas; hombres, mujeres y niños corrieron por las salas y alcobas y pasillos bailando, arrancando los tapices y cubriéndose con ellos, así como con los cascos y gorros y tiaras y birretes y hacaneas y fluyentes gasas; adornándose con cadenas de oro y arracadas de plata y medallones ceremoniales y hasta con vaciadas aljofainas; y vaciando cuanto cofrecillo, joyelero o escriño encontraron. Los monjes renegados ofrecieron indulgencias a las rameras escarlata a cambio de sus favores, los peregrinos de Inglaterra mezclaron la sangre del santo con la sangre del vino, y un clérigo borracho fue proclamado por todos Dominus Festi v bautizado con tres baldazos de agua, mientras un hereje brabanzón bramaba, por encima de la orgía, las catástrofes que al mundo esperaban: guerra y miseria, fuego desde las alturas y hambrientos abismos abiertos a los pies de la humanidad. Sólo los elegidos sobrevivirán. Los judíos rechazaron los inmundos platillos de lechón; los mudéjares decidieron tragarse las piezas de oro que encontraron.

La fiesta continuó durante tres noches y tres días, hasta que todos sucumbieron derrotados por el sueño y el amor, la exaltación plañidera y las heridas abiertas, la indigestión y la borrachera. Pero detrás de este frenesí y su eventual desgaste en las canciones entristecidas, los renovados votos y los perezosos gestos, los cinco amigos primero observaron y después actuaron por su cuenta. Celestina y Felipe se acostaron juntos sobre un suave lecho de pieles de marta; el estudiante Ludovico pronto se unió a ellos, pues en verdad los tres jóvenes no habían pensado en otra cosa desde que el hijo del Señor imaginó la historia de sus amores a bordo de la nave que jamás zarpó.

Los dos hombres maduros, Simón el monje y Pedro el campesino, salieron lentamente del alcázar, se dieron un apretón de manos del otro lado del foso y tomaron por rumbos distintos; Simón se dijo que los enfermos le esperaban en otras ciudades desafortunadas; Pedro, que ya era tiempo de regresar a la costa y construir un nuevo barco.

Al despedirse Simón y Pedro, el puente del alcázar, poco a poco, comenzó a levantarse; los dos viejos se detuvieron de nuevo al escuchar el pesado rumor de las cadenas y el crepitar de las planchas de madera, pero no pudieron ver quién alzaba el puente. Suspiraron y siguieron sus respectivos caminos. Si hubiesen esperado unos instantes más, habrían escuchado los violentos golpes del otro lado del puente levantado, convertido en barbacán impregnable; hubiesen escuchado los desesperados gritos de auxilio, el llanto desgarrador de los prisioneros.