Nowhere

Los tres hombres y la mujer esperaron largo rato en silencio cuando el joven Felipe terminó de hablar. El propio muchacho miró hacia el mar de la aurora; habían pasado la noche conversando. Y al aparecer el sol, el heredero del Señor creyó distinguir en el orbe del día la horrible mueca del Juglar muerto. Luego miró intensamente a Celestina y sólo con la mirada logró decirle: «Por favor; no les digas a los demás quién soy yo.» Ella bajó la cabeza.

Fue el estudiante Ludovico el primero en levantarse, con un movimiento severo; tomó un hacha y antes de que nadie pudiese detenerle (pero nadie quiso o se atrevió a hacerlo) arremetió contra el armazón de la barca del viejo, lo destrozó, lo redujo a astillas. Luego, con el rostro encendido, clavó el hacha en las arenas negras y murmuró roncamente:

—El lugar que no es no está en ninguna parte. Hemos soñado con una vida diferente en un tiempo y un espacio distantes. Ese tiempo y ese espacio no existen. Locos. Regresemos. Regresa a tu tierra y tus cosechas y tus exacciones, viejo. Regresa a tus plagas y tus curaciones, monje. Regresa a tu locura y tus demonios, mujer. Y tú, Felipe, el único que no sabemos de dónde viene, regresa a lo desconocido. Yo regresaré a afrontar la tortura y la muerte que son mi destino. No le faltaba razón al Inquisidor de Teruel; éste es el mundo que es, aun cuando no sea el mejor de los mundos posibles.

Felipe permaneció hincado cerca de las olas del amanecer. Los demás se pusieron de pie y caminaron hacia las dunas. Finalmente, Felipe corrió hacia ellos y les dijo:

—Perdón. No me han preguntado cuál sería mi mundo perfecto. Dénme una oportunidad.

La compañía se detuvo en el alto filo de los arenales y en silencio interrogó al joven. Y Felipe dijo:

—Ven: la utopía no está en el futuro; no está en otro lugar. El tiempo de la utopía es ahora. El lugar de la utopía es aquí.