Tú vives en tu comuna feliz, viejo; las cosechas son de todos y cada uno toma y recibe de su vecino. La comuna es un islote de libertad rodeado por un mar de esclavitudes. Un atardecer, mientras contemplas tranquilamente la puesta del sol desde tu choza reconstruida, oyes voces y conmoción. Un hombre es traído ante ti; ha sido capturado, se le acusa de robar, debe ser juzgado. Es el primer hombre que falta a la ley de la comuna.
Conduces a este hombre ante la asamblea del pueblo reunido en el granero y le preguntas: ¿Por qué robaste, si aquí todas las cosas son comunes?
El hombre pide que se le perdone; no sabía lo que hacía; la excitación del crimen fue más fuerte que el sentimiento del deber. Más que la codicia, pues aquí todo es, en efecto, de todos, le animaron el gusto del peligro, la aventura, el riesgo; ¿cómo suplantar de un día para otro estas antiguas inclinaciones? Ha regresado para confesar su culpa y ser perdonado. Robó algo que no tenía valor alguno, una vieja botella larga y verde, musgosa, cubierta de telarañas, sellada con un yeso muy viejo, que encontró en las despensas de la comuna. Robó por sentir el excitante temblor del peligro. Pero luego sintió vergüenza y miedo, y huyó de la comuna. Cayó en manos de los soldados del Señor. Fue llevado al alcázar. Y allí, sometido a tortura, reveló la existencia de la comuna al Señor.
Contienes tu cólera, viejo; y disfrazas tu temor, pues sabes bien que tu mejor defensa es la invisibilidad; sabes que el Señor no les visitará hasta que se recoja la próxima cosecha o hasta que haya una boda, para ejercer su derecho de pernada. Por ello has prohibido que nadie se case antes de la cosecha, confiando en que para entonces la comuna será lo suficientemente fuerte para enfrentarse al Señor. Le preguntas al hombre arrepentido que está ante ti: ¿por qué regresaste, si podías haberte quedado bajo la protección del Señor con tu botella robada?
El hombre flaco, con los tobillos heridos por las sogas de la tortura, te contesta:
—He regresado a hacer penitencia por mi doble traición; he regresado a luchar en defensa de mis amigos, pues mañana el ejército del Señor marchará contra nosotros y aplastará nuestro sueño…
Tú le preguntas: ¿dónde está la botella que robaste? y él baja la cabeza y admite que el Señor, inexplicablemente, le desposeyó de ella; pero suplica:
—Soy un traidor y ladrón confeso; déjenme regresar con ustedes y luchar con ustedes. No desprecien mis pobres huesos.
Tú decides perdonarle. Pero la asamblea protesta; las voces se escuchan exigiendo la muerte del hombre como un ejemplo para cualquiera que se sienta tentado de repetir sus crímenes. Es más: muchos alegan que si este hombre ha regresado, es porque el Señor piensa utilizarlo como espía dentro de la comuna. Tú, viejo, argumentas con calor; jamás debe derramarse una gota de sangre aquí; y en silencio te dices que así como el ladrón y delator no pudo cambiar de la noche a la mañana sus instintos, la multitud aquí reunida tampoco puede sofocar los suyos. Los comuneros te desafían: una vez que el Señor ataque, el derramamiento de sangre será inevitable; simplemente, el plazo para esa lucha fatal ha sido brutalmente acortado. Tú señalas los tobillos del delator, sangrantes aún por la tortura; un comunero te contesta que se trata de un ardid evidente del Señor para que, perdonado, el delator permanezca en la comuna y siga delatando. Te acusan de evadir los hechos y varios hombres fuertes corren afuera; pronto escuchas el rumor de los martillos y serruchos trabajando en la tibia noche de primavera.
Dentro del granero, tu pueblo primero debate y luego dicta: sólo podremos vivir en paz cuando nuestras reglas de vida sean aceptadas por todo el mundo; mientras tanto, debemos olvidar nuestro propio código de fraternidad y destruir activamente a quienes no la merecen: nuestros enemigos. Tratas de calmarlos, viejo; dices que debemos vivir aislados y en paz, con la esperanza de que nuestro buen ejemplo, tarde o temprano, cunda; dices que debemos vencer con la persuasión, no con la guerra. Los comuneros te gritan a la cara: debemos defendernos, pues si somos destruidos no podremos ofrecer ejemplo alguno. Insistes, débilmente: negociemos con el Señor, entregándole esta vez la cosecha a cambio del derecho de proseguir nuestro nuevo modo de vida. Entonces la asamblea se ríe abiertamente de ti.
El traidor es condenado a muerte y colgado esa misma noche de la flamante horca erigida en mitad del campo público. El pueblo elige a uno de los carpinteros para que organice la defensa; las primeras órdenes del nuevo jefe son que se levanten barricadas en los campos, se integre un ejército popular y se vigile a los vecinos para impedir futuras traiciones.
Viejo: se te suplica que permanezcas en tu choza; y a ella, de tarde en tarde, llegan grupos de militas a entregarte flores y a honrarte como el fundador de la comuna; pero no te atreves a averiguar lo que realmente está sucediendo. El nuevo jefe te ha advertido eme si vuelves a hablar, que si vuelves a repetir las razones que expresaste durante la asamblea, serás exiliado de la comuna; y si, fuera de ella, insistes en argumentar, serás considerado traidor y asesinado a la luz del día. Miras, desde tu ventana, la horca levantada en la plaza comunal. Tienes la impresión de que sólo el verdugo y tú permanecen inmóviles, esperando, siempre, mientras un mundo incomprensible corre velozmente ante tu mirada, manifestándose sin concierto, con rumores de cabalgata y llanto, arcabucería e incendio. ¿De dónde provienen las armas que los comuneros emplean para luchar contra el Señor? Lo averiguas el día en que ves en la plaza comuna] los pendones y la infantería de un Señor rival del que a ustedes los ha oprimido siempre. Todos los días nuevos hombres son colgados; tú ya no sabes, ni quieres saber, si son hombres de la comuna o soldados del Señor. Se dice (a veces las mujeres dolientes se atreven a comunicarte los rumores) que muchos comuneros se han opuesto a las alianzas que, invocando la necesidad de sobrevivir, ha concluido el nuevo jefe con los nobles rivales del Señor. Una vez, el nuevo jefe te visitó y te dijo:
—Pedro, espero que algún día, cuando volvamos a vivir en paz, podamos levantarte un monumento allí donde ahora está el patíbulo.