La ciudad del sol

Cuando terminaron el trabajo del día, las cinco personas comieron la carne del venado que Felipe había cazado y Celestina preguntó a dónde se dirigirían cuando la barca estuviese lista. Pedro contestó que cualquier tierra sería mejor que ésta que dejaban atrás. Y Ludovico comentó que seguramente existían otras tierras, más libres, más pródigas; el mundo entero no podía ser una gigantesca cárcel.

—Pero hay una catarata al final del océano, dijo el monje Simón; no podremos ir muy lejos.

Felipe rio:

—Tienes razón, monje. ¿Por qué no nos quedamos aquí y tratamos de cambiar el mundo que ya conocemos?

—¿Tú qué harías?, preguntó el estudiante Ludovico; ¿qué clase de mundo construirías si pudieses hacerlo?

Estaban muy cerca los unos de los otros, contentos del trabajo cumplido y del alimento sápido; Pedro dijo que él imaginaba un mundo sin ricos ni pobres, sin poderes arbitrarios sobre la gente y sobre las cosas. Habló con una voz a un tiempo soñadora y brusca, imaginando una comunidad en la que cada cual sería libre para pedir y recibir lo que necesitase de los demás, sin otra obligación que la de dar a cada uno lo que a él le pidiesen. Cada hombre sería libre de hacer lo que más le gustase, puesto que todas las ocupaciones serían, a la vez naturales y útiles.

Todos miraron a Celestina y la muchacha apretó las manos contra los senos, cerró los ojos e imaginó que nada sería prohibido y que todos los hombres y todas las mujeres podrían escoger a la persona y al amor que más desearan, pues todo amor es natural y bendito; Dios aprueba todos los deseos de sus criaturas, si son deseos de amor y de vida y no deseos de odio y de muerte. ¿No plantó el propio Creador la semilla del deseo amoroso en los pechos de sus criaturas?

El monje Simón dijo:

—Sólo puede haber amor si deja de haber enfermedad y muerte. Yo sueño con un mundo en el que cada niño que nazca sea tanto feliz como inmortal. Nadie volverá a temerle al dolor o a la extinción, pues llegar a este mundo significará habitarlo para siempre y así, la tierra será el cielo y el cielo estará en la tierra.

—Pero esto, intervino el estudiante Ludovico, supondría un mundo sin Dios, ya que en el mundo imaginado por ustedes, un mundo sin poder y sin dinero, sin prohibiciones, sin dolor y sin muerte, cada hombre sería Dios y Dios sería imposible, una mentira, porque los atributos de Dios serían los de cada hombre, cada mujer y cada niño: la gracia, la inmortalidad, el bien supremo… ¿El cielo en la tierra, monje? Tierra sin Dios, entonces, pues el secreto y orgulloso lugar de Dios es el cielo sin tierra.

Entonces todos miraron al joven Felipe y esperaron en silencio. Pero el hijo del Señor dijo que él sólo hablaría después de imaginar, a su manera, lo que los demás acababan de imaginar por él.