El viejo campesino Pedro había llegado a la costa y allí construía una barca. Sus brazos aún eran fuertes y cada vez que miraba hacia el mar, sentía que la fuerza le aumentaba. Esa mañana, mirando del mar a las dunas. Pedro vio al monje Simón que bajaba envuelto en polvo: su hábito era una piltrafa. Le preguntó a Pedro:
—¿Tú eres un marinero? ¿A dónde piensas dirigirte?
El viejo le dijo al monje que las preguntas sobraban; si quería acompañarle, podía empezar a trabajar en seguida. Pero antes de que los dos hombres recogiesen los martillos y los clavos, el estudiante Ludovico, ahora vestido con las ropas de un mendicante, también apareció en lo alto de los arenales, descendió a la playa y les preguntó si podía acompañarles en el viaje, pues el barco podría llevarles lejos, muy lejos, de aquí.
Ludovico también se unió al trabajo, y al terminar el día, Celestina, guiada por su sueño, apareció con Felipe y ambos solicitaron un lugar en la embarcación. Pedro les dijo que todos podían acompañarle, a condición de que primero trabajaran.
—Tú puedes hacer la cocina, muchacha; y tú, mozo, encuentra algo de comer.
Pedro entregó a Felipe un afilado cuchillo.