Los cadáveres yacen en las calles y las puertas están marcadas con cruces velozmente pintadas. Las banderas amarillas son azotadas por un viento rencoroso en los altos torreones. Los mendigos no se atreven a mendigar; sólo miran a un hombre perseguir a un perro alrededor de la plaza, finalmente capturarlo y luego matarlo a garrotazos, pues se dice que los animales son culpables de la pestilencia; y el agua teñida, que antes corría desde las tintorerías se ha secado, y nadie arroja ya su orina y su mierda desde las ventanas, y los propios cerdos que antes andaban sueltos por las calles, devorando la inmundicia, han muerto; pero los cadáveres de las reses matadas a las puertas de la carnicería allí se pudren, y los pescados arrojados a la calle, y las cabezas de los pollos; y con todo ello se festejan las tupidas nubes de moscas. Los enfermos son arrojados de sus hogares; deambulan en soledad, y al cabo se reúnen con los otros infectados alrededor de las pilas de basura.
Los cuerpos ennegrecidos flotan en el río y los peces negros mueren en las riberas contaminadas. Los sepulcros abiertos son incendiados. Unas cuantas orquestas entristecidas tocan en las plazas, con la esperanza de disipar la pesada atmósfera de melancolía que se suspende sobre la ciudad.
Muy pocas personas se atreven a caminar por las calles, y si lo hacen es sólo vestidas con ropones largos, negros y gruesos, guantes de cuero, botas y máscaras con ojos de vidrio y picos llenos de bergamota. Los conventos han sido clausurados: sus puertas y ventanas, tapiadas.
Pero un monje simple y bueno llamado Simón se ha atrevido a salir, pensando que su deber es atender y curar a los enfermos. Antes de acercarse a ellos, Simón empapa sus vestimentas con vinagre y se amarra alrededor de la cintura una faja teñida de sangre seca y apelmazada con los cuerpos de ranas molidas. Cuando debe escuchar la confesión de los enfermos, siempre les da la espalda, pues el aliento de un apestado puede cubrir un cántaro de agua con una nata gris.
Los afligidos se quejan y vomitan; sus úlceras negras estallan como cráteres de tinta. Simón administra los sacramentos finales humedeciendo las hostias en vinagre y luego ofreciéndolas ensartadas en la punta de una larguísima vara. Comúnmente, los moribundos vomitan el cuerpo de Cristo.
La ciudad se ahoga bajo el peso de su propia basura; y a pesar de la abundancia del detritus animal y vegetal, mayor es la acumulación de cadáveres descompuestos. Entonces, el Alcaide se acerca a Simón y le pide que vaya a la cárcel y allí hable con los presos para hacerles el siguiente ofrecimiento: serán liberados al terminar la peste, si ahora se prestan a trabajar en las calles, quemando a los muertos.
Simón va a la cárcel y hace el ofrecimiento, no sin advertir a los prisioneros del peligro que corren; aislados en sus mazmorras, se han salvado de la enfermedad; una vez fuera de ellas, recogiendo cadáveres en las calles, muchos entre ellos morirán, pero los sobrevivientes serán liberados.
Los prisioneros aceptan el trato propuesto por Simón. El sencillo monje les conduce a las calles y allí los presos comienzan a amontonar cuerpos en las carretas. El humo negro de las piras funerarias asfixia a los pájaros en pleno vuelo; los campanarios son nidos de negro plumaje.