El estudiante Ludovico había sido llevado ante el Santo Oficio por el monje de piel restirada y allí el agustino le dijo al Inquisidor que las ideas del joven no sólo eran teológicamente equivocadas, sino prácticamente peligrosas, pues si se filtraban hasta el pueblo corroerían la utilidad y la existencia misma de la jerarquía eclesiástica.
Menos celo, menos celo, le dijo con irritación al monje el Inquisidor, que era un hombrecito encogido, con birrete de terciopelo; a Ludovico, en cambio, le pidió con dulzura que se retractara; le prometió que todo sería olvidado; mi propósito, dijo el anciano mientras se chupaba los labios, no es ganar batallas con palabras, sino convencer a la cabeza y al corazón de que debemos aceptar, pacíficamente, el mundo tal cual es, ya que el mundo en el que vivimos está bien ordenado y ofrece ricas recompensas a quienes aceptan su lugar en él sin protestar.
El apasionado Ludovico se puso de pie y preguntó con violencia:
—¿Un mundo del cual Dios está ausente, secuestrado por unos cuantos, invisible para aquellos que libremente aspiran a su gracia?
De manera que el Inquisidor también se levantó, temblando como una hoja plateada, y Ludovico saltó hasta la ventana de emplomados azules y salió corriendo por los rojos tejados de la ciudad arzobispal.
Y fue tal la fuerza con que cerró detrás de sí la ventana, que los emplomados cayeron destrozados a los pies del monje y del Inquisidor, y éste dijo:
—Aumente usted la cuenta debida por la Universidad pro vitris fractis. Y no me traiga estos problemas estúpidos. Los rebeldes se agigantan con la atención y se extinguen con la indiferencia.