Las dos mujeres no habían terminado de vestirse; el parto de la perra las distrajo. Se hincaron junto a la bestia y la muchacha acarició a los cachorros mientras su dueña miró de la herida abierta y sangrante de la perra a su propio cinturón de castidad, pesadamente aherrojado entre los muslos. Le preguntó a la joven si se sentía bien. Sí, respondió la muchacha, bastante bien; no peor que todos los meses. Pero la dueña se quejó y dijo que el destino de las mujeres era sangrar, parir como animales y sofocar con candados lo que los poetas daban en llamar la flor de la fe; vaya flor y vaya fe, que ella se quedó marchita, llamándose Azucena por costumbre más que por bautizo, y su caballero de la fe, pobre herreruelo de estos lugares, hechóle candado y fuese a combatir moros o sea a cagar en lo barrido, con perdón de la niña, y lo único cierto es que larga ausencia causa olvido.
Entonces la dicha Azucena miró con ojos tiernos a la joven castellana y le pidió un favor. La muchacha, sonriendo, asintió. Y la dueña le explicó que, al morir, el Juglar había dejado en su camastro a un niño recién nacido. Se desconocía su origen y el misterio sólo pudo haberlo aclarado el bufón. Ella había decidido ocuparse del niño, en secreto, pero sus senos estaban secos. ¿Podría amamantarse de las teticas de la perra recién parida?
La joven hizo un gesto de asco, luego se sonrojó y acabó diciendo que sí, sonriendo, que sí, pero debían darse prisa, terminar de vestirse y acudir a la capilla del alcázar. Allí se hincaron para recibir la comunión. Pero cuando la joven abrió la boca y el sacerdote colocó la hostia sobre la lengua larga y delgada, la oblea se convirtió en serpiente. La muchacha escupió y gritó; el sacerdote, encolerizado, le ordenó que saliese inmediatamente de la capilla: Dios mismo había sido testigo de la ofensa: ninguna mujer en estado de impureza puede poner un pie dentro del templo, y mucho menos recibir el cuerpo de Cristo; la muchacha gritó con horror y el sacerdote le contestó con estas palabras aulladas:
—La menstruación es el paso del demonio por el cuerpo corrupto de Eva.
Felipe amaba de lejos a esta muchacha y presenció la escena en la capilla sin dejar de acariciar su mentón lampiño y prógnata.