El halcón se estrelló ciegamente contra las paredes de la celda. «Me va a sacar los ojos, me va a sacar los ojos», repetía continuamente el joven Felipe, tapándoselos con las manos mientras el ave perdía todo sentido de orientación y se lanzaba al vuelo, se estrellaba contra los muros y volvía a arrojarse a una oscuridad que juzgaba infinita.
El Señor abrió la puerta de la celda y la súbita luz aumentó la furia del pájaro de rapiña. Pero el Señor se acercó al azor cegado y le ofreció la mano enguantada; el ave se posó tranquilamente sobre el cuero seboso y el Señor acarició las alas calientes y el cuerpo magro; acercó el pico del halcón al agua y al alimento. Miró al muchacho con aire agraviado y le condujo a la sala del alcázar, donde las mujeres bordaban, los menestreles cantaban y un juglar hacía cabriolas.
El Señor le explicó a su hijo que el halcón requiere sombra para descansar y tomar los alimentos; pero no tanta que le haga creer que el espacio infinito de la oscuridad lo rodea, pues entonces el ave se siente dueña de la noche, sus instintos de presa se despiertan y emprende un vuelo suicida.
—Debes conocer estas cosas, hijo mío. A ti te corresponderá heredar un día mi posición y mis privilegios, pero también la sapiencia acumulada de nuestro dominio, sin la cual aquéllos son vana pretensión.
—Sabe usted que leo las viejas escrituras en la biblioteca, padre, y que soy un aplicado estudiante del latín.
—La sabiduría a la que me refiero va mucho más allá del conocimiento del latín.
—Nunca volveré a decepcionarle.
La plática de padre e hijo fue interrumpida por los saltos del Juglar, quien llegó hasta ellos con una ancha sonrisa pintarrajeada diciendo, con una voz muy baja que sin embargo alta parecía, pues algo de ventrílocuo tenía también este gracioso, los bufones conocemos los secretos, y el que quiera oír más, que abra su bolsa. Se alejó y, en medio de la siguiente cabriola, cayó, ahogado; le estallaron burbujas azules entre los labios; murió.
La música cesó y las castellanas huyeron, pero Felipe se libró a un impulso, se acercó al juglar y contempló el rostro muerto y maligno bajo las campanillas de la caperuza. Creyó distinguir algo decididamente desagradable, desfigurado y malhadado en esa máscara escarlata. De rodillas, Felipe abrazó el cuerpo del Juglar; recordó los momentos de alegría que había proporcionado a la corte de su padre. Luego tomó la hebilla del cinturón del payaso y arrastró el cuerpo por los pasillos; imaginó al Juglar haciendo lo que no deseaba hacer: mímica, cabriolas, saltos, equilibrios, coplas, ofrecimientos de secretos a cambio de dinero: ¿a quién imitaba, a quién engañaba, a quién odiaba mientras cumplía, con mala intención, sus funciones? Pues su vida secreta se reveló en los rasgos de la muerte: no era un ser amable.
Los dos hijos de Pedro, el campesino, habían sido alojados en la habitación del Juglar, de manera que Felipe les encontró allí cuando entró arrastrando el cadáver y lo depositó sobre el camastro de paja. Pero los dos jóvenes creyeron, al mirar su ropilla bien cortada y sus agraciadas facciones, casi femeninas, que Felipe era un criado del castillo, seguramente un paje, y le preguntaron si sabía qué suerte les reservaba el Señor. Hablaron de escapar y le contaron que ya había gente que vivía libremente, sin amos, recorriendo los caminos, cantando, bailando, amando y haciendo penitencia para que este mundo se acabara y empezase uno mejor.
Pero Felipe pareció no escucharles; junto al cadáver del bufón se oyó el llanto agudo de un niño pequeño. El heredero avivó la mirada y distinguió el cuerpo de una criatura de brazos, envuelto en burdas cobijas, entre la paja y cerca del cadáver. No sabía que el Juglar tuviese un hijo recién nacido; y no quiso averiguar, para no delatarse ante los dos muchachos que le habían tomado por un sirviente.
—Escapemos, dijo el primer hijo de Pedro; tú puedes ayudarnos, conoces las salidas.
—Ayúdanos, ven con nosotros, dijo el segundo hijo de Pedro; se acerca la promesa milenaria: la segunda venida de Cristo.
—No esperemos a que vuelva Cristo, dijo el primer hijo de Pedro; seamos libres; basta salir de aquí para reunimos con los demás hombres libres en los bosques. Nosotros sabemos dónde están.