Llegó al atardecer, encabezando a veinte hombres armados; galoparon a lo largo de los campos anegados en la bruma; decapitaron los trigales a latigazos. Portaban antorchas en alto; al llegar a la choza en medio del llano, las arrojaron sobre el techo de paja y esperaron a que Pedro y sus dos hijos saliesen como animales de la guarida: la luz, el humo, las bestias y los hombres, todos tienen una sola puerta, había dicho el Señor antes de iniciar esta cabalgata.
Desde su alto corcel, el Señor acusó al viejo campesino de faltar a los deberes del siervo. Pedro dijo que no era así, que los fueros tradicionales le asistían para entregar al Señor sólo parte de la cosecha y guardar otra parte para alimentarse, alimentar a su familia y vender algo en el mercado. Pedro habló mirando del techo en llamas al amo montado en el caballo amarillo, de piel pecosa y gastada. La piel de Pedro se parecía a la del caballo.
El Señor afirmó:
—No hay más ley que la mía; el lugar está apartado y no se puede invocar una vieja justicia en desuso.
Añadió que los hijos de Pedro serían llevados por la fuerza al servicio de las armas del Señor. La próxima cosecha debería ser entregada en su totalidad a las puertas del castillo. Obedece, dijo el Señor, o tus tierras serán convertidas en ceniza y ni siquiera la mala yerba crecerá sobre ellas.
Los hijos de Pedro fueron atados y montados y la compañía armada cabalgó de regreso al castillo. Pedro permaneció al lado de la choza en llamas.