El beso del paje

El paje y atambor, vestido todo de negro, descendió de las dunas a la playa y se hincó junto al joven náufrago. Le acarició la cabeza húmeda y le limpió el rostro: la mitad de la cara, hundida en la arena mojada, era una máscara de fango; en cambio la mitad lavada, (murmuró el paje y a tambor), era la cara de un ángel.

Sobresaltado, el muchacho despertó de un largo sueño; gritó: no supo distinguir las caricias del paje de otras que creía haber soñado a partir del momento en que cayó del puente de proa a las hirvientes aguas del mar; sueños que eran encuentros con las mujeres en las carrozas; temió que los labios ávidos y los afilados dientes de una joven señora volviesen a clavarse en su cuello; temió que los labios arrugados y las encías desdentadas de una vieja envuelta en trapos cayesen de nuevo entre sus muslos. Miró con los ojos inocentes los labios tatuados del paje y atambor e imaginó que en ellos se fundían, como los campos y las armas en un escudo, como los blasones y el viento en un pendón, las bocas deseosas de las otras mujeres; llegó a creer que el paje era las dos mujeres soñadas, resueltas en una nueva figura hermafrodita; si era mitad hombre y mitad mujer, el paje se bastaría a sí mismo, se amaría a sí mismo, y estas caricias con las que intentaba consolar y resucitar al joven náufrago serían acto insignificante o infinitamente caritativo, pero nacía más. Y si el paje era hombre, el náufrago aceptaría su cariño como el de un compañero largamente deseado en la soledad y la amenaza mortales. Pues los labios tatuados del paje, al acercarse a los suyos, no le pasaban los pesados alientos de sándalo y hongo de las otras mujeres, sino un perfume de selva, de zarzas incendiadas y de tenerías al aire libre. El paje rodeó el rostro del muchacho con las manos y acercó la lengua tibia y suave a la boca abierta del náufrago. Las dos lenguas se unieron y el joven pensó: «He regresado. ¿Quién soy? He resucitado. ¿Quién eres? He soñado. ¿Quiénes somos?» Cree que al cabo también lo repitió en voz alta, pues el paje le contestó, cerca de la oreja que no cesaba de acariciar:

—Todos hemos olvidado tu nombre. Yo me llamo Celestina. Deseo que oigas un cuento. Después, vendrás conmigo.