Lo ve arrodillado en el reclinatorio, con las manos unidas sobre el brazo de terciopelo y el perro dormitando a sus pies. Pasará la mañana contemplando al hombre que contempla el cuadro.
El cuadro: Bañado por el aire luminoso y pálido de los espacios italianos, un grupo de hombres desnudos da la espalda al espectador y escucha la prédica de la figura posada sobre un templete de piedra en el ángulo de una plaza vacía e inmensa, cuyas perspectivas rectilíneas se pierden en el fondo de gasa transparente y verdosa. Todo, en la figura del predicador, comprueba su identidad: la soberbia dulzura del porte, el blanco drapeado de la túnica, la mano admonitoria y el dedo índice levantado hacia el cielo; la mezcla de energía, dolor y resignación en el rostro; la nariz recta, los labios delgados, la barba y el bigote castaños, la larga cabellera con tintes de oro, la frente despejada, las finísimas cejas. Pero falta algo y sobra algo. La cabeza no es circundada por el halo tradicional. Y los ojos no miran hacia donde deberían mirar: el cielo.
El Señor hundió la cabeza entre las manos unidas y murmuró repetidas veces (cada palabra amplificada por la anterior, porque en esta cripta el eco será inevitable): Si alguien dice que la formación del cuerpo humano es obra del demonio y que las concepciones en los senos maternos son producto del trabajo diabólico, anatema, anatema, anatema sea.
Se golpeó tres veces el pecho y el alano gruñó con inquietud. Golpes y gruñidos resonaron huecamente en las bóvedas, los muros y los pisos desnudos. El Señor se arropó, tosiendo, en la capa y repitió los tres anatemas.
El cuadro: Los ojos no miran hacia donde debían. ¿Crueles o esquivos, portadores de un secreto de diferente signo, demasiado cercanos o demasiado alejados de lo que parecían observar, no visionarios, como era de esperarse, no generosos y prontos al sacrificio, inconscientes del fatal desenlace de la leyenda, ojos sensuales, sí, ojos para la tierra y no para el cielo? Miran a los hombres desnudos y miran demasiado bajo.
Escondido detrás de una columna de la cripta, Guzmán pudo decir lo que imaginaba que el Señor, al golpearse el pecho, pensaba: que no debía estar allí, arrodillado, examinando un cuadro para poder examinar su conciencia, sino activamente empeñado en apresurar esta construcción que, por un motivo u otro, se retrasaba indebidamente. Las diversas procesiones ordenadas por el Señor estaban en camino; se aproximaban; los escuchas y mensajeros decían haberlas visto, arrastrando sus pesados encargos, por montes rasos y abrigados, cerca de las costas, detenidas en las ventas, guarecidas entre los pinos, desamparadas en los lentiscares, atascadas en los carcómales; pero avanzando sin cejar hasta el punto convenido y ordenado por el Señor: el mausoleo del palacio. Y el Señor sólo tenía ojos y voluntad para el supuesto misterio de un cuadro italiano.
Aun el gruñido del perro Bocanegra podría interpretarse como un reproche contra el amo. ¿No había, él mismo, dictado una voluntad inequívoca: constrúyase a toda furia?
El palacio: Afuera y arriba, en el vasto llano circundante, se amontonan los bloques de granito. Sesenta maestros canteros con sus equipos trabajan el mármol y las carretas de bueyes llegan cargadas de piedras. Albañiles, carpinteros, herreros, bordadores, orfebres y leñadores levantaron sus talleres, tabernas y chozas a campo raso, aplastados por el sol, mientras las primeras construcciones se cimentaban cabe el castañar, último refugio de la llanura y la sierra taladas por la cólera de la urgente edificación ordenada por el Señor don Felipe al regresar de su victoria contra los herejes de Flandes: las hachas han abatido para siempre los pinares que debían guarecer al palacio contra las extremidades del verano y el invierno. Es cierto, pensó Guzmán, que el Señor había dicho: «Guárdenos el monte de los cierzos fríos en invierno; refrésquenos con los céfiros o favonios en verano.» Pero más cierto aún era que hoy el monte despoblado nada de eso podría ofrecer; eran incompatibles el buen deseo del Señor y las necesidades de la construcción. Y el Señor, encerrado en la cripta, no lo sabía.
El Señor tosió; sentía la nariz y la garganta resecas. Resistió la tentación de levantarse y buscar una vasija de agua en el aposento vecino a la capilla. Prefirió mortificarse acariciando la bolsa de cuero llena de santas reliquias que traía atada al cuello. Y calmó su sed la idea, eternamente clavada en la mente, de que detrás de todo desgaste material inmediato estaba la riqueza inagotable de la vida eterna: construía para el futuro, sí, pero también para la salvación, y la salvación no tiene tiempo; no es sólo una idea —murmuró—: es el otro lugar; la vida eterna que todos deberían ganar, pues la vida de los hombres no se debe contar por los años, sino por las virtudes, y para la otra vida no tiene canas el que ha vivido más, sino el que ha vivido mejor; la vida eterna que todos deberían, así, ganar, pero que yo debo ganar porque es mía por derecho propio y divino. Poca cosa es dejar detrás de mí una constancia tangible de esa certeza, como lo es este palacio dedicado al Santísimo Sacramento de la Eucaristía.
—¿Pues no lo condiciona todo que la vida eterna me sea dada, así mi imperfección como el empeño que pongo, con obras y razones, en ser perdonado, en mortificarme rechazando los huelgos de los sentidos, la guerra, la caza, la cetrería, el amor carnal, en construir una fortaleza para la Eucaristía? Admitidos mis pecados, con mayor devoción admito que no puede ser príncipe cristiano el que no fuere mortificado y que, así, las fragilidades, borradas con la penitencia, no despiertan en Dios la ira, ni aun la memoria. ¿Le será negada la vida eterna a quien no sólo cumple las penitencias de todos los hombres sino que, por ser el príncipe, dejaría sin esperanzas a sus súbditos si, a pesar de todo, fuese condenado en el juicio final?
Saber esto (se dijo; o lo dijo por él el vasallo que le observaba), era, casi, saberse inmortal. Rechazó el Señor la soberbia noción; miró los ojos inquietantes del Cristo sin luz, murmuró:
—Confitemur fieri resurrectionem carnis omnis inortorum.
El cuadro: El Cristo sin luz, arrinconado, mira a los hombres desnudos que dan la espalda al espectador. Las arcadas de la limpia y vasta y honda plaza son actuales, propias de la nueva y aérea arquitectura de la península itálica; la mirada acuciosa puede fijarse en pequeños accidentes del pintado piso de mármol, mínimas grietas, escarabajos, grillos, hierbas nacientes; la plaza es de hoy. ¿De qué tiempo son las escenas lejanísimas, perdidas al fondo de la profunda perspectiva, que como un círculo hacían coro remoto a la que en el proscenio de este sagrado teatro protagonizan un Cristo sin aureola y un grupo de hombres desnudos? Mínimas, remotas escenas, perdidas en el tiempo: la perspectiva profunda de este espacio pintado aleja esas escenas, las convierte en tiempo distante.
El Señor se arrojó al piso de granito pulido, con los brazos abiertos en cruz; y en la capa, sobre la espalda, la cruz amarilla, bordada, recogía cuanta luminosidad arrojaba el altar, minuciosamente labrado y decorado para conservar la custodia que era el origen de la luz aislada, concentrada en ese zoco de jaspes, vetas de metal dorado y columnas tan finas y duras que ninguna herramienta ni acero, ni tan bien templado, se halló que pudiesen domarlos ni vencerlos, y así se hizo a costa de diamantes, y con ellos se labraron y tornaron. La frente del Señor tocaba el suelo helado, separado, como la luz, del suelo ardiente y del sol universal que afuera y arriba de esta cripta y capilla levantaban rescoldos de polvo seco. Sin embargo, al fondo de la larguísima estancia sagrada, iniciaba su ascenso una ancha escalera sin terminar, que debía desembocar en el llano caliente. Por la mente febril en contacto con el frío granito pasaron imágenes que el Señor quería olvidar. Y las olvidó, pensando en la escalera sin terminar a sus espaldas y en su deber inmediato, dar cima a la construcción, pero evitando la griega arrogancia de un Alejandro que mandó cortar y labrar el Monte Athos de tal suerte que hiciera de él una estatua del monarca; aquí, en estas moradas españolas, a imitación de las del cielo, se estaría sin diferencia de noche o de día haciendo oficio de ángeles, donde con oraciones continuas se rogaría por la salud de los príncipes, la conservación de sus estados, se aplacaría la ira divina y se mitigaría la saña justamente concebida contra los pecados de los hombres: tal fue, en esta hora, la plegaria del Señor, pues no cabría en su mente separar religión de política, sabedor de que entre las virtudes, que regulan las acciones humanas, la reina de todas es la prudencia; y entre las especies de la prudencia, la que más sirve al príncipe es la política; San Basilio se queja de que algunos la infaman, con los impropios nombres de artificio y astucia, sin advertir que las acciones sólo astutas, y artificiosas, son hijas de la prudencia de la carne, que mata, no de la del espíritu, que es vida y paz de los reinos. A esto, todavía, ahora, dejadas atrás las astucias de la juventud, los artificios de la carne, las simulaciones de la guerra, aspiraba el Señor en su oración mortificada. ¿Y qué mejor signo de la unión de prudencia y política que construir un monumento, así llamado porque aconseja la mente, según palabras de San Agustín, monumentum decitur, eo quod moneat mentem? Y siendo esto así, ¿puede haber monumento verdadero que no convierta la prudencia política en gloria de la religión, toda vez que nadie tomó consejo en esta vida, que perdiese la eterna?
El cuadro: En el mes sexto fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y presentándose a ella, le dijo: Salve, llena de gracia, el Señor es contigo. Ella se turbó al oír estas palabras. El ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios, y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás de nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin.
El palacio: Los emisarios han viajado por todo el continente, encargando los tesoros que deben realzar, por contraste, la sombría majestad del palacio en construcción. Presentes o en camino, guardados en las improvisadas bodegas o a punto de llegar a lomo de bestias: se supo que en Cuenca se forjaron las rejas de hierro y en Zaragoza las balaustradas de bronce: que de vetas de España e Italia se extrajeron los mármoles grises, blancos, verdes y rojos; que en Florencia se vaciaron las figuras de bronce para el retablo y en Milán las de los mausoleos; que de Flandes llegaron los candelabros, de Toledo las cruces e incensarios y que en conventos portugueses se bordaron los manteles, los sobrepellices, las albas, los cornijales, el lino, los roanes, el calicut y las holandas. El Señor se tapaba el rostro con una mano herida, envuelta en un pañuelo de holanda bordado por las santas hermanas de Alcobaca. En Brujas y en Colmar, en Ravena y en Hertogenbosch se pintaron los cuadros piadosos. Y el cuadro que él se pasó la mañana contemplando fue traído de Orvieto. Se rumoró: Hertogenbosch, bosque maldito donde las sectas adamitas han celebrado sus orgías eucarísticas, transformando a cada cuerpo en altar de Cristo y cada acoplamiento carnal en comunión salvadora. Orvieto: nadie lo negó; la antigua Volsonia etrusca conquistada por los romanos y convertida en Urbs Vetus, sede de una catedral blanca y negra y patria de unos cuantos pintores austeros, tristes y enérgicos.
El cuadro: José subió de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Estando allí se cumplieron los días de su parto, y dio a luz a su hijo primogénito, y le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, por no haber sitio para ellos en el mesón. Había en la región unos pastores que pernoctaban al raso, y de noche se turnaban velando sobre su rebaño. Se les presentó un ángel del Señor y les dijo: Os traigo una buena nueva, una gran alegría, que es para todo el pueblo, pues hoy ha nacido un Salvador. Al oír estas noticias, el rey Herodes se turbó primero, luego se irritó sobremanera y mandó matar a todos los niños que había en Belén y en sus términos de dos años para abajo, pero antes el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto.» Y allí permanecieron hasta la muerte de Herodes, a fin de que se cumpliera lo que había pronunciado el Señor por su profeta, diciendo: «De Egipto llamé a mi hijo».
El perro Bocanegra pudo mover la cabeza vendada con el nerviosismo acostumbrado, pero no las orejas. Y quizás la fresca herida, la carne cosida con toscos puntazos y la presión de la fajilla de estopas, le hicieron dudar de sus propios instintos. Arrojado al lado de su amo, miró hacia el coro de las monjas, oculto detrás de un alto cancel de fierro.
Guzmán observaba escondido detrás de una columna aprovechando que el perro conocía demasiado su olor y temía demasiado su mano. Y detrás de la labrada celosía del coro, la Señora pasará mucho tiempo viendo sin ser vista. Los sordos gruñidos del alano la habían inquietado al principio, pero al cabo se dijo que el temor de Bocanegra debía ser, más que nada, obra del espanto visible y no del oculto temor. Como el perro, la Señora miraba a su amo arrojado sobre el piso, bocabajo, con los brazos abiertos en cruz y los labios murmurando profesiones de fe y la luz del altar reflejada en la bordada cruz de la espalda. Como su marido, la Señora permanecía inmóvil, pero ella erguida, más erguida que nunca (Guzmán quisiera penetrar la invisibilidad de ese cancel), más consciente que nunca (porque nadie la estaba viendo) del valor de un gesto y de la dignidad intrínseca de una postura; las sombras la rodeaban y ella volvía a pensar que nadie era testigo de su magnífica estampa de airada majestad. También ella miraba una de las lejanas escenas del cuadro.
El cuadro: Vino Jesús de Galilea al Jordán y se presentó a Juan para ser bautizado por él. Juan se oponía, diciendo: Soy yo quien debe ser por ti bautizado, ¿y vienes tú a mí? Pero Jesús le respondió: Déjame hacer ahora, pues conviene que cumplamos toda justicia. Entonces Juan se lo permitió. Bautizado Jesús, salió luego del agua; y he aquí que se abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios descender como paloma y venir sobre él, mientras una voz del cielo decía: «Éste es mi hijo amado, en quien tengo mis complacencias.»
La Señora acariciaba la calva cabeza del azor prendido a la mano enguantada, liberado de los cascabeles y aliviado del calor por un ligero desayuno de agua y corazón de venado que la propia Señora le había servido antes de venir, como todas las mañanas, al coro desde donde podía observar a su marido, todas las mañanas, perder una más. Pero llegaba siempre el momento en que el ave de rapiña, por su natural inclinación, comenzaba a dar cuerpo a las sombras. Agradecido inicialmente de esta oscuridad que lo salvaba del ardiente verano, poco a poco el azor comenzaba a añorar la luz. La Señora le acariciaba el cuerpo (Guzmán conocía esos gestos) y la cabeza; la complexión caliente y seca del ave sufría en verano; era preciso llevarla a lugares como éste, sombríos y frescos. Tal sería su excusa (se repitió la Señora) si algún día el perro, o el Señor, la descubrían escondida en el coro monjil.
Guzmán la había advertido más de una vez que la naturaleza del ave reclama espacios donde ningún obstáculo se interponga entre la mirada rapaz y la presa codiciada; los espacios amplios, Señora, donde una vez vista la presa, el azor pueda arrojarse con el ímpetu de una lanza contra ella. En la palma de la mano, la Señora sentía el latido creciente del pecho del ave y entonces temía que el instinto activo fuese más fuerte que la necesidad pasiva y que el pájaro, vencido por aquél, se desprendiese del puño de su ama y, creyendo que la oscuridad era infinita, saliese volando a estrellarse contra los muros de la capilla o el fierro de la celosía, y así muriese o quedase manco: Guzmán se lo había advertido.
El cuadro: Entró Jesús en el templo de Dios y arrojó de allí a cuantos vendían y compraban en él, y derribó las mesas de los cambistas y los asientos de los vendedores de palomas, diciéndoles: Escrito está: «Mi casa será llamada casa de oración», pero vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones. Y a los escribas y fariseos les dijo:
¡Ay de vosotros, que cerráis a los hombres el reino de los cielos! ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que diezmáis la menta, el anís y el comino, y dejáis lo más grave de la Ley: la justicia, la misericordia y la lealtad! ¡Ay de vosotros, que os parecéis a sepulcros encalados, hermosos por fuera, mas por dentro llenos de huesos de muertos y de toda suerte de inmundicia! Y a los discípulos les dijo: No penséis que he venido a poner paz en la tierra; no vine a poner paz, sino espada. Porque he venido a separar al hombre de su padre, y a la hija de su madre, y a la nuera de su suegra, y los enemigos del hombre serán los de su casa. El que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí. El que halla su vida, la perderá, y el que la perdiere por amor a mí, la hallará.
Al sentir ese pulso desesperado del ave de presa, la Señora le cubría la cabeza con la negra capucha, daba la espalda a la celosía, el altar, el cuadro, y acentuando la desproporción entre el vergonzoso sigilo y la voluntad señorial, subía lentamente, en silencio, casi en puntas, con la cabeza levantada, por la escalera de caracol y continuaba bajo la ciega luz del llano donde se amontonaban las tablas, los bloques y las herramientas.
El palacio: Construidas las criptas, la capilla y el coro, a sus lados se prolongaban el claustro monjil, el aposento del Señor y el patio desnudo alrededor del cual las arcadas de piedra comunicaban con las diversas recámaras que, a su vez, debían comunicar con la iglesia mayor, aún sin construir. Pero en cada apartamento había ya una ventana de doble cerradura —vitral y puerta— diseñada para poder escuchar la misa desde la cama, si así fuese necesario, y asistir a los oficios separadamente de los religiosos.
Mientras tanto, la Señora debía dar la vuelta entera a la capilla, habiendo desdeñado el paso por la capilla misma y el ascenso por la monumental escalera de piedra que no acababa de ser construida; debía caminar bajo el sol y entre las obras y los materiales (y lo que es peor, a la vista de los obreros) para regresar al claustro de las habitaciones y entrar a la suya, siempre con el azor posado sobre el guante seboso y retenido por el puño pálido, sin que nadie pudiese imaginar cuánto se holgaba una mujer con esos latidos desordenados, con esa posesión de un cuerpo tan excelente, cuerpo de buen azor —poca pluma y mucha carne— cuyas pulsaciones manifestaban un deseo de volar, cargado de sonajas, anunciando con cascabeles su hambre rapaz, su anhelo total de caer sobre una presa, con las uñas tan zumidas y trabadas que ni el más fiero jabalí podría desasirse del ataque.
Regresaría todas las mañanas a la capilla, acompañando de lejos las penas y profesiones de su marido, el Señor. Acariciaría al azor calvo, caliente y pulsante. Miraría por el rabo del ojo el cuadro traído (decían) de Orvieto.
El cuadro: El grupo de hombres desnudos le da la espalda al Señor y a la Señora para mirar al Cristo; el Señor mira la baja mirada del Cristo y la Señora mira las nalgas pequeñas y apretadas de los hombres. Y Guzmán mirará a sus amos que miran el cuadro. Levantará, turbado, la mirada: el cuadro lo mira a él.
Todas las mañanas, la Señora regresaría a sus aposentos, empuñando al ave y sin pensar que alguien pudiese sospechar el deleite sensual que le producía acariciar el cuerpo pulsante del azor. Perdida en su placer, la Señora no tenía ojos para los obreros del palacio.
Martín se detuvo con las angarillas cargadas y la cabeza doblada por el peso de las piedras. El sudor le rodaba por las sienes y las mejillas; lo bebía, mezclado con el polvo que nublaba sus pestañas. Pudo ver de nuevo ese espejismo que parecía flotar sobre la tierra reverberante del llano: la mujer erguida, de caminar a la vez pausado y veloz, tan firme y seguro que se diría que no tocaba el suelo, vestida toda de terciopelo negro, la basquiña abombada por el hueco guardainfante que arrastraba por el polvo; los pequeños pies apenas visibles; el verdugado de encajes apareciendo y desapareciendo con ese movimiento sutil, inmaterial; una mano posada contra el vientre y la otra extendida para que en ella descansara el azor encapuchado, sobre la percha del guante ensebado, junto a los anillos de piedra roja que ahogaban en su frescura sangrienta la insoportable resolana; el rostro enmarcado por la gola alta y blanca… Un caliente sudor estalló sobre la frente de la Señora; retiró la mano del vientre para espantar a las moscas; entró al palacio.
Martín permaneció algún tiempo allí, doblado bajo el peso de las piedras, capturado por esa visión, imaginando al mismo tiempo su propio cuerpo basto y poderoso, curtido y velludo; su camisa manchada de sudor y abierta hasta el ombligo; su propio rostro cuadrado, rasurado sólo los domingos; sus manos como piel de cerdo. Luego sacudió la cabeza y siguió su camino.
El cuadro: Viendo a la muchedumbre, subió a un monte, y cuando se hubo sentado, se le acercaron los discípulos y abriendo Él su boca, les enseñaba, diciendo: Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos. Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque suyo es el reino de los cielos. Nadie puede servir a dos señores. No podéis servir a Dios y a las riquezas.
El Señor, arrojado bocabajo con los brazos abiertos, sollozó; levantó la cabeza para ver esa minúscula escena descrita como un eco remotísimo en el gran cuadro de la capilla: y creyéndose solo, gritó:
—Tibí soli peccavi et malum coram te l’eci; laborabi in gemitu meo, lavabo per singulas noctes lectum rneum; recogitabo tibi omnes meos in amaritudine animae meae…
El cuadro: Al salir encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, que venía del campo, al cual requirieron para que llevase la cruz. Llegando al sitio llamado Gólgota, que quiere decir el lugar de la calavera, diéronle a beber vino mezclado con hiel; más en cuanto lo gustó, no quiso beberlo. Así que le crucificaron, se dividieron sus vestidos echándolos a suertes, y sentados hacían la guardia allí. Sobre su cabeza pusieron escrita su causa: Éste es Jesús, el rey de los judíos. El pueblo estaba allí mirando, y los príncipes mismos se burlaban, diciendo: a otros salvó; sálvese a sí mismo si es el Mesías de Dios, el Elegido.
El Señor acarició levemente, sin intención de daño, las estopas que cubrían la herida del can Bocanegra. El perro olió, gruñendo, la cercanía de su torturador. Entonces Guzmán se separó de la columna y, como lo sabía, el alano dejó de gruñir, se recogió en un miedo silencioso y el vasallo avanzó con naturalidad hacia la figura postrada, se detuvo junto a ella, se inclinó y apenas rozó con las manos los brazos abiertos del Señor, murmurando que semejante penitencia en nada beneficiaría a su salud. El Señor cerró los ojos, se sintió muy derrotado y al mismo tiempo dueño de un apetito voraz.
Permitió que Guzmán le ayudase a ponerse de pie y luego le condujese al aposento construido al lado de la capilla así para poder asistir a los oficios sin moverse de la cama, como para pasar directamente (como ahora) de la capilla a la recámara sin ser visto por nadie.
Ayudado por su servidor y seguido por el perro, el Señor, con los labios abiertos y los ojos sin expresión, respiraba por la boca y con dificultad: entre el labio superior y el inferior cabría un dedo. Se quejó de un dolor intenso que tenía su sede en el cerebro pero que de allí se extendía a todo el cuerpo: dijo en voz baja, mientras avanzaba con torpeza hasta apoyarse en el dintel de la alcoba, algo que Guzmán no pudo comprender.
El cuadro: Era ya como la hora de sexta, y las tinieblas cubrieron toda la tierra hasta la hora de nona, oscurecióse el sol y el velo del templo se rasgó por medio. Jesús, dando una gran voz, dijo: Padre, en tus manos entrego mi espíritu; y diciendo esto, expiró.
Sin embargo, fingió que entendía, asintió obsequiosamente, condujo a su amo al lecho, le quitó la capa y las zapatillas, le aflojó el jubón y le zafó la golilla.
El Señor, con la boca abierta, miró alrededor de la pieza; yacía sobre las sábanas negras, bajo el negro palio, en el aposento cuyas tres paredes estaban cubiertas por cortinas negras y la cuarta por un enorme mapa de tintes pardos y ocres, sin más claridad que la de una altísima lucerna, tan alta que para abrirla y cerrarla hacía falta una larga vara con punta en gancho. Guzmán se acercó con el frasco de vinagre en una mano y el cofrecillo en la otra. El Señor se sorprendió a sí mismo con la boca abierta e hizo un esfuerzo por cerrarla. Sintió que se asfixiaba; Guzmán fregaba el pecho blanco y lampiño del amo con el vinagre, haciendo sonar la bolsa de reliquias atada al cuello del Señor; el Señor trataba de respirar con la boca cerrada y de abrir la mano y mover los dedos para acercarlos al cofrecillo. Guzmán no diría nada; nunca decía nada, sino lo indispensable. En el fondo del palkdar del Señor, las vegetaciones adenoides se atrofiaban y endurecían más cada día. Volvió a abrir la boca y trató de mover los dedos.
Con las manos vinagrientas, Guzmán abrió a la fuerza el puño del amo, escogió un anillo tras otro de los que venían en el cofrecillo, introdujo en el anular la piedra incrustada en oro para prevenir la pérdida de sangre y en los cuatro dedos restantes los anillos de huesos ingleses, buenos contra los calambres, y otra vez en el anular, encima de la anterior sortija, la más milagrosa de todas: el anillo de diamante que aprisionaba un pelo y un diente de San Pedro; en la palma de la misma mano sufriente colocó la piedra azul que debía curar la gota: en la otra, puso la piedra verde que acabaría por extirpar el mal francés.
El cuadro: Mientras comían, Jesús tomó pan, lo bendijo, lo partió y, dándoselo a los discípulos, dijo: Éste es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía. Asimismo el cáliz, después de haber cenado, diciendo: Este cáliz es la nueva alianza de mi sangre, que es derramada por vosotros. Mirad, la mano del que me entrega está conmigo en la mesa y conmigo ha mojado en el plato.
El Señor tembló y jadeó cerca de una hora, mientras su sirviente, con discreción, permaneció de pie en el lugar más apartado y oscuro de la pieza. El perro se había echado debajo de la cama. Quizás ese reposo fue como un sueño demasiado agitado; quizás una pesadilla con los ojos abiertos fatigue más que todo el movimiento alegre y cruel de una guerra, mercenaria o santa; quizás… No beberé el fruto de la vid hasta llegar al reino de Dios. El Señor habló con los tonos nasales muertos; reclamó algo de comer, en seguida. Guzmán cortó a la mitad un melón que se encontraba sobre un platillo de cobre. El Señor se sentó y empezó a devorar; Guzmán, después de inclinarse con cortesía, apoyó una rodilla contra el filo de la cama.
Las miradas se cruzaron. El Señor escupió al suelo las semillas; las ágiles manos de Guzmán hurgaron en la cabellera sedosa y delgada del amo, a veces los dedos encontraron lo que buscaban, apretaron los piojos, los hicieron tronar contra la uña y los arrojaron, como el amo las semillas del melón, al piso de baldosas frescas.
El palacio: Patios se añadirían a los patios, y aposentos para los monjes, para la servidumbre y para la tropa, a las recámaras del cuadrilátero fundador. Un cuadrilátero de granito, tan profundo como largo, sería el centro del palacio, concebido como un campo romano, severo y simétrico, o como la parrilla que conoció el suplicio de San Lorenzo, y en ese centro se levantaría la gran basílica, por fuera un probo castillo con ángulos de bastión, por dentro una sola nave, inmensa, vacía; y el todo sería rodeado por una cintura de manera que el palacio, visto desde lejos, aparecería como una fortaleza de líneas rectas y perdidas en el llano y el horizonte infinitos, sin una sola concesión al capricho, tallado como una sola pieza de granito gris plantado sobre un tablero de losas blancas y pulidas cuyo albo contraste daría un aire aún más sombrío a la construcción.
Ella lo preveía, desde la ventana de doble cerradura que alguna vez debería mirar hacia el jardín del palacio, pero que, por ahora, sólo contemplaba la llanura extensa, densa y profunda, ceñida por las sierras graníticas que se blanqueaban como huesos de toro bajo la doble embestida de la tala y el sol; como la sierra, así era el palacio de la sierra arrancado. Y al preverlo, ella sólo repetía lo que el Señor había dicho una sola vez, sin necesidad de repetir nunca más las palabras de esa concepción: construyase a toda prisa un palacio y monasterio que sea, a la vez, Fortaleza del Santísimo Sacramento de la Eucaristía y Necrópolis de los Príncipes. Ninguna gala, ninguna gula, ningún desvarío para ese proyecto implacablemente austero. Él lo pensó; ahora el ejército de trabajadores ejecutaba su pensamiento.
La Señora, al mirar la tediosa llanura desde su apartamento, imaginaba con alarma que la voluntad de su esposo acabaría por cumplirse y confesaba que ella, en secreto, siempre había creído que por ser el mundo lo que es, algún accidente, el imprevisible capricho o el muy previsible desfallecimiento de la voluntad introducirían en el plan maestro del Señor algunas, no muchas, pero por escasas más delectables, concesiones al placer de los sentidos.
—¿Pueden, Señor, venir los pastores debajo de mis ventanas a trasquilar sus ovejas y quizás a cantarme unas canciones?
—Aquí no es feria, sino un perpetuo servicio de muertos que habrá de durar hasta la consumación de los tiempos.
—Unos baños, entonces, Señor…
—El baño es costumbre de árabes y no tendrá cabida en mi palacio. Toma ejemplo de mi abuela, que jamás mudó de calzado y al morir hubieron de arrancárselo con espátula.
—Señor: el más grande de los reyes católicos, Carlomagno, aceptó del infiel califa Harún-al-Rachid, sin mengua de su fe cristiana, obsequios de sedas, candelabros, perfumes, esclavos, bálsamos, un ajedrez de marfil, una colosal tienda de campaña con cortinas multicolores y una clepsidra que marcaba las horas dejando caer pelotillas de bronce en una jofaina…
—Pues aquí no habrá más tesoros que las reliquias de Nuestro Salvador que he mandado traer: un cabello de su santísima cabeza o quizás de su barba dentro de una rica bugeta, que si Él dice se enamoró de uno nuestro, qué mucho muramos por otro suyo; y once espinas de su corona, tesoro que enriqueciera once mundos, prendas que traspasan el alma aun con sólo oírlo, ¡qué hará el verlas!; bondad de Dios, que sufrió por mí de espinas y yo ni aun una por Él; y un pedazo de la soga con que tuvo atadas o las manos o la garganta aquel inocentísimo Cordero.
—Señor: no imagino poder sin lujo, y mal recordaríamos a la corte de Bizancio si no fuera por sus leones artificiales, sus trinantes pájaros mecánicos y su trono que se elevaba en los aires; y en nada fue impío el emperador Federico al aceptar del sultán de Damasco un regalo de cuerpos astrales enjoyados, movidos por mecanismos ocultos, que describían su curso sobre un fondo de terciopelo negro…
—Por allí se empieza, Señora, y se acaba como el Papa Juan, convirtiendo el palacio pontificio en burdel, castrando a un cardenal, bebiendo a la salud del Diablo e invocando la ayuda de Júpiter y Venus mientras se pasa la noche jugando a los dados.
—Un gran Señor siempre quiere ser la maravilla del mundo.
—Mi ascetismo será el estupor de este tiempo, Señora, y también de los venideros, pues una vez muertos nosotros, este palacio será dedicado, por los siglos de los siglos, a una perpetua misa de difuntos y continuamente habrá dos frailes frente al sacratísimo Sacramento del altar rogando a Dios por mi ánima y las de mis finados, de noche y de día, dos frailes distintos durante dos horas cada día, veinticuatro t railes diarios ejecutando una tarea tan sabrosa como la oración no es carga pesada. Así lo dispondrá mi testamento. ¿Estupor del mundo, Señora? Aquel famoso príncipe de los Macabeos, Simón, quiso eternizar la memoria de su difunto hermano el príncipe Jonatás; para ello mandó construir en las orillas del mar un túmulo tan eminente, que pudiesen ver sus fúnebres trofeos todos los navegantes, pareciéndolé que todo lo que podía decirse de sus excelentes virtudes, sería menos de lo que los extraños conociesen o de lo que aquel mausoleo mudamente predicase. Así yo, Señora; sólo que no verán este túmulo fúnebre los navegantes, sino los peregrinos que hasta nuestra alta meseta se aventuren; y constantemente, desde el cielo. Dios y sus ángeles. No otro testimonio prefiero o pido.
—Hablas de los muertos; yo sólo te pido un pequeño adorno para mí… para los vivos…
—El único adorno de esta casa será la esfera con la cruz, símbolo del cristianismo y de su triunfo sobre los paganos estilos. Nuestra fe está por encima de cualquier estilo. Todo parejo. Todo sobrio. Que de este lugar se diga: Visto un pilar, vistos todos.
—Señor, Señor, por piedad, no me reproches mi anhelo de belleza, desde niña soñé con poseer una partecita de esa belleza de árboles, fuentes, piedras de colores y recreadas vistas que en esta su tierra dejaron los pobladores árabes en otro tiempo.
—Bien se ve que eres inglesa, Isabel, o no cederías así ante tentaciones infieles. Aquí nos hemos desangrado reconquistando nuestra tierra española.
—Era de ellos, Señor, los árabes la llenaron de jardines y surtidores y mezquitas donde antes nada había; conquistasteis lo ajeno, Señor…
—Calla, mujer, no sabes lo que dices y niegas la ordenanza de nuestro destino, que es purificar a España de toda plaga infiel, extirparla, mutilar sus miembros, quedarnos solos con nuestros huesos mortificados pero puros. ¿Quieres conocer el único solaz concedido a los sentidos pecadores en esta fortaleza? Mira entonces a lo alto de esta máquina que construyo, octava maravilla del mundo, y mírala coronada por bolas de oro: así rememoro, como lo hiciesen mis antepasados al reconquistar las ciudades de moros, nuestras victorias de la fe: ve en esas bolas las cabezas de los infieles expuestas a la inclemencia de Dios.
La Señora miró con tristeza al atardecer. Luego olió una ofensa intolerable; la ofensa se convirtió en una sospecha aún más intolerable: olió carne, uñas, pelo de hombre, quemados.
El cuadro: Jesús, lleno del Espíritu Santo, se volvió del Jordán, y fue llevado por el Espíritu al desierto y tentado allí por el diablo durante cuarenta días. No comió nada en aquellos días, y pasados, tuvo hambre. Díjole el diablo: Si eres hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan. Jesús le respondió: «No sólo de pan vive el hombre.»
¿Qué pasa afuera?, preguntó el Señor, con las manos apoyadas contra las sienes. Nada, contestó Guzmán; un desventurado mozo de veinticuatro años traía este verano ruines tratos con dos muchachos de trece años, aquí mismo, en los jarales, debajo de vuestra cocina y ahora está siendo quemado junto a la caballeriza por su crimen nefando. Ayer mismo demostró gran arrepentimiento y pesar; dijo que incluso los ángeles debían llorar para hacerse perdonar sus pecados y que el suyo era pecado de ángeles, pues otro era su pecado diabólico, y ese jamás lo confesaría. Lo dijo, Señor, como si quisiera desafiar tanto el castigo como la curiosidad de los jueces, de manera que fue condenado así por lo sabido como por lo ignorado. Usted mismo firmó la sentencia de muerte, ¿no lo recuerda?
El cuadro: Pilato, convocando a los príncipes de los sacerdotes, a los magistrados y al pueblo, les dijo: Me habéis traído a este hombre como alborotador del pueblo, y habiéndole interrogado yo ante vosotros, no hallé en él delito alguno de los que alegáis contra él. Nada, pues, ha hecho digno de muerte. Le corregiré y le soltaré. Tenía que soltarles uno por la fiesta. Pero todos a uno comenzaron a gritar, diciendo: Quítale y suéltanos a Barrabás, el cual había sido encarcelado por un motín ocurrido en la ciudad y por un homicidio. De nuevo Pilato se dirigió a ellos, queriendo librar a Jesús. Pero ellos gritaban diciendo: ¡Crucifícale, crucifícale! Viendo Pilato que nada conseguía, sino que el tumulto crecía cada vez más, tomó agua y se lavó las manos delante de la muchedumbre, diciendo: Yo soy inocente de esta sangre; allá ustedes. Y todo el pueblo contestó diciendo: Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos.
El Señor se miró los dedos endurecidos, cerró los ojos y dijo con la voz un poco mejorada que el mozo tenía razón; sí, los santos, los propios elegidos de Dios, clamaban, porque ellos sabían que ni los ángeles se pueden hacer perdonar los pecados sin lágrimas y sin penitencia; sin duda Dios tiene sus particulares escalas para juzgar y hacer expiar las trasgresiones de cuanto a Él es inferior, y unos son los crímenes y los castigos de los hombres, y otros los de los ángeles, cuyos códigos desconocemos; pero algo es cierto: sólo Dios es libre; luego todo lo inferior a Él, no siendo libre, peca, incluso un trono o un serafín; pecan, sí, por mera imperfección.
Se hundió todavía más en la cama y dijo que el clamor de los santos se escuchaba y decía: contra Ti solo he pecado y frente a Ti he hecho el mal; no hay, por ello, crimen secreto; Dios es testigo del mal, aunque éste sólo se esboce en pensamiento; Dios está borracho de pecados, pues todo lo que no es Dios es imperfección culpable. De allí, Guzmán, que todos hayamos pecado ante Dios; de allí que todos seamos culpables ante el tribunal divino; tú me dirás: ¿quién no ha pensado el mal? y comprobarás parcialmente mi aserto; yo te contestaré: ¿qué cosa viviente no es culpable por el hecho mismo de existir? y lo comprobaré plenamente. ¿Es justo que en la tierra sólo seamos inocentes quienes no hemos sido sorprendidos por la ley y juzgados por la justicia? He sufrido en mis gemidos y todas las noches he bañado mi lecho en lágrimas, añadió el Señor, con la cabeza colgada; por Ti repasaré todos mis años y todos mis pecados en la amargura solitaria de mi alma. Todos mis años. Todos mis pecados.
Quiso levantarse de la cama. El dolor del pie hinchado se lo impidió.
—Guzmán… ¿Estoy a tiempo para perdonarle?
El servidor negó con la cabeza. Era demasiado tarde. El cuerpo del muchacho era consumido por las llamas.
—Cierto es, Señor; todos pecamos contra Dios; pero sólo a Dios toca juzgar el crimen de pensamiento o, si así os place, el crimen de existencia. La razón del poder es juzgar el crimen de acción.
Todos mis pecados, murmuró el hombre clavado en el lecho. Mañana estaré mejor, se dijo, mañana estaré mejor.
—¿Debo recordarle qué día es mañana?
El Señor negó con la cabeza y despidió con una mano al vasallo.
—Dios sea alabado.
—Dios sea glorificado.
El palacio: A lo largo de la única nave de la capilla, interrumpido un muro por la puerta que conduce a la recámara del Señor y el otro por la labrada celosía del coro de las monjas, esperan las tumbas abiertas, las filas de féretros de pórfido, mármol y jaspe, abiertos, con las pesadas losas reposando apoyadas contra las laudas y los basamentos piramidales, cada una con el nombre inscrito de un antepasado del Señor, un Ordoño, un Ramiro, los Alfonsos y las Urracas, el Pedro y el Jaime, las Blancas y las Leonores, los Sanchos y los Fernandos, cada losa y cada lauda marcadas con la singular advertencia debajo del nombre y las fechas de nacimiento y muerte, una advertencia para cada cuerpo, muchos cuerpos reproducidos en marmórea efigie yacente y todas las advertencias ligadas por un pensamiento único, pecado y contrición, pecado y muerte, NO HIZO EL BIEN QUE DESEO E HIZO EL MAL QUE NO QUISO, Manifiestas fueron las obras de su carne que fueron la fornicación, la inmundicia y la lujuria, Peccatum non Tollitur Nisi Lacrymis et Paenitentia; Nec Angelus Potest, Nec Arcangelus; En sus miembros vio otra ley que luchaba contra la ley de su razón; Prisionera fue de la ley del pecado que estaba en sus miembros; el que toda su felicidad ponía en la música y cantos vanos y lascivos, en andanzas, en juegos, en cazas, en galas, en riquezas, en mandos, en venganzas, en estimación ajena, vedle ahora: aquel gustillo breve convertido en rabia eterna, irremediable, implacable polvo; DESGRACIADA REINA LA MUERTE LIBRÓLA DE SU CUERPO DE MUERTE; Los Pecados del Solio Nunca son Solos y Así Tienen Más Dificultoso Indulto; OH DIOS QUE QUITAS PARA MEJORAR; exemplo fue de las malas costumbres, hábitos o siniestros avisos, de que se visten las almas de los miserables hombres, que por su soberbia son leones, por venganza, tigres, por lujuria, mulos, caballos, puercos, por tiranía, peces, por vanagloria, pavones, por sagacidad y mañas diabólicas, raposas; por gula, simios y lobos; por insensibilidad y malicia, asnos, por simplicidad bruta, ovejas, por travesura, cabritos: gloria vana y breve; CORRIÓ LA MUERTE TRAS LAS HOJAS DE SUS ESPERANZAS PARA HACER DE ELLAS SUS CENIZAS. Y al fondo de la nave ascendían los peldaños interminables e interminados que conducían al llano, pues por esa ancha escalera debían bajar a sus sepulcros eternos todos los cuerpos que en ese instante avanzaban hacia ellos entre las poblaciones en duelo, a lo largo de ciudades y catedrales, escoltados por clérigos, conventos enteros y capítulos de todas las órdenes. Y sólo al llegar aquí y reposar en sus tumbas, sobre ellas caerían las losas; y el ingreso del llano a la escalera, sólo para esta ceremonia prevista, sería sellado, junto con la cripta, el coro monjil, el altar de jaspes y doradas columnas, el cuadro traído (decían) de Orvieto y la recámara del Señor, para siempre.
El cuadro: Mientras Jesús les hablaba a los discípulos de Juan, llegó un jefe, y acercándosele se postró ante Él, diciendo: Mi hija acaba de morir, pero ven, pon tu mano sobre ella y vivirá. Y levantándose Jesús, le siguió con sus discípulos. Cuando llegó Jesús a la casa del jefe, al ver a los flautistas y a la turba de plañideras, dijo: Retiraos, que la niña no está muerta; duerme. Y se reían de Él. Una vez que la muchedumbre fue echada fuera, entró, tomó de la mano a la niña y ésta se levantó. La nueva se divulgó por toda aquella tierra.
Afuera, el sol de julio jamás se fatigaba. Hay aquí bastante para fundar una ciudad entera, dijo Martín, encogiéndose de hombros, apenas se dispersó la muchedumbre que había asistido a la quema del muchacho junto a la caballeriza: aquí se vaciaban grandes planchas de piorno, allá se tejían y enrollaban el esparto y el cáñamo, las cuerdas y los cables, las maromas y las ondas; más lejos trabajaba una multitud de aserraderos y carpinteros y aquí cerca, bajo sus toldos, los borladores atacaban en silencio las telas de raso, las marañas, las franjas y los cordones. Cómo se detenía el sol sobre esta tierra parecida a un desierto. Martín miró la tierra al retomar la cuña en la cantera, tratando de adivinar las escondidas huertas y ios disimulados riachuelos de esta llanura feroz; leguas y más leguas de rocas y una luz de oro pálido que permitía seguir con la mirada el movimiento del polvo.
Jerónimo, le dijo Martín al hombre barbado que resoplaba los fuelles y luego, en los descansos, acomodaba las argollas de las cadenas que había fraguado durante todo el día, ¿tú también has visto a esa mujer?, y el herrero le contestó con otra pregunta, Martín, ¿tú sabes quién era el mozo que acaban de quemar vivo?