Los obreros

¿Dónde está la jara donde antes amparábamos nuestros ganados, eh? Martín hundió las manos en la basca y miró con una sonrisa a sus dos compañeros, demasiado ocupados en matar con agua la cal. Ahora, ¿dónde podrán socorrerse y abrigarse en tiempo de tempestad, de aires, de nieves y de los demás infortunios que conocernos? Ñuño se fue caminando hacia el horno de la cal y Catilinón dijo que todo estaba bien hecho y podría gastarse bien. Martín sintió que la cal 1c quemaba los brazos y los sacó de la alborea.

Pasaron limpiándose los brazos y las manos contra el pecho y la frente, al lado de los peones que ahondaban los cimientos hasta tocar tierra firme y luego echaban la tierra fuera de los corrales. Era la una después del mediodía y tocaba descansar y comer. Así lo gritó Martín a los trabajadores de la grúa, como si su voz pudiese escucharse en medio de esa algarabía de los tablados y los andamios:

—¡Guinda!

—¡Torna!

—¡Estira!

—¡Tente!

—¡Para!

—¡Menea!

—¡Vuelve!

—¡Revuelve!

Aquí mismo había una fuente que jamás se secaba, volvió a sonreír Martín, y junto a ella crecía el bosque que era el único refugio de los animales en invierno y en verano. Catilinón guiñó el ojo y rio a carcajadas: ¡ay que te veo de manera que no te gozaremos más! y todos se carcajearon con él.

Toda la piedra era labrada en la cantera; al pie de la obra y en la capilla apenas se escuchaba golpe de martillo. Martín y sus amigos comieron en uno de los tejares, sentados sobre los ladrillos; luego se despidieron y Martín caminó hasta la cantera, se fregó los labios con la mano y tomó el cincel. El sobrestante se paseaba entre los canteros, repitiendo con suavidad amistosa las órdenes para este particular trabajo, pues estas tierras no habían visto nada igual y era difícil para los antiguos pastores convertidos en obreros edificar un palacio concebido en la mente mortificada del Señor para hacerle al cielo, según acostumbraba repetir el sobrestante a los obreros, algún señalado servicio por favores e intercesiones debidas. Paramento muy bien borneado, decía el sobrestante, y Martín metía las orillas con cincel y a regla; sin gauchez, sonreía el estamentero, trinchantadas de a dos golpes de pícolo muy menudo sin tener hoyo ni rosa ni picada honda ni teso en todo el paramento, de manera que Martín no tenía más que echarle el cincel para darle pulimento; muy bien desbastado por todas partes, así. Martín miró hacia el sol aplastante y echó de menos la jara, el ganado y la fuente que no se secaba ni en invierno ni en verano.

Más tarde se acercó a la madre por donde desagua la cantera y allí varios peones sacaban la piedra con las angarillas y desembarazaban los bancos. Aunque no era su trabajo, Martín ayudó a cargar los bloques sin desbastar que luego él cincelaría y puliría. Saludó con la cabeza a Jerónimo, que se ocupaba de la fragua de la cantera; este hombre barbado sabía mejor que nadie aguzar las herramientas, cabecear los cuños y evitar que se calzaran los azadones y las picas por no sufrirlo los ruines fuelles. Sin embargo, ayer mismo se le había imputado la malicia de aguzar las herramientas más de lo que conviene. Eso significaba la pérdida de un jornal. No importa, le dijo Jerónimo a Martín; así como nosotros cumplimos con nuestro trabajo lo mejor que podemos, los oficiales de la obra cumplen con el suyo encontrando defectos donde no los hay; son parásitos, tal es su condición, y si no denuncian de vez en cuando un error, presto quedarían ellos mismos denunciados como inútiles.

A las cuatro y media de la tarde comieron juntos un plato de garbanzos con sal y aceite y Martín calculó el tiempo. Estaban a mitad de verano. Faltaban dos meses para que se iniciaran los horarios de invierno. Ahora debían aprovechar la larga fatiga del sol para resignarse a la suya. De la Santa Cruz de Mayo a la Santa Cruz de Septiembre hay que entrar a la obra a las seis de la mañana y trabajar continuamente hasta las once y de la una hora del mediodía hasta las cuatro de la tarde y entonces, como en este momento, dejar de trabajar media hora, tornar a las cuatro y media y seguir hasta la puesta del sol. Pero en julio el sol no se pone, dijo, riendo, Catilinón, quien ya se veía en Valladolid con una taleguilla de ahorros que gastaría, en un largo verano sin noches, de figón en figón, emparejando su placer cierto con su incierta fortuna. Martín escupió un buche de garbanzos masticados y acedos a los pies del calero y le dijo que a cinco ducados en libranzas de a cada tres meses no llegaría ni al Burgo de Osuna de donde todas las mañanas salían los bueyes tirando las carretas con el granito y el barbado Jerónimo le dio un sopapo en la cabeza al burlón Catilinón y dijo que en añadidura esos bueyes tenían más seguro el sustento que el pobre picaro que soñaba con los figones de la ciudad, pues a las bestias se les tenía asegurado el heno, la paja, el centeno y la harina en grandes cantidades, tanto así que había una provisión para dos años en beneficio de los bueyes y otra obligación de entregar dos mil fanegas anuales de pan al monasterio y otra más de entregar igual cantidad a los pobres de paso; pero ninguna provisión para ellos cuando terminara la obra, ni aunque luego se convirtiesen, ellos mismos, en pobres de paso, y que no se hiciera ilusiones el picaro Cato, que de Valladolid salió y como salió regresaría, a vivir igual que de niño, abandonado bajo una escalera y disputándose las sobras de la comida con los perros. Pero al menos sobras hay, contestó Catilinón con otro guiño, y pues la hambre despierta el ingenio, con ingenio se aprovecha todo; que los polleros arrojan cabezas y plumas a la calle; que los carniceros matan a los animales a la puerta de sus comercios y dejan correr la sangre que a falta de vino, y un poco aguada, es buena; que los cerdos corren libres y que de las pescaderías echan a la calle lo que no venden. Porque las pescaderías, gruñó Jerónimo, echan a la calle lo podrido para que no lo compren los que pueden comprar, y tú, Catilino, eres bobo a nativitate que te morirás de las pestes en las ciudades llenas de locos que ven visiones de pura hambre y conténtate con tu trabajo aquí, añadió Ñuño, que si no comeremos arena de la gorda y por suerte esta obra no tiene para cuándo terminar y quizás hasta nuestros hijos y nuestros nietos en ella trabajen. Y Catilinón fingió un cómico lagrimeo y dijo dadme dineros y no me déis consejos, y si bobo soy seré como el de Perales, que bien bobo empreñó a todas las monjas de las que era criado, y no me dejéis como a Santa Lebrada, primero cocida y después asada, pues jodidos estamos todos y de milagro estamos vivos, pues veamos, ¿a qué edad murió tu hermano, Martín, y a cuál tu padre, Jerónimo?, y la breve vida nos consuele y una, hermanos, y el agua podrida y los húmedos aposentos, pues aquí o en las ciudades, igual hemos de vivir nosotros, y aquí o allá, la poca luz, el mucho humo, las bestias y los hombres, todos tienen una sola puerta.

—¿Mi hermano, dices?, contestó Martín. Éramos labriegos de Navarra en el reino de Aragón. Justicia prometíanos el rey, y justicia los señores que para sí con tanto celo la cuidaron, mas sólo para mejor oprimirnos a los siervos y acumular sobre nuestras espaldas numerosas pechas, en especie y en dinero, que varias vidas no bastaban para pagarlas. Y siendo mi hermano el mayor de la familia, y no pudiendo pagar las deudas con el señor del lugar, y habiendo contraído nuevas deudas con villanos superiores a nuestra rústica condición, exigió el señor a mi hermano el pago de preferencia al cual tenía derecho, y le hizo saber que en esas tierras el señor podía tratar bien o mal a sus vasallos, a su antojo, y quitarles los bienes cuando le acomodase, y privarles de toda apelación, sin que rey alguno o ningún fuero pudiesen protegerles. Y como mi hermano no podía pagar, refugióse en iglesia, y también este asilo nególe aquel señor y capturándole le recordó que nosotros, mezquinos de la tierra, de ningún derecho gozábamos mientras que el señor podía asesinarnos con derecho, y así escoger la manera de nuestra muerte: hambre, sed o frío. Y para escarmiento de esclavos mandó el señor de nuestra tierra matar a mi hermano de hambre, sed y frío, abandonándole desnudo en invierno y en un collado rodeado de tropas, y a los siete días allí murió mi hermano, de hambre y sed y frío, sobre esa colina. Le veíamos morir desde lejos. Nada podíamos hacer por él. Se convirtió en tierra: hambrienta, sedienta, fría; y a la tierra se unió. Yo huí. Llegué a Castilla. Alquilé mis brazos para esta obra. Nadie me preguntó mi origen. Nadie quiso saber el nombre de mi tierra. Urgían brazos para esta construcción. El señor de mi tierra ordena la muerte de quienes se fugan. Confundíme entre ustedes, a ustedes idéntico, y espero que nadie me reconozca aquí.

—A nosotros, por luchar contra moros y defender las fronteras, diósenos por lo menos derecho de abandonar al señor, dejándole nuestras heredades como morador, dejando de ser collazo del señor para convertirnos en villano del rey, y así el señor ya no podía prendernos en territorio realengo, y por eso vine a dar aquí, dijo Ñuño.

—Muy al sur estabas, suspiró Martín.

—Y tú, muy al norte, sonrió Ñuño.

—Pero fuera de norte a sur, murmuró Jerónimo, el valor real de cada uno es bien escaso, pues en doscientos sueldos se tasa la vida de un judío, y en cien la de un labrador.

—Bobos que sois, rio Catilinón, pues cuanto contáis son historias vanas y risibles, ya que más os ha importado la dignidad que la vida, mientras que otros de vuestra condición mostráronse obedientes y sumisos, cortejaron favores y acabaron por ganar franquezas y cartas de hidalguía.

—¿Y sabes lo que soportaron, quillote?, contestó con rabia Martín, la pernada, sí, y aceptar que el matrimonio entre siervos no es indisoluble, ni la familia familia, pues carece el padre de autoridad en ella, siendo el señor dueño de haciendas, vidas, honras y muertes, pues hasta el cadáver del siervo le pertenece.

—Paciencia y obediencia, guiñó el ojo el picaro Cato, que quienes no se fugaron ni se rebelaron ni por palabras disputaron con sus señores, pasaron de siervos a vasallos, de vasallos a colonos, de colonos a propietarios, y siempre hay un camino hacia la fortuna para el que bien lo sabe hallar.

—¿Cuál será el tuyo, pobre Catilino, que aquí todos mascamos el mismo garbanzo, cocinamos con la misma panilla de aceite y nos lavamos con la misma libra de jabón de la tierra?

Carcajeóse el picaro:

—Hombre como yo buen criado de alto señor puede ser. Y el criado ve al señor sin ropa, y óyele cagar.

El viejo de la fragua suspiró, se puso de pie y dijo en voz alta:

—Mi padre llegó a estas tierras tan pobre y desesperado que se vendió como siervo al padre del Señor. Y hubo de presentarse a la iglesia con una cuerda alrededor del cuello y un maravedí en la cabeza para significar su profesión servil. El Señor le prometió protección, trabajo y tierra que labrar. Pero ahora pienso que la tierra ya no rendirá frutos; igual dará arar en el mar, pues la tierra se nos arruina, y parece que Cristo y sus santos duermen. Hermanos: nos habremos comido en esta obra nuestro propio trabajo y de paso habremos secado la tierra que antes nos alimentaba. Pensemos en lo que nos sucederá, y olvidemos lo que nos sucedió.