El silencio jamás será absoluto; esto te dices al escucharlo. El abandono, posiblemente, sí; la desnudez sospechada, también; la oscuridad, cierta. Pero el aislamiento del lugar o el de las figuras abrazadas para siempre (te dice; señor caballero) parece convocar esa junta sonora (el atambor; las ruedas rechinantes del carruaje; los caballos; el cántico solemne, luminis claritatem; el jadeo de la mujer; el lejano estallido de la costa donde hoy amaneciste, otra vez, en otra tierra tan desconocida como tu nombre) que en el aparente silencio (como si aprovechase la fatiga de sus propias armas) incrusta su insinuación más pertinaz, más afilada, más rumorosa: el silencio que nos rodea señor caballero; te dice, con la cabeza recostada sobre tus rodillas) es la máscara del silencio: su portavoz.
No puedes decir nada; los labios de la viajera silencian tu boca y mientras te besa repites lo que ella dice y lo dices sin desearlo: «No se engañe, señor caballero; es mi voz y son sus palabras las que salen de su garganta y de su boca»; lo dices en nombre de lo que ella convoca, arrojada encima de ti. Como ella, eres la inercia que se transforma en conducto de la energía; fuiste encontrado en los caminos: tu destino era otro; ella separa sus labios de los tuyos y unas manos demasiado pequeñas recorren tus facciones, como si dibujasen sobre el rostro que te pertenece pero que tú nunca has logrado ver. Los dedos son minúsculos, pero pesados y rugosos. Diríase que poseen colores y piedras y plumas que se ordenan sobre tu rostro, tu antigua faz perdida a cada trazo de esos deditos mojados. Las uñas acarician tus dientes como si los afilaran. Las palmas regordetas peinan tu cabellera espesamente, como tiñéndola, y al pasar sobre tus mejillas, esas manitas hacen brotar una barba ligera como un plumaje de canario: sorprendido, te llevas la mano a la quijada. Ese extraño tacto, tan alejado de la voz de la mujer que parece ajeno a ella, construye sobre tu antigua piel y súbitamente deja de escucharse el ritmo monótono y permanente del tambor, sólo se escucha el gemido atrapado entre los labios cerrados del cautivo musulmán; luego también ese cántico perece. Ella te lo advirtió; se hace el silencio y puedes escuchar cómo te crecen el pelo y las uñas, cómo te cambian las facciones, cómo se borran, desvían y renacen las líneas tutelares de tus manos.
—El cuerpo de mi esposo sólo es mío en mi pensamiento; se lo regalo, señor caballero, para que lo habite, no en nombre de mi amor, sino de nuestro poder. Tal es mi ofrenda. No puede usted ni rechazarla ni correspondería.
Te rodea algo que sólo puede llamarse la nada. Ese atambor, a pesar de todo, era un mensaje desde el mundo externo, un hilo para salvarse de la oscuridad impenetrable de la carroza, igual que el extraviado canto morisco buscando el vuelo hacia la sagrada Mocea. Era: el latido de un corazón (señor caballero sin oficio ni beneficio). Era: el corazón de la muerte (¿no le conté, señor caballero, que el doctor Pedro del Agua extrajo todas las visceras menos el corazón?). Lo has escuchado todo el tiempo, sin darte cuenta; y cuando sabes que lo escuchas, es demasiado tarde; su rumor desacostumbrado cede el lugar a todas las presencias escandalosas. Entonces el barullo, la conseja, la pandorga, la alharaca y la gran tabahola les rodean y el carruaje se detiene por primera vez desde que fuiste arrojado, no sabes cómo ni por dónde, era tal la amenaza combinada de los mendigos y los alabarderos y el monje, dentro de él.
La puerta de la carroza se abre o más bien se abre la luz como un motín de navajas blancas y la mujer aúlla por encima de la algazara y el güirigüiriguay asombrado de alabarderos que giran sobre los talones con las armas en las manos, sin saber a quién atacar o a quién defender, pero instintivamente alertados a un peligro aún más amenazante por intangible, y monjes que corren hacia las carrozas como ruedas de molinos, tan incrédulos como torpes, y falsas damas de compañía que descuidan sus frágiles disfraces, dejan caer sus pelucas, se levantan las faldas para revelar piernas torcidas y velludas, y mendigos que se hincan alrededor de la carroza cantando el Alabado, pues ellos fueron los primeros en ver el milagro, por ser siempre los más cercanos a la carroza fúnebre, y el árabe de la canción atrapada grita al fin, ¡el alma es una, una es el alma, murió el viejo Averroes, mas no su ciencia!, y la morisca que con las manos se ocultaba el rostro desvelado canturrea, los corazones caídos dan señal de maravilla, en España y su cuadrilla grandes daños son venidos; y los judíos, más circunspectos, murmuran entre sí, sefirot, sefirot, todo emana de todo y todo emana de uno, treinta y dos son los caminos de Adonai, uno es el Dios, pero tres son las madres que paren las emanaciones, tres madres y siete dobles: habló la Cábala, y oyéndoles, el delirante monje preceptor clama, tuve razón, tuve razón, entre mis flacos dedos se me escapó el marrano relapso judaizante, montó a real carroza, hechizó a nuestra Altísima Reyna, hízola prisionera de su filosofía de las transformaciones mientras yo quería hacerle a él prisionera de nuestra verdad de las unidades, transfórmase el infiel en pájaro y culebra, unicornio y cadáver, siendo el cristiano sólo uno, imagen del Creador que uno es, aunque el cristiano nazca, padezca y muera, pero siempre uno, uno, uno, no dos, ni tres, ni siete, sino uno, y pinches que arrojan las liebres podridas y corren a esconderse entre los chatos arbustos del camino de la sierra, y notables caídos de las literas bruscamente abandonadas por los palafreneros, y jarras rotas al estrellarse contra las rocas pues aquí todo es la confusión y el bullicuzcuz y a tu lado, en la carroza, un bulto encalado por el sol sin funda de esta tarde de verano tiempla y esconde el rostro detrás de la cascada de trapos con que la cubre una enana mofletuda que te mira con ojos agrios y apapujados y sonríe con una boca desdentada.
—Tómenlo, ordena la mujer con un nuevo aullido, no lo dejen escapar.
Porque tú has saltado del carruaje, y mísero de ti, buscas los ojos grises del atambor entre esa muchedumbre de servidores aterrados que parecen asistir a una hecatombe. Los alabarderos encuentran cauce para su actividad y se disponen, muertos de miedo, a detenerte: el milagro brilla en la inocencia de sus ojos. No sabían qué hacer; olían el peligro; escucharon la voz de la mujer; agradecieron la orden ferozmente gritada; se disponían a cumplirla; pero al verte, asombrados, dudaron, como si tú fueses intocable; sólo una nueva orden de la mujer que viaja en la carroza de cuero les ha impulsado, temerosos, a prenderte.
Tú no los resistes. Acabas de encontrar, mirándote, la única mirada serena en este cortejo de locos. No haces caso de los pordioseros que empiezan a hincarse cerca de ti, temblorosos, con las cabezas bajas, a extender las manos para tocarte como a un santo, a murmurar palabras con las que solicitan tu favor: los mismos que poco antes querían matarte a palos para poder robar los restos de tu naufragio.
Dos ayudas de cámara alzan en vilo a la mujer envuelta siempre en los trapos que impiden mirar su rostro y así la conducen a la carroza fúnebre. Detrás de la viajera, desciende de la carroza de cuero la enana, a tropezones, pues viste un traje de brocado rojo demasiado grande para su tamaño, arremangado en los brazos y envuelto en un grueso rollo alrededor de la cintura. La multitud de sirvientes y acompañantes abre un respetuoso camino a la inválida y a la enana; y a ti, sin respeto alguno, te conducen detrás de ellas.
Se detienen junto a la carroza negra. Se impone un silencio atroz. Los ayudas de cámara acercan el bulto que cargan a la vitrina del féretro atornillado al suelo de la carroza. Dos ojos rebanados brillan fugazmente entre el traperío pero la mujer, esta vez, no grita.
Al silencio sigue una exclamación incrédula y todos, como antes lo hicieron los mendigos, caen de rodillas alrededor de la carroza fúnebre. Todos vieron lo mismo. Un cadáver vestido con la ropa que tú traías puesta esta mañana, cuando la marea te arrojó sobre la playa del Cabo de los Desastres, una ropa que no sería reconocible si no estuviese destruida por el fuego y el mar y la arena; rasgadas, dicen que las calzas amarillas y la ropilla color fresa se pegan, empapadas todavía, a la carne muerta que yace en ese féretro de seda negra, acolchada, decorado a cuatro bandas por flores de brocado negro, bajo un caparazón de vidrio. Y sobre el rostro (¿o es el rostro mismo?) una tela o una máscara de plumas rojas, amarillas, verdes, azules; y en el lugar de la boca, un círculo de arañas. Las flechas rotas que son como la nervadura de la máscara descansan sobre el cuello, las sienes, la frente de ese cadáver que ya no es el del muy alto príncipe y señor arrastrado, de monasterio en monasterio, por su viuda: antes vieron este milagro los mendigos y los cautivos, sólo ahora lo miran los cortesanos y el servicio de la viajera.
Y sólo ante semejante evidencia, todos comienzan a mirarte a ti, el pobre caballero vapuleado, arrastrado, arrojado dentro de la carroza sellada; y al verte con ese asombro, te obligan a verte a ti mismo, a tocar tu gorro de terciopelo que huele a benjuí, y el medallón que descansa sobre tu camisa de seda olorosa a acíbar, a mirar tus medias color de rosa y tu capa de pieles que retiene el aroma del clavo; a rozar con los dedos acostumbrados tu quijada cubierta por un suave vello que adivinas dorado. Todos se hincan alrededor de ti; sólo la dama envuelta en trapos permanece sostenida en vilo por las ayudas de cámara, mientras su vasta compañía de alabarderos y notarios, cocineros y pinches, alguaciles y falsas damas de compañía, se persignan entonando cantos laudatorios, y los judíos murmuran, seftori, seftori, todo es emanación y el mundo se transforma, y los árabes aprovechan para alabar a Alá y preguntarse si en este portento habrá para ellos salud o maldición. Y la enana tampoco se hinca; sólo se persigna con una mueca de falso respeto en el rostro cachetón, y al verse las manitas pintarrajeadas, las esconde velozmente entre los pliegues de su enorme vestido.
Sin mostrar jamás el rostro cubierto de trapos, la dama dice:
—Mi hijo se sentirá contento de verte.
Y ordena a los camareros:
—Quiero besar los pies del príncipe.
Y ellos acercan el bulto que mantenían en vilo a tus pies y ella los besa y sólo permanecen de pie tú, el honrado caballero que desconoce su propio nombre y su propio rostro y teme, ahora, jamás recuperarlos, y frente a ti el atambor vestido de negro, con los ojos grises y los labios tatuados, y de esos ojos que te miran con intensidad y de esos labios que se mueven sin decir palabra, pero que tú puedes leer un momento antes de caer desvanecido, extraño a ti mismo, enemigo de ti mismo, enemigo de tu nuevo cuerpo, derrotado por la negra invasión de lo incomprensible, tu vida anterior aunque olvidada luchando contra tu nueva e indeseada envoltura mortal, un solo mensaje intenta abrirse paso:
—Salve. Te hemos estado esperando.
Pero en la junta sonora de este atardecer, mudas son las palabras del atambor, resonantes las de la inválida viajera, el errante fantasma que te recogió en el camino, levántenlo, llévenlo a mi carruaje, en marcha, en marcha, ya no nos detendremos, ha terminado nuestra peregrinación dolorosa, nos esperan, los sepulcros están listos, alguacil, notario, alabardero, sin pausa, en marcha, rumbo al panteón de los reyes edificado por mi hijo el Señor don Felipe, allí encontraremos reposo los muertos y los vivos, en marcha, lejos de la costa, hacia la meseta, hacía el palacio construido con la entraña de la sierra, y a ella idéntico: a nuestras tumbas, todos.