«Señor caballero, sea usted quien sea, permanezca quieto y agradecido. Ha ido usted demasiado lejos. Quisiera perdonar su indiscreción atribuyéndola a una juventud que aún no aprende a respetar el misterio ajeno.
»El misterio de los demás, señor caballero, es por lo común el dolor que no compartimos o no comprendemos.
»Guarde silencio y escuche.
»No intente correr las cortinillas para verme.
»Guarde silencio y escuche…
»¡No intente verme! Se lo digo por su bien más que por el mío.
»No sé quién es usted ni a dónde se dirige.
»Lo que ahora le cuento será olvidado apenas nos separemos.
»Esto será cierto, aunque viva usted mil años más tratando de recordarlo.
»Es inútil; sólo viajamos de noche; desconoce usted la excepción que le ha permitido encontrarnos de día; siempre he temido que un accidente de esta naturaleza se interponga en mi camino; gracias a Dios, ni un atisbo de luz puede penetrar esta carroza; las cortinas son gruesas, el vidrio está sellado con plomo y pintado de negro; es un milagro, señor caballero, que se pueda respirar aquí adentro; pero a mí me hace falta muy poco aire; me basta el que se reúne aquí mismo durante el día, cuando reposo en los monasterios y los criados limpian mi carruaje.
»Aire y luz. Los necesitan los que aún cultivan el engaño de sus sentidos. Ante todo, señor caballero, le diré lo siguiente: largos años de preceptiva nos han enseñado que sólo podemos fiarnos de nuestros cinco sentidos. Las ideas florecen y se marchitan velozmente, los recuerdos se pierden, las esperanzas nunca se cumplen, los sentimientos son inconstantes. El olfato, el tacto, el oído, la vista y el gusto son las únicas pruebas seguras de nuestra existencia y de la refleja realidad del mundo. Usted lo cree así. No lo niegue. No necesito verle o escucharle; pero sé que su pobre corazón palpita en estos instantes gracias a la ambición de sus sentidos. Quisiera usted olerme, tocarme, oírme, verme, quizás besarme… Pero yo no le importo, señor caballero; yo le intereso sólo como una prueba de que usted mismo existe, está aquí y es dueño de sus propios sentidos. Si yo le demostrara lo contrario…
»¿Quién es usted? Yo no lo sé. ¿Quién soy yo? Usted no lo sabe.
Pero creo que sólo sus sentidos podrán comprobar una y otra identidades. A cambio de sus sensaciones, a fin de preservarlas con su preciosa distinción, que para usted no es diferente de una vana y voraz afirmación de la vida que fue creada para usted y no usted para la vida, me sacrificaría sin pensarlo dos veces: sigue creyendo que el mundo culmina en su propia piel, no lo niegue; sigue pensando que usted, usted mismo, pobre caballero, es el privilegio y suma de la creación. Es lo primero que deseo advertirle: abandone esa pretensión. Cerca de mí, sus sentidos le serán inútiles. Usted cree que me escucha y que escuchándome puede actuar sobre mí o contra mí. Deténgase un instante. No respire, porque dentro de esta carroza no hay aire. No abra los ojos, que no hay luz. No intente escuchar; las palabras que le estoy dirigiendo no se las estoy pronunciando a usted. Usted no me escucha, usted no puede escuchar nada, ningún rumor puede penetrar el vidrio sellado de esta carroza, ni siquiera los himnos que he ordenado cantar, ni siquiera el tambor que debe anunciar la congoja de nuestro paso…
»Hemos salido de nuestro hogar y debemos pagar el precio del prodigio: el hogar sólo será pródigo si lo abandonamos en busca de los abandonos que su costumbre nos niega. El exilio es un homenaje maravilloso a nuestros orígenes. Ah, sí, señor caballero, veo que usted también anda en el camino y sin brújula. Quizás nos podamos acompañar, de aquí en adelante. Ahora el tiempo ha perdido su compás; es la primera vez que viajo de día y eso significa dos cosas. Que nos hemos encontrado por casualidad. Y que ahora debemos seguir rodando hasta recobrar todos los minutos perdidos por el accidente: hasta que vuelva a terminar la noche. El regidor debe mostrarse confundido. Su deber es marcar los horarios con el reloj de arena que perpetuamente apoya contra su rodilla (¿no lo vio usted?: viaja en un palanquín modesto; las gafas le resbalan por la nariz) y ayer la arena, en vez de caer como de costumbre, del huso superior al inferior, invirtió el proceso, desafió la fuerza de las cosas y hubiese llenado en una hora el vaso superior si el infelice regidor, enemigo de las maravillas, no hubiese volteado en seguida el reloj para asegurar la normalidad de la medida. ¡Normalidad! Como si fuesen normales el origen del mundo, la alternancia de la luz y la sombra, la muerte del grano para que el trigo crezca, el cuerpo de Argos y la mirada de la Medusa, la gestación de las mariposas y de los dioses, y los milagros de Cristo Nuestro Señor. Normalidad: mostrádmela, señor caballero, y yo os señalaré una excepción al orden anormal del universo; mostradme el hecho normal y yo lo llamaré, por normal, milagroso.
»Desde entonces, como en el principio; desde que el regidor volteó el reloj de arena, nos gobernamos por las revoluciones, apariciones, desapariciones y posible inmovilidad de los astros que quizás exploten, nazcan, vivan y mueran como nosotros, pero que acaso sólo sean testigos congelados de nuestras andanzas y agitaciones. A ellos no los podemos dominar, señor caballero. En eso estará usted de acuerdo. Siga creyendo que puede dominar sus sentidos; no pretenderá dominar las menguas y crecimientos de la luna. Podemos manejar un reloj de arena que nos cabe entre las manos; no podemos hacer girar el disco del sol. Ahora no sabemos si hemos perdido o ganado un día. No nos queda más remedio que esperar la nueva salida del sol y entonces reanudar nuestra rutina, acercarnos a un monasterio, pedir hospitalidad, pasar allí el día, abandonarlo de noche…
»Pero el sol no penetra las ventanillas pintadas de mi carruaje. Estoy a merced de mis sirvientes. Estamos dependiendo de que ellos vean de nuevo el sol. Yo no puedo enterarme. No quiero. Llegaremos, cada amanecer, a un nuevo monasterio. Me bajarán de aquí envuelta en trapos, me conducirán a la celda sin ventanas, luego a la cripta debajo de la tierra; luego, nuevamente, a la carroza; siempre rodeada de sombras… Cuidémonos, señor caballero; estamos a merced de sus engaños. Ellos pueden inventar que han visto el sol. Pueden aprovecharse de nuestro constante apetito de sombras. Usted los vio esta mañana; no son gente de fiar. Viven de la costumbre, ve usted; pero el hábito sólo afecta a los individuos. Yo, señor caballero, vivo de la herencia. Y eso afecta a la especie.
»No es que sea gente mala. Al contrario; me sirven con devoción e incluso más allá de las exigencias habituales. Pero deben estar cansados. No nos hemos detenido desde que salimos huyendo del convento. Deben pensar que les he impuesto esta marcha como castigo por su equivocación. Los caballos deben traer espumas en los belfos. Los muleros deben tener los pies llagados. Quizás la comida se ha podrido. Quizás ni los moros y judíos acepten ya nuestras liebres y perdices, ni los mendigos siquiera. ¡Cómo deben sudar mis pobres alguaciles y damas de compañía!
»¡Pobres damas! Permita que me ría; imagine mi risa con su deseo, ya que con sus oídos sólo escucharía un aullido indignado: ¡pobres damas!; he sido engañada, señor, he sido engañada; llegamos al amanecer a ese convento; yo estoy en manos de mi servicio; sin ellos no puedo dar un paso; a ellos les corresponde prepararlo todo, nada debe faltarnos, mi hijo es generoso y ha puesto a mis órdenes lo que usted ha visto, una guardia de cuarenta y tres alabarderos y sus oficiales, un mayordomo, un regidor, contralores, médicos, tesoreros, criados, botelleros, un alguacil, ocho damas de honor y quince dueñas (ah, señor caballero, deje que me ría, no se asuste de mi risa), catorce ayudas de cámara, dos plateros y sus ayudas, dieciocho cocineros y sus pinches; un monje preceptor y treinta y tres cautivos, falsos conversos de Mahoma y de la judería, pues así hace ver mi hijo el Señor, en el curso de mi errancia, a todos los villorrios de España cuán cierto es nuestro combate para arrancar de raíz las creencias malditas, y acallar así las voces que contra nosotros murmuran, haciendo creer que toda la marranada, fingiendo falsa conversión, se ha metido a los concilios del reyno y allí debaten y disponen en nuestro nombre; no, que todos vean la pertinacia de nuestra persecución contra la pertinaz infidelidad y hólgome en mezclar a judíos y árabes, que entre sí se detestan, pues es la ley que judío roba a árabe y árabe mata a judío, y aquí andan todos revueltos y humillados y sin próximo fin para sus cuitas entre muleros, mensajeros, caballerangos, cazadores, gentiles hombres de servicio y pensionados, mis trece sacerdotes y un atambor y paje: todo lo que usted ha visto y también lo que no ha visto: Barbarica, la Barbarica, mi fiel compañera, la única mujer que puede acompañarme; usted no la puede ver porque es muy pequeñita y como tiene un feo defecto, insiste en viajar dentro de un baúl de mimbre… Señor caballero: ¿qué más podía esperar de la gratitud filial, yo que nada he pedido más que una cosa, yo que de buena gana recorrería estos caminos a solas, con mi carga a cuestas, yo que sin necesidad de esta procesión me iría de pueblo en pueblo y de claustro en claustro, vestida con un sayal, implorando caridad y albergue, contentándome con lo poco que exijo: soledad, desnudez y oscuridad, de día y de noche? Yo sola, con mi carga a cuestas. Si tuviera fuerzas, si me fuese físicamente posible…
»Ésa es mi voluntad. Ni él está para bailes y galanteos, ni yo estoy para los lujos y los partos. Se acabaron las fiestas y nos quedamos solos. Mandé quemar toda la ropa que él tocó; ordené que con nuestra cama se hiciera una pira en el patio y si primero quise seguir vestida hasta mi muerte como en el momento en que supe de la suya, hasta que las faldas se me cayeran a jirones y las zapatillas se me adelgazaran como papel y los corpiños se descosieran por su cuenta, después opté por desvestirme una sola vez más y ponerme para siempre este hábito de costales remendados y unidos con costuras de cuerda. Pero ya ve usted; me envuelven en trapos negros, no me dejan ver, no me dejan respirar y ahora ya no puedo quitarme nada sola. Otra fue mi voluntad. Comería lo indispensable, pan mojado con agua, a veces un amasijo de avena, cuando mucho un caldo de gallina. Dormiría en el suelo.
»¿Puede toda la sordidez humana, señor, compensar el vacío que deja la muerte? Eso quise, eso hago. Pero puesto que mi hijo insiste en ello, viajo y cuento con este minucioso servicio. Mis reglas son simples. Se sorprendería, señor caballero que parece andar por el mundo sin un jumento sobre el cual descansar sus pesares y sin un humilde par de zahones que lo protejan de piedras y espinas, se sorprendería, le digo, de la manera como las disposiciones más sencillas se complican en cuanto las secuestra el ceremonial. Al cabo, la ceremonia se convierte en la sustancia y el meollo del asunto pasa por apariencia secundaria.
»Trasládenme cada atardecer a mi carruaje; corran las cortinas y sellen cada vez puertas y ventanas; tengan aparejados los caballos; ruede la carroza negra detrás de la mía; enciéndanse las antorchas que habrán de guiarnos; viájese la noche entera; acérquense cada madrugada los monjes y algunos alabarderos al monasterio más cercano y pidan, con humildad y poder, un refugio contra el sol insoportable; trasládenme como siempre lo hacen, oculta, envuelta en trapos, cargada por los soldados, a un aposento desnudo; descienda detrás de mí el cuerpo de mi marido; prepárese la misa de réquiem; avísenme la hora, celébrese la misa; abandónenme al pie del catafalco, sin más compañía que mi fiel Barbarica; recójannos al crepúsculo; reiníciese el viaje después de pagar un óbolo a los monjes.
»Respétese mi dolor. Respétese mi compañía solitaria con la muerte. ¡Ninguna mujer se acerque! Ninguna, salvo Barbarica, que casi no lo es y ninguna pasión o celo podría despertar. Escucho los pasos, pasos de mujer, vocecillas de mujer, tafetanes rozando, miriñaques crujiendo, risas agudas, suspiros de entrega; los muros de los conventos gimen con voces de amor; las huecas paredes aúllan con indecentes satisfacciones; detrás de la puerta de cada celda una mujer llora y grita su placer… ¡Ninguna mujer se atreva! Lo tolero todo, señor caballero, la compañía dispendiosa que mi hijo me ha impuesto, la violación de mi declarada voluntad de anonimato, la burla de mi suprema intención de sacrificio: pobre mujer, desnuda y hambrienta, envejecida y solitaria, en harapos, arrastrando por los caminos su pesada carga envuelta, como ella, en los sayales de la mendicidad. Todo lo acepto, menos la presencia cercana de una mujer. Ahora él es mío, sólo mío, para siempre.
»La primera vez que volví a besarlo, señor caballero, tuve que romper el sello de plomo, la madera, las telas de cera que le envolvían. Pude, por fin, hacer lo que quise con ese cuerpo. Habían sido generosos y permisivos conmigo. Que nadie la contraríe en nada, que nadie haga nada que pueda malcontentarla; hágase su voluntad y protéjase su salud y que poco a poco ella misma se convenza de la necesidad de enterrar al cuerpo: eso murmuraron, con estúpido aire de compasión.
»Encerrada en mi castillo, yo pude, al fin, hacer lo que quise. Apartar la capa de piel y rasgar la camisa de seda (así, así, señor caballero, así) y arrancar el medallón de su pecho y el gorro de terciopelo de su cabeza; pude bajar sus calzones de brocado (así, Barbarica, así) y sus medias color de rosa y saber si era cierto lo que de él se decía y murmuraba tanto en recámaras como en antesalas, cocinas, establos y conventos, son mary estoit beau, jeune et fort bien nourrv, et luy sembloit qu’il pouvoit beaucoup plus accomplir des oeuvres de nature qu’il n’en faisoit; et d’autre part, il entoit avec beaucoup de jeunes gens et jeune conseil, qui et l’oeuvre luy faisoient et disoient paroles en présens de belles filies, et le ménoient souvent en plussieurs lieux dissoluz… Porque yo tenía que saber si era cierto; porque yo sólo le conocí en alcobas tan negras y oscuras como este carruaje, señor caballero, a la hora de su gusto y saber, sin previo anuncio, sin palabras, sin luz, sin que él me mirase siquiera, pues él sólo miraba y se dejaba mirar de las hetairas de las villas sobradas y de las campesinas con las que ejercía su derecho de señorío; a mí me tomaba a oscuras; a mí me tomaba para procrear herederos; conmigo invocaba el ceremonial que veda todo deleite de vista y de tacto, de preludio y contentamiento prolongado a un casto matrimonio español y católico, sobre todo si se trata de la pareja real, cuyo apresurado acoplamiento no tiene más razón de ser que cumplir las estrictas leyes de la multiplicación; ¿ve usted, señor caballero, cómo pueden morir los sentidos y la ceremonia sofocarlos y dejarnos sin más continente que la imaginación excarnada? Sólo ahora, muerto, puedo verlo entero y a solas, inmóvil y sometido por entero a mi capricho, cada noche en nuestro hueco de piedra fría, sin adorno alguno, sin un reclinatorio siquiera.
»Mandé traer al docto varón y boticario don Pedro del Agua para que vaciara perfectamente las entrañas de mi marido y todos los demás órganos excepto el corazón, que el propio señor del Agua recomienda conservar dentro del cuerpo; lavóle las cavidades e incisiones con un cocimiento de acíbar, alumbre, alcaparra, ajenjos y lejía, que hirvió según arte, añadiéndole aguardiente de cabeza, vinagre fuerte y sal molida. Bien lavado el cuerpo, lo dejó secar durante ocho horas entre dos fanegas de sal molida. Después lo rellenó muy cumplidamente con polvos de ajenjos, romero, estoraque, benjuí, piedra alumbre, cominos, escordio, mirra, cal viva, treinta manojos del árbol del ciprés y todo el bálsamo negro que cupo en el cuerpo. Rellenas las cavidades, el señor del Agua recogió los bordes de ellas con costura que se llama de pellejero y aguja esquivada y procedió luego a untar el cadáver, menos la cabeza, cara y manos, esparciendo con un hisopo el betún de sustancias derretidas: trementina, pez negra, benjuí y acacia. Seguidamente fajó toda la parte untada con vendas embebidas en un licor mezclado de reina, estoraque, cera, almáciga y tragacanto.
Y el doctor del Agua se fue, afirmando que mi marido se conservaría sin que las ruinas del tiempo le ofendiesen. Así lo hice mío.
»Hasta los altares he mandado retirar y las ventanas he mandado pintar de negro, para que cada capilla que visitamos sea idéntica al servicio que presta. El propio catafalco real me parecía una ofensa a la severidad que quise, pedí y obtuve. El manto púrpura que le cubría, las chapas de plata y el crucifijo labrado eran una mofa; los cuatro candelabros, una injuria; la luz de los cirios, una parpadeante ofensa. Me contaron: Señora, en vida amó el lujo y las fiestas. Recuerde: usted misma, dio a luz una noche de baile, en el patio del palacio de Brabante; mientras su esposo perseguía a las muchachas de Flandes usted sintió los dolores del parto y se fue a esconder a la letrina y allí la encontramos y allí nació su hijo nuestro actual Señor. A tiempo llegaron las comadronas, pues el cordón umbilical estrangulaba al infante, una asfixia azul congestionaba su cara y un baño de sangre ahogaba su cuerpo. Así fue referido. Ahora negaré el exceso de esos fastos y encontraré motivo de vida en el espectáculo de la muerte embalsamada, como antes casi conocí la muerte en el acto de dar la vida a mi hijo; como Raquel, pude proclamar al mío filius doloris mei y al mundo advertirle: los hijos del dolor materno tienen simpatía con las felicidades. Besé los pies desnudos del despojo vendado y relleno de especias de mi esposo y el silencio fue repentino y absoluto.
»Hay que taponearse los oídos con cera, señor caballero; no se puede vivir aguzando involuntariamente el oído, cerrando los ojos y diciéndose que no tardarán en sucederse el rechinar de una puerta, el desplazamiento de un cuerpo torturado, la hoquedad de pisadas invisibles, la lenta regeneración de las facciones, el crepitante crecimiento del vello y de las uñas de un cuerpo muerto, el renacimiento de las líneas borradas de las manos de un cadáver que las perdió al morir, como no las tuvo al nacer, no, señor caballero, asesine sus sentidos, se lo he dicho, no hay otra solución si se quiere estar solo con lo que se ama. Se fue el doctor Pedro del Agua y no supe si agradecer o maldecir sus diligencias. Era dueña absoluta de un cuerpo incorrupto, que mantenía la semblanza de la vida y que por ello era vecino de otros hombres, y las mujeres podrían confundirlo sólo con un hermoso durmiente. ¿No las oye usted? ¡Son las mujeres! Sí, maldije la ciencia del señor del Agua, que me restituyó a mi marido con la apariencia que en vida tuvo y la promesa de su incorruptibilidad corpórea; pero me arrebató lo único que podía ser mío, un cadáver corrupto, carne apestosa, polvo y gusanos, blancos huesos míos… ¿Entiende usted lo que le cuento, señor caballero? ¿Sabe que hay momentos que no pueden medirse? Momentos que todo lo reúnen: la satisfacción de un deseo cumplido junto con su remordimiento, el anhelo y el temor simultáneos de lo que fue, y el simultáneo miedo y deseo de lo que será. No, quizás usted no sabe de lo que hablo. Usted cree que el tiempo avanza siempre hacia adelante. Que todo es porvenir. Usted quiere un futuro; no se imagina sin él. Usted no quiere darle ninguna oportunidad a los que necesitamos que el tiempo se desvanezca y luego regrese sobre sus pasos hasta encontrar el momento privilegiado del amor y allí, sólo allí, se detenga para siempre. Embalsamé al príncipe don Felipe para que, semejante a la vida, la vida vuelva sin violencia a él si mi proyecto se cumple y el tiempo me obedece, marchando hacia atrás, remontándose sin conciencia al momento en que yo diga: detente, allí, nunca más te muevas, ni hacia adelante ni hacia atrás, allí, detente. Y si ese proyecto se frustra, entonces confío en que el parecido de mi esposo con la vida atraiga hacia su cuerpo a otro hombre capaz de habitarlo, deseoso de habitarlo, de cambiar su pobre envoltura mortal por la inmortal figura de mi marido incorrupto.
»Usted me mira con sorna y cree que estoy perdida. Usted sabe contar el tiempo. Yo no. Primero porque me sentí idéntica; después porque me sentí diferente. Entre antes y después, perdí para siempre mi tiempo. Sólo lo cuentan quienes nada pueden recordar y nada saben imaginar. Digo primero y después pero hablo del único instante que es siempre y antes y después porque es siempre, un siempre en unión perfecta, amorosa unión. ¿Cree usted sentir mis manos sobre su boca, señor caballero? Río y le arrullo, le acaricio la cabeza. Pronto, Barbarica. No trate de tocarme, señor caballero. A pesar de todo, a pesar de todo, ve usted, poseemos dos cuerpos singulares que por ser diferentes son inmediatamente enemigos. No basta una vida para reconciliar dos cuerpos nacidos de madres antagónicas; hay que forzar a la realidad, someterla a nuestra imaginación, extenderla más allá de sus ridículos límites. ¡Pronto, Barbarica; él nunca regresará, ésta es nuestra única oportunidad, date prisa, corre, vuela, vete, regresa, chiquitita! Intento respirar al ritmo de su cuerpo, imitar su cuerpo, joven caballero; cada vez concentro en esa imitación toda la lasitud de mi propio cuerpo y todo el filo de mi mente; que no encuentre usted resistencia; a fin de escucharle respirar, yo misma dejo de respirar; su aliento mudo será el primer signo de mi deseo y de su retorno; ese aviso puede escapar a mi atención por culpa de una distracción cualquiera, usted debe comprenderme; si me muevo, no sabré si él, si usted, ha vuelto a respirar. He asesinado todos los rumores, menos el de ese cántico igual a mi pena y ese tambor idéntico al ritmo de mi corazón. Duerme abrazado a mí, señor caballero, duerme (tú; él) abrazado a su gemela mortal y quizás esta mañana (de noche sólo viajamos, yo en la carroza sellada, él, tú, en la carroza negra) hable en sueños y el sueño de él sea diferente a toda la soñada identidad de una pareja.
»En ese caso, habría que matarlo de nuevo, ¿me entiende usted? Por lo menos, la muerte debe igualarnos; el sueño, así sea un sueño compartido, sería de nuevo la señal de la diferencia, de la separación, del movimiento. Muertos de verdad, sin soñar dentro de la muerte, igualados por la extinción total de la muerte, inánimes, idénticos, ni el sueño de la muerte ni la muerte del sueño separándonos y dando cauce a deseos diferentes. Un trueque de sueños, señor caballero. Qué cosa imposible. Yo soñaré con él. Pero él soñará con las mujeres. Seguiremos separados. No, señor caballero, no se retire. Le juro que no lo tocaré más. No hace falta. ¿Oíste, Barbarica? Ya no hace falta. Recostada encima de él (de él, no de usted, usted ya no siente nada, ¿verdad?) temblé y sollocé para impedir que los sueños se diferenciaran y nos diferenciaran y no pude impedirlo, sentí un rápido alejamiento dentro de la quietud de los dos cuerpos abrazados y para retenerle recorrí con la lengua todo el perfil recostado del cuerpo de mi esposo. La lengua me sabe a pimienta y clavo, señor, pero también a gusano y acíbar.
»Imaginé que sólo podía ser dueña de una silueta. Me acaricié a mí misma. Pensé en el hombre que dormía bajo mi peso en el féretro compartido. Me sentí fundada. La primera ola que llega a la primera playa. La decisión de crear una ciudad sobre la tierra; de levantar un imperio sobre el polvo. Besé los labios eternamente entreabiertos. Imité esa voz; la imito cada vez, mañana será hoy y hoy será ayer; imité la inmovilidad del polvo y de la piedra que confiscan nuestros movimientos de amor, desesperación, odio y soledad. Rocé mi mejilla contra la escarcha castrada donde latió el sexo de mi marido, el sexo que nunca pude ver, ni vivo ni muerto, pues el doctor del Agua extrajo ante mi vista las visceras corruptibles pero, dándome la espalda, me impidió mirar el momento en que cortó el ya corrompido sexo de mi esposo. Era otro y era idéntico. Sólo hablaba, sólo se movía, cuando yo soñaba con él; era su dueña, su ama, su señora, para siempre, pero sólo en el pensamiento. Los esfuerzos del doctor del Agua habían sido inútiles; pude haberlo enterrado porque era su dueña recordándole. Pensé esto, tomé una decisión y le pedí a Barbarica que me azotara con una correa; y ella, llorando, lo hizo. Yo sólo había pensado en mí, pero yo sólo era la rama de un árbol dinástico.
»Lo miré dormir a mi marido; fue llamado y era el hermoso. Quizás el sueño era sólo la vía final de su escandalosa presencia. Un gato negro te devora cada noche, Felipe, padre, marido y amante; la reyna no tenía sano el juyzio para governar. No, sólo lo tenía sano para amar, con desesperación, en la muerte y más allá de la muerte. Nuestras casas están llenas de polvo, señor caballero, por eso son casas de Castilla y Aragón: polvo, rumores y sensaciones del tacto. ¿No escucha usted esas campanas que son devueltas a la unidad de un sueño solitario antes de regresar a su condición virtual de vibraciones? La reyna no tenía sano el juyzio para governar. La reyna abdicó a favor de su hijo, el Benjamín de esta Raquel sin lágrimas, sin dudas de que el hijo continuará la tarea de la madre y gobernará para la muerte. ¿No escucha esos himnos que anuncian lo que ya sucedió? Deus fidelium animarum adesto supplicationibus nostris, et de animae famulae tuae… La Reyna, la criada de Dios, ha muerto, señor caballero; ha vuelto a ser una con su pobre príncipe ingrato y ligero en vida, grave y constante en la muerte.
»La Reyna ha muerto. Nadie mejor que un muerto para cuidar a otro muerto. La Reyna acude ahora al llamado de su hijo, que ha construido las tumbas de todos los señores en un vergel castellano demolido, convertido en páramo de polvo y yesca por el hacha y la pica y el azadón, por los hornos de cal y las bascas blancas como los viejos huesos de la realeza que en este instante se dirigen a su patria final: la necrópolis española. Llegaremos envueltos en polvo, ceniza y tormentas, escucharemos en silencio, amortajados, los responsos, el Memento Mei Deus y la antífona Aperite Mihi, recordaremos las viejas historias:
»Nuestro Señor el Príncipe que haya gloria, había jugado muy reciamente a la pelota en lugar frío dos o tres horas, antes de enfermarse, y dejóse resfriar sin cubrirse. El lunes de mañana amaneció con la calentura, y con la campanilla que decimos úvula, tan engrosada e hinchada y relajada, algo también la lengua y paladares, que apenas podía tragar la saliva ni hablar. A que le echaron ventosas en las espaldas y sobre el pescuezo, y con aquello sintió luego alivio. Ese día vínole su frío y tenían los físicos concertado de le purgar otro día martes. Pero antes, murió.
»Ah, señor caballero, dirá usted que es cosa de risa arrastrar por toda la tierra española el cuerpo de un príncipe que murió de catarros y que en vida fue cruel e inconstante, frívolo y mujeriego como cualquiera de estos pinches de cocina que vienen en mi séquito. Tan de cascos alegres el Señor mi marido que ayer mismo, a pesar de mis órdenes de que en cada villa que entremos las mujeres permanezcan encerradas, lejos del cortejo de mi hermoso marido, el destino —como si el príncipe don Felipe siguiese ordenando sus apetitos desde la penumbra que le envuelve— nos llevó a un convento de jerónimas que bien se guardaron de darme la cara a nuestra llegada, enviando en su embozada representación a unos infelices y barbilampiños acólitos que allí prestan servicios, y no sólo a la hora de la santa misa, ¡imagínese usted!, de manera que las monjas no se mostraron sino hasta después de que el féretro fue instalado en la cripta; y entonces, revoloteando como negras mariposas, astutas y voraces como gatas en celo, las mujeres pasaron por encima de mi dolor, mofáronse de mi presencia y, como en vida, adoráronle.
»¿Mariposas? ¿Gatas? No, sino las hijas de Forcis y Ceto con las cabezas de serpiente rapadas; Medusas de las celdas penitenciarias; abadesas con miradas de piedra; Circes de los cirios chirriantes; nonas con los párpados incendiados; Grayas místicas con el ojo común y un solo afilado colmillo para la aberrante pluralidad de sus cuerpos; novicias de enmarañada cabellera gris; Tifeos de los altares; Arpías ahorcadas con sus propios escapularios; Quimeras que volaban en picada desde la corona de los crucifijos, clavando los labios secos en los muertos labios de mi esposo; Equidnas que mostraban sus blancas ubres de mármol emponzoñado; mírelas volar, señor caballero, mírelas besar, tocar, mamar, ahuecar el ala velluda, abrir las patas de cabra y clavar las uñas de leona y ofrecer los fundillos de perra y olfatear con las narices húmedas el despojo de mi esposo: huela el incienso y el pescado, señor caballero, la mirra y el ajo, sienta la cera y el sudor, el óleo y el orín, ahora sí, despierten sus sentidos y sientan lo que yo sentí: que ni en la muerte podía el cuerpo de mi hombre ser mío. Vea el vuelo de las cofias blancas y la ambición de las garras amarillas, escuche el rumor de los rosarios desgranados y de las sábanas desgarradas: sus negros hábitos envuelven el cuerpo que sólo a mí me pertenece, a los conventos que famosamente profanó regresa el cuerpo de mi esposo y allí le profanan ahora, pues no hay mujer en este reino que no prefiera las muertas caricias de mi putañero príncipe a la viva inexperiencia de un imberbe acólito. Recen, monjas; reina, reyna.
»De esa confusión huimos; de esos contactos intolerables; y por eso pudo usted encontrarnos de día y en los caminos. Señor caballero: nadie dirá que es cosa de risa lo que yo hago: poseer un cuerpo, para mí, en muerte si no en vida; tal era mi proyecto y ya ve usted cómo lo frustraron los comunes apetitos de mi marido embalsamado y de las muy coleantes jerónimas; pero si no a mí, ese cuerpo pertenecerá a nuestra dinastía; moriremos nosotros, mas no nuestra imagen sobre la tierra. La posesión perpetua y el perpetuo cortejo del muy alto príncipe cuyo cuerpo arrastro conmigo es duelo, es ceremonia, sí, pero también, créame, yo lo sé, yo no me engaño, locura llaman al puerto final de mi lucidez, es juego y es arte y es perversión; y no hay poder personal, como el nuestro, que sobreviva si a la fuerza no añade la imaginación del mal. Esto le ofrecemos los dueños de todo a quienes nada tienen, ¿me entiende usted, pobre desposeído? Sólo quien puede darse el lujo de este amor y de este espectáculo, señor caballero, merece el poder. No hay trueque posible. Le regalo a España lo que España no puede ofrecerme: la imagen de la muerte como un lujo inagotable y devorador. Dénnos sus vidas, sus escasos tesoros, sus brazos, sus sueños, sus sudores y su honra para mantener vivo nuestro panteón. Nada puede mellar, pobrecito de usted, el poder que se levanta sobre el sinsentido de la muerte, pues para los hombres sólo la muerte, fatal certeza, tiene sentido, y sólo la inmortalidad, improbable ilusión, sería locura.
»Es lástima que usted no vivirá tanto como yo, señor caballero; lástima grande que no pueda penetrar mis sueños y verme como yo me veo, eternamente postrada al pie de las tumbas, eternamente cerca de la muerte de los reyes, deambulando enloquecida por las galerías de palacios que aún no se construyen, loca, sí, ebria de dolor ante la pérdida que sólo el matrimonio del rango y la locura saben soportar. Me veo, me sueño, me toco, señor caballero, errante, de siglo en siglo, de castillo en castillo, de cripta en cripta, madre de todos los reyes, mujer de todos, a todos sobreviviendo, finalmente encerrada en un castillo rodeado de lluvia y pastos brumosos, llorando otra muerte acaecida en tierras del sol, la muerte de otro príncipe de nuestra sangre degenerada; me veo seca y encogida, pequeña y temblorosa como un gorrión, vestida como una muñeca anciana, con un ropón de encajes rotos y amarillos, susurrando, desdentada, a las orejas indiferentes: ‘No olvidéis al último príncipe, y que Dios nos conceda un recuerdo triste pero no odioso…’
»Un verdadero regalo no admite una recompensa equivalente. Una ofrenda auténtica supera toda comparación y todo precio. Mi honor y mi rango, señor caballero, me impiden aceptar algo que, en contrapartida, pueda superar o siquiera equivaler a mi regalo: una corona o un cuerpo totales, finales, incomprables e incomparables. Yo ofrezco mi vida a la muerte. La muerte me ofrece su verdadera vida. La primera vez, al nacer, creía morir y sin saberlo nacía. La segunda vez, al morir, he vuelto a nacer sabiendo. Tal es el regalo. Tal es la ofrenda insuperable de mi culto. No. Mi obra no es perfecta. Pero es suficiente. Ahora descanse. Olvidará usted todo esto que le he dicho. Todas mis palabras han sido dichas mañana. Esta procesión va en sentido opuesto al de ese tiempo que usted sabe contar. Venimos de la muerte: ¿qué clase de vida podrá aguardarnos al final de la procesión? Y ahora, gracias a su maldita curiosidad, usted se ha unido a ella. Que nunca se hable mal de mi largueza, empero. A usted, señor caballero, también le tengo un regalo. Nos esperan, señor caballero, nos han dado cita. Sí, sí…»