Las olas cansadas acarician tus pies desnudos. Las gaviotas vuelan a ras de agua y puedes creer que es su tranquilizador barullo el que te despierta. Pero también puedes imaginar en el fango que te recibe la tibieza de tu propio cuerpo, esperándote, guardada sólo para ti; el repliegue más oscuro y la más reciente herida de tu conciencia te dicen que ya has estado aquí. Te llevas una mano a la garganta que te arde y al hacerlo levantas la cabeza.
Primero miras cerca: las minucias de los desastres te devuelven otra mirada, estéril y opaca; sólo una botella verde, clavada en la húmeda arena, lamida como tú por el mar, brilla con algo que tú, hambriento y sediento, quisieras identificar como una vida propia. Una botella taponeada y sellada, que quizás contenga algo de beber; te das cuenta de que el brillo que atribuyes a la botella no es más que el de tu mirada famélica; tomas la botella, la remueves, la agitas, pero no contiene líquido alguno, sino cosa semejante a una torcida raíz blancuzca, un asqueroso nabo, quizás un duro papel enrollado; la arrojas, sin fuerzas, de regreso a las olas y levantas de nuevo la mirada para observar, esta vez, la lejanía.
El sol empieza a ponerse detrás de los arenales. Al filo de las cercanas cimas, descubres el paso lento de las figuras que se interponen entre tu mirada y el sol. Oscuras y recortadas, silueta tras silueta, caminan despacio y sin ruido. Las nubecillas de arena que levantan en su recorrido revolotean y se desintegran en la luz de occidente.
Escuchas, quizás, un himno sin palabras, gutural y sombrío. Marchan con las cabezas bajas, como si todos, aun los que avanzan ligeros de cargas, aun los que pasan montados, arrastrasen un pesado equipaje. No alcanzas a contarlos; de un extremo al otro de las dunas, la procesión se alarga, ininterrumpidamente. Escuchas, sin duda, un tamborileo permanente. Levantas los brazos y los agitas. Lanzas un grito que lleva salud pero la implora. Ningún sonido sale de tu boca. Te pones de pie, sacudes la tierra de tu cuerpo, corres hacia las dunas, tus pies se hunden en la arena honda y suave, avanzas con dificultad, crees que nunca llegarás allá arriba, tan cercano que parecía todo desde la playa, tan fácil de alcanzar…
La cascada de arena se derrumba sobre tu cabeza, ahoga tu boca, te ciega, te ensordece, la respiras. Y todavía tienes ojos para los insectos que labran sus escondites en las dunas y que ahora, a tu paso torpe y desesperado, se agitan como granos de oro en un cedazo; lleno de gratitud, tienes ojos para las maravillas de la tierra; la tierra vive, hasta en los túneles de los bichos más despreciables. No sabes cómo has llegado hasta aquí. Pero un instinto que despierta con el movimiento te dice que has sido salvado y que debes dar gracias. Alguien te grita desde lo alto de la duna; un brazo oscuro parece saludarte; una cuerda te pega sobre la frente; te prendes a ella con todas tus fuerzas y eres arrastrado, bocarriba y bocabierta, con los ojos cerrados, como una canastilla inánime. Sientes tu cuerpo vencido. Varios brazos te recogen en lo alto y tratan de levantarte. Caes una y otra vez junto a las alabardas que los soldados han dejado sobre la arena. No sientes tus propias piernas. La procesión se ha detenido por tu culpa. Los soldados murmuran un reproche entre dientes. Se escucha una voz aguda. Entonces los soldados ya no dudan. Te abandonan; permaneces allí, tirado, con la lengua de fuera, seca, empanizada de arena, mientras la caravana reanuda el camino y el atambor marca su ritmo.
Los ves pasar, borrosos, reverberantes, espectrales: la fatiga venda tus ojos. A la tropa de alabarderos siguen dos oficiales a caballo, y detrás de ellos una muchedumbre sobre mulas cargadas de cofres y peroles, cueros de vino y ataduras de cebolla y pimiento. Los muleros arrean chiflando con bocas desdentadas y un sudor de ajo brilla en los carrillos apenas cicatrizados. Pasan mujeres descalzas con jarras de barro sobre las cabezas; hombres con sombreros de paja: sus puños sostienen largas varas coronadas con cabezas de jabalíes; una armada de cazadores con perros sospechosos; parejas de hombres con alpargatas, cargando sobre las espaldas estacas de las que cuelgan perdices podridas y liebres agusanadas; modestos palanquines donde viajan damas de ojos saltones y damas de ojos hundidos, damas de mejillas coloradas y damas de tez reseca, todas sofocadas por el calor, abanicándose con las manos, secándose, hasta las resecas, con los pañuelos el sudor que les corre bajo las barbillas hacia las golas de cartón y pergamino, y palanquines de mejor jaez, ocupados por hombres de aspecto sabio cuyos anteojos les resbalan por la nariz o les cuelgan de negros listones: barbas apimentadas y agujeros en las zapatillas; sobre los hombros de los monjes encapuchados que entonan ese himno lúgubre que escuchaste desde la playa y cuya letra al fin descifras —Deus fidelium animarum adesto supplicationibus nostris et de animae famulae tuae Joannae Reginae— avanzan lentos palanquines donde van sentados los sacerdotes agobiados por el calor y por sus propios humores de orín e incienso; luego una pequeña carroza de cuero tirada por dos caballos nerviosos, con las cortinillas corridas. Y detrás de ella, arrastrada por seis caballos lentos, custodiada por otra guardia de alabarderos, la gran carroza fúnebre, negra, severa, semejante a un buitre sobre ruedas. Y dentro de ella, atornillado al piso, el féretro, negro también, que recoge la luz del sol poniente en su caparazón de vidrio, tan parecido a la brillante coraza de las orugas que viven dentro de la arena. Tú las viste. Quiero que oigas mi cuento. Escucha. Escucho y veo por ti.
Detrás del carro funerario se agita, torcida, una comitiva de mendigos contritos, sollozantes, rebozados, de cuyos ocultos harapos emergen las manos sarmentosas y llagadas que ofrecen escudillas vacías al sol extinto; los más osados corren a veces, se adelantan a pedir una tira de la carne de los conejos y son repelidos con coces. Pero pueden ir y venir, correr, retrasarse en el camino. No así la otra muchedumbre, ceñida por otra guardia armada con ballestas, que camina arrastrándose penosamente, mujeres vestidas con sedas largas y rasgadas, ocultando el rostro con un brazo o ambas manos, hombres morenos y de negra mirada, tragándose con dolor las estrofas de un canto que queda aprisionado en las tensas gargantas, los hombres de largas barbas enmarañadas y largas cabelleras sucias, cubiertos con andrajos, dolientes, intentando ocultar el redondo parche amarillo cosido sobre sus corazones, y entre ellos, mirando al cielo, circula un monje que canturrea, convertirse han a la tarde, y habrán hambre como perros, y andarán cercando la ciudad…
Y detrás de los pordioseros y los cautivos, un paje vestido todo de negro camina lentamente y repite un ritmo sofocado, como el de los pies, las ruedas y las herraduras sobre la arena, sobre el tambor cubierto de terciopelo negro. Las calzas negras, las negras zapatillas de cuero, los guantes negros que sostienen los palos del negro tambor: sólo el rostro del paje brilla, en medio de tanto negrura, como una uva de oro. Una tez delgada y firme —estás seguro; al ver al paje verdaderamente vuelves a ver, dejas de entender un rumor descriptivo que a veces suple tu mirada—, naricilla levantada, ojos grises, labios tatuados. Mira fijamente hacia adelante. Las puntas de cuero de los palos del tambor definen (o sólo recogen) el cántico solemne que flota sobre la procesión, Joannae Reginae, nostrae refrigerii sedem, quietis beatitudinem, luminis claritatem, el canto general de la procesión que combate y sofoca el canto del monje entre los cautivos, habrán hambre como perros, convertirse han a la tarde.
Tanto temiste que alguien te preguntase, ¿quién eres?, sin que tú supieras qué nombre pronunciar, que ahora no te atreves, por miedo al temor ajeno, a formularle la misma pregunta al paje de los labios tatuados que avanza al ritmo sofocado del tambor. Primero te sentiste confuso y permaneciste hincado sobre la arena, de espaldas al mar, viendo pasar la caravana; luego te levantaste rápidamente; el polvo envolvía el desfile, creando la ilusión (acentuada por las sombras largas, moribundas) de una lejanía que estaba desmintiendo al tiempo; por un momento, pensaste que perderías para siempre —o que sólo lo soñabas desde la playa; o que ésta era otra imagen propia de la muerte por agua y el sepelio marino en un desastre soñado— la compañía de esa larga fila, a la vez fúnebre y festiva, de cebollas, alabardas, caballos, palanquines, mendigos, cautivos árabes y hebreos, palanquines, himnos, féretro y atambor.
Te levantas y corres hasta tocar el hombro de la última figura del cortejo, el paje vestido de negro, que no voltea la cabeza para mirarte, que prosigue su camino al ritmo del tambor, que quizás te está desafiando a que tú le preguntes, ¿quién eres?, a sabiendas de que tú ya sabes que él sabe que tú temes hacer la pregunta y recibir la respuesta. Corres como si la distancia que te separa de la caravana pudiese medirse en tiempo y no en espacio. Corres pero no dejas de hablarle a esa parte de ti que no reconoces. Insensato de ti; hace siglos que no ves tu propia imagen en un espejo; cuánto tiempo ha pasado sin que te reconozcas en una imagen gemela; cómo sabes si la tormenta que te arrojó a estas playas no borró tus facciones, si el corposanto no incendió tu piel, si las olas no te arrancaron la cabellera, si la arena no llagó para siempre tus labios y tus ojos. Tormenta y espada; corposanto y gusanos; olas y pólvora; arena y hacha. Extiendes tus brazos enredados en algas: cómo puedes saber qué figura ofreces al mundo y cómo puede verte el mundo a ti, náufrago, huérfano, pobrecito desgraciado de ti.
El atambor no voltea a mirarte y tú no te atreves a preguntarle nada. Tocas de nuevo su hombro, insensible a tu llamado. Corres frente a él y sus ojos te traspasan como si tú no existieras. Saltas, gruñes, caes de rodillas y vuelves a levantarte, moviendo los brazos como astas; el paje imperturbable sigue su camino, el cortejo vuelve a dejarte atrás.
Ahora corres al filo de las dunas, sobrepasas al atambor, a los musulmanes y a los judíos, a los mendigos y a los alabarderos de a caballo y con un movimiento veloz, imprevisto por la guardia montada, trepas al carruaje fúnebre y apenas tienes tiempo para mirar, bajo el caparazón de vidrio, ese lecho de seda negra, acolchada, decorado a cuatro bandas por flores de brocado negro, donde yace una figura azulenca, con grandes ojos abiertos y la piel de una ciruela plúmbago; un perfil prógnata, los labios gruesos y entreabiertos, un medallón sobre la camisa de seda, un gorro de terciopelo; los alabarderos ya están encima de ti; sus manos te toman del cuello y de los brazos, te arrojan sobre la arena y un golpe de fierro te abre el labio inferior; saboreas tu propia sangre, sonríes, idiotamente satisfecho de esta prueba de tu existencia; y el monje preceptor de cautivos también se acerca, con grandes aspavientos, a tu figura postrada, te reclama para sí, ¿cómo te llamas?, tú no sabes responder, el monje ríe, qué importa:
—Dirá llamarse Santa Fe o Santángel, Bélez o Paternoy, de seguro es marrano, converso, no admitirá ni eso, dirá ser cristiano viejo, pero yo que le miro cara de hereje judaico relapso, cara de perro hambriento y digo que a mi cauda debe quedar, para hacerle probar podrida carne de cerdo, y ver si le da gusto o le da asco, cara de marrano converso le veo, falso cristiano, judaizante vero, a mi cauda quede, a mi cauda…
Los mendigos no se habían percatado de tu presencia, seguramente porque en nada te diferencias de ellos; ahora se han detenido, mientras el monje te marranea, husmeando la violencia provechosa, oliendo tu sangre con más acierto que el monje. Se miran entre sí con guiños biliosos, se chupan las encías agrietadas, menean las cabezas tiñosas indicando la novedad, clavan las estacas en la arena y corren hacia donde tú te encuentras, postrado y sangrante, rodeado de alabarderos, con el celoso monje revoloteando cerca de ti, y sobre las cabezas y entre las piernas y abrazando las cinturas de los soldados y gritando al oído del monje, te miran, te escupen, te amenazan con los puños:
—¿Quién es?
—Un náufrago…
—Que no, un herético, dice este monje…
—Mira tú, Santurde, mira a la playa…
—¿Quedan restos?
—Que no.
—Que sí.
—Que veo cofres y botellas y pendones.
—¿Ves gato en la playa?
—Que no.
—¿Ves otro hombre en la playa?
—Que no.
—Ni gato ni hombre: corre a recoger los restos.
—Que este hombre es náufrago.
—Mátalo a palos.
—Que los restos son suyos.
—¡A palos te digo, cojón! Si no sobreviven ni hombre ni gato, los restos son nuestros. Es la ley.
—Que es herético.
—Que es marrano.
—Que es cautivo.
—¿Para qué darle de comer a una boca más?
—Vaya papeleo que si es hijo de Alá o de Mosé; el cuento de nunca acabar. A palos.
Levantan las estacas de la arena, las agitan en el aire, las meten entre los huecos de piernas y brazos de los alabarderos y el monje, te pican las costillas, te amenazan entre carcajadas y chillidos desdentados y escupitajos mientras los alabarderos te arrastran a lo largo del arenal, pateándote, injuriándote, los mendigos gruñen entre dientes, el monje regresa a su rebaño de prisioneros, y tú eres arrastrado en dirección del lento y pequeño carruaje con las cortinillas corridas.