La plaza cayó después de una lucha feroz. Se lo comunicaron en el campamento: dentro de la siguiente hora estaba entrando a la ciudad vencida y en su memoria negra y brillante como las corazas de los mercenarios alemanes de su ejército, turbia y líquida como las lagunas que rodeaban el burgo sitiado, resucitaban, atropelladamente, las imágenes de este duro combate contra la herejía en las bajas tierras del Brabante y la Batavia, donde encontraban refugio los pertinaces descendientes de aquellos valdenses e insabattatos combatidos y vencidos en tierra española por los lejanos antecesores del Señor, y que con su cauda de fautores y relapsos habían encontrado propicio solar de resurrección en estas comarcas del norte, tradicionalmente aptas para la recepción y el ocultamiento de herejes que cual topos roían desde sus túneles los cimientos de la fe, en tanto que en León, Aragón o Cataluña mostrábanse y proclamábanse con luciferina soberbia a la luz del día, y así con facilidad eran perseguidos.
Miró el Señor los chatos contornos de estos países bajos y pensó que su llanura misma quizás exigía cavar hondo para actuar lento, mientras que la accidentada Iberia tentaba el honor y el orgullo de los hombres, y les animaba a imitar la escarpada altura de sierras y picachos, y desde ellos proclamar los desafíos, y abiertamente reunir a los ejércitos inermes de la blasfemia tal cual lo hizo Pedro Valdo, mercader de León, al predicar públicamente la pobreza, censurar la riqueza y vicios de los eclesiásticos, instaurar una iglesia laica en la que todos, hasta las mujeres, tenían derecho de oficiar y de administrar sacramentos, y se lo negaban a los que consideraban sacerdotes indignos, y huían de los templos, diciendo que bastaba orar en casa propia, y así organizó Pedro Valdo a una temible turba llamada los insabattatos, porque llevaban los zapatos cortados por arriba, en signo de pobreza, y eran ricos que siguiendo las prédicas del heresiarca habían renunciado a sus bienes, y eran los llamados pobres de León que de limosnas vivían y negaban todo linaje de propiedad, y no había entre ellos ni mío ni tuyo, y a Roma llamaban codiciosa y falsa, malvada, loba rapiosa y sierpe coronada, y muchos discípulos atraían por sus místicas austeridades, y aliáronse con los herejes cátaros y sus rebeldes trovadores provenzales, que del cuerpo humano hacían asiento del dolor y el pecado, sin que valiese consolación terrena de Jesucristo y de sus santos, ni en vida ni a la hora de la muerte de tal modo que el cuerpo debía agotar en el mundo su naturaleza pecaminosa, a fin de llegar purificado y digno de la divina mirada al Cielo: con celo extirpó Don Pedro el Católico la herejía valdense y el pertinaz tumulto de los pobres de León. El Señor entendía las palabras de su antepasado y las repetía ahora para sí: «Sépase que si alguna persona noble o plebeya descubre en nuestros reinos algún hereje y le mata o mutila o despoja de sus bienes o le causa cualquier otro daño, no por eso ha de tener ningún castigo; antes bien, merecerá nuestra gracia».
Negra y brillante, turbia y líquida memoria de lo inmediato: pertrecháronse los herejes en ciudad amurallada, situada en collado no muy alto, rodeada de gran foso y protegida por pantanosas lagunas, como protegidos eran los herejes por los duques brabantinos y batavos que les azuzaban invocando potestades temporales contra la divina potestad de Roma, reclamando para sí la parte del César contra la parte de Dios para librarse del pago de diezmos, retener en sus arcas el producto de venta de indulgencias y favorecer a los mercaderes y usureros de los grises puertos nórdicos; y así, sonrió amargamente el Señor, los heréticos emparentados con la austeridad valdense y el pecado cátaro, y que ahora llamábanse adamitas, terminaban por servir a lo que decían combatir, la avaricia y la riqueza y el poder, y ello bastaba para justificar esta guerra contra herejes, príncipes rebeldes a Roma y mercaderes que sólo eran fieles a sus arcones repletos. Dame fuerza. Señor, para combatirles en Tu nombre y en el del cristianísimo poder que me legó mi padre batallador.
«Toma siempre ejemplo de tu padre», le había dicho desde niño al Señor su madre, «que en una ocasión durmió treinta días seguidos con el armadura puesta, y así reunió el sacrificio del cuerpo y la batalla del alma». El Señor, entrando a la ciudad vencida por el sitio, declaróse a sí mismo digno de la herencia dinástica: en su memoria permanecían, temblorosas, las imágenes de los rostros desgajados por la pólvora, la carne mutilada y cruda, los ojos y manos volados por la ballesta y el cañón en los sitios de combate donde se habían empleado estas novedades; y la pareja crueldad en los sitios donde la lucha había obedecido a las viejas costumbres señoriales: los eslabones de la malla enterrados en la carne herida por los golpes de hacha; la cal viva arrojada a los ojos del enemigo; el combate de cuerpo contra cuerpo, caballo contra caballo; la muerte de los jinetes enemigos sólo muertos porque sus cabezas herméticamente encerradas en fierro dieron contra el suelo, asesinados por sus propios cascos más que por acción alguna del contrincante, y ahogados dentro de sus pesadas armaduras al cruzar la laguna, y muertos por insolación dentro de las corazas crujientes, y atravesados por las espadas del Señor al caer del caballo, bocarriba, luchando como tortugas para incorporarse, impedidos por el peso de las armaduras. Ligereza, en cambio, fue la regla de guerra de las tropas del Señor; trajo infanterías españolas que servían para cavar y minar, siendo asturianos y mineros de origen, y de retaguardia invasora una vez que la caballería ligera, verdadera arma de la victoria, se imponía a las pesadas falanges del duque protector de herejes; la victoria se debía a los contingentes asalariados, reclutados entre alemanes oriundos del Alto Rhin y el Danubio, la fuerza montada que mejor servia para la guerra nueva, siempre que el sueldo no faltase, pues se corría el riesgo, si tal hubiera, de que se pasaran con facilidad al enemigo; los reiters germanos que usaban la novedad de las pistolas, la ligera arma inventada en la itálica villa de Pistoia, que con cinco o seis de ellas aseguraban brillante movilidad en los choques, embarazando y descomponiendo en el primer encuentro a las masas de caballería pesada del enemigo, con sus caballeros impedidos por las armaduras y las desmesuradas lanzas que llevaban. Los alemanes de la banda negra, así llamados por traer toda la armadura y arneses de color negro.
Victoria de ellos, pero también de la sapiencia bélica, a la vez lúcida y helada, alumbrada por la fe, enfriada por la ciencia aprendida de su padre, del Señor: desbaratada la caballería pesada del enemigo, éste se amuralló en la ciudad protegida por altas torres y bastiones, el hondo foso y las aguas del río que, quebrándose en varias direcciones, formaba lagunas y pantanos alrededor de las murallas. Venció el Señor esta defensa natural; vio a los pesados jinetes ahogados en río y pantano, y sirvióse de viejas embarcaciones que estaban junto a la ribera, esperando el paso de ejércitos de a pie, para construir un rápido atajo, colocando una embarcación al lado de la otra y llenándolas todas de tierra; los veloces alemanes obtuvieron de los pescadores noticias de lugares donde la laguna podía cruzarse porque sólo llegaba a cintura de hombre; ligero, ligero avance contra la ciudad sitiada, désele de comer una medida de avena a cada caballo, pásense los capitanes y gendarmes del servicio de sus escuderos, ligereza, el enemigo ha perdido cuatro banderas en el combate fuera de los muros, atrinchérase en la villa, ligereza, plántense tablones para cruzar el río, hágase ruta de faginas sobre el pantano, el enemigo acecha y se defiende, corta los árboles de los bosques cercanos al río que podrían servirnos de refugio y escondite, pues hombre y árbol confúndense al caer la noche, trabajan los molinos de agua, los molinos tirados por caballos y los molinos de viento, gracias, Dios mío, arrecia el viento, y viento fuerte es incendio veloz, cabalguen los alemanes sobre el atajo de embarcaciones, sígales la infantería sobre los apretados haces de ramas y los tablones, incéndiense las chozas de paja en el falso burgo de extramuros, el enemigo construye ingeniosas trincheras, altas por dentro y bajas por fuera, ahora, el negro humo del incendio envuelve a la ciudad sitiada, les impide vernos pero nosotros podemos ver los contrafuertes de la muralla, ahora, mineros de Asturias, cavad un panal de trincheras para acercarnos a la fosa de la ciudad, minad los bastiones con esta pólvora tan podrida que debemos trasladarla en sudarios, como a los muertos, ahora, desde la margen victoriosa del río, disparad los cañones, cae torre tras torre, cortina tras cortina, no cejemos, pasan los días, la ciudad resiste el sitio, pero nosotros olemos lo que pasa adentro: huele a cadáver de hombre y de bestia, los desertores se arrojan desde las torres destruídas a la laguna, llegan hasta nosotros, nuestra vanguardia ve salir de la ciudad a los pobladores expulsados y nos cuentan: somos burgueses pacíficos, el duque y sus herejes nos obligan a trabajar como peones en las reparaciones; y si nos negamos, somos fueteados en público; y si nos mostramos recalcitrantes, somos ahorcados; y si no aceptamos el pacto, somos arrojados de la ciudad a manos del enemigo, pues peor suerte considera el duque ésta que el fuete o la horca, y así os decimos que carece esta ciudad de provisiones y de armas, aunque no de coraje para defenderse, así sea con piedras y calderas de brea hirviente y flechas, pues arqueros y brazos abundan, pero no cañones, ni culebrinas, ni bastardas, y ordenó el Señor a sus tropas cubrirse con manteles para protegerse de las piedras y asegurar sus posiciones junto a las murallas heridas y las torres derrumbadas dentro de pequeños pardales y así cubrirse tanto de la defensa como del ataque, de las piedras y flechas del duque como de los cañones y arcabuces del Señor, y a la caballería alemana ordenóle situarse en (a salida posterior de la ciudad, mientras la artillería terminaba por abrir la brecha en la muralla, volar las minas, demoler las torres y enerar gritando a la ciudad espantada: corrieron el duque y los herejes a escapar por su retaguardia, y allí esperábanles los alemanes con pistolas y dagas, espantables escuadrones de negro brillo en las corazas de los renanos y de cobrizo fulgor en las de los mercenarios del Danubio, y a cuchillo y pistola pasaron a los fugitivos; montaban y mataban los alemanes, cavaban y volaban los españoles, y a la una hora del mediodía el capitán de la Bandera de la Sangre la colocó en la más alta ruina de las torres devastadas, abriéronse las puertas y descendieron los puentes de la villa y el Señor hizo su entrada.
Esperaba un recibimiento triunfal, si no de la población indiferente a las acostumbradas guerras entre señores equiparables y soldados igualmente alquilables por uno u otro bando, al menos de sus propias tropas. Avanzó por las calles estrechas y desde las ventanas llovieron sobre su cabeza y sobre su corcel enjaezado nubes de pluma y tormentas de paja.
—¿Qué pasa?, ¿qué significa?, gritó el Señor desde el caballo a un capitán de su tropa viéndole salir de una de las casas, y el capitán, con el rostro congestionado, le dijo que los soldados españoles, dentro de las casas, destrozaban los lechos con los puñales, buscando el oro que, de acuerdo con la conseja bien sabida, atesoraba bajo sus almohadas esta raza de tacaños y usureros de los burgos del norte; de buena gana, los soldados hubiesen desfenestrado a los propios habitantes; pero éstos huyeron espantados y acaso dejaron olvidados sus ahorros. Al menos, eso creían los soldados. ¿No saben entonces que ésta es una cruzada de la fe y no una guerra de botín, no saben que entre todos los príncipes de la cristiandad el Papa me nombró Defensor Fides para erradicar esta herejía flamenca?, le preguntó el Señor al capitán y el capitán meneó la cabeza; cruzada o no, libran estas guerras muchos saldados comprados, Señor, pues nadie combate por gusto o sacrificio, sino porque la guerra es su profesión, y no les importa contra quién pelean, si hay botín y sueldo; el Señor podría arrastrar a esta cruzada a los campesinos de sus dominios; semejantes villanos saben manejar el arado, mas no la espada y mucho menos el arcabuz y la bastarda y el gran cañón que nos dio la victoria, alabado sea Dios, que gracias a su providencia no se dirá de nosotros como de los ejércitos desairados, que el honor militar tiene su trono colocado sobre los triunfos de los enemigos. Acepte con resignación el deshonor del saqueo, Señor, pues es prueba de la victoria, y que el honor de los vencidos sirva de pasto a los gusanos y a las moscas.
El capitán se alejó y sobre el Señor no llovieron esa tarde ni flores frescas ni aterrados burgueses, sino el relleno de almohadones y colchones destripados. Y en las calles los cadáveres eran devorados por los perros, antes que por los gusanos y las moscas que invocó el capitán. Preso de cólera, el Señor se detuvo frente a la catedral y pidió a los ballesteros de la guardia que abriesen de par en par las puertas de la magnífica construcción ojival, antiquísima tumba de mártires e iglesia colegiada; que ordenasen tañer las campanas y que así se convocase a un gran tedeum por la victoria contra los enemigos de la le. Los ballesteros se mostraron acongojados y hasta nerviosos; algunos se taparon las caras con las manos para no reír o para apartar el hedor de los cadáveres amontonados en el atrio. Era difícil saber la razón exacta. Las puertas fueron abiertas por los ballesteros mientras el Señor les contemplaba y se dijo sin poder ni deber mostrar su propia duda:
«Siempre ese momento de incertidumbre entre una orden y su ejecución…»
Y él mismo se vio obligado a taparse la nariz y la boca con un guante. La pestilencia de los cuerpos arrojados en la calle entró al encuentro de la hediondez excrementicia que salía de la catedral.
A lo largo de las naves, los soldados y jinetes alemanes reían; algunos cagaban al pie del altar, otros orinaban dentro de los confesionarios y los perros que entraban y salían del templo, insatisfechos con el banquete de carroña humana en las calles, aquí levantaban con la lengua el vómito borracho de la tropa. Los ballesteros, sin que el Señor lo ordenara, hicieron un movimiento brusco y agresivo. Se disponían a expulsar de allí a sus compañeros, a arrestarles, sí, o quizás sólo iban a avisar que él estaba de pie, mirándoles, desde la penumbra del umbral. Pero el Señor les detuvo con el signo de un dedo que luego se llevó a los labios.
Seguramente su deber era castigar primero a la guardia de ballesteros que no habían impedido la profanación y en seguida a los propios profanadores. Pudo más el impulso mortificado de apoyarse detrás de una columna en un rincón oscuro de la catedral. Con un movimento del brazo, ordenó a los ballesteros alejarse, salir de allí. Escuchó los pasos reticentes y, al cabo, el portón volvió a cerrarse y el Señor permaneció solo, con un sentimiento de íntima derrota que equilibraba la satisfacción de la gran victoria militar de esta jornada; se equivocaba ese anónimo capitán, mejor sentar el trono del honor sobre los triunfos de los enemigos, si los frutos de la victoria son este deshonor. Apoyó la cabeza contra la columna y se sintió sometido (¿me oyes, pobre Bocanegra?) a los repulsivos humores y a los escandalosos rumores del ejército de alemanes que habían ganado el día para la fe.
Era difícil ver bien lo que pasaba cerca del altar; por encima de las voces soeces o borrachas, se impuso el acento gutural de un jinete vestido de negro. Todos callaron y le escucharon. Y cuando terminó de hablar en lengua tedesca, sus compañeros gritaron vivas, muertes, empuñaron los sables amontonados, junto con las corazas de cobre y las corazas negras de la banda así llamada, al lado y encima de la mierda, negra o cobriza, al pie del altar; y en la densa oscuridad empezaron a agredirse a sablazos, profiriendo injurias, amenazándose de muerte, renanos contra austríacos, la banda negra contra los armados de cobre, aullando con un placer agónico, y como yo no podía verlos bien, perro, volví a cerrar los ojos y viajé hacia atrás, imaginé otras profanaciones y permití que esos ruidos y olores monstruosos acompañasen las imágenes redivivas de los cruzados franceses en Santa Sofía, donde bebieron de los copones sagrados y sentaron a una prostituta en el trono del patriarca mientras cantaban letrillas obscenas; y recordé la toma del templo de Jerusalén por los jinetes cristianos que cabalgaron por las naves sagradas con la sangre hasta las rodillas; pero ésa era sangre de infieles, Bocanegra.
Sintió, apoyado contra la columna, un infinito cansancio. La victoria le había agotado. A él, sí; a los guerreros, no, no les había bastado, la batalla continuaba dentro de la catedral, los reiters germanos pagaban más allá de todo deber su sueldo mercenario. Permaneció allí largo tiempo, con los ojos cerrados, secretamente fascinado (sí, Bocanegra, a ti te lo digo) por el espectáculo con el cual, estaba convencido (lo estoy), Dios humillaba el orgullo militar y proponía olvidar la victoria de las armas para recordarnos la siempre inacabada batalla por la salvación de las almas. Pues, ¿qué era esta guerra sino un combate del alma cristiana contra los herejes refugiados junto a los helados mares del norte; contra los últimos valdenses y cátaros disfrazados ahora bajo el nombre del padre Adán y que, llamándose adamitas, creían proceder como la primera criatura de Dios, antes de la caída?
—Es así que no habiendo nada peor que nuestro mundo, no puede haber purgatorio ni infierno, sino que la naturaleza pecadora del hombre, en la tierra y por la tierra ganada, debe purgarse aquí mismo, en la tierra; agotarse infernalmente en el exceso sexual, ya que por la sensualidad cayó el hombre, a fin de lavarse de toda tendencia de bestias y, al morir, unirse en pureza al cuerpo celestial; negamos pues que Jesucristo y sus santos, en la hora de la muerte, asistan a consolar las almas de los justos, ya que ningún alma abandonará la tierra sin grande dolor, pues de dolor fue la vida; y en recompensa, sostenemos que después de la muerte las almas no conservarán conciencia ni recuerdo alguno de lo que amaron en el siglo. Así sea.
Estas palabras dichas desde la oscuridad que rodeaba al Señor, le helaron; pensó primero que le hablaba uno de los tres mártires de Nerón allí enterrados; imaginó en seguida, al mirar hacia los silenciosos sepulcros de los llamados Gaius, Victoricus y Gerrnanicus, que la oscuridad misma le hablaba:
—Adán fue el primer Príncipe del mundo, y al darle la posesión de su estado se le intimó la pragmática de su acabamiento. Adán, el primer mandamiento de tu religión es: pecarás hoy con tu carne para mañana purificar tu alma y vencer a tu muerte. Tu cuerpo no resucitará. Pero si lo has agotado en el placer, tu alma pura se unirá a la de Dios y Dios será, y como Dios tu alma no tendrá memoria del tiempo vivido en la tierra. Y si no has fornicado, tu infierno será reencarnar en forma animal, una y otra vez, hasta agotar con instinto de bestia lo que no supiste vencer con inteligencia de hombre.
Los ojos del Señor penetraron las sombras y distinguieron a la figura que estas cosas decía. Separaron a la figura de las sombras, mas no a las sombras de la figura; el hábito, tan oscuro como este espacio capitular (y mi sueño redobla las sombras,) cubría todo el cuerpo, las manos y el rostro del desconocido, mientras afirmaba ante la trémula presencia del victorioso Señor:
—De León a la Provenza y de la Provenza a Flandes, la verdad ha encendido los cuerpos y de nada valdrán tus armas ni tus victorias. Más lejana es nuestra estirpe de predicadores que la tuya de príncipes; de Bizancio salimos, por la Tracia y la Bulgaria erramos y por ignorados caminos llegamos hasta España, Aquitania y Tolosa; tu antepasado Pedro el Católico mandó quemar nuestras casas y nuestros Evangelios en lengua vulgar, y tomó para sí los castillos de los ricos que a nuestra cruzada de la pobreza se unieron; tu antepasado Don Jaime el Conquistador entregónos a la tortura y al suplicio de la Inquisición catalana y aragonesa; y de nuestra asolada tierra provenzal sólo pudo cantar el trovador, ¡quién os viera y quién os ve! Piensas que hoy, al fin, nos has derrotado. Pero yo te digo que más que tú duraremos. Bajo frías lunas, en apartados bosques, allí donde tu poder no penetra, los cuerpos se acoplan para limpiarse del pecado y llegar exhaustos a la vida celestial. Ni la cárcel ni el suplicio, ni la guerra ni la hoguera pueden impedir que dos cuerpos se unan. Mira hacia el altar y ve el destino de tus huestes: la mierda. Trata de penetrar mi mirada y ve el destino de las mías: el cielo. Nada podrás contra los deleites del paraíso terrenal que confunde el goce de la carne con la actividad del ascenso místico. Nada podrás contra el éxtasis que nos procura practicar el acto carnal como lo hicieron nuestro padres Adán y Eva. El sexo anterior al pecado: tal es nuestro secreto; cumplimos plenamente el destino humano para liberarnos eternamente de sus cargas y ser almas en elídelo que olviden a la tierra, y así cumplir también nuestro destino celestial. Nada podrán contra nosotros tus legiones mercenarias; tú representas el principio de la muerte, nosotros el de la procreación: tú engendras cadáveres, nosotros almas; veamos qué se multiplica con más rapidez de aquí en adelante; tus muertes o nuestras vidas. Nada podrás. Nuestro espíritu libre vivirá en la otra orilla de la noche y desde allí proclamaremos que el pecado es sólo el nombre olvidable de un pensamiento impotente, y que la inocencia es el placer con que Adán, al saberse mortal, cumplió su destino en la tierra.
—¿De dónde vienes?, logró preguntar el Señor.
—De nada, contestó la sombra.
—¿Qué es nada?
—Adán.
—¿Quién eres?
—No soy.
—¿Qué quieres?
—No quiero.
—¿Qué posees entonces, que tan altivo te muestras?
—Poseo nada, que es todo, pues la pobreza es la absolución del pecado. Sólo el pobre puede fornicar en estado de gracia. La avaricia, en cambio, es la verdadera corrupción y la condena inapelable. Cuanto te he dicho sería mentira sin la condición de la pobreza. Tal es el precepto de Cristo.
—No, sino su consejo.
—No era Cristo un cortesano; predicaba con el ejemplo.
—¿A Cristo te comparas, pecador de ti?
—Más cerca de él estoy que cualquier Papa amodorrado por el lujo.
—A ti y a los tuyos la Iglesia les ha contestado con dos armas: la pobreza franciscana y la disciplina dominica.
—Bien sabe disfrazarse el Anticristo que vive en Roma, y distraer a medias lo que debe hacerse a fondo.
—Con todo, el franciscano te dará lección de humildad, pues tu orgullo mal se aviene con tu pobreza; y el dominico te dará lección de orden, pues mal se conlleva tu sueño con tu acción.
—Mi acción es mi pobreza: ofendo al dominico; mi sueño es mi orgullo: mal ando con el franciscano.
—¿A dónde te diriges?
—A la libertad absoluta.
—¿Qué es eso?
—Un hombre que vive de acuerdo con todos sus impulsos sin distinguir entre Dios y su propia persona. Un hombre que no mira hacia atrás o hacia adelante, pues para un espíritu libre no hay antes o después.
—¿Cómo te llamas?
La sombra rio:
—Anónimo Salvaje.
Y se acercó al Señor, hasta que el Señor sintió el aliento caluroso de esa aparición y una mano ardiente sobre la suya:
—Crees habernos derrotado hoy. Da gracias de que esto no es cierto, pues si nos vences te vences. ¿Crees haber vencido? Mira hacia el altar; mira a la tropa que nos derrotó en nombre de Roma, la sierpe coronada. Mira. Vence a los verdaderos poderes de la tierra, no a los que prometemos placer y pobreza aquí, pureza y olvido allá. Ven con nosotros, los que nada tenemos. Somos invencibles: nada nos pueden quitar.
—¿Quién eres, por Dios?
—Recuerda. Ludovico. ¿Recuerdas? Nos volveremos a encontrar, Felipe…
Y el Señor pudo ver por un instante las centellas de dos ojos verdes detrás de la carcajada; cayó de rodillas junto a la columna, sintiendo que cerraba los ojos si los había tenido abiertos, y que los abría si todo lo había visto en sueños; la gritería dentro de la catedral aumentaba y la chacota y las risas se hacían más fuertes que los nauseabundos olores. El Señor adelantó una mano en la oscuridad y la sombra ya no estaba allí.
No hubo más luz, esa noche, que la del chispazo de los aceros al chocar entre sí; un copioso sudor acompañaba la lucha a muerte de los compañeros de la victoria, la escasa victoria que no había logrado vaciar la energía de los guerreros; pobre victoria, que ganada por soldados mercenarios sobre los herejes que proclamaban la paradójica divinidad del pecado y la eventual riqueza de la voluntaria miseria, terminaba una vez más en la fiesta pagana de la sangre y la mierda frente al altar de Jesús crucificado, y el Señor podía pensar, santiguándose, que los instintos asirios jamás cesaban de reanimarse en la sangre de los hombres, que la Puta de Babilonia se sentaba en todos los tronos y en todos los altares y que mentía la caridad teológica al afirmar que los soldados no han menester más para ir al cielo, sin pasar por el purgatorio, que servirse bien de los trabajos que en su oficio padecen: guerra, guerra contra los verdaderos herejes, los que habían ganado la batalla contra los excomulgados sólo para profanar el altar de la comunión; guerra, guerra contra los guerreros, ¿con qué armas?, ¿yo solo?, ¿guerra sin armas contra las armas que ganaron el día para Cristo Rey?, ¿yo solo? Sangraba la cristiandad por un costado, Jesús, Dios y hombre verdadero nacido de Santísima Madre, la siempre virgen María que concibió sin conocer obra de varón: recé en voz baja, perro. A los excrementos, orines y vómitos se unía el olor de sangre; y al rumor de espadas el ruido de los copones que rodaban por el piso.
Luego se cansaron. Luego se durmieron ante el altar, en las naves, en los confesionarios, en el púlpito, detrás de la custodia, bajo los manteles del refectorio. Sólo un soldado borracho, canturreante, que andaba a gatas, daba señas de vida. Los demás parecían muertos, como los del campo de batalla. Pero este que andaba a gatas reunió con las manos los excrementos en un montículo a los pies de la figura crucificada en el altar. Rio o lloró, quién sabe. La vigilia del Señor se agotaba también. ¿No hubo más luz esa noche? Para el Señor, sí: la mierda brillaba como oro a los pies del Cristo en agonía. El brillo de esa ofrenda común, anónima, turbó la secreta oración del Señor.
Repetía sin cesar el verso del Eclesiastés, Ornnis Potentatus vita brevis, y en la suya deseaba, esta noche, comprobarlo: oro de las entrañas de la tierra, mierda de las entrañas de los hombres, ¿cuál de los dos regalos era más valioso a los ojos del Creador que ambas cosas creó, cuál de los dos era más difícil de extraer, ofrecer y retribuir?
Abandonó, temblando, sollozando, incapaz de distinguir lo visto de lo soñado, esa catedral y caminó por las calles vacías de la ciudad vencida, en esta hora postrera de una larga noche, hacia los bastiones arruinados. Llegó hasta la torre donde había sido plantada, en la pulverizada arenisca, la Bandera de la Sangre. Miró las tierras bajas, punteadas de molinos, guarecidas por compactos bosquecillos, que bajo la luz de una pálida luna se extendían, ondulantes, suaves, llanas, hasta el Mar del Norte que las amenazaba e invadía con sus frías e indomables mareas.
Había salido de la catedral añorando la silenciosa amistad de la luna. Ahora la miraba. Y mirándola, volvía a sentirse incapaz de saber si los brutales mercenarios del Alto Danubio y el Rhin, intuitivamente, hacían la máxima, impagable ofrenda de su sangre y su detritus a Dios Nuestro Señor; incapaz de comprender si el verdadero sacrificio lo hacían esos soldados allí frente al altar y no antes durante la batalla. Recordó el templo profanado y juró en ese instante levantar otro, templo de la Eucaristía pero también fortaleza del Sacramento, custodia de piedra que ninguna soldadesca ebria podría jamás profanar, maravilla de los siglos no por su lujo o belleza sino por una austeridad implacable y una desnuda y simétrica forma cuya severidad divina espantaría a las hordas mismas de Atila el Scita, azote de Dios, y de ellas y de él descendían los bárbaros alemanes que hoy ganaron el día para la fe.
De pie entre los escombros del torreón, al lado de la bandera agitada por la gris ventisca de la noche agónica, mirando hacia los campos enastados de Flandes, sin más compañía que la luna callada, allí mismo pronunció el Señor las palabras de la premática fundadora de la inviolable fortaleza de la Eucaristía, reconociendo los muchos y grandes beneficios que de Dios nuestro Señor hemos recibido cada día recibimos, cuando Él ha sido servido de encaminar y guiar nuestros hechos y negocios a su santo servicio, y de sostener y mantener estos reinos en su santa fe, que con la doctrina y ejemplo de los religiosos siervos de Dios se conserva y aumenta, y para que asimismo se ruegue e interceda a Dios por nos, por los señores nuestros anteriores y sucesores, y por el bien de nuestras ánimas, y la conservación de nuestro Estado Real, levantaré esta máquina grande, rica, santa, artificiosa, provechosa, la octava maravilla del mundo en orden y la primera en dignidad, casa de campo de recreación espiritual y corporal, no para vanos pasatiempos sino para vacar a Dios, donde le canten cada día divinas alabanzas con continuo coro, oración, limosna, silencio, estudio, letras, para confusión y en vergüenza de los herejes y enemigos crueles de la Iglesia Católica y de los blasfemadores que con impiedad y tiranía han asolado los templos en tantas provincias, amén.
Mas si ésta era su plegaria en alta voz, el Señor, al decirla, arriaba con sus manos la Bandera de la Sangre, aquí culminaría esta campaña, ejemplar sería esta victoria, los ejércitos mercenarios no se internarían en estas tierras bajas, asoladas por los incendios de aldeas y forrajes, baste este ejemplo, el Señor besó la vieja Bandera que fue enseña de las victorias de su padre, y en verdad oró para que su padre le escuchase desde los confines de una muerte errabunda, padre, te prometí ser digno de tu heredad, batallar como tú, declarar mi presencia por los fuegos de fuertes y villorrios en comarcas insumisas a nuestro poder y al de Dios, luchar y dormir como tú, treinta días seguidos con la armadura puesta, padre, he cumplido mi promesa, he pagado mi deuda para contigo y tu ejemplo, ahora debo pagar mi deuda para con Dios: nunca más iré a la guerra, mi sangre ya no tiene fuerzas, estoy agotado, padre, perdona y comprende, padre: mis batallas sólo serán, desde ahora, batallas del alma; he ganado y perdido mi última guerra de armas.
Arrojó la bandera de la victoria al foso de la ciudad vencida; ave roja y gualda, flotó un instante sobre las aguas cenicientas y luego se hundió junto con los cadáveres armados de los vencidos.
—Y tú, ¿en qué sueñas, mi fiel Bocanegra? ¿Dónde estuviste hoy cuando escapaste de mi cercanía? ¿Quién te lastimó? ¿Qué recuerdas, perro? ¿Podrías contarme cosas, como yo a ti?
El Señor acarició levemente, sin intención de daño, las estopas que cubrían la herida del can. El perro aulló de dolor. Su fina memoria de los peligros regresó a la costa, a las arenas negras.