Cuéntase:
Desde la noche anterior, el alguacil se había instalado en el puerto de la sierra con todos los aparejos. Monteros y sabuesos, carros y bagajes, picas y arcabuces, lienzos y bocinas le daban un aire festivo a la venta. El Señor se levantó temprano y abrió la ventana de su recámara a fin de celebrar mejor el esplendoroso sol de esta mañana de julio. Un encinar rodeaba la aldea y se prolongaba en una fresca cañada que iba a morir al pie de la sierra. El valle aún dormía ensombrecido, pero el sol ya resplandecía entre los cuchillares.
Guzmán entró y le dijo al Señor que la caza estaba concertada. Los sabuesos habían salido a la sierra. La huella y la vista indicaban que en las estribaciones se hallaba venado espantado, de ese que ya ha sido corrido en otras ocasiones. El Señor trató de sonreír. Miró fijamente al sotamontero y éste bajó la cabeza. Satisfecho, el Señor se llevó una mano a la cintura. Otras veces, cuando el oficial y secretario venía a decirle, con precaución y respeto, qué caza había en el monte, en qué lugar estaba y la parte donde debía ser corrida, el Señor no necesitaba fingir una altivez que le era natural, aunque sí la empleaba para esconder la mezcla de aversión e indiferencia qué este deporte suscitaba en su ánimo secreto. Pero cuando el lugarteniente le comunicaba que se cazaría venado espantado, el Señor no ocultaba la sensación de calma y seguridad. Podía mirar de frente a Guzmán, sonreír, incluso suspirar con una leve nostalgia. Recordaba su infancia en estos mismos sitios. El calor los conduciría, así al venado como a los cazadores, a los parajes más bellos de la sierra, allí donde las aguas y las sombras alivian un poco la dureza del sol de meseta.
Dio órdenes de que se preparasen más canes, por ser largo el día de verano y cansarse más pronto las bestias; dijo también que se llevase agua en las acémilas, que se diese menos afán a los perros y que se corriese con ellos por las tierras más frías y bien regadas. El sotamontero se inclinó y salió sin dar la espalda al Señor; y éste, al acercarse de nuevo a la ventana, escuchó desde luego la bocina que llamaba a junta.
La tempestad se calmará al alba. La marea baja lengüetea la costa. Un estandarte rasgado se hincha y extiende entre dos rocas. La proa de un bergantín lleva mucho tiempo clavada en la depresión donde desemboca un arroyo. La bruma inmóvil cubre el agua y borra el horizonte. El único faro de la costa se apagó durante la tormenta. Dicen que su guardián abrazó al perro que comúnmente le hace compañía y que los dos se tendieron junto al fuego aullante de la chimenea.
El Señor se unió a los cazadores cuando la bocina tocaba a entrar en la sierra. Llegó montado, a trote ligero, todo vestido de verde, con un capuz no muy largo, al estilo y de hechura moriscos. Le seguía la compañía de a pie y de a caballo; los criados con la tienda de campaña, la azada, el hocico y el azadón, por si era necesario aposentar en el campo. El Señor se dijo que la pasarían holgadamente: la brillante jornada prometía una caza veloz y segura, un retorno al puerto de la sierra con las primeras sombras; finalmente, una merecida celebración nocturna en la venta, donde el alguacil ya había dispuesto varias barricas de tinto, donde se cantarían coplas y se devorarían las entrañas sabrosas del venado. En los morrales, los criados llevaban pedernal y yesca, agujas, hilo y diversas curaciones.
De acuerdo con la costumbre, el Señor murmuró una oración y dirigió una mirada afectuosa a su can maestro, el blanco alano Bocanegra, que precedía a los diez monteros. Cada uno de éstos llevaba en una mano la lanza y con la otra frenaba el ímpetu de los perros sujetos con cadenas a los collares anchos en los que brillaban las divisas de la estirpe y el lema dinástico, Nondum. El Señor se detuvo pausadamente al pie del monte y miró con tristeza las lomas del basalto y las secas viñas del contorno. Recordó la ilusión con la que, esa madrugada, había imaginado un paseo por los vergeles estivales de su infancia. Es cierto que toda sierra tiene cuatro caras, y que acontece conocerla por un cabo y desconocerla por el otro. Dice el dicho que hasta los buenos adalides se desatinan, pero el Señor no se atrevió a protestar en nombre de su nostalgia o a dar contraorden en aras de la decepción: el sotamontero era de los que no se equivocan; el venado andaba por la cara seca de la sierra, no entre los riachuelos y bosques umbríos de la niñez. La primera, rememorada visión de los vergeles fue vencida por otra: un largo paseo insolado por los bancos y recodos de la sierra, con la esperanza de que el tiempo y las fuerzas les permitiesen llegar a un sitio alto y, desde allí, admirar la tercera posibilidad: la oreada visión del mar.
Casi nadie visita estos parajes de la costa. La tempestad y el sol se disputan su dominio y son similarmente crueles. En tiempo de calor, el mar chisporrotea al tocar la costra de la tierra; no hay pie que soporte el contacto con esa arena negra y quebradiza que penetra, calcinándolos, los más recios zahones. El arroyo se seca como la piel de los azores enfermos y en sus meandros agonizan las minucias de antiguos naufragios. Para avanzar a lo largo de la playa, el cuerpo, capturado dentro de un horno sin brisa ni sombra, debe luchar contra la pesantez inmóvil de una campana solar. Y avanzar por esta playa sólo revela el deseo de escapar de ella, subir por las dunas hirvientes y luego creer que es posible atravesar a pie el desierto que separa a la costa del monte.
Pero el desierto es liso como las manos sin destino de un cadáver. Se conocen las historias de náufragos (pues sólo el desastre puede conducir a un hombre a esta remota comarca) que han perecido aquí, girando en vano y luchando contra sus propias sombras, injuriándolas porque no se levantan de la arena, rogándoles que floten, frescos fantasmas, sobre las cabezas de sus dueños; de hinojos, al fin, ahorcándolas. Aquí se derriten los sesos de los infortunados. Y cuando ese sol de manteca no reina sobre la costa, la tormenta impera en su lugar y perfecciona su tarea.
Todo un mundo de despojos espera al hombre sin fortuna que, uno más, cree encontrar aquí la salvación que la furia del mar estuvo a punto de robarle. Arcas vacías y compases desimantados, costillares de naves y cabezas de proa talladas y retalladas por el sol y el viento hasta semejar una quebrada falange de escuderos petrificados, un desolado campo de estatuas de sombra; timones, rasgadas banderas y verdes botellas taponeadas y selladas: Cabo de los Desastres, fue llamado en las cartas antiguas; las crónicas abundan en noticias de galeones hundidos con los tesoros de las Molucas, Cipango y Catay, de naos desaparecidas con toda su tripulación gaditana y con todos los cautivos de las guerras contra el infiel, amos y siervos igualados por un destino catastrófico. Pero también, para compensar, se habla de veleros abatidos contra las rocas porque en ellos huían parejas de enamorados. Y si no las crónicas, las supersticiones, que casi siempre son alimento inconfeso de aquéllas, dicen que en noches de tormenta pasa por aquí, más espectral que la bruma que la envuelve, una flota de carabelas incendiadas por el fuego de San Telmo que arde en los palos mayores e ilumina los rostros lívidos de los califas conducidos en cautiverio.
Cuatro hombres de a caballo y ocho de a pie habían regresado con los sabuesos fatigados, confirmando la noticia; se emplazaba venado espantado. Guzmán se alzó sobre los estribos, acariciando el largo bigote que le caía en dos trencillas hasta la nuez, y dio órdenes en rápida sucesión: párense más sabuesos que para otro venado, y en cada busca empléense cuatro canes nada más; guarden gran silencio los monteros, y castiguen a sus canes para que no gruñan, porque los podría oír el venado.
Desde su silla, el Señor rumiaba la paradoja del venado miedoso, que para ser cazado requiere de precauciones mayores que si fuese valeroso aunque ingenuo. Inocente ímpetu; cautelosa cobardía. Buena defensa es el miedo, se dijo mientras avanzaba bajo el sol, guarecido por la caperuza que ocultaba su rostro.
Se soltaron doce canes maestros a tomar el monte por la querencia del venado y, al lado del Señor, Guzmán le dijo que el venado espantado busca ceba nueva, pero que por ser verano, la nueva ceba era la vieja querencia del venado anterior: el agua. Es fácil seguir el único canalizo de esta sierra árida, Sire, y averiguar en qué tremedal se recogen las aguas. El Señor asintió sin pensar y advirtió que el sol y el desinterés podrían vencerle; pero Guzmán esperaba una respuesta y al observar el rostro bronceado del sotamontero, el Señor entendió que no sólo aguardaba la contestación práctica que el oficio reclamaba, sino otra, intangible, tocante a la jerarquía: Guzmán sugería lo que debía hacerse, pero el Señor debía ordenarlo. Reaccionó y dijo al sotamontero que tuviese listo un renuevo de diez canes para el momento en que los delanteros regresasen, con los belfos espumosos, de la primera levantada. Guzmán inclinó la cabeza y en seguida la alzó para repetir la orden, añadiendo un detalle que al Señor se le había olvidado: que un grupo de monteros fuese de inmediato a lo alto del lomo y desde allí vigilase, con ventaja y en silencio, toda la operación.
Indicó hacia éste, hacia aquél, hacia el otro, hasta sumar una decena de hombres. Un sordo refrán de protesta se levantó entre los monteros escogidos para formar la armada que debía andar y subir más. Guzmán, al sentir el murmullo rebelde, sonrió y se llevó la mano a la empuñadura de la daga. El Señor, sonrojado, detuvo el movimiento del lugarteniente que ya acariciaba con anticipado gusto el puñal; miró fríamente hacia el grupo de hombres que se sentían despreciados por la orden de cumplir un oficio fin peligro. En los rostros, apenas velada por el rencor, aparecía ya la fatiga de esa expedición hacia los lugares altos y agudos del monte; y también la desesperación por no poder matar un venado que ellos serían los primeros en ver pero los últimos en tocar.
El Señor hizo avanzar con cólera el caballo hacia el grupo de rebeldes; bastó ese movimiento para que bajaran las cabezas y dejaran de murmurar. Evitaron mirarse entre sí o mirar al Señor y Guzmán seleccionó a tres monteros de su confianza para que de inmediato colocaran en fila a la malganada compañía de atalaya y, ellos mismos, se apostaron uno al frente, otro en medio y el último atrás de la fila, como guardias que conducen una cuerda a presidio.
—No lleven ballestas, ordenó, para terminar, Guzmán. Veo demasiado dedo impaciente. Recuerden, es venado espantado, no quiero voces. No quiero tiros. Sólo humo y llamas.
El Señor ya no le escuchó; continuó internándose en la montaña calcinada con noble actitud aunque con admitida desidia. La intentona de sublevación, dominada en el acto por la presencia del Señor y por las acciones de Guzmán, le había agotado completamente.
Empezó a admirar el trazo monumental de la sierra y a repetirse, mientras jugueteaba con las riendas, que si estaba allí era precisamente para dar descanso a su juicio, no para aguzarlo. Cuántas veces, hincado frente al altar o caminando alrededor del claustro, había interrumpido sus más profundas meditaciones para recordar la obligación que ahora estaba cumpliendo. Dejaba pasar más tiempo del debido lejos del aire libre donde se realizan las hazañas recordadas por vistas; pero hasta ahora siempre se había impuesto con oportunidad a su natural inclinación, dando la orden de emplazar montería antes de que el sotamontero Guzmán tuviese que recordárselo o de que el tedio de su esposa diese lugar a mudos reproches. Y ella, a la razón pragmática del Señor, añadía otra puramente fantasiosa:
—Algún día puedes verte en peligro con algún animal. No debes perder la costumbre del riesgo físico. Fuiste joven, un día…
Más discreto, él acentuaba los gestos nobles y las gallardas posturas, dejaba de pedir agua durante largas horas en la silla y bajo el sol, para hacerse respetar; para que sus vasallos sintiesen la fuerza de su presencia real y no escuchasen las consejas que, apenas se prolongaba su reclusión, propalaban de boca en boca turbios misterios e imaginaban temerosas desapariciones: ¿ha muerto nuestro Señor, se ha recluido en santo lugar, ha enloquecido, permite que su esposa, su madre, su secretario o su perro gobiernen en puesto suyo?
Miró hacia lo alto, frunciendo el ceño. Los monteros de atalaya, prohibido el uso de bocinas, llamaban con signos de humo a vista y a macho. Detrás del Señor, fueron soltados los ventores que ahora debían seguir latiendo la caza vista. Pasaron a su lado, codiciosos pero castigados por los monteros para que no ladraran; buenos para dar con el rastro viejo; osados: el Señor sintió a su paso el cintarazo pulsante de los cuerpos, redoblado por el castigo y el silencio.
Los ventores levantaron una ligera nubecilla de tierra suelta y pronto se perdieron en los accidentes del monte. El Señor se sintió solo, sin más compañía que el alano Bocanegra que le seguía con los ojos pequeños y tristes y la fiel guardia de hombres que, como los canes y los humildes monteros de la primera armada, jadeaban por participar activamente aunque el deber les obligase a permanecer a espaldas del Señor con los morrales llenos de bruco y muérdago.
Entonces, imprevisiblemente, el cielo empezó a oscurecerse y el Señor sonrió; se refrescaría del terrible calor sin necesidad de pedir alivio; las cuidadosas previsiones del sotamontero, tan definitivas como la voz autoritaria con que las ordenó, serían reducidas a una pura nada por el accidental cambio de tiempo: por el soberano capricho de los elementos. Doble alivio, doble gusto; lo admitió.
Así, la tormenta termina la labor del sol y el sol la de la tormenta; uno devuelve al mar los cuerpos incendiados, incapaces de avanzar cien pies más allá de las dunas; la otra ofrece al sol devorador las ruinas de los naufragios. El joven rubio y beato podría permanecer siempre allí, inconsciente y abandonado. Medio rostro se hunde en la arena fangosa y las piernas son lamidas por las olas inánimes. Las algas se enredan en la larga cabellera amarilla y a lo largo de los dos brazos abiertos en cruz, que así parecen hechos de hierbas de mar, o de ellas alimentados como por una hiedra de yodo y sal. El polvo negro de las dunas le cubre las cejas, las pestañas y los labios de la otra mitad del rostro. Rasgadas, las calzas amarillas y la ropilla color fresa se pegan, empapadas, a la carne. Los cangrejos rondan el cuerpo y si alguien lo mirase desde las dunas diría que es un viajero solitario y que como tantos viajeros antes y después de él, ha caído de boca sobre la playa, besándola, a dar gracias…
¿Qué país es éste?
Si ha partido, el viajero besará la tierra extraña que jamás esperaba encontrar allende un océano interminable, tormentoso, que al cabo debía precipitarse en la catarata universal. Si ha regresado, besará la tierra pródiga y le contará en voz baja, pues no hay mejor interlocutor de estas hazañas que ella, las aventuras del pendón que llevó a las batallas y a los descubrimientos y la suerte de los ejércitos y armadas de hombres semejantes a él, exiliados y liberados por una empresa que, en nombre de los más altos principes, vivían y aseguraban los más modestos súbditos.
Pero él sigue soñando que lucha contra el mar, a sabiendas de que su esfuerzo es inútil. Las ráfagas le ciegan, la espuma silencia sus gritos, las olas se desploman sobre su cabeza y al fin se dice en voz muy baja que es un muerto conducido al fondo de la catedral de agua; un cadáver embalsamado con sal y fuego. El mar ha salvado el cuerpo del náufrago; pero ha secuestrado su nombre. Yace con los brazos enredados en algas sobre la arena y desde lo alto de las dunas unos ojos vigilan y distinguen en el cuerpo desnudo el signo que quieren ver: una roja cruz de carne entre las cuchillas de la espalda. Rostro hundido en la arena, brazos alargados. Y en un puño, asido a ella como a la tabla de salvación, una botella larga, verde y lacrada, rescatada, como el cuerpo del muchacho, de la muerte.
La lluvia tamborileaba contra las lonas de la tienda de campaña. Adentro, el Señor, sentado en la silla curul, acariciaba con la mano alargada la cabeza de Bocanegra y el perro lo miraba con esos ojos tristes, casi sin blanco y con el poco blanco veteado de sangre, como si el alano mostrase en la mirada la codicia de caza que la fidelidad al amo le vedaba. Condenado a la compañía doméstica, Bocanegra, sin embargo, se engalanaba con peto y coraza y rodeaba su cuello una carlanca de fierro armada con púas. El Señor acarició la piel de su can maestro, entre sedeña y pelrasa, e imaginó que esa tristeza desaparecería en cuanto el can, acostumbrado a ver partir por delante a los demás perros mientras él permanecía al lado de su Señor, fuese solicitado por órdenes previstas para otra cacería: el Señor podría, alguna vez, adelantarse demasiado, perderse, ser atacado. Entonces Bocanegra conocería su hora de gloria. Eternamente echado a los pies de su dueño, esa vez seguiría hasta el último recodo del monte el olor de las botas y del cuerpo de su amo y acudiría, con un ladrido salvaje, a su defensa. Una vez, el padre del Señor había sido atacado por un puerco salvaje y sólo salvó la vida gracias al instinto, fino y fiero, del can maestro que le seguía y que clavó los afilados caninos y las púas del collar en los ojos y en la garganta del jabalí que, ciertamente, ya venía herido por sus rivales en el celo.
A veces, en horas como ésta, el Señor repetía esa historia cerca de las orejas enveladas del mastín, como si intentase consolarlo con la promesa de una aventura similar. No; no sería en esta ocasión. Guzmán conocía bien su oficio y había mandado instalar la tienda en este portillo por donde, forzosamente, debía salir el venado de su querencia en la navazuela. Toda la tarde, los criados de la guardia personal cortaron con hachuelas algunas jaras y madroños para que, si escampaba, el Señor pudiese ocultarse en un puesto más alto y conocer el desenlace de la montería; y otros, con los hocinos, claveteaban las puntas de la lona en el portillo por si el Señor se veía obligado a pasar la noche en el monte. No, Bocanegra; no sería en esta ocasión. Pero si algún día la oportunidad del riesgo y el valor se presentaba, quizás el alano domesticado, sus instintos perdidos, no sabría responder con fiereza.
Llovía. El agua empapaba las redes levantadas por orden de Guzmán cerca de la tienda de campaña. Los lienzos y cordeles cerraban la estrecha cañada por donde el venado debía entrar, acorralado, a encontrar la muerte a los pies del Señor. Guzmán había puesto en su lugar a los lebreles. Guzmán había situado a los caballos que debían aguardar el espanto del venado. Guzmán había ubicado a la gente de a pie. Al intentar huir por un lado, el animal se toparía contra los lienzos y cordeles y, al huir de los filopos, caería en manos de los cazadores.
«Guzmán conoce bien su oficio».
El Señor apretó la cabeza del perro; y al moverla, Bocanegra rasguñó levemente un dedo del amo con las púas de la carlanca. El Señor se llevó la mano a la boca y chupó su propia sangre, rogando, que cese de correr, que no me desangre, un poco de suerte, un leve rasguño, que no me desangre como tantos antepasados muertos por la sangría de heridas que jamás cicatrizaron; y su mente se concentró en un recuerdo inmediato para sofocar esta memoria ancestral: la armada de atalaya había querido sublevarse esa mañana. No tenía por qué seguirle molestando el incidente. Guzmán sólo había demostrado que conocía bien su oficio, un oficio al servicio del Señor. Era natural que escogiese a los monteros de la primera armada entre la gente más baja; nadie más se prestaría a cumplir tan desagradecida tarea. Lo inaceptable, por inexplicable, era que la gente más modesta diese muestras de ser, también, la más rebelde. Pero de esto ni a él ni al sotamontero se les podía hacer responsables; y después de todo, la rebeldía fue rápidamente dominada. Sin embargo, la pregunta se negaba a ser contestada: ¿por qué estos hombres humildes, levantados de entre la escoria aledaña al palacio, colocados en situación que significaba una definitiva mejoría, se empeñaban en murmurar a regañadientes y en evadir una responsabilidad para la que ellos mismos debían saber que, en primer lugar, fueron escogidos? ¿No era el orgullo privilegio sólo de la alcurnia o de la ilustración? ¿Por qué protestaban, apenas se les daba algo, quienes antes nada eran y nada tenían? El Señor no quiso penetrar este misterio más allá de una recordada sentencia de su padre el Príncipe: désele al más pordiosero de los pordioseros de esta tierra de mendigos el menor signo de distinción, y en seguida se comportará como un hidalgo vano y pretencioso; no los distingas, hijo, ni con una mirada; es gente sin importancia.
Por el momento, la armada de atalaya sufriría bajo la lluvia, en lo alto de una muela de peñas; la bruma cegaría su vista y silenciarían sus voces así la orden de evitar el ruido como el rumoroso viento, capaz de acallar no sólo los brutales gritos de estos serranos, sino el más penetrante bocinazo de un cuerno de caza. Quizás, encaramados en la sierra, recordaban al Señor que por un momento se había dignado fulminarlos con una mirada, sin necesidad de hablarles; y si su padre tenía razón, de esa mirada nacerían multiplicadas soberbias y rebeldías. Quizás los monteros maldicientes imaginaban al Señor en su puesto, un puesto escogido para que pudiese, mejor que nadie, experimentar el placer supremo de la caza: ver entrar la busca, ver cómo se levanta la caza, determinar qué yerros se cometen y cómo remediarlos; dominar el conjunto y la culminación del acto; asignar premios y castigos de la jornada. Si aquellos pobres monteros subieron de mala gana a la sierra por verse alejados del centro real y excitante de la cacería, seguramente lo imaginaban todo menos que el Señor, como ellos, pudiese sufrir la congoja de la espera, escondido de la lluvia dentro de una tienda de campaña, sin más herida que el accidental rasguño de la carlanca, sin saber en qué términos andaba la montería. El Señor cubrió con un pañuelo de holanda el rasguño del dedo, la sangre apenas corre, se seca, esta vez no moriré, gracias Dios mío. Posiblemente, si lo viesen metido en la tienda con el perro, los bárbaros monteros murmurarían de nuevo: la estirpe del Señor ha perdido el gusto de la montería, que es sólo el renovado ensayo de la guerra; quizás los humos de las sacristías y las blandezas de la devoción han agotado los arrestos del jefe; y sólo es jefe porque puede más, sabe más, arriesga y resiste más que cualquier súbdito, pues de no ser así, el súbdito merecería ser jefe, y el jefe, siervo; y cuando el Señor muera, ¿quién le sucederá?, ¿dónde está su hijo?, ¿por qué anuncia la Señora preñeces que jamás llegan a buen puerto sino que naufragan siempre en el aborto? Esto murmuraban en sierras y en ventas, en fraguas y en tejares…
El alano Bocanegra se incorporó de repente sobre sus presas gruesas y cortas. La coraza y la carlanca refulgieron en la tenue luz de la tienda y el perro salió corriendo, se escurrió bajo la lona y desapareció, ladrando. Y el Señor ya no quiso pensar en nada, atribuir a nada esa conducta escandalosa del can; mejor cerrar los ojos detrás de la mano envuelta en el pañuelo y quedarse solo con su buena razón mortificada; pedir mejor que un lechoso vacío ocupase el espacio de memoria, sobresalto, premonición… Murmuró una oración en la que le preguntaba a Dios si bastaba que Dios y su vasallo el Señor supieran que si en la caza y la muerte de un venado había algún placer, el vasallo, aunque no lo sintiese, lo rechazaría para la mayor gloria del Creador.
«Es él» le dice al grupo que le rodea el hombre que cree reconocer, en el cuerpo yacente del náufrago, los signos de cierta identidad.
Todos pican espuelas y descienden envueltos por el polvo oscuro de las dunas. Los caballos relinchan al acercarse al cuerpo postrado; los caballeros descienden, avanzan y le rodean. Las botas suenan como latigazos al pisar los charcos de agua tibia. Los caballos resoplan nerviosamente cerca del inesperado olor y parecen intuir el miedo que acoraza ese profundo y extraño sueño. Y el mar sigue lengüeteando sin prisa, sin respuestas, cálido y teñido después de la tormenta.
El jefe del grupo se hinca junto al cuerpo, roza con los dedos la cruz de la espalda, luego le toma de la axila y le voltea, bocarriba. Los labios del joven náufrago se abren y la mitad del rostro está ennegrecido por la arena. El hombre del largo bigote trenzado hace un gesto con la mano y los otros alzan al joven en vilo, la botella se desprende del puño y regresa al oleaje, el náufrago es conducido a uno de los caballos y tendido como una presa de caza sobre el lomo del animal; sujetan sus brazos a la montura y la cabeza colgante se apoya contra el flanco sudoroso. El jefe da nueva orden y todos ascienden por las dunas; ganan la plataforma rasa y rocosa que se extiende hasta el límite de la lejana sierra.
Entonces, en el centro de la bruma, aparece primero un rumor como de espuelas arrastradas o de otro metal chocando contra los pedruscos; detrás del rumor, una litera de ébano pulido; bajo su peso, cuatro negros que la cargan y se acercan al grupo que conduce al náufrago sobre un caballo.
Una campanilla suena dentro de la litera y los negros que la portan se detienen. La campanilla vuelve a sonar. Los porteros, con un gemido concertado, izan el palanquín con sus brazos poderosos y en seguida, suavemente, lo depositan sobre la tierra del desierto. Vencidos por el esfuerzo y por el calor húmedo de las horas que siguen a la tormenta, los cuatro hombres desnudos caen al suelo y se friegan los torsos y los muslos con su propio sudor.
—¡De pie, canalla!, les grita el hombre del bigote trenzado, que comunica su furia al caballo que se encabrita mientras el jinete levanta el látigo, lo azota contra la espalda de uno de los porteros y corre en un círculo nervioso alrededor de la litera. Los cuatro negros, giminíelo, se ponen de pie y en sus ojos amarillos hay un descontento vidrioso que se prolonga hasta que una voz de mujer habla detrás de Lis cortinillas cerradas:
Déjalos en paz, Guzmán. El viaje ha sido pesado.
Y el jinete, sin dejar de correr en círculos, sin dejar de azotar a los negros, grita por encima del resoplido del caballo:
—La Señora hace mal en salir sin más compañía que estos brutos. Los tiempos son demasiado peligrosos.
Una mano enguantada asoma entre las cortinas:
—Si los tiempos fuesen mejores, no necesitaría la protección de mis hombres. Nunca me fiaré de los tuyos, Guzmán.
Y las corre, abriéndolas.
El náufrago se creía embalsamado por el mar; entreabrió los ojos:
La sangre le pulsaba en las sienes y la visión de este desierto de brumas rasgadas quizás no era demasiado distinta de la que pudo encontrar al tocar el fondo del océano, que imaginaba de fuego, pues al caer del castillo de proa al mar lo único que miró no fueron las olas a las que se acercaba, sino el corposanto ardiente del que se alejaba: el fuego de San Telmo en las puntas del palo mayor. Y al ser arrojado, inconsciente, a la playa, le rodeaba una bruma ciega, pero en el momento de abrir los ojos, se apartaron las cortinas de la litera y en vez del mar, o el desierto, o el fuego, o la niebla, encontró otra mirada.
—¿Es él?, preguntó la mujer que miraba al joven como él miraba los ojos negros de la mujer, muy hundidos en los pómulos altos, muy brillantes en su contraste con la palidez plateada del rostro; que le miraba sin saber que él, a través de las pestañas arenosas que velaban su mirada, la miraba también.
—Déjame ver la cara, dijo la mujer.
El joven pudo distinguir el movimiento seguro y altivo del cuerpo drapeado en telas negras que descansaba dentro de la litera como un pájaro reposaba, nervioso pero inmóvil, sobre el puño enguantado de la mujer. El hombre del bigote trenzado tomó el pelo del náufrago con un puño y levantó violentamente la cabeza prisionera: la mirada opaca del joven se fijó en el gesto impaciente de la cabeza de la mujer, enmarcada por las altas alas blancas de una gola.
La mujer levantó un brazo de mangas abombadas y dijo, al tiempo que con el dedo índice ordenaba a la guardia de negros:
—Tómenlo.
Un jadeo infinito viene corriendo por el desierto; una respiración que le da cuerpo a la bruma; un cuerpo palpitante y veloz; la velocidad de un perro blanco que al fin gruñe y se lanza contra el caballo del jefe que por un momento no sabe qué hacer, que en seguida arranea del cinturón el hierro corto, mientras el perro salta tratando de morder la pierna del jinete y logra encajar una púa en el vientre del caballo que se levanta, relinchando, sobre las patas traseras; el jinete se sujeta de las riendas y asesta una puñalada rasgante sobre la cabeza del perro que alcanzaba a rasguñar con la carlanca de púas el puño del hombre, lanza un quejido y cae al suelo, mirando con tristeza los ojos del viajero olvidado.
Al caer la noche, el Señor, fatigado, entró a la tienda de campaña, se sentó en la silla y se echó un cobertor sobre los hombros. Había dejado de llover y durante varias horas los criados buscaron a Bocanegra, pero los sabuesos, en vez de seguirle el rastro al can fugitivo, rondaron estúpidamente la tienda, como si el olor del perro maestro fuese inseparable del de su amo y al cabo el Señor, con grande pesadumbre, se resignó a la pérdida del alano y sintió más frío aún.
Tomó un breviario y se disponía a leer cuando Guzmán, con todas las señas de la prolongada cacería en el rostro sudoroso y en los hábitos manchados, apartó la lona de la entrada a la tienda y le avisó que el venado acababa de ser traído al campamento. Pidió excusas: la lluvia cambió el rastro; el venado fue cazado y muerto lejos del portillo reservado para el placer del Señor.
El Señor tembló ligeramente y el breviario cayó por tierra; sintió el impulso de recogerlo y aun se inclinó un poco; pero Guzmán se dio prisa e, hincado ante su amo, tomó el libro de devociones y lo ofreció al dueño. Desde su posición arrodillada, Guzmán, al levantar la mirada para entregar el breviario, miró fijamente, por un instante, al Señor y debió arquear las cejas de una manera que ofendió al amo; pero éste no podía reprocharle a su servidor la celeridad con que demostraba su obediencia y respeto; el acto visible era el del más excelente vasallo, aunque la intención secreta de la mirada se prestase, más que nada por indefinida, a interpretaciones que el Señor, a un tiempo, deseaba admitir y rechazar.
La herida de la mano de Guzmán rozó la herida de la mano del Señor; los pañuelos que las cubrían eran de bien diferentes calidades; idénticos los rasguños de las púas de una carlanca.
El Señor se puso de pie y Guzmán, sin esperar a que expresara su voluntad —¿seguiría leyendo, saldría al campamento?— ya tenía entre las manos la gabardina de Vizcaya, ya la abría, ya la ofrecía a los hombros del amo.
—Hice bien en traer abrigo, comentó el Señor.
—El buen montero no se fía del tiempo, dijo Guzmán.
El Señor permaneció inmóvil mientras el sotamontero le echaba la capa sobre la espalda. En seguida, Guzmán apartó de nuevo la lona y esperó a que el Señor saliese, escondiendo el rostro bajo la caperuza, al campamento donde los fuegos nocturnos ardían. Hizo un gesto de deferencia y el Señor salió y se detuvo a mirar el cadáver del venado arrojado a sus pies.
Uno de los monteros avanzó hacia el animal con el cuchillo en la mano. El Señor miró a Guzmán; Guzmán levantó una mano; el montero arrojó la daga y el sotamontero la tomó en el aire. Se hincó frente al venado y de un solo y preciso tajo lo degolló.
Luego cortó con el cuchillo de monte los cuernos y en seguida el cuero de las patas traseras, desconcertándolas por las coyunturas para descubrir los nervios.
Se puso de pie y ordenó que colgasen al venado por los nervios desde una estaca y allí lo desollaran.
Devolvió el cuchillo al montero y permaneció frente a la estaca: entre Guzmán y el Señor, colgaba el cadáver del venado.
Los monteros comenzaron a abrir el pellejo del animal desde el jarrete hasta lo hueco y de allí por toda la barriga. Al terminar, lo abrieron por delante y le sacaron la vejiga, la panza y las tripas; luego las arrojaron al cubo hacia donde escurría la sangre del venado, llenándolo gota a gota.
El Señor agradeció la doble máscara de la noche y de la caperuza; pero Guzmán le observaba con la ayuda del desigual resplandor de las fogatas. Los monteros rompieron el pecho del venado hasta el pescuezo y sacaron la asadura, el hígado y el corazón. Guzmán adelantó la mano y el corazón le fue entregado; las otras visceras cayeron dentro de la cubeta de sangre con un ruido idéntico al latido del corazón inquieto del Señor, que sin darse cuenta unió las manos en un resto de piedad mientras Guzmán acariciaba la empuñadura de su hierro corto.
La cabeza fue cortada por el cogote y aunque siguió la tarea de hacerle cuartos al venado, el Señor ya sólo pudo mirar, junto al fuego, esa testa privada de su cornamenta, boquiabierta, estúpida y estremecedoramente tierna: los ojos pardos y vidriosos, entreabiertos, poseían una vida simulada; pero detrás de ellos acechaba, triunfante, el azoro de la muerte.
Ahora varios monteros cortaban en pequeños pedazos las tripas del animal, las tostaban al fuego y por fin las mezclaban y revolvían con la sangre y el pan. Y si mientras se descocotó, apioló y descuartizó al venado sólo su cadáver separaba al Señor del lugarteniente, ahora toda una multitud ansiosa los alejó e indiferenció. Las tripas, la sangre y el pan fueron depositados al lado de la fogata mientras alrededor de ella se colocaban los monteros con los sabuesos que habían participado en la montería. Con una mano, frenaban a los canes; con la otra, sostenían la bocina de caza. La excitada confusión había desplazado al Señor del lugar privilegiado que hasta ese momento ocupó; la multitud de canes nerviosos y jadeantes, la aplicación de los monteros a su doble tarea de retenerlos y manejar las bocinas, le hubiesen permitido al amo regresar en ese instante a la tienda y reiniciar la piadosa lectura sin que nadie lo apercibiese. Pero él sabía que el siguiente acto requería una orden suya: un gesto cualquiera, rápido y formal, para que todos los monteros tocasen las bocinas al unísono, celebrando el término ritual de la caza.
Se disponía a levantar un brazo desde la oscuridad hacia la cual fue desplazado; pero antes de que pudiera hacerlo, los monteros tocaron las bocinas. Los poderosos cuernos hicieron que la oscuridad trepidara. Se integró un solo gemido ronco, que más que volar parecía galopar sobre el tambor de la tierra, armado con pezuñas de metal, de regreso a los montes de donde había sido arrancado. Pero el Señor no había hecho ningún gesto. Y sin embargo todo sucedía, todo se cumplía, como si lo hubiese hecho. Y cuando por fin lo hizo, su brazo permaneció en el aire, estupefacto. Ya era demasiado tarde. Agradeció que Guzmán estuviese lejos, perdido en la ocupación que a todos concertaba en ese momento; lejos de la faz azorada y de la boca entreabierta cuyas órdenes rituales se cumplían puntualmente, aunque hubiesen faltado las palabras y el gesto que debían indicarlas.
Al ruido, los sabuesos se habían lanzado a comer; la lumbre de las fogatas iluminó los belfos codiciosos y dibujó el temblor de los lomos. Rodeado por la jauría famélica, Guzmán levantó las tripas en alto, en la punta de un venablo. Los sabuesos saltaron para alcanzarlas. Embriagados por el concierto ensordecedor de las bocinas y por su natural braveza, los perros eran un río de carne luminosa; sus lenguas, chispas que incendiaban el cuerpo erecto de Guzmán, también sudoroso y alegre, con el venablo en alto, encamando a los canes que se quedarían sabrosos de aquel plato y codiciosos de nueva caza. El Señor dio la espalda al espectáculo; le dominaba el sudor frío de un pensamiento circular e infinito.
Luego, mientras los perros se manchaban los hocicos con sangre y carbón, Guzmán trazó con el cuchillo una cruz en la punta del corazón del venado, y en seguida lo cortó a la redonda, de manera que quedase dividido en cuartos. Se carcajeó secamente y arrojó un pedazo de corazón a cada punto cardinal, mientras los monteros reían con él, satisfechos de la jornada, y a cada gesto airoso del sotamontero, que de esta manera exorcizaba el mal de ojo, gritaban: al Pater Noster, al Ave María, al Credo y al Salve Regina.
—Señor, le dijo Guzmán cuando por fin se acercó a él; a Vuesa Merced corresponde distribuir los galardones y castigos de la jornada.
Y añadió, sonriente, herido, fatigado, manchado:
—Hágalo ya, que la gente está cansada y quisiera regresar al punto al puerto de la sierra.
—¿Quién hirió primero?, preguntó el Señor.
—Yo. Sire, contestó el sotamontero.
—Regresaste a tiempo, dijo el Señor, apoyando el mentón en un puño.
—No comprendo, Sire.
El Señor jugueteó con el dedo índice sobre el grueso labio inferior. Nadie pudo darse cuenta de que los ojos del amo, escondidos por la caperuza, observaban las botas del sotamontero; y en ellas observaban la huella de la negra arena de la costa, tan distinta de la tierra parda y seca de los montes. Guzmán vio por primera vez la herida gemela ni la mano del amo y escondió, indeciso y turbado, la suya. ¿Galardón y castigo?, pensaron al mismo tiempo el Señor y Guzmán, ¿para quiénes? pensaron Guzmán y el Señor en Guzmán y el Señor, el perro Bocanegra, la frustrada y rebelde armada de atalaya.
Lo despierta la mano de la mujer que acaricia su rostro y al hacerlo lo limpia de los granos de arena negra y húmeda de la costa. El joven despierta de un segundo sueño, entra al siguiente, adormilado por el vaivén del lecho en el que va recostado, capturado entre almohadillas de seda y cobertores de armiño, cortinas de brocado y un intenso perfume que, en su profunda y abierta molicie, el muchacho ve al tiempo que respira y ve con un color: negro.
Se dice a sí mismo que va recostado dentro de una cama en movimiento, muelle y aérea. Una de las manos de la mujer no deja de acariciarle; pero la postura obliga al muchacho a mirar la otra mano de esta aparecida y la otra mano lleva puesto un guante, rugoso y sebado, sobre el cual se mantiene muy derecho un azor. Los ojos zumidos del ave no se apartan de los del náufrago, pero si él parpadea entre la vigilia y el sueño, la mirada del azor es invariable, hipnótica, como si un artesano hubiese insertado dos monedas de cobre viejo, gastado, ennegrecido, en la cabeza del pájaro, y en esa mirada hay dos números sin tiempo. El sañudo halcón se mantiene inmóvil, con el pecho levantado y bien abierto de piernas para asentarse mejor sobre el guante de su dueña. Es tal la unión de las patas del ave con la mano de la mujer, que las uñas negras del pájaro parecen una prolongación de los dedos engrasados del guante. De tan fijo, diríase que es una estatuilla de Malta; sólo los cascabeles atados a las patas indican movimiento y vida en el ave de presa; su rumor de sonaja se funde con los otros ruidos, persistentes, de hebillas y puntas de fierro arrastradas a lo largo del camino.
El joven mueve la cabeza para mirar la cara de la mujer que le acaricia, seguro de que una vez más logrará ver el rostro de palidez plateada que esa mañana apareció entre la bruma, detrás de las cortinillas de la litera, preguntando si él era él, mirándole sin saber que ella era mirada por él. Pero esta vez, los velos negros ocultan las facciones de la mujer en cuyo regazo el joven reposa, duerme, despierta.
La Señora (pues así la llamó el hombre brutal que amarró al náufrago a la silla del caballo) es una estatua de trapos negros, brocados, terciopelos, sedas: de la cabeza a los pies, los velos y drapeados la ocultan.
Sólo sus manos indican que está viva y presente: con una, acaricia y limpia la arena del rostro del joven; con la otra sostiene a la inmóvil ave de rapiña. El náufrago teme la pregunta que ella debería formularle: ¿Quién eres? La teme porque no sabría contestarla. Arrullado dentro de la litera honda y perfumada, se da cuenta de que sólo es el hombre más vulnerable del mundo: no podría contestar esa pregunta; debe esperar a que alguien le diga: «Tú eres…» y revele una identidad que él deberá aceptar, por amenazante, desagradable o falsa que sea, so pena de quedarse sin nombre. Está a merced de la primera persona que le ofrezca un nombre: sólo esto, arrullado, piensa y sabe. Pero a pesar de las brumas espesas que sofocan sus sentidos —sueño, vaivén, perfume, la mirada hipnótica del azor— el roce de esos dedos femeninos sobre su frente y sus mejillas le mantiene despierto, le permite agarrarse a una flotante tabla de lucidez como el halcón se prende a la mano enguantada de la Señora. El débil argumento del náufrago, fortalecido porque no tiene otro a la mano, es que si alguien le reconoce y le nombra él podrá, al mismo tiempo, reconocer y nombrar a quien le identifique y, en ese acto, saber quién es: quiénes somos.
Por eso, con gran suavidad, roza con los dedos las faldas de la mujer, se entretiene en ello un largo rato y, cuando siente que de nuevo el vaivén, el perfume y la fatiga van a vencerle, levanta ambas manos y las acerca a los velos que encubren el rostro de la mujer.
Ella grita; o él cree que grita; no ve la boca detrás de los velos y sin embargo sabe que un aullido ha pulverizado esta pesada atmósfera; sabe que ella grita cuando él acerca las manos al rostro de la mujer y todo sucede al mismo tiempo: la litera se detiene, unas voces gruesas gimen, la mujer guía la cabeza desgarbada del azor hacia la del joven y el ave resucita de su letargo heráldico, los cascabeles se agitan con furia y mientras la mano de la Señora, antes acariciante, ahora rapaz, tapa violentamente los ojos del náufrago, éste apenas tiene tiempo de ver, detrás de los velos apartados, una boca que se abre y muestra los dientes afilados como las púas de la carlanca de un can de presa y luego el azor cae sobre su cuello quemado por el sol y la sal de mares ardientes y él siente en la carne el helado humor que sale por las ventanas del pico largo, ancho y grueso; escucha las palabras de ese grito detenido en el espacio, sepultado por el lujo opresor de la litera; ese grito que clama y reclama el derecho que tiene cada ser de llevarse un secreto a la tumba. Y el joven prisionero no sabe distinguir entre el aliento del halcón y el de la mujer, entre el helado pico del ave y los afilados dientes de la Señora, cuando los alfileres de un hambre tenaz se clavan en su cuello.
Esa noche, Bocanegra entró a la venta, derrengado, con la cabeza sangrante. Su aparición echó a perder las celebraciones de los monteros. Dejaron de beber y cantar las coplas.
Que hartos te vienen días
de congojas tan sobradas
que las tus ricas moradas
por las chozas o ramadas
de los pobres trocarías…
Las exageradas pláticas se acallaron; las riñas se interrumpieron; todos miraron con asombro e inquietud al finísimo alano blanco, abalulo, sucio, c la negra arena de las costas en las patas y en la herida abierta de la cabeza.
Fue conducido al aposento del Señor y, allí mismo, éste ordenó que se le curase. A la luz de las velas, los criados pudieron al fin abrir los morrales. El Señor se hincó en el reclinatorio y dejó abierto el breviario, pero dio la espalda al crucifijo negro que le acompañaba en sus viajes; miró hacia los criados que, primero, quisieron retirar al perro y curarlo en los corrales, pues hacerlo en la recámara del amo no era lo más correcto. El Señor dijo que no, que lo curasen allí mismo; los criados se inclinaron de mala gana ante la voluntad superior. La presencia del amo les impediría comentar con alboroto lo ocurrido y ofrecer increíbles versiones de los hechos probables.
Nuevamente, hincado y mudo, el Señor se preguntó si los criados se rebelaban en silencio y desde su baja condición exigían algo más que el favor del amo y el cumplimiento de un trabajo que les daba un cango mayor al de los demás sirvientes del reino. Pero pronto la actividad hizo olvidar a unos su indiscreto descontento y al otro su discreta duda.
Uno de los criados tiró el cabello del perro hasta dos dedos alrededor de la llaga, limpió la herida y luego la cosió tomando bien el cuero y un poco de carne, con una aguja fea y cuadrada y nada delgada. Otro hirvió compresas en un perol y un tercero calentó vino. El hilo grueso fue cosiendo la herida con muchos puntos ni muy flojos ni muy apretados. En seguida, el primer criado sacó del morral y echó encima de la llaga hojas de encina, cortezas de palma, sangre de drago, raza y ordión quemado, hojas de nísporas y raíz de pinta pole. El segundo criado remojó las estopas calientes en vino, las exprimió muy bien y las colocó encima de los polvos mientras el terceto, encima de las primeras, ponía otras estopas secas y finalmente ataba el todo con una faja de tela.
El triste Bocanegra gimoteaba tirado en el suelo, los criados salieron en silencio y el Señor se quedó dormido, arrodillado en el reclinatorio, con la cabeza apoyada sobre el brazo de terciopelo, mareado por la peste de los polvos, el humo de los peroles y un sabor metálico y viejo que dejaba (en el aire) la sangre del perro y (en el piso) el rastro de oscuro polvo de la costa donde tú yaces de vuelta, idéntico a ti mismo, tu huella nueva sobre tu antigua huella, tu cuerpo colocado una segunda vez dentro del recortado perfil de arena que un cuerpo como el tuyo abandonó esta mañana cuando el mar te abandonó a ti; yaces en la misma playa, con los brazos enredados en algas y abiertos en cruz, una cruz entre las cuchillas de la espalda y una larga y sellada botella verde empuñada, tus viejos y tus nuevos recuerdos borrados por la tempestad y el fuego, tus pestañas, tus cejas y tus labios cubiertos por el polvo de las dunas, mientras Bocanegra gimotea y el Señor, en su sueño, recuerda obsesivamente el día de su victoria y se la cuenta al perro; pero el perro sólo quiere aprender el terror de la negra costa pero el Señor sólo quiere justificar su regreso, mañana, al palacio que mandó construir, para honrarla, el día de esa victoria.